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martes, 18 de noviembre de 2025

El autosacrificio en el combate aéreo moderno

¿Kamikazes europeos o bárbaros orientales?

 



Si me preguntan, tanto como autor como a nivel personal, qué pienso sobre el autosacrificio voluntario en nombre de un bien mayor, diré que, como ruso, naturalmente lo abordo con respeto y comprensión. ¿Y cómo no honrar la elección de aquellos grandes antepasados que, incluso en las circunstancias más desesperadas, buscaron causar daño al enemigo? Hoy hablaremos de arietes y kamikazes, efectivamente. No es un tema nuevo, pero esta vez quiero examinarlo desde dos enfoques distintos: el occidental y el oriental. Prometo que será un análisis enriquecedor.

Empecemos, entonces, por el ariete aéreo.


La embestida aérea soviética distaba mucho de ser un simple acto de suicidio heroico, como algunos sectores afines y ciertos ingenuos locales —que aceptaron esa versión sin cuestionarla— intentan presentar hoy. Es verdad que cada vez hay más voces que defienden alguna supuesta “verdad” sobre aquella guerra, pero nosotros seguiremos enfrentando esas narrativas con argumentos.

En realidad, el ariete era una maniobra técnicamente compleja, cuyo objetivo principal era derribar aviones enemigos sin sacrificar innecesariamente los propios. Al menos durante las primeras etapas del conflicto, el alto mando no aprobaba la pérdida deliberada de aeronaves: cada aparato era valioso, y su reemplazo no era tan sencillo como algunos creen.

Los pilotos soviéticos hacían todo lo posible por conservar sus aviones. Un buen ejemplo de ello es Alexander Pokryshkin. Tras quedar su MiG-3 dañado y rodeado, logró sacarlo del cerco y lo incendió solo cuando resultó imposible seguir volando. Otro caso emblemático es el del Yak-1 que logró rescatar frente al enemigo y entregar luego a sus compañeros.

Muy diferente era la actitud de pilotos como Hartmann, quien prefería eyectarse al menor peligro. En contraste, los soviéticos afrontaban situaciones límite con otra mentalidad.

Por otro lado, el ariete en llamas —como el de Gastello y muchos otros antes y después de él— era otra cosa: una decisión consciente entre la captura y la muerte, optando por llevarse al mayor número posible de enemigos. Un acto extremo de heroísmo, resultado de una elección personal que no necesita más explicación.

El ariete convencional, sin embargo, era una maniobra calculada. No se trataba simplemente de estrellarse contra un enemigo: el objetivo era infligir el mayor daño posible al adversario con el menor riesgo para uno mismo. Hay registros de pilotos que realizaron dos embestidas en una misma batalla y aún así lograron regresar a su base.

Uno de los ejemplos más destacados es el del Héroe de la Unión Soviética Boris Ivanovich Kovzan, quien realizó cuatro embestidas durante la guerra y consiguió regresar en tres ocasiones con su avión al aeródromo.

Por cierto, si piensas que Boris Kovzan recibió el título de Héroe de la Unión Soviética por sus embestidas, estás equivocado. Es cierto que en julio de 1942 fue propuesto para dicho reconocimiento tras realizar tres arietes, pero el mando del 6.º Ejército Aéreo anuló la propuesta y la sustituyó por la concesión de la Orden de la Bandera Roja.

¿La razón? Muy sencilla: como piloto de caza, el reglamento exigía "utilizar al máximo las capacidades técnicas del avión y su armamento para causar el mayor daño posible al enemigo". En otras palabras, derribar aviones enemigos con fuego de cañones y ametralladoras, no mediante colisiones.

¿Y qué aviones embistió Kovzan?

Fueron cuatro en total: dos a bordo de un MiG-3, uno en un Yak-1 y otro en un La-5.


El MiG-3 era un avión técnicamente exigente, y su eficacia dependía en gran medida del tipo de armamento que llevase. Por ejemplo, el modelo que utilizaba Alexander Pokryshkin estaba equipado con cinco puntos de fuego, incluyendo tres ametralladoras Berezin de 12,7 mm, lo que le permitía desempeñarse con cierta eficacia en combate.

Sin embargo, cuando se retiraron las ametralladoras de gran calibre montadas en las alas, incluso un piloto tan hábil como Pokryshkin empezó a tener dificultades. Disparar con el ShKAS —una ametralladora de menor calibre— contra un bombardero como el Junkers-88 era poco efectivo. El propio Pokryshkin lo admitió con franqueza: el intento no dio resultado.

El Yak-1 contaba con un armamento más sólido que el del MiG-3. Equipado con un cañón de 20 mm y dos ametralladoras de 7,62 mm montadas en el morro, ofrecía una capacidad de fuego significativamente más efectiva en combate que la del MiG-3.

El La-5 no era un avión diseñado para realizar embestidas. Sin embargo, en una ocasión, Kovzan lo hizo estando herido, con un ojo dañado. En esas condiciones, su decisión de atacar al enemigo resulta comprensible.

Vale la pena mencionar que, el 23 de septiembre de 1944, se leyó una orden oficial a todas las unidades de las Fuerzas Aéreas del Ejército Rojo. Estaba firmada por el Mariscal Jefe de Aviación Novikov, el Coronel General de Aviación Shimanov y el Teniente General de Aviación Krolenko, en calidad de Jefe de Estado Mayor interino. En ella se aclaraba la postura oficial sobre las embestidas:

“Explíquese a todo el personal de vuelo que nuestros cazas están equipados con armamento moderno, potente y eficaz, y que sus características de vuelo y tácticas superan a las de todos los cazas alemanes. Por tanto, el uso de embestidas en combates aéreos contra aeronaves inferiores es inapropiado. Las embestidas deben considerarse solo en casos excepcionales y como último recurso.”

Esto deja claro que, en 1944, el alto mando estaba seriamente preocupado por las pérdidas innecesarias de pilotos y material debido a las embestidas, e instaba a reducirlas al mínimo.

La medida tuvo efecto: las embestidas se hicieron menos frecuentes, aunque no desaparecieron por completo. Se siguieron realizando hasta 1945, sobre todo durante la campaña contra Japón, cuando los ataques kamikaze se volvieron habituales y, en ciertos casos, los soviéticos respondieron con tácticas similares.

En cuanto a Boris Ivanovich Kovzan, fue condecorado como Héroe de la Unión Soviética en 1943, no por sus embestidas, sino por su efectividad como piloto de combate. Durante la guerra realizó 360 salidas, participó en 127 combates aéreos y derribó 28 aviones enemigos, uno de ellos en formación grupal.

Ahora sí, es momento de pasar al tema de los japoneses. Hablemos de los kamikaze.


1944. Japón sufre una derrota tras otra. Atolón de Midway, isla de Saipán, golfo de Leyte.

El vicealmirante Takijiro Onishi, comandante de la Primera Flota Aérea japonesa y figura de pensamiento singular, fue quien propuso la formación de una unidad especial de pilotos suicidas. Convencido de la necesidad de medidas extremas, declaró:

“No veo otra forma de cumplir con esta misión que lanzar un caza Zero, cargado con una bomba de 250 kilogramos, directamente contra un portaaviones estadounidense.”

Esta decisión le valió el título de “padre del kamikaze”.

Otra de sus declaraciones ilustra aún más su visión radical:

“Si sacrificamos las vidas de 20 millones de japoneses en ataques especiales, alcanzaremos la victoria total.”

Sus palabras recuerdan, inevitablemente, a la “guerra total” proclamada por Hitler en 1945. Las similitudes ideológicas son evidentes.

Según el historiador japonés Hatsuho Naito, entre 1944 y 1945 murieron en ataques kamikaze 2.525 pilotos navales y 1.388 pilotos del ejército. Cabe preguntarse: ¿valió la pena el resultado obtenido a cambio de la destrucción de 16 regimientos de aviación?

Los informes japoneses atribuyen a los kamikaze el hundimiento de 81 buques y daños a otros 195. Por su parte, los datos estadounidenses registran 34 buques hundidos y 288 dañados. Esto se traduce, en promedio, en 14 pilotos por buque según los datos japoneses, o 12 por buque según las cifras de EE. UU.

