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sábado, 15 de agosto de 2015

Crisis del Beagle: Castro Fox y el alistamiento del COAN

La casi guerra

Del Blog de Rodolfo Castro Fox

Me había olvidado del ruido que produce un motor a explosión a diferencia del reactor y en el primer despegue de adaptación al T-28 de Escuela, en medio de la corrida le pregunté al entonces Capitán de Corbeta Jorge Paris, quien desde el asiento trasero volaba como piloto de seguridad, si era normal el ruido que hacía. "No", me contestó," aborte el despegue que el motor está fallando!". Frené el avión a pocos metros del final de pista
Como Jefe del Departamento Instrucción Aérea, mi responsabilidad primaria era el desarrollo de los cursos de vuelo y me competía la planificación, el cumplimiento del programa y la verificación de los niveles obtenidos.
Pronto comencé a volar con cada uno de los instructores para comprobar la normalización de los procedimientos de vuelo y mas tarde a efectuar períodos con alumnos para seguir el desarrollo de la instrucción y posteriormente realizar los exámenes en vuelo para su primer " solo" en el T-28.
Era el último año del "Fennec"; pronto sería reemplazado por el Beech T-34-C-1 Turbo Mentor recién adquirido para la instrucción en Escuela.
Para el traslado en vuelo de los T-34 desde los Estados Unidos se había constituido una comisión que arribaba en el mes de junio con los primeros ocho aviones de un total de quince.
La segunda comisión, a excepción del jefe encargado de traslado, sería realizada por el grupo de pilotos que habían permanecido dando instrucción durante ese período, incluido yo.
Habiendo volado el T-34 durante el mes de julio y parte de agosto, a mediados de este mes partíamos a bordo de un Lockhead Electra L-188 de la Armada ocho pilotos - uno más que la cantidad de aeronaves a trasladar, en previsión de que surgiera la necesidad de un reemplazo-, y un grupo de mecánicos para el apoyo logístico al traslado.
En la fábrica de Beech Aircraft Corporation de Wichita, Kansas, efectuamos los vuelos de aceptación y en menos de una semana iniciábamos el traslado de los aviones hacia el país.

Propulsado por un motor turbohélice PT-6A-25 Pratt & Whitney de 715 HP de potencia y equipado con una hélice tripala con paso beta, este avión de instrucción era muy confiable.
Contábamos con sistema oxígeno y si bien no teníamos cabina presurizada, los niveles de vuelo de traslado serían de entre 13000 y 17000 pies, con una aceptable velocidad verdadera y buen alcance debido a su carga de combustible.
El primer día de traslado, recorrimos todo el tramo sobre territorio norteamericano desde Wichita hasta la frontera con México, con una escala técnica y en cinco horas de vuelo.
Por disposiciones del gobierno mejicano, no se podía sobrevolar su territorio con mas de cuatro aeronaves militares simultáneamente o dentro de un período de cuatro días, de manera que en la siguiente jornada, desde un cómodo hotel en Brownsville, veíamos partir a la división del Capitán de Corbeta Jorge Paris, jefe de la comisión de traslado, rumbo a Veracruz.

Cuatro días mas tarde lo haría la división de los tres aviones restantes a mi cargo, aterrizamos en El Salvador, luego de casi seis horas de vuelo con una escala técnica en Veracruz para el reabastecimiento de combustible.
Nuestro vuelo no tendría las incidencias del anterior, que por razones meteorológicas debió aterrizar en Guatemala en medio de una convulsión político-militar en ese país y bajo amenazas de armas debieron aclarar su procedencia, destino, y que eran totalmente ajenos a los hechos que se registraban.
Nuevamente reunidas las dos divisiones en El Salvador cumplimos la etapa a San José de Costa Rica y otra jornada a Panamá.
Contábamos con el apoyo del L-188, que no solo transportaba mecánicos y repuestos, sino que también nos mantenía actualizados por radio de la información meteorológica en esa zona tan inestable. Esto nos sería de mucha utilidad en la siguiente etapa hasta Guayaquil, de una duración mayor a cinco horas de vuelo con una parada técnica.
Luego cumpliríamos la escala en Lima, donde hallaríamos la tradicional hospitalidad de la Aviación Naval Peruana de cuyos orígenes, en la formación de pilotos de ala fija, había tomado participación en 1965, como profesor de vuelo en la Escuela de Aviación Naval, reencontrándome con esos pilotos ya convertidos en máximas jerarquias y tomaríamos tres días para realizarle las inspecciones correspondientes de mantenimiento por 25 horas de vuelo a los aviones y para descanso de las tripulaciones.
La situación con Chile tan deteriorada en 1978, determinó que evitásemos su sobrevuelo. Por tal razón desde Lima cumplimos la etapa a Tacna, en el sur de Perú, y desde allí, al siguiente día, cruzaríamos la Cordillera de los Andes hacia Santa Cruz de la Sierra en Bolivia.

