jueves, 13 de diciembre de 2018

JAR: Denostar para crear un mito insostenible

Bajen a Roca, alcen a Néstor
Por Luis Alberto Romero
© La Nacion

La inauguración del gran mausoleo de Néstor Kirchner en Río Gallegos y la instauración de su estatua , que probablemente desplace a la del general Roca, están cargadas de simbolismos y rituales todavía confusos. Una mirada al pasado quizás aclare algunas de sus múltiples significaciones.

Un caso con alguna afinidad fue la creación del culto al emperador en el momento de la fundación del Imperio Romano. Por entonces, Augusto levantó una estatua al divino Julio César, su padre político, asesinado poco antes. Desde entonces, cada emperador muerto fue divinizado para así transmitir el carisma a su sucesor. Y su estatua, reproducida en cada gran ciudad, se convirtió en el centro del nuevo culto imperial, entre religioso y político.


En la historia se han entrelazado la política y la religión, las personas y las instituciones, el Estado y el culto. Luis XIV, por ejemplo, aunque era monarca por derecho divino, desplegó una intensa actividad muy terrenal para construir su imagen: retratos distribuidos masivamente, cuadros alegóricos, arcos de triunfo y, por supuesto, estatuas, además de panegíricos, tratados filosóficos u obras teatrales. Todo dirigido por el ministro Colbert, de una eficacia digna de Goebbels.

Posteriormente, la política democrática, aunque fundada en el pueblo y en la nación, siguió apelando a toda la panoplia de recursos religiosos: relatos míticos de orígenes y destinos nacionales, rituales públicos, lugares de culto, emblemas, monumentos y estatuas. En Francia, la República se simbolizó en la estatua de Marianne; en Alemania, las "columnas Bismarck" representaron al Reich imperial. En el siglo XX vinieron los movimientos de masa, y con ellos los líderes carismáticos, que cultivaron otra faceta de raigambre religiosa: el mesianismo. Con el fascismo y el nazismo, el Estado y el Movimiento, los líderes desplegaron ampliamente estas formas del culto a la personalidad. En la Unión Soviética, que prodigó las estatuas de Stalin, se le agregó la veneración del cadáver de Lenin en la Plaza Roja; como el emperador romano, simbolizaba la permanencia de los principios fundadores, transmitidos a sus sucesores.

La Argentina tuvo su modesto culto republicano. En 1811 se levantó la Pirámide de Mayo, pero sólo en 1862 se erigió la primera estatua a una persona: el general San Martín, en quien se reconocía no sólo su obra política y militar sino también su alejamiento de las facciones locales. En 1873 se levantó la estatua de Manuel Belgrano, quien luego de servir diez años al gobierno revolucionario perdió su fortuna y murió pobre de solemnidad. Indudablemente, eran otros tiempos, con otros valores.

En el siglo XX llegó a estas tierras el culto a la personalidad. Comenzó con Yrigoyen, con recursos modestos, y tuvo su apogeo con Perón y Eva Perón. La fábrica del Estado funcionó como la de Luis XIV: retratos y escuditos; nombres en provincias, ciudades, barrios, calles, plazas y estadios de fútbol, sumado a todo lo que aportaban los modernos medios de comunicación. En el imaginario popular fue instalándose una cierta relación con el trasmundo, cuando la liturgia peronista subrayó los dones sobrenaturales de Evita. Su cuerpo embalsamado debía fundar un culto y consagrar la transferencia de su carisma al presidente viudo.

Algo de todo eso se insinúa hoy, con la presidenta viuda. Calles, barrios, campeonatos y becas reciben el nombre de Néstor Kirchner. Son muchas las prácticas, interpelaciones, apelaciones y representaciones que esbozan la colocación de Kirchner en una esfera sobrenatural, más pagana que cristiana, desde donde motiva a sus seguidores y legitima e inspira a Cristina. Una operación similar a la que Augusto hizo con Julio César.