En cualquier caso, cada buque estadounidense hundido o dañado costó la vida de lo que equivaldría a un escuadrón completo del Ejército Imperial Japonés o de la Aviación Naval.

Los ataques kamikaze también tuvieron un fuerte componente psicológico. El mando estadounidense comprendía que una invasión directa de las islas japonesas implicaría pérdidas enormes. Por eso recurrieron primero al uso de bombas atómicas. Y cuando estas no lograron una rendición inmediata, intervino la Unión Soviética. Fue entonces cuando Japón capituló.

La diferencia entre ambos enfoques es evidente. La mentalidad rusa y la japonesa eran —y siguen siendo— profundamente distintas. En Japón, fue el alto mando quien ordenó: “Vayan y mueran por la patria”. Y los soldados japoneses obedecieron sin vacilar. La mejor prueba está en la proporción de bajas durante las campañas para recuperar territorios ocupados por Japón: las pérdidas japonesas fueron desproporcionadamente altas. Murieron, simplemente... sin cuestionarlo.

En el caso soviético también existía el grito de guerra “¡Por la Patria!”, y sí, muchos estaban dispuestos a morir. Pero a juzgar por los resultados, la preferencia era que muriera el enemigo. Se puede debatir todo lo que se quiera, pero los hechos son claros: las embestidas fueron frecuentes en las primeras fases del conflicto, pero al final de la guerra ya eran una rareza. Ya no eran necesarias. Otros métodos eran más eficaces.

Y lo más importante: nuestros pilotos no embestían por órdenes del mando, sino por decisión propia. Actuaban de forma voluntaria, en situaciones límite. Por eso comprendemos, aceptamos y respetamos esas decisiones.

¿Los kamikaze? Es un fenómeno distinto. Resulta imposible no reconocer el valor del piloto japonés que lograba atravesar el cerco de cazas enemigos y el fuego antiaéreo para cumplir su misión. Para él, ese era su deber hacia la patria. Así pensaba, así sentía. Y, a diferencia de lo que ocurrió en Alemania en 1945, en Japón no se obligó a nadie a convertirse en kamikaze. Todos fueron voluntarios. Incluso el propio Onishi propuso la idea y los pilotos la aceptaron libremente.

Eso merece respeto. Incluso puede llegar a entenderse. Pero aceptar... eso ya es otra cosa.

¿Lograron los kamikazes defender su territorio? ¿Destruir la flota estadounidense? ¿Detener el avance de las fuerzas aliadas? La respuesta es no. Onishi, en lugar de buscar una solución estratégica real, optó por sacrificar a miles de pilotos en una guerra sin salida, persiguiendo objetivos que en realidad eran inalcanzables.

Curiosamente, él mismo no mostró prisa por subir a la cabina de un avión. Permaneció en Tokio, lejos del frente, y solo tras la rendición oficial de Japón el 15 de agosto de 1945 decidió suicidarse mediante seppuku. Rechazó la ayuda de un asistente que debía aliviar su sufrimiento cortándole la cabeza, por lo que agonizó durante casi 12 horas. Un final dramático, sin duda, pero que refuerza la imagen de alguien que promovía el sacrificio de otros sin asumirlo en vida. En resumen, un impostor con una peligrosa obsesión: “salvar” a Japón sacrificando a 20 millones de sus ciudadanos.

Este es el contraste. Nosotros, históricamente, hemos sido una mezcla entre Oriente y Occidente. Una especie de punto medio. Y sí, hay diferencias claras entre nuestra mentalidad y la japonesa.

¿Y qué hay del mundo occidental? ¿De los llamados caballeros nobles? ¿Cuál fue su actitud frente al autosacrificio?

Curiosamente, les fue bastante bien sin recurrir a él. Tomemos como ejemplo a Alemania. Para 1945, la situación del Tercer Reich era tan desesperada como la de Japón. Todo colapsaba. Aun así, no se produjeron ejemplos reales de autosacrificio por parte de pilotos.

Pese a los llamamientos de Goebbels a entregarse por el Reich —evitemos llamarlo Alemania— no hubo voluntarios dispuestos a morir en ataques suicidas. Se llegó a crear una unidad especial destinada a embestir bombarderos aliados, pero el resultado fue nulo.

Ni un solo ataque de embestida de la Luftwaffe ha sido documentado de manera confiable. Ni uno. Las pocas historias que circulan (no más de una docena) fueron fabricadas por propagandistas británicos o por ciertos entusiastas que hoy intentan glorificar a la Wehrmacht. Algunas figuras dentro del liberalismo ruso también se prestan a estas invenciones. Pero al revisar los archivos serios, no hay rastro de embestidas realizadas por pilotos alemanes.

De hecho, se sabe que los pilotos de la Luftwaffe evitaban los ataques frontales siempre que podían. Incluso con su alto nivel de formación —que se mantuvo hasta 1943—, el miedo pesaba más que la obediencia. Esto no lo dice solo la crítica posterior, sino los propios informes, memorias e interrogatorios de pilotos alemanes capturados.

Y no es solo un problema de la aviación: para 1944, la Wehrmacht ya estaba agotada. Y en 1945, el colapso llegó con el avance del Ejército Rojo.

Ahora, pasemos a otro frente: los británicos. Unos “caballeros” muy distintos...

En el caso británico, tampoco encontramos ejemplos reales de embestidas. Los pilotos del Reino Unido no eran precisamente entusiastas de este tipo de tácticas. A menudo se menciona que realizaron “embestidas” contra las bombas voladoras V-1, pero en realidad no lo eran. Lo que hacían era acercarse a gran velocidad a la V-1 en pleno vuelo, deslizar el ala de su caza bajo el ala del proyectil y volcarla suavemente. Al hacerlo, se desestabilizaban los giroscopios de la bomba, que perdía el rumbo y caía.

A decir verdad, era más una demostración de destreza que un acto suicida. Las V-1, en la mayoría de los casos, eran derribadas con fuego de ametralladoras de 7,62 mm. Aquellas maniobras eran, en esencia, una mezcla de audacia juvenil y dominio del avión: lo que algunos llaman “embestida británica” era más bien una acrobacia arriesgada.

Pero los británicos sí tuvieron su propia versión de los kamikazes.

Todo comenzó en 1940, tras la fallida campaña anglo-francesa, que terminó con Alemania controlando importantes aeródromos y bases navales en la costa atlántica. Esto representaba una amenaza directa para las líneas de suministro del Reino Unido, que dependía fuertemente de Estados Unidos, Canadá y las colonias para obtener alimentos y materiales estratégicos.

Alemania, como ya había hecho en la Primera Guerra Mundial, apuntó a esta dependencia para presionar a los británicos.

Uno de los centros clave fue el aeródromo de Burdeos-Mérignac, desde donde operaban los Focke-Wulf Fw 200 “Cóndor” del 40.º Escuadrón de Bombarderos (KG 40). Estos aviones, a los que Churchill calificó como “el Azote del Atlántico”, patrullaban el océano, localizaban convoyes aliados y guiaban a los submarinos alemanes hacia ellos para su destrucción.

Los Fw 200 "Cóndor" no solo se limitaban a labores de reconocimiento y coordinación con submarinos: también eran eficaces como bombarderos. Entre junio de 1940 y febrero de 1941, lograron hundir más de 40 buques mercantes, con un tonelaje total aproximado de 365.000 toneladas.

La situación era crítica para el Reino Unido, especialmente teniendo en cuenta que, antes de la Segunda Guerra Mundial, la Royal Navy contaba con apenas nueve portaaviones (algunos de ellos remanentes de la Primera Guerra Mundial). Para 1942, ya se habían perdido cinco: tres hundidos en años anteriores y otros dos ese mismo año. La capacidad para proteger los convoyes era, por tanto, muy limitada.

Intentar reforzar la defensa aérea de los buques mercantes no era una solución viable. Primero, porque requería instalar un número considerable de cañones antiaéreos; y segundo, porque los Fw 200 operaban a altitudes de 5.000 a 6.000 metros, muy por encima del alcance efectivo de la artillería ligera de 20 a 40 mm. Detectar un avión a esa altura también resultaba complicado, sobre todo con los medios técnicos disponibles en ese momento.