El nivel de la aerovía nos exigía ascender a 26000 pies y si bien no había problemas con el oxígeno, volar sin cabina presurizada a ese nivel era muy incómodo.Nos sentíamos hinchados como escuerzos, la dilatación de los órganos del cuerpo era manifiesta y el cruce a ese nivel no fue breve.
Haríamos nuestra entrada al país por el Aeropuerto Internacional de Jujuy y desde allí volaríamos en el mismo día a Corrientes.
El día 14 de Septiembre cubríamos la etapa Corrientes – Punta Indio, aterrizando luego de una ausencia cercana al mes, con la travesía de más de dos semanas y 35 horas de vuelo.
Nos esperaban nuestras familias y una desagradable sorpresa;en dos horas debíamos despegar hacia la Base Espora para participar de un importante desfile sobre Puerto Belgrano al día siguiente. Ahora no recuerdo cuál era el importante motivo, pero sí la falta de consideración que tuvieron con nosotros.
En el mes de Octubre fui convocado en Espora para realizar una etapa a bordo del Portaaviones “25 de mayo” tripulando el A-4Q.
Luego de realizar mis exámenes teóricos de conocimiento y operación del avión, y con sólo tres horas y media de vuelo cumpliendo PTAP, en dos días realizaba ocho enganches y nuevamente regresaba a dar instrucción en el T-28 a Escuela.
La situación por las Islas del Canal Beagle era la causante de tal apresto; también en Punta Indio estábamos abocados al posible despliegue en los Aeródromos del sur con los T-34 y T-28 de la Escuela y los Macchi de la Primera Escuadrilla Aeronaval de Ataque, además de los restantes aviones de reconocimiento y enlace.
Sin dejar de impartir enseñanza en vuelo a los alumnos, con los instructores practicábamos maniobras de combate y tiro sobre el polígono de armas.


A principios del mes de Diciembre, mientras las escuadrillas de Punta Indio se destacaban a la Isla Grande de Tierra del Fuego, a mí me ordenaron presentarme a la Tercera Escuadrilla de Caza y Ataque para integrarme al grupo de ataque del Portaaviones con el Skyhawk.
Nuevamente cumplí tres horas de vuelo y el día 8 de Diciembre estaba enganchando en el buque.
El grupo Aéreo de ataque estaba en el punto máximo de su capacidad operativa, con los once A-4Q y diecisiete pilotos, además de un oficial señalero, el Teniente de Navío Axel Adlercreuts convocado desde una línea aérea comercial a la cual se había incorporado luego de solicitar su retiro de la Armada poco tiempo antes.
No era el único convocado entre el personal retirado, y varios se habían presentado espontáneamente ante la posibilidad de servir en la ocasión. Algunos antiguos jefes entre ellos fueron destinados a cubrir puestos que en las Bases dejaban los pilotos para destacarse al Teatro de Operaciones.
Mientras navegábamos hacia el sur, los pilotos realizábamos vuelos de adiestramiento y puesta a punto de los sistemas de armas.
Durante el desarrollo del llamado “Operativo Tronador” los aviones se mantenían en estado de máxima alerta y con ILC (Interceptor Listo en Cubierta) en condiciones de ser catapultado en escasos minutos y armados con dos misiles AIM-9B “Sidewinder” y cañones de 20 milímetros.
Para cubrir esta guardia debíamos realizar las pruebas de rutina del avión, y luego permanecer a bordo del mismo durante dos horas en condiciones de poner en marcha y ser catapultados inmediatamente.
Contábamos en este caso con sólo un tanque de combustible subalar -el ventral-, y la mayoría de las veces por la distancia a la cual operábamos en el este de la Isla de los Estados, no teníamos posibilidades de alcanzar un aeródromo de alternativa en tierra en caso de no poder enganchar. Por esta razón había aviones A-4Q preparados con tanque de reabastecimiento en vuelo Sargent Fletcher “Buddy Pack” en la estación ventral listos a reunirse con el avión en problemas para transferirle combustible en vuelo.
Debido a esta previsión también cubríamos la guardia de “Tanquero”, el avión equipado con este sistema.