El relato mítico del kirchnerismo está en pleno proceso de construcción, y por ahora suma motivos que no siempre encajan. Esta suerte de beatificación de Kirchner se une ahora con la execración de Roca . La cuestión pasa de lo sobrenatural al combate por la apropiación del pasado. Su gobierno ya ha sido calificado como el mejor de los últimos cincuenta años, y solo se compara, por ahora, con el primero de Perón. En cuanto al resto, el relato del pasado se está armando con fragmentos diferentes. Aunque abreva en la versión revisionista, no hay mayores referencias a Rosas o a los caudillos, ni a grandes líneas históricas. Más bien se trata de eliminar competidores. Así ocurrió con Sarmiento, y luego con los hombres del Centenario. Los historiadores oficiales se esfuerzan en desmentir el supuesto progreso de aquella Argentina, contrastando sus modestos logros -admiten que quizás hubo crecimiento, pero sobre todo represión y poca distribución- con los espectaculares resultados del "modelo" actual.

Aquí empalma otro relato: el de los derechos humanos, una bandera asumida por el kirchnerismo como un logro propio y exclusivo. Desde esta perspectiva, nuestro reciente terrorismo de Estado empalma con el genocidio nazi, lo que suma toda una opinión progresista. Se trata, pues, de buscar genocidas en el pasado. Confluyen así dos discursos fuertes y movilizadores: el de la condena del genocidio, presente y pasado, y el de la nación kirchnerista, que se pone de pie dejando atrás un pasado de sombras y divisiones y construye unida un nuevo futuro. En el cruce de ambos discursos aparece el general Roca.

Roca suele ser presentado como el artífice del denostado "modelo del 80", lo cual es exagerado, pero ya le vale la tarjeta roja. Pero, además, Roca comandó la campaña de 1879, lo que lo convierte en el exterminador de los pueblos originarios, el genocida de su tiempo. Con la apelación a los pueblos originarios viene también el multiculturalismo, otra causa progresista. Todo suma. Se trata, ciertamente, de una manipulación grosera y efectista del pasado.

Es importante recuperar la perspectiva histórica, evitar los anacronismos y recordar uno de los principios básicos del oficio de historiador: los hombres y las instituciones deben ser comprendidas en el contexto de su época, sus prácticas y sus valores. No sólo ayuda a hacer buena historia, sino a tomar las lecciones correctas del pasado.

Roca fue un militar profesional que guerreó para construir el Estado nacional. Peleó en la Guerra del Paraguay, combatió a los poderes provinciales que cuestionaban la autoridad nacional, derrotó a los imperios aborígenes del Sur y definió las fronteras argentinas, ocupando un territorio que por entonces también pretendían los chilenos. No hay nada de excepcional en esta historia, similar a la de cualquier otro Estado nacional construido con los métodos que por entonces eran considerados normales. Los nacionalistas integrales, quienes consideran esencialmente "argentino" cada fragmento del territorio -no es mi caso-, deben admitir que Roca contribuyó a una soberanía que creen legítima. En cuanto a los pueblos originarios, ciertamente hoy no aprobaríamos la manera como los trató Roca, y la conducta del gobernador Insfrán nos parece detestable. Pero si se trata de leer el pasado desde el presente, deberíamos condenar también la manera en que, a lo largo de siglos, algunos "pueblos originarios" -por ejemplo, los aztecas o los incas- trataron a otros. Al menos, Roca no hacía sacrificios rituales con los prisioneros.

Sobre esta historia matizada se han elaborado sucesivos relatos míticos. Todavía recordamos el de la dictadura militar, cuando el centenario de la Conquista del Desierto. Era deplorable, faccioso, autoritario y mesiánico. Hoy es execrado, pero en nombre de otro relato igualmente mesiánico y faccioso, de enorme capacidad sincrética y mucho oportunismo.


La estatua, la casi beatificación, la elaboración de un relato mítico contradictorio, todo es parte de un proceso verdaderamente interesante para quien pueda examinarlo con la ecuanimidad y distancia del antropólogo o el historiador. Pero es difícil que puedan mirarlo así quienes tienen puesta su fe y sus convicciones en la República y quienes advierten, en este y en otros casos, de qué modo el faccionalismo va deviniendo en totalitarismo.



El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA

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