Además, el Cóndor estaba equipado con radar Hohentwiel, lo que le permitía localizar buques desde distancias seguras, sin necesidad de volar a baja cota.

Por otro lado, los británicos no estaban en condiciones —ni dispuestos— a convertir sus mercantes en plataformas fuertemente armadas. En la mayoría de los casos, estos buques contaban con una pieza de artillería de 102 mm (frecuentemente obsoleta), uno o dos cañones antiaéreos, o simplemente algunas ametralladoras. Si bien esto podía disuadir a un submarino sin torpedos, era claramente insuficiente frente a un avión de largo alcance y bien equipado.

Y esa era precisamente la razón por la que los Fw 200 se convirtieron en una amenaza tan notoria en el Atlántico: frente a buques mercantes escasamente armados, sus ventajas técnicas eran abrumadoras.

Por cierto, los británicos no suelen hablar mucho sobre quién fue el autor de esta brillante idea. Lo he buscado durante bastante tiempo, lo reconozco, y aún no he encontrado una respuesta definitiva. Pero alguien —evidentemente no un piloto, sino algún alto mando o figura política— propuso una solución que acabaría derivando en la creación de los llamados portaaviones mercantes: los CAM (Catapult Aircraft Merchant) y los MAC (Merchant Aircraft Carrier).

¡Los primeros modelos eran realmente peculiares! Se trataba de cargueros convencionales a los que se les instalaba una catapulta y un único avión a bordo. El avión utilizado solía ser un Hurricane de las primeras series. Era considerado robusto, relativamente barato y, en teoría, adecuado para el propósito. Aunque, en la práctica, el primer intento de lanzamiento terminó en desastre: el avión se desintegró en el aire y el piloto murió.

Estos buques estaban equipados con una catapulta de estructura sencilla, junto con un sistema de lanzamiento impulsado por un acelerador de pólvora.

Los aviones utilizados en estos buques recibieron apodos como Hurricat o Catafighter. Un dato interesante es que los pilotos que operaban desde buques mercantes provenían de la Royal Air Force, mientras que los que despegaban desde buques militares eran pilotos navales de la Royal Navy.

Este es otro curioso ejemplo del sentido británico de la "caballerosidad": estos barcos no formaban parte oficial de la Armada, sino que se consideraban unidades de la flota mercante. Por ese motivo, el Almirantazgo evitó hacer pública su existencia y actividades. Sin embargo, esto plantea una cuestión importante: ¿cuáles eran las condiciones reales para los pilotos militares embarcados en naves civiles? ¿Qué estatus legal o protección habrían tenido en caso de captura o accidente?

Pongamos un ejemplo: un convoy detecta un avión enemigo —por señales visuales o mediante radar— y se da la orden de lanzamiento. El Hurricat despega… y eso es todo. Dado que el buque carece de cubierta de aterrizaje, no hay posibilidad de que el avión regrese. Tras completar su misión, el piloto solo tiene dos opciones: buscar una pista de aterrizaje en tierra firme o lanzarse al mar.

En este último caso, el procedimiento era claro: debía desabrocharse, abrir la cúpula, desplegar el bote inflable, saltar, localizar el bote en el agua, subirse y esperar a que lo recogieran… todo esto, posiblemente, mientras el convoy seguía bajo ataque aéreo.

Y eso en el mejor de los casos, si el avión caía en una zona cercana y en condiciones moderadas. Pero muchos de estos Hurricanes operaban en convoyes rumbo a la Unión Soviética, atravesando el Atlántico Norte o el Ártico, incluso en pleno invierno. Las probabilidades de supervivencia en esas aguas eran mínimas.

Ah, y un detalle técnico importante: los propulsores de pólvora utilizados en estas catapultas solo podían lanzar aeronaves con un peso máximo de aproximadamente 3.400 kg. El peso estándar de un Hurricane convencional, sin modificaciones ni refuerzos, rondaba los 3.000 kg. Eso significa que no había margen para añadir tanques de combustible adicionales ni otros equipos útiles.

Y si además se tenía en cuenta la necesidad de llevar un kit de rescate a bordo —como bote inflable, raciones de emergencia o equipo de señalización—, la situación se volvía aún más precaria. En definitiva, no era precisamente una perspectiva favorable para el piloto.

Probablemente esta sea una de las razones por las que los pilotos embarcados en los buques CAM realizaron solo 9 salidas de combate en total. Se llegaron a convertir 27 cargueros en este tipo de portaaviones improvisados, pero su efectividad fue, en general, bastante limitada.

Es cierto que, según los registros británicos, en esas nueve salidas los pilotos lograron derribar 7 Fw 200 Condor y 4 Heinkel He 111, lo cual no es despreciable. Sin embargo, el coste fue elevado: de los 27 buques CAM, 10 fueron hundidos por los alemanes. A la vista de esos números, el balance operativo no resultó favorable.

El segundo tipo de portaaviones mercantes fueron los MAC (Merchant Aircraft Carrier). Estos buques contaban con una cubierta de vuelo construida sobre el casco, aunque sin hangar, y permitían el aterrizaje de los aviones tras sus misiones. A pesar de esta mejora, su propósito seguía siendo el mismo: proporcionar cobertura aérea a los convoyes.

En general, la idea… fue simplemente eso: una idea. Cuando el 3 de agosto de 1941 un Fw 200 Condor se topó con el convoy SL-81 —en ruta de Sierra Leona a Gran Bretaña—, su tripulación no podía imaginar que un Hurricat saldría a interceptarlos. Pero así fue. El avión despegó desde el buque Maplin bajo el mando del teniente Robert Everett y logró derribar al Condor, cuya tripulación no estaba preparada para tal sorpresa. Fue la primera vez que un Hurricat abatía un avión alemán sobre el océano.

¿Y qué ocurrió con Everett? Tras el combate, su avión resultó dañado, comenzó a hundirse y él con él. A pesar de los impactos adicionales que recibió de los alemanes antes de abandonar la zona, Everett intentó un amerizaje. El avión se fue al fondo rápidamente, pero el teniente consiguió salir de la cabina a casi 10 metros de profundidad, nadó hasta la superficie y fue rescatado por sus compañeros. Pudo haber sido una tragedia, pero terminó como una hazaña.

Por esta acción, Everett fue condecorado con la Orden de Servicio Distinguido, que tradicionalmente se otorga a oficiales superiores del Ejército y la Armada británicos. Sin embargo, en este caso fue el propio rey Jorge VI quien le otorgó la distinción, y, como se sabe, los monarcas están por encima del protocolo.

Lamentablemente, apenas cinco meses después, el 26 de enero de 1942, el teniente comandante Robert Everett murió en un accidente aéreo mientras realizaba una misión desde la base Heron II. Su avión se estrelló en una playa cercana a la Estación Aérea Naval de Charlton-Hawthorn.

En abril de 1942, un buque CAM escoltó por primera vez al convoy PQ-14 con destino a puertos soviéticos. Durante la misión, un piloto británico derribó un Ju 88, pero su Hurricane fue alcanzado por fuego antiaéreo y el piloto murió. Otro intento, otro alto costo.

En resumen, la iniciativa no prosperó. La idea de un "kamikaze al estilo británico" no fue aceptada ni por los propios pilotos. Para 1942, subirse a un avión diseñado en 1936, mínimamente adaptado para operar desde una catapulta y sin posibilidad de regreso, no era precisamente una expresión de valor caballeresco, sino una misión suicida disfrazada.

Solo se construyeron 50 Sea Hurricane IA y 340 Sea Hurricane IB. En total, participaron unos 390 aviones, lo que implica probablemente cerca de 200 pilotos involucrados. En este contexto, los aviones eran claramente material prescindible.

¿Y los resultados? Apenas 9 salidas de combate efectivas.

En resumen, puede decirse que los europeos cultos tenían una percepción bastante distinta del autosacrificio en combate, especialmente si se compara con la mentalidad de los pueblos orientales. O, para ser más exactos, simplemente no existía esa idea. No era aceptable lanzarse frontalmente contra el enemigo al quedarse sin munición, ni estrellar un avión en llamas deliberadamente contra posiciones enemigas o buques. Por alguna razón, este tipo de acciones no encajaba en la mentalidad europea, ya fueran alemanes, británicos, franceses o italianos.

