miércoles, 4 de mayo de 2016

Historia: Artigas y Garibaldi

Artigas
La anécdota la conocí en la Facultad de Ciencias Sociales, en una de esas aulas empapeladas de carteles con siglas de grupos de izquierda impronunciables, una profesora de cadencia arrabalera la narró no sin cierto don histriónico. Hernán Brienza.


La anécdota la conocí en la Facultad de Ciencias Sociales, en una de esas aulas empapeladas de carteles con siglas de grupos de izquierda impronunciables, una profesora de cadencia arrabalera la narró no sin cierto don histriónico. El protagonista es Giuseppe Garibaldi, el héroe romántico nacido en la Niza italiana del siglo XIX, aquel que con sus mil camisas rojas invadió la península a través de Sicilia, le dio su merecido al Vaticano y le ofreció a Vittorio Emanuele II, soberano de la Casa de Saboya, el territorio unificado de Italia. Contaba mi profesora que en una engalanada fiesta de la Corte, después de firmado el Tratado de Turín, entre la casa de Saboya y Francia, por el cual la Niza italiana se convirtió en la Nice francesa, Garibaldi, que tenía más de bersagliere que de cavaliere, les escupió en la cara al rey y a su ministro Cavour: “¡Traidores, yo les construí una nación y ustedes me dejaron sin patria!”. Tenía razón: él, que había llevado adelante la campaña militar de la unificación italiana, ya no era italiano sino francés, porque la Corona había entregado a Francia la ciudad donde él había nacido. Había sido convertido por el desdeñoso rasgueo de una pluma sobre un papel en un apátrida.



En nuestras tierras también tenemos un apátrida célebre. Un rioplatense que ayudó a liberar a su patria y fue despojado de ella. Su nombre es José Gervasio de Artigas y fue, quizás, el revolucionario y demócrata más profundo de los próceres argentinos. Porque, mal que les pese a orientales y occidentales, Artigas fue un argentino hasta el último día de su vida. Y, como ocurrió con Garibaldi, también se quedó sin patria.

La primera marca argentina de Artigas figura en el Plan Revolucionario de Operaciones, de Mariano Moreno, quien, en su capítulo dedicado a la Banda Oriental, recomienda entrar en tratativas con el capitán de blandengues José de Artigas. Pero es el propio jefe oriental el que con su acción política demostró su voluntad por mantener su argentinidad. Entre los años 1810 y 1820 participó política y militarmente dentro del territorio de las por entonces Provincias Unidas, y su protectorado de los pueblos libres abarcó la Banda Oriental, la Mesopotamia, Santa Fe y Córdoba. Su proclama de Mercedes, el 11 de abril de 1811, reconoció la regencia de la Junta de Buenos Aires, y encabezó el éxodo oriental hasta tierras occidentales. Además, la versión original del himno argentino celebraba las victorias de San José y Piedras, libradas bajo la comandancia de Artigas en suelo oriental. En 1812 estableció que la Provincia Oriental formara parte indisoluble de las Provincias Unidas y envió sus diputados a la Asamblea del año XIII con instrucciones precisas: independencia, federalismo, libertad civil y religiosa, forma republicana de gobierno, ubicación del gobierno federal fuera de Buenos Aires. Sus exigencias fueron demasiado para los políticos porteños, que deseaban un maniobrable país-maceta con ellos a la cabeza. Artigas, entonces, se convirtió en enemigo acérrimo de los directoriales –posteriormente unitarios– que hicieron lo posible, lo imposible y lo aberrante para sacarse de encima al líder oriental. Es decir, intentaron sobornarlo con la independencia del Uruguay, pero Artigas se negó dos veces. Finalmente, el director supremo, Juan Martín de Pueyrredón, pactó con los portugueses la entrega de la provincia a cambio de que le sacaran de encima a Artigas.



El líder de los orientales continuó con su derrotero hasta que vencido por el, al menos, irresponsable caudillo entrerriano Francisco “Pancho” Ramírez, se exilió en el Paraguay. Cuando Uruguay se independizó, Artigas exclamó: “Yo ya no tengo Patria”. Y tenía razón: Su patria, las Provincias Unidas del Río de la Plata, había expulsado a la provincia donde él había nacido. Artigas se había convertido en un apátrida que añoraba una nación que ya no existía: la gran federación americana. Antes de morir, en septiembre de 1850, apenas un mes después que José de San Martín, encabezó su testamento: “Yo, José Gervasio de Artigas, argentino, de la Banda Oriental…”. Como en los melodramáticos versos de Carlos Guido y Spano, Artigas había sido “argentino hasta la muerte”.

Hay, en el exilio de Artigas, una fuerza metafórica que alumbra una verdad poética. Quizá, el líder de los orientales haya sido el desterrado perfecto: es un exilado que añora una patria que no existe. Y quizá, de alguna manera, todos los habitantes de las provincias de la Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay formemos parte del mismo ostracismo. Tal vez todos hayamos quedado cautivos en esa imposibilidad de retorno, en esa melancólica certeza de saber que nuestros paisitos son más pequeños y mezquinos que el quimérico desvarío de José Gervasio de Artigas.

CD

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