En estas condiciones, con tanques subalares y el “Buddy Pack”, éramos catapultados con el peso máximo de 22500 libras, lo que requería una aceleración en catapulta que dejara el avión con 150 nudos (280 km/h) volando en proa. Un verdadero “empujón” en la espalda para alcanzar esta velocidad en 45 metros de recorrido, partiendo desde unos 40 km por hora (la velocidad del buque).
Le tocó en suerte al Comandante de la Escuadrilla, el entonces Capitán de Corbeta Julio I. Lavezzo realizar la primera interceptación el día 21 de diciembre sobre un avión CASA 212 de la Armada Chilena.
Este avión en funciones de explorador había despegado desde Puerto Williams y buscaba al este de la Isla de los Estados la posición de nuestra Flota.
El Comando Superior no autorizó que se lo derribara, y luego de recibir unas pasadas intimidatorias y sin contacto radial, el avión explorador optó por retirarse hacia el continente.
Hubo también falsas alarmas con aviones propios no identificados, pero en otra ocasión nuevamente fue interceptado un CASA 212 y se repitió la acción del A-4Q, esta vez tripulado por el Teniente de Fragata Horacio Pettinari, quien tampoco contó con la autorización para derribarlo.
Estos encuentros fueron el clímax en cuanto a las acciones desde el mar. Pocas horas antes de concretarse las operaciones previstas de desembarco, el buque y sus escoltas ponían rumbo al norte de acuerdo a las órdenes impartidas por el Comando Superior. La mediación del Papa detenía la operación.


El 24 de Diciembre nos destacábamos con los aviones desde el portaaviones en cercanías del Golfo San Matías con rumbo a Espora. Allí festejamos Nochebuena con el grupo de pilotos de la Fuerza Aérea que estaba desplegado en la Base, pero en mi caso, a 700 kilómetros de Stella y los chicos.
Continué en Espora hasta mediados del mes de enero volando el A-4Q, hasta que la situación no dejó dudas de que se transitaba de “casi guerra” a la negociación pacífica.
A fines de Enero ya volaba nuevamente el T-28 y el T-34 en la Escuela de Aviación Naval, continuando mi tarea como jefe del Departamento Instrucción Aérea, ahora con el grado de Capitán de Corbeta. Durante ese año 1979 la instrucción para los alumnos sería desde el comienzo con T-34-C-1; los T-28 eran desafectados y nueve de ellos transferidos a la Aviación Naval Uruguaya.