Tampoco la idea de los "kamikazes con catapulta", como en el caso de los Hurricats, resultaba especialmente caballerosa. La probabilidad de sobrevivir era baja, y no tanto por tener que amerizar (aunque las condiciones variaban según el mar: no es lo mismo el Mar del Norte que el Mediterráneo, y siempre está la amenaza de tiburones), sino por una razón más simple y cruda: una vez finalizada la misión, el piloto debía volar de regreso hacia las posiciones propias para intentar lanzarse cerca de los suyos y ser rescatado.

Pero en medio del combate, eso suponía un riesgo adicional. ¿Quién podía garantizar que, al ver un avión aproximándose, alguien distinguiría si era aliado o enemigo? ¿Quién, en el fragor del combate y a un kilómetro de distancia, podía identificar con precisión una silueta aérea y abstenerse de disparar?

De hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió durante la escolta del convoy PQ-14. El piloto, tras cumplir su misión, fue abatido por fuego aliado. En medio de un ataque de torpederos, con todo el convoy en alerta máxima, nadie se detuvo a analizar de qué lado venía el avión. Se disparó sin vacilación.

Y en esas circunstancias, ¿qué tipo de reproches podrían hacerse? La realidad era que en combate, sobrevivir dependía tanto del enemigo como de los propios.

La verdad, leer toda esta información me deja con una sensación extraña. A nosotros nos llamaban bárbaros. Y ellos se consideraban a sí mismos tan elevados, con ideales nobles y puros. Decían luchar según las leyes del honor caballeresco, desconocidas para los “bárbaros del Este”.

Leí en fuentes británicas —una nación que, según algunos, estaría moralmente corrompida incluso a nivel genético— cómo criticaban a Pokryshkin. Lo acusaban de ser cruel, de haber perdido compañeros, de haber disparado a un as alemán mientras descendía en paracaídas. Sí, Pokryshkin perdió a su compañero Berezkin en una batalla sobre Kubán, donde los alemanes duplicaban en número a los nuestros. Y el hecho de que un piloto alemán disparara contra Berezkin mientras descendía en paracaídas fue observado desde tierra y testimoniado.

Entonces, ¿por qué razón Alexander Ivanovich tendría que haber sentido compasión por ese alemán? Al final fue absuelto de todos los cargos. No estábamos librando una guerra de acuerdo con las reglas de la caballería, y no hay nada más que decir.

Por otro lado, sobre cómo los Aliados mantuvieron a casi un millón de prisioneros de guerra alemanes en condiciones de hambruna en sus campos tras la guerra, también se ha escrito bastante —incluso por los propios supervivientes alemanes.

Así que esta idea de una guerra caballeresca, pulcra, con guantes blancos (y basta recordar cómo los civilizados alemanes, franceses y británicos se gaseaban entre sí en Ypres y el Marne), simplemente no era parte de nuestra realidad. Y los años posteriores a la guerra no hicieron más que confirmarlo.

¿Embestir es un acto de barbarie? Probablemente sí. Pero entonces, ¿cómo clasificar lo que hicieron estos supuestos “caballeros” europeos? Tal vez la palabra más precisa sea cobardía. O simplemente, el instinto natural de autoconservación.

Y hoy vemos cómo esa mentalidad se ha afianzado aún más entre los europeos modernos, llevándolos a convertirse en algo indefinido, sin forma. Pero, ¿por qué nos importaría, cuando los últimos tres años han demostrado que el espíritu que llevó a nuestros antepasados a enfrentarse a ametralladoras y a la aviación enemiga sigue vivo?

Tal vez solo esto: que, después de todo, ser un "bárbaro oriental" resulta mucho más digno que ser un “caballero” occidental.

lunes, 18 de septiembre de 2023

SGM: Los desesperados kamikazes

Las tácticas de desesperación

Parte I || Parte II
Weapons and Warfare






Para el otoño de 1944, muchos de los oficiales japoneses responsables del desarrollo diario de la guerra contra los Aliados sabían que la probabilidad de victoria se estaba volviendo remota. Uno de estos hombres era el almirante Takijiro Onishi, un comandante testarudo y arrogante que exudaba una masculinidad y un impulso contagioso para los hombres más jóvenes que servían con él. Un culto de oficiales subalternos adoraba a Onishi tanto como los estadounidenses habían adorado a Teddy Roosevelt en sus días de Rough Rider. Por otro lado, muchos oficiales de rango igual o superior a Onishi detestaban sus modales agresivos y llamativos, su franqueza, su actitud condescendiente hacia aquellos que no estaban de acuerdo con él. Onishi era un fanático que imprimía sus propias ideas a los demás con una confianza inquebrantable en sí mismo.

En 1941, Onishi había sido fundamental en la elaboración del plan Yamamoto para el ataque a Pearl Harbor. Inmediatamente después del ataque, ordenó el devastador asalto a Clark Field, en las afueras de Manila, que prácticamente eliminó la capacidad aérea estadounidense en el Lejano Oriente. Onishi había dado esta orden a pesar de la opinión considerada de su personal, quienes sintieron que las condiciones climáticas eran lo suficientemente malas como para forzar la cancelación de la misión. El almirante, sin embargo, no estaba dispuesto a perder la iniciativa: veía preciosa cualquier oportunidad de destruir al enemigo. La misión se llevó a cabo a pesar del clima. Tal audacia exigía una lealtad feroz.

En octubre de 1944, apareció una armada estadounidense cerca del este de Filipinas. Dado que los estadounidenses tenían muchos portaaviones frente a Leyte, había que encontrar alguna forma de inmovilizar estos barcos mientras los acorazados y cruceros japoneses se acercaban para hacer frente al enemigo superado en armas.

La situación era de una importancia desesperada. Si Filipinas se hundiera, el Imperio se dividiría en dos y sus fuentes de suministro serían arrancadas. Onishi fue enviado desde Tokio a Manila para tomar el mando de la Primera Flota Aérea de Japón, ahora reducida a menos de cien aviones efectivos. Su trabajo consistía en remediar la situación táctica por cualquier medio disponible.

Para la mente naval japonesa, los portaaviones siempre habían sido la mayor amenaza en la guerra. Onishi se concentró en ellos con una intensidad feroz. Al hacerlo, tipificó el punto ciego que señaló el almirante Weneker, el agregado alemán en Tokio durante la guerra: “Los almirantes japoneses siempre pensaron en los portaaviones estadounidenses. Hablaban de cuántos se estaban construyendo y cuántos estaban en el Pacífico, y decían que estos debían hundirse… su misión fue en todo momento los portaaviones americanos”. En lugar de dedicar mayores esfuerzos a interceptar las líneas de suministro estadounidenses, a atacar a los mercantes y transportes, los japoneses se concentraron en los temidos portaaviones.

El almirante Onishi estaba pensando en portaaviones la noche del 19 de octubre de 1944, mientras conducía hasta el cuartel general principal en el aeródromo de Mabalacat en Luzón. Dos hombres se encontraron con él: Asaichi Tamai, oficial ejecutivo de la base, y el comandante Rikihei Inoguchi, oficial de estado mayor de la Primera Flota Aérea.

Onishi describió sobriamente su plan: “Como sabes, la situación de guerra es grave. Se ha confirmado la aparición de fuertes fuerzas estadounidenses en el golfo de Leyte... Nuestras fuerzas de superficie ya están en movimiento... debemos atacar a los portaaviones del enemigo y mantenerlos neutralizados durante al menos una semana”. Después de este preámbulo, Onishi abordó una idea trascendental: “En mi opinión, solo hay una forma de asegurar que nuestra escasa fuerza sea efectiva en un grado máximo. Es decir, organizar unidades de ataque suicida compuestas por cazas Zero armados con bombas de 250 kilogramos, con cada avión para estrellarse contra un portaaviones estadounidense... ¿Qué piensas? ¡Allí estaba, el audaz y desesperado plan para detener la marea, para realizar un milagro! Era digno de un Onishi, un hombre violento dado a soluciones violentas.

Golpeó el nervio correcto con sus hombres. Atónitos por la magnitud de esta respuesta salvaje al poder del enemigo, su estado mayor aprovechó la oportunidad para implementar su estrategia.

Cuatro unidades especiales de ataque se formaron inmediatamente en Luzón. Esperaron cuatro días, luego cinco, para atacar al enemigo. Finalmente, un avión explorador transmitió por radio el avistamiento de una gran fuerza de portaaviones estadounidense.

El 25 de octubre, a las 7:25 am, nueve aviones despegaron de Mabalacat y se dirigieron hacia el este sobre el vasto y solitario Pacífico. Los hombres en el avión esperaban, de hecho ansiosos, morir por su almirante y el Emperador. Todos llevaban bufandas blancas alrededor del cuello. Sus cascos se ajustaban perfectamente a sus cabezas, casi ocultando la tela blanca que cada hombre había envuelto alrededor de su frente. Se trataba del hachimaki, una tela que llevaban siglos antes los guerreros samuráis del Japón feudal que la usaban para absorber el sudor y evitar que su largo cabello les cayera sobre los ojos. En 1944, la tela blanca se convirtió en el emblema ceremonial del Cuerpo de Ataque Especial, los kamikazes.

Cinco de los nueve aviones eran naves suicidas. Los otros cuatro los acompañaron para protegerlos de la interferencia estadounidense. El teniente Yukio Seki dirigió la misión.

A las 10:45 a.m., se avistó la fuerza de portaaviones desprevenida. Era un grupo de escoltas protegiendo la cabeza de playa en Leyte. El japonés llegó en el momento psicológico perfecto. Durante horas, la flota estadounidense había estado corriendo ante el poder bruto de la fuerza del almirante Kurita, que había salido del estrecho de San Bernardino y virado hacia el sur para destruir la flota frente a Leyte. Los portaaviones y los destructores habían librado una tremenda acción dilatoria contra Kurita. Fue solo en una hora que los japoneses dieron la vuelta y retrocedieron, temiendo una trampa de otras unidades estadounidenses en algún lugar del área general.

El St. Lo y sus portaaviones hermanos se habían asegurado del cuartel general a las 10:10, y las tripulaciones se estaban relajando después del encuentro terriblemente cercano con la extinción. Cuando Seki y su formación los vieron, los estadounidenses bajaron la guardia.

Los japoneses agujerearon en bajo. A las 10:50, se envió una advertencia a los portaaviones: "Aviones enemigos que se acercan rápidamente desde la neblina superior". A las 10:53, un avión pasó rugiendo sobre la rampa de St. Lo, luego entró en picado y se estrelló en la cubierta de vuelo cerca de la línea central.

A las 10:56, el gas debajo de la cubierta se encendió. Dos minutos después, una violenta explosión sacudió la nave. Una gran parte de la cabina de vuelo había desaparecido. Las llamas rugieron mil pies. A las 11:04, el St. Lo era una masa de llamas.

Se hundió veintiún minutos después.

Mientras el St. Lo ardía, los otros aviones suicidas se inclinaban y gritaban directamente hacia sus objetivos. Ninguno se perdió. La Bahía de Kitkun, la Bahía de Kalinin y las Llanuras Blancas fueron desgarradas por explosiones cuando el acero se estrelló contra el acero a cientos de millas por hora. Cinco aviones habían golpeado cuatro barcos. Un portaaviones se hundió, los otros sufrieron graves daños. Esta misión kamikaze tuvo éxito, al igual que otra lanzada desde Mindanao ese mismo día. Onishi formó nuevas unidades inmediatamente.

Durante los siguientes meses, la Armada de los Estados Unidos se volvió cada vez más consciente de los aviones suicidas asesinos. En enero de 1945, cuando MacArthur envió una flota de invasión al golfo de Lingayen en Luzón, los nuevos escuadrones dañaron casi cuarenta buques de guerra. Aunque los desembarcos del Sexto Ejército del general Krueger fueron exitosos, los almirantes estadounidenses preocupados esperaban que los kamikazes fueran solo un recurso temporal, que no se repetiría a gran escala. No conocían el nombre ni la organización del Cuerpo de Ataque Especial del almirante Onishi. No sabían que se había desplegado equipo y personal para multiplicar su fuerza muchas veces.

En marzo de 1945, cuando fuentes de inteligencia japonesas informaron de un mayor interés enemigo en el área alrededor de Okinawa, a solo 350 millas de Japón, Onishi tuvo la satisfacción de tener su Cuerpo integrado en el plan de defensa de esta isla. De hecho, en los niveles más altos de Tokio, los oficiales del Estado Mayor del Ejército y la Marina se convencieron a sí mismos de que los aviones suicidas podrían cambiar el curso de la guerra.

Durante algunos meses después de la caída de Saipan en julio de 1944, los estrategas estadounidenses habían buscado las siguientes islas estratégicamente más deseables para invadir en el camino a Japón. Después de la conferencia de Honolulu ese verano, MacArthur llevó a cabo la ocupación de Leyte en octubre. Ahora estaba en Luzón. Una vez que se tomó Iwo Jima, el almirante Nimitz había querido invadir Formosa, pero Formosa finalmente fue ignorada a favor de Okinawa. Okinawa, de 60 millas de largo y la más grande de las islas Ryukyu, podría ser utilizada por Estados Unidos como punto de partida para la invasión de Japón y como base para bombardeos intensivos de las islas de origen de Kyushu y Honshu.

Tropas frescas del Décimo Ejército recién formado montarían el asalto el domingo de Pascua, 1 de abril de 1945. Bajo el mando de Simón Bolívar Buckner, hijo de un general confederado, el Décimo estaba compuesto por trajes veteranos moldeados en las selvas de otros paradas a Japón. Sus divisiones ya estaban santificadas: los Primeros Marines de Guadalcanal, Nueva Bretaña y Peleliu; la Segunda Infantería de Marina, como reserva, de Tarawa y Saipan; el Séptimo de Attu y Leyte; el Setenta y siete de Guam y Leyte; el noventa y seis de Leyte; el 27 de Marshalls y Saipan; el Sexto de Infantería de Marina recién formado compuesto por hombres de Eniwetok, Guam y Saipan. Los soldados y marines, tropas de élite del Pacífico, necesitarían la experiencia adquirida en innumerables enfrentamientos con los japoneses;

El Estado Mayor Imperial en Tokio había decidido que la táctica de la carga banzai era demasiado costosa, y la teoría de "encuéntralos en la playa" fue reemplazada en Iwo por "deja que el enemigo venga a nosotros". En esa isla, los japoneses se quedaron en cuevas y arrojaron fuego sobre las cabezas de los marines, que tuvieron problemas incluso para verlos. La artillería pesada se utilizó como parte integral del armamento japonés, y las playas de Iwo, cubiertas de cadáveres, mostraron que, por primera vez en el largo camino de isla en isla hasta Tokio, los japoneses estaban literalmente destrozando a los estadounidenses.



Las mismas tácticas esperaban al Décimo Ejército en Okinawa, donde estaba al mando el general Mitsuru Ushijima, un veterano alto y fornido de la guerra en Birmania y, más recientemente, superintendente de la escuela militar en Zama. Un realista, Ushijima entendió el poder que se traería contra él. No queriendo derrochar sus recursos, planeó una amarga defensa final en la parte sur de la isla. La estrategia japonesa de última hora para Okinawa incluía kamikazes con la máxima fuerza. Ushijima esperaría para activar su trampa hasta que los kamikazes hubieran bajado de las Islas del Hogar y destruido los cientos de barcos que se encontraban en alta mar. Con las fuerzas terrestres estadounidenses privadas de su suministro aparentemente interminable de mano de obra y material, Ushijima podría atacar y obtener una aplastante victoria japonesa. Los kamikazes fueron la clave. Si fallaban, Ushijima estaba prácticamente muerto.

El general observó pasivamente cómo los equipos de combate del Ejército de los Estados Unidos ocupaban los atolones de Kerama en alta mar a fines de marzo. Observó pasivamente cómo los primeros soldados paseaban por las playas de Okinawa el 1 de abril.