Para la instrucción avanzada se incorporaba el Beech Aircraft Super King Air 200, equipado con dos motores turbohélice PT-6A-41 Pratt & Whitney de 850 SHP y hélices tripalas con paso reversible. Este avión de transporte de corto alcance y peso máximo de 5670 kg., equipado con moderno instrumental, era una buena escuela de multimotor, y en él tuve mi primer contacto con el director de vuelo, el piloto automático asociado al mismo y el radar meteorológico en color.
El día 25 de junio, en uno de los tantos vuelos de instrucción, tuve mi primer incidente con un T-34, el 1-A-415. El período correspondía a la etapa Precisión y era la verificación a un alumno de la Prefectura Naval Argentina, el oficial ayudante Eduardo Jireck.
Primero habíamos practicado cinco aterrizajes de precisión sobre Punta Indio y luego estábamos completando el período con tirabuzones de dos vueltas en una de las zonas de trabajo. La potencia aplicada era la correspondiente a acrobacia (950 p/libras torque). Luego del quinto tirabuzón y en vuelo a nivel, comenzaron a fluctuar las indicaciones de torque, flujómetro y revoluciones de la turbina de gas (N1).
Tomé el control del avión, reduje el torque para vuelo a nivel (600 p/libras torque) y con 8500 pies me dirigí hacia la Base con la intención de efectuar una aproximación de precaución, declarando la emergencia para tener prioridad en el circuito.
La falla se iba agravando y cerca del aeródromo la caída de potencia era considerable. En estas condiciones, con baja potencia y paso de hélice para crucero, en la velocidad óptima de planeo, la pérdida de altura había aumentado mucho aproximando a los 1000 pies por minuto y decidí poner la hélice en bandera para mejorarla. El T-34 se había transformado en un planeador, solo que su L/D (relación sustentación / resistencia) era pequeña y mantenía el descenso entre 500/700 pies por minuto. Sobre la cabecera de pista, volando desde la cabina trasera, inicié la aproximación de emergencia, que por costumbre de las simuladas demostrativas, le iba relatando al alumno que en la cabina delantera seguía las maniobras que yo realizaba para cumplir con los parámetros de altura y velocidad que me aseguraran el primer tercio de la pista para el toque.
La operación de tren abajo y flap, alimentados por circuitos eléctricos fue normal, lo mismo que el aterrizaje, aunque el avión corrió algo más de lo normal por no poder aplicar paso beta, que aumenta la resistencia al avance y ayuda al frenado, por estar la hélice en bandera.
La emergencia se había originado en la falla de una pequeña pieza de teflón dentro de la unidad de control de combustible de la turbina, que restringía el paso del mismo.
Para mi satisfacción, meses después leí una modificación al manual de procedimientos de vuelo de los fabricantes del avión, que recomendaba, para casos de pérdida de potencia a valores menores de las 400 p/libras torque, aplicar paso bandera para mejorar la relación de descenso. Mi decisión, gobernada por la experiencia, había sido correcta.



Ese año, el Torneo de Tiro Interfuerzas se llevaría a cabo durante el mes de octubre en la Base Aeronaval Río Grande, y la Escuela intervendría por primera vez con los Aviones T-34-C-1.
Nos destacaríamos una semana antes con el llamado Grupo Aeronaval Insular para operar previamente en la Isla Grande de Tierra del Fuego desde sus Aeródromos de campaña, desarrollados en 1978 por el caso Canal Beagle. Se trataba de pistas de tierra o sectores de ruta asfaltada en distintos lugares de la isla, donde aviones como el T-28 o el T-34 podían operar con limitaciones en caso de despliegue.
Esa semana lo haríamos en la cabecera este del lago Fagnano, donde una corta pista de césped rodeada de montañas y junto al lago sería el lugar de operación.
Dormíamos en refugios bajo tierra, excavados y con el acceso tapado para no ser identificados, y el frío se combatía con estufas a leña hechas con tambores de 200 litros. Se quemaba dentro del pozo, y había una disimulada tubería para la salida del humo al exterior, aunque gran parte de éste quedaba en el interior.
El baño era artesanal, una creación nuestra, también con tambores, y el chorrillo del deshielo era el agua que utilizábamos para lavarnos. Para preparar la comida contábamos con una cocina de campaña y el menú no variaba mucho: guisos o tallarines.
Por radio recibíamos las órdenes para cumplir determinadas misiones y algunas de ellas las realizábamos despegando nocturno con un balizamiento provisto por bochones de kerosene y el conocimiento adquirido de las montañas que nos rodeaban para los rumbos de salida.
Reabastecíamos desde “Pillow-Tanks", unos tanques de combustible de campaña de los cuales - mediante bombas manuales y pasándolo por filtros especiales para evitar la contaminación -transferíamos el aeroquerosene al avión.
Cuando nos hicimos presentes en la Base de Río Grande luego de una semana en esas condiciones, lo primero que notamos fue la cara de asco que nos ponían al recibirnos quienes habían permanecido operando desde esa Base. Estábamos ahumados y sin habernos bañado durante días, y parecíamos leprosos en la forma en que nos abrían camino. En esos días una ducha caliente había sido nuestro mayor deseo.