Cuarenta y ocho horas después, la 96.ª División estadounidense cruzó la cintura de la isla y llegó a la costa este. Luego, mientras el Sexto Marines giraba hacia el norte, otras unidades se movían hacia el sur, hacia la ciudad capital, Naha.

El 5 de abril, la mayor parte del Décimo Ejército chocó de cabeza contra las defensas ocultas del general Ushijima. Desató su sorpresa personal, la mayor concentración de artillería reunida por un ejército japonés en un solo lugar durante toda la guerra. Doscientas ocho y siete piezas de campaña pesadas comenzaron a disparar contra los soldados estadounidenses que excavaban frenéticamente en trincheras poco profundas. El avance hacia el sur se detuvo abruptamente. Comenzaron los moribundos.

El 6 de abril, los kamikazes de Onishi llegaron con gran fuerza. Desde Oita y Kanoya, desde aeródromos dispersos por toda la isla de Kyushu, cientos de hombres elevaron sus aviones al cielo para una incursión final contra el enemigo. Sus frentes estaban ceñidas con el hachimaki blanco; sus cartas de despedida habían sido enviadas a sus familias.

Las primeras unidades estadounidenses en detectar la presencia de embarcaciones suicidas fueron los barcos de piquete, destructores ubicados al norte de las playas de invasión. Estos gráciles buques de guerra grises se deslizaron a través de los mares en calma, sus tripulaciones escuchaban atentamente los equipos electrónicos a bordo o buscaban en los cielos las motas reveladoras.

Los destructores eran a la vez guardianes y corderos de sacrificio. Mientras alertaban a la línea principal de barcos hacia el sur, se ofrecían como objetivos a los kamikazes para mantenerlos alejados de los enormes barcos capitales que rondaban las playas.

Los japoneses llegaron solos, en parejas y en grandes grupos. La mayoría de ellos se concentraron en los pequeños barcos piqueteros. Algunos condujeron más lejos hacia las playas. Durante la mañana, los piquetes sufrieron mucho cuando el Viento Divino sopló en sus proas. El cielo se llenó de nubes negras de fuego antiaéreo y el mar se llenó de collares blancos de pompones de fuego cuando los destructores derribaron los aviones que se aproximaban. Aunque los japoneses sufrieron graves pérdidas, los destructores también mostraron efectos del combate. Al menos quince barcos recibieron heridas abiertas por aviones que se precipitaban.

El USS Bush no fue uno de los atacados en la mañana del 6 de abril. Hasta bien entrada la tarde, ella y su dotación de más de trescientos hombres habían escapado a cualquier daño físico. Sólo los nervios de los hombres mostraron tensión. Agotados por las horas en los puestos de batalla, se vieron obligados a mantener una vigilia constante y angustiosa.

Entonces, trece minutos después de las tres, un kamikaze de un solo motor fue avistado justo delante y bajo en el agua, dirigiéndose directamente hacia el Bush en la Estación Picket Uno.

La nave enemiga estaba empleando tácticas evasivas para desbaratar la puntería de los artilleros del barco. Se sumergió y se elevó, llegando a veces a diez pies del océano. Las balas trazadoras lo alcanzaron en vano. Atravesó el Bush, que giró desesperadamente para evitar una colisión.

A las 3:15, el kamikaze se estrelló contra el destructor al nivel de la cubierta entre las pilas número uno y número dos, demoliendo la cocina, la lavandería, la enfermería y el casillero de reparaciones, y dejando inoperativas las armas automáticas. Aunque el Bush se incendió, parecía posible salvarla. Otro destructor, el Colhoun, se acercó para ofrecer ayuda.

Durante más de una hora, el Bush afectado trabajó en las marejadas mientras su tripulación buscaba reparar el daño. Los muertos fueron sacados de los escombros. Los heridos fueron tratados con la mayor rapidez y eficacia posibles. El Bush continuó surcando el océano en un estado razonable de navegabilidad. Se colgaron líneas anudadas sobre el costado para que los marineros pudieran escapar de los aviones enemigos que venían directamente a sus posiciones. De esta manera, los miembros de la tripulación afectados podrían evitar tanto los ataques con ametralladoras como una caída en picado definitiva en su posición particular. El capitán esperaba salvar vidas con este recurso inusual.

A las 4:35, la tripulación del Bush se horrorizó al ver desaparecer la cobertura aérea estadounidense hacia el sur sin previo aviso. Lisiado y expuesto, el barco yacía indefenso mientras el ataque kamikaze se intensificaba. De diez a quince combatientes se acercaron desde el norte. Rodearon a los destructores de abajo y luego se desviaron. Uno se dirigió infaliblemente hacia el Bush, sus armas ardiendo. Se estrelló contra el costado de babor, casi cortando al destructor en dos. El Bush estaba ahora abandonado, ambos costados abiertos, restos y muerte dentro de su casco. Justo antes del crepúsculo, un solo avión sobrevoló a la altura del mástil y se elevó hacia el lado de babor. Luego giró lentamente y comenzó una última carrera, manteniendo un rumbo nivelado justo por encima del agua. Los hombres en cubierta quedaron paralizados ante la vista. Se desgarró en la sección media del Bush. Su espalda rota por colisiones violentas con tres aviones, ella se acomodó más bajo en el agua. El barco estaba terminado. Los marineros comenzaron a abandonarla. Las secciones delantera y trasera del piquete apuntaban hacia el cielo. Cuando el agua se precipitó en la rasgadura dentada en medio del barco, el maltratado destructor se deslizó lentamente bajo el mar.

En el crepúsculo, los supervivientes de la masacre salpicaban el océano. La lucha agotadora y feroz con un enemigo fanático se había cobrado su precio entre ellos. Uno tras otro, se vio a oficiales y hombres quitándose histéricamente sus chalecos salvavidas. En un frenesí, nadaron hacia algún puerto imaginario, algún refugio del enloquecedor horror de los kamikazes. Treinta y tres hombres salieron en busca de seguridad sin sus chalecos salvavidas, sin ninguna esperanza real. Uno por uno se hundieron bajo las olas.

Otros esperaron en silencio a que los barcos de rescate los recogieran. Mientras los destructores se movían entre ellos, se promulgó la última tragedia de Bush. Buscando cuerdas, buscando una mano amiga, varios hombres golpearon sus cabezas contra los cascos y se hundieron en silencio. Otros fueron arrastrados por las olas hacia las hélices de los barcos y desaparecieron en medio de una espuma de sangre. Diez marineros murieron en estos últimos momentos, lo que eleva a un total de ochenta y siete los hombres perdidos a bordo del USS Bush.




En total, veinticuatro barcos fueron hundidos o dañados por los kamikazes ese día. Aunque los aviones suicidas no lograron penetrar en las playas, el costo para la Marina de los Estados Unidos fue alto. Y el 6 de abril fue solo un preludio del creciente terror en los mares frente a Okinawa.

Los aviones de Onishi no eran el único recurso con el que la Armada japonesa esperaba convertir Okinawa en una victoria para el Emperador. Desde Tokuyama en el Mar Interior, el colosal acorazado Yamato, con un desplazamiento de 72.909 toneladas, se dirigió a toda velocidad hacia el Bungo Suido, entre Kyushu y Shikoku. La acompañaban dos cruceros y seis destructores. Su destino era Okinawa. Su objetivo era la destrucción de los transportes estadounidenses y la interrupción de la cabeza de playa. Dado que el Yamato solo transportaba petróleo suficiente para llevarlo a la isla, tendría que quedar varado después de disparar sus nueve enormes baterías de cañones de dieciocho pulgadas contra la flota estadounidense. La habían enviado como un barco suicida flotante sui generis.

Poco después de las cinco de la tarde del 6 de abril, los comandantes de los submarinos Threadfin y Hackleback observaron fascinados cómo el monstruoso Yamato se movía a través de sus periscopios. Tomaron nota de su dirección y señalaron a los portaaviones estadounidenses y a los buques capitales pesados ​​que aparentemente nueve barcos se dirigían al sur hacia Okinawa. A medida que la oscuridad se cernía sobre los buques de guerra japoneses, éstos giraron hacia el oeste en un curso diseñado para mantenerlos alejados del poderío aéreo estadounidense el mayor tiempo posible. Los propios japoneses no tenían cobertura protectora en los cielos.

Como jugadores de ajedrez, los estadounidenses maniobraron para frustrar al enemigo. Los portaaviones y los acorazados se acercaron para interceptar al Yamato con las primeras luces del día. En el Yamato, cerca de tres mil hombres esperaban tensos el amanecer y el enfrentamiento final.

A las 8:22 a.m., un avión del portaaviones Essex recogió al grupo, acelerando a veintidós nudos. Durante las siguientes cuatro horas, los hidroaviones Catalina sobrevolaron el convoy japonés mientras se dirigía al sur hacia Okinawa. Poco después del mediodía, comenzaron los ataques masivos de portaaviones. Volando entre nubes bajas y lluvia, los aviones estadounidenses acosaron al Yamato y sus escoltas durante más de dos horas. Los impactos repetidos de bombas y torpedos redujeron el buque insignia a un caos, pero se mantuvo a flote, disparando continuamente a sus torturadores.

Cuando por fin se inclinó mucho, su capitán ordenó a sus hombres que abandonaran el barco. A pesar de las repetidas protestas de sus ayudantes, el Capitán Ariga se negó a irse con ellos. En cambio, se hizo amarrar a un soporte con una cuerda pesada. Los sobrevivientes recuerdan que un marinero se quedó atrás con él. El marinero sacó del bolsillo un puñado de bizcochos, partió uno y acercó un trozo a los labios del capitán. Ariga miró al hombre, luego a la galleta, sonrió y abrió la boca. El Yamato comenzó a hundirse. Atado a su barco, el capitán Ariga y su tripulante murieron con ella a las 2:23 de la tarde del 7 de abril.

El último ataque suicida de superficie de la Armada Imperial Japonesa había sido un completo fracaso. Solo cuatro destructores regresaron a Japón para informar la pérdida del acorazado más poderoso del mundo.



En términos de estrategia general, la batalla por Okinawa, la última campaña terrestre de la guerra del Pacífico, terminó antes de comenzar. La superioridad estadounidense era una conclusión inevitable. Pero para los marines estadounidenses y los soldados que luchaban por sobrevivir allí, parecía que los japoneses nunca habían luchado con tanta ferocidad o eficacia. La guerra terrestre fue un enfrentamiento salvaje, librado en un terreno que se parecía únicamente al propio Japón: familiar para el enemigo, por lo tanto, más extraño para los estadounidenses.

A medida que pasaba abril, la ferocidad despiadada de la guerra de la isla se evidenció en un día cualquiera. Los infantes de marina que corrían a través de barrancos hacia una elevación llamada Wana Draw fueron atacados desde los flancos por armas, pistolas y morteros que dispararon y dispararon hasta que todos los hombres en el campo dejaron de moverse. Los tanques lanzallamas estadounidenses chamuscaron las laderas con galones de combustible líquido, asando a cientos de japoneses escondidos en cuevas. Cuando los sobrevivientes se agotaron, los soldados de infantería que esperaban les dispararon un cargador tras otro. El fuego de artillería japonés fue incesante, día y noche, como nunca antes en la guerra del Pacífico.

Los cañones pesados ​​de Ushijima disparaban sin cesar, buscando a los estadounidenses encogidos en depresiones poco profundas en el suelo. Bajo el constante gemido y rugido de los disparos, el sueño era irregular para los infantes de marina y los soldados, y el agotamiento físico y mental se convirtió en un lugar común. Los casos de fatiga de combate crecieron de manera alarmante, hasta el punto en que, antes de que terminara la campaña, trece mil estadounidenses habían estado al borde del colapso.

Alguna vez un refugio tranquilo para los granjeros, Okinawa pronto apestó a cordita y cadáveres en descomposición. Los campos estaban desgarrados, los caminos llenos de agujeros. A ambos lados de la línea, los hombres se agazapaban, esperando que el enemigo se mostrara y luego se levantaban para golpearlo, dispararle o apuñalarlo una y otra vez, hasta que aparecía el siguiente. Vivían en hoyos en el suelo que se llenaban de agua de la lluvia constante. Su ropa estaba continuamente empapada. Sus botas y calcetines se pudrieron. Su moral se desintegró y sus mentes estaban consumidas por el odio y el miedo al enemigo al otro lado del barranco o más allá de los árboles. Tanto japoneses como estadounidenses se revolcaban en la inmundicia.

En los mares, la inmensa flota americana continuaba esperando. Aquí también los nervios se estiraron más allá de lo soportable cuando los japoneses presionaron los ataques kamikaze durante todo el mes de abril. Más de cien barcos estadounidenses resultaron dañados o destruidos. Casi mil aviones japoneses se perdieron en este período. Pero el sueño de Ushijima de derrotar a la flota y aislar al enemigo en tierra seguía sin realizarse.

A pesar de esta decepción, los kamikazes ocuparon un lugar destacado en un último esfuerzo total realizado por el comando japonés el 3 de mayo. La nueva estrategia surgió dolorosamente, nacida de las disputas y la amargura entre el personal de Ushijima. En el cuartel general a treinta metros bajo tierra, bajo la fortaleza del castillo de Shuri, un grupo de oficiales cada vez más beligerante se había cansado de permanecer a la defensiva e instaba a un contraataque masivo. Uno de los líderes radicales era el coronel Naomichi Jin, un oficial de estado mayor que estaba disgustado con los elementos conservadores de Ushijima. A medida que aumentaban las bajas y los estadounidenses avanzaban poco a poco por la isla, Jin y sus seguidores amenazaron abiertamente la vida del coronel Yahara, principal defensor de una estrategia defensiva. El general Ushijima enfrentó una rebelión dentro de sus propias filas.

El enfrentamiento inevitable se produjo en una enconada reunión en la que el general Isamu Cho, un hombre que durante años había sido de extrema derecha en los asuntos militares de Japón, abogó acaloradamente por un fuerte ataque contra las fortificaciones estadounidenses. Presionado por los gritos y amenazas de Cho, Jin y otros intransigentes, Ushijima cedió y dio su aprobación cansada a una ofensiva masiva que comenzó el 4 de mayo. El objetivo era destruir el Vigésimo Cuarto Cuerpo estadounidense y obligar a retroceder a toda la línea estadounidense. Se hicieron arreglos con el brazo aéreo del almirante Onishi para un nuevo asalto kamikaze intensivo en los barcos en alta mar que comenzaría la noche del 3 de mayo. Una vez más, los japoneses esperaban lograr una ruptura completa del apoyo naval al ejército en la isla.

Los escuadrones de Onishi descendieron de los aeródromos de Kyushu según lo planeado y lograron dejar fuera de combate a dieciocho barcos. Uno de ellos, el destructor Aaron Ward, realizó cinco inmersiones kamikaze, perdió noventa y ocho hombres muertos o heridos, pero se mantuvo milagrosamente a flote. Pero la gran mayoría de los barcos estadounidenses no sufrieron daños.

La lucha terrestre que comenzó en la madrugada del 4 de mayo fue caótica, costosa y para los japoneses, sin esperanza. Un atronador bombardeo inicial de la artillería japonesa fue seguido por la confusión de los combates cuerpo a cuerpo, donde amigos y enemigos se cruzaron en las fluidas zonas de batalla sin darse cuenta. Todo un escuadrón de soldados japoneses marchó en orden cerrado contra los rifles automáticos de la 77.ª División de Infantería y fue aniquilado en el acto. Una columna de soldados estadounidenses, fumando y hablando, con los rifles colgados sin apretar, caminó hacia el frente bajo la mirada de los infiltrados japoneses y todos fueron asesinados en segundos. Un avance japonés a última hora de la tarde del 4 de mayo logró penetrar más de una milla por detrás de las posiciones estadounidenses. Rápidamente fue embotado por una potencia de fuego superior.

Esta acción del 4 al 5 de mayo representó el alcance total de la última ofensiva del Ejército Imperial en la Segunda Guerra Mundial. Los recursos japoneses no podrían sostener otro. Al día siguiente, el general Ushijima ordenó a sus derrotadas fuerzas que regresaran a sus cuevas y búnkeres, y su ejército reasumió una postura defensiva. La influencia de Cho y Jin y sus seguidores rompió con los hechos duros de la realidad.