En el Torneo de Tiro, sólo podíamos competir en el lanzamiento de bombas en planeo y rasante, ya que el T-34 carecía en esos tiempos de pods de ametralladoras y aún no tenía habilitado el sistema para lanzar cohetes. Por tal motivo se originó la discusión acerca de si nuestra participación sería válida para competir por el Campeonato, que era la suma de varias pruebas.
Las escuadrillas de aviones A-4Q y Macchi ese año realizarían también el lanzamiento de bombas nocturno. Nosotros no lo habíamos practicado en la Escuela por ser una condición de tiro no prevista para el Instituto.
No me quedó otra que desafiar a que también intervendríamos en bombardeo nocturno, por lo que sumaríamos cuatro pruebas sobre seis, contando la navegación táctica. Las sonrisas de los adiestrados pilotos de ataque de las escuadrillas intervinientes me resultaron entre burlonas y compasivas, pero el desafío fue aceptado.
Esa noche salimos tres aviones a practicar por primera vez el lanzamiento nocturno en T-34, y si bien los tres pilotos, los entonces Teniente de Navío Luis Collavino, Teniente de Fragata Owen Crippa y yo lo habíamos realizado en otros aviones, esta vez sería con 45 grados de picada, pues con menor ángulo de planeo las correcciones de mira necesarias eran tapadas por el largo motor del avión y por lo tanto, para ver el lugar donde apuntar, debíamos picar más pronunciadamente para menor corrección.
La experiencia de la prueba no fue muy satisfactoria, pero importante para la noche siguiente que sería el torneo.
Competimos con el Teniente Collavino y en el primer lanzamiento tuve la suerte de encontrar bien los parámetros de tiro que mi numeral repitió. Algunos nos dijeron luego que pasábamos de la altura mínima de recobrada por lanzar muy bajo con 45 grados, pero de noche es difícil ver al avión en el Arpa (Sistema tipo ábaco para medir parámetros de lanzamiento desde el puesto verificador en tierra) y repetimos los cuatro lanzamientos cada uno con notables resultados.
Al día siguiente, cuando recibía el premio por haber ganado la prueba individualmente, ya no había sonrisas en el rostro de los pilotos de las otras escuadrillas. Esto no alcanzó para ganar el torneo, pero no desentonamos con los resultados generales.
A fines del mismo mes realizamos la navegación final con los alumnos de la Escuela de Aviación Naval recorriendo Córdoba, Mendoza, Neuquen, Bariloche y desde allí la costa de Sur del Atlántico hasta Río Grande para luego regresar a Punta Indio, con mas de 24 horas de navegación aérea en nueve días. Ese mes sumaría 65 horas de vuelo, y no fue el de máxima en el año.
Después vendría la etapa avanzada en multimotor, volando el BE-200, para finalizar en el mes de diciembre el curso.
Yo me ocuparía de preparar mi examen de ingreso a la Escuela de Guerra Naval durante el mes de enero, que según Stella, no aprobaría si tenían en cuenta la aparente dedicación al estudio, pues acostumbraba estudiar tomando sol en la pileta de la Base y mi color no era de quien estuviese abocado a los libros. Pero en febrero ingresé al curso que desarrollaría durante medio año.
A mediados de 1980 nuevamente cumplía mi presentación en la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque. Tenía una experiencia de mas de 5200 horas de vuelo, de ellas casi 1600 como instructor y sumaba 216 enganches en portaaviones.
Esta vez viajábamos en un Renault 12 Break modelo 1978, que resultaba acorde al grupo familiar.


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