En el profundo refugio bajo el castillo de Shuri, el general Ushijima trató sin muchas esperanzas de animar a sus ayudantes. Del otro lado de las líneas, el general Simón Bolívar Buckner ordenó a sus fuerzas pasar a la ofensiva. Para el 8 de mayo, Día VE, la iniciativa había pasado para siempre a los estadounidenses.

La situación japonesa se deterioró constantemente durante mayo y principios de junio a medida que las fuerzas estadounidenses avanzaban lentamente hacia el área más al sur de la isla. Las fuerzas del general Ushijima no pudieron resistir la presión implacable de una potencia de fuego superior. Cuando el castillo de Shuri, el último bastión, cayó el 31 de mayo, la batalla casi había terminado.

Los soldados de infantería estadounidenses que entraban en el antiguo cuartel general del Trigésimo Segundo Ejército de Ushijima fueron testigos de una escena de total devastación. Pesados ​​proyectiles y bombas habían destrozado la ciudad que rodeaba los terrenos del castillo. Solo quedaba una iglesia metodista y un edificio de concreto de dos pisos. El propio castillo de Shuri fue demolido. En esta fortaleza desde la que habían gobernado los antiguos reyes de Okinawa, no vivía nada. Los japoneses habían dejado a sus muertos y se habían retirado hacia el sur. El último centro de resistencia organizada se había disuelto.

En las próximas tres semanas, el general Ushijima en retirada logró realizar un pequeño milagro al organizar otra zona de defensa, pero sabía que solo podía resistir por un corto tiempo. El final estaba cerca.

A estas alturas, incluso los soldados japoneses lo sabían. Bombardeados por millones de panfletos que les aseguraban un trato justo, consideraron la idea de deponer las armas. Muchos decidieron no hacerlo y en su lugar se suicidaron. Pero por primera vez en la guerra, cientos de soldados andrajosos y sucios salieron de las cuevas y caminaron hacia las líneas estadounidenses con las manos en alto sobre sus cabezas. Finalmente, más de siete mil japoneses se rindieron.

Dentro de una cueva debajo de la colina 89, el general Ushijima leyó folletos de rendición de los aliados y se rió. Su asistente, el general Cho, se relajó con una botella de whisky escocés mientras escuchaba los últimos informes que llegaban de las unidades dispersas en el campo. La línea del frente se había desintegrado. Las tropas japonesas se habían convertido en una chusma desorganizada, merodeando en agujeros y trincheras, deambulando por el campo en busca de comida y agua. Estaban sin esperanza.

En un campo abierto cerca de la base aérea de Kadena, más de cien cuerpos amortajados yacían en ordenadas filas sobre la hierba. Todos ellos eran marineros estadounidenses arrastrados a tierra desde los restos de barcos hechos pedazos por kamikazes. Los soldados que pasaban se detuvieron, muchos de ellos conscientes por primera vez del precio que pagaba la Marina al apoyar al soldado de a pie en las playas.

Una enorme cueva dentro de las líneas japonesas servía como hospital de campaña donde se trataba a trescientos infantes de marina japoneses gravemente heridos. Su comandante, el almirante Ota, temía que el enemigo vertiera fuego y gasolina en la cueva antes de hacer preguntas. Ordenó al médico superior que se asegurara de que los pacientes no sufrieran más, que tuvieran una muerte honorable.

El médico y sus ayudantes prepararon agujas hipodérmicas y caminaron entre largas filas de enfermos. Con lágrimas rodando por sus mejillas, apretaron metódicamente jeringas en trescientos brazos extendidos. Finalmente no se oía ningún sonido en el hospital excepto los sollozos del personal médico.

Otro médico japonés, llamado Maehara, había renunciado a tratar de hacer frente al creciente desastre y había buscado refugio entre los nativos de Okinawa que merodeaban por los campos de batalla. Maehara se encontró con un grupo de hombres y mujeres que vivían en una serie de cuevas excavadas en la ladera de una colina. En estos espacios cerrados, se enamoró y compartió su cama con una niña nativa pequeña y de rostro brillante. En medio de la muerte, se abrazaron y hablaron de un futuro incierto.

En la tercera semana de junio, los estadounidenses rodearon la colina. Maehara y la niña planearon escapar por uno de los varios túneles excavados en la ladera para abrir terreno a cientos de metros de distancia. Temerosos, retrasaron la salida. Los soldados estadounidenses que acechaban al enemigo finalmente llegaron a la boca de la cueva y arrojaron cargas de dinamita. Maehara se retiró a los recovecos más profundos. La niña lo siguió. Cuando un lanzallamas disparó una ráfaga en la entrada, el médico japonés le gritó a la niña que lo siguiera por una de las escotillas de escape. Trepando, retorciéndose, alcanzó la brisa refrescante del exterior. Detrás de él, nada se movía. Sorprendido, Maehara volvió sobre sus pasos en la oscuridad y se encontró con una forma arrugada. La niña había sido atrapada por el calor abrasador del lanzallamas y murió en el suelo. Maehara salió aturdida de la cueva y se rindió al enemigo. Estaba más allá de preocuparse.

El 18 de junio, el general Simón Bolívar Buckner llegó a las posiciones de avanzada para supervisar la limpieza. De pie en un puesto de observación, observó la batalla por las cuevas. De repente, un arma japonesa de doble propósito disparó un proyectil que golpeó una formación rocosa sobre él. Un trozo irregular de coral voló y golpeó a Buckner en el pecho. Murió en cuestión de minutos.

En la noche del 21 de junio, los generales Ushijima y Cho se sentaron a disfrutar de una suntuosa comida en su casa bajo la colina 89. En lo alto, los estadounidenses caminaron sobre la cima del acantilado, donde los soldados japoneses continuaron resistiendo luchando por cada roca. y árbol

Los generales comieron tranquilamente. Mientras sus ayudantes brindaban, los dos líderes bebieron el uno al otro con restos de whisky reservados para este momento. La luna llena brilló en las repisas de coral blanco de la Colina 89 cuando un tributo final sonó a través de la cueva: "Larga vida al Emperador".

A las 4:00 de la mañana del día veintidós, Ushijima, refrescándose con un abanico de bambú, caminó con Cho entre filas de subordinados que lloraban hasta la boca de la cueva. Allí, Cho se volvió hacia su superior y dijo: "Yo guiaré el camino". Los dos generales salieron a la luz de la luna. Fueron seguidos por varios oficiales de estado mayor.

Fuera de la entrada se había colocado una colcha encima de un colchón. Fuertes disparos sonaron por todos lados cuando los soldados de infantería estadounidenses, a no más de quince metros de distancia, sintieron movimiento. Ushijima procedió a sentarse y orar. Cho hizo lo mismo.

Ignorando las armas y las granadas, Ushijima se inclinó hacia el suelo. Su ayudante le entregó un cuchillo. El general lo sostuvo brevemente frente a su cuerpo, luego lo rasgó a lo largo de su abdomen. Inmediatamente, su ayudante levantó una espada enjoyada y la descargó sobre su cuello. La cabeza de Ushijima cayó sobre la colcha y la sangre salpicó a los espectadores. En cuestión de segundos, el general Cho murió de la misma manera.

La batalla de Okinawa había terminado. Murieron más de 12.000 estadounidenses y más de 100.000 japoneses. La bandera estadounidense ondeaba a solo 350 millas de Japón.

lunes, 21 de noviembre de 2022

SGM: Defendiendo al Imperio japonés sin sacrificar pilotos

Evitar la inmolación aérea

Weapons and Warfare






La capacidad de Japón para repeler una campaña de bombardeos estadounidense comenzó con muy pocas perspectivas en 1942 y disminuyó drásticamente a partir de entonces. Sin embargo, una pregunta persistente es por qué Tokio desperdició más de dos años después del Doolittle Raid, y por qué se intentó tan poca coordinación entre servicios una vez que aparecieron los B-29 en los cielos de la patria. La respuesta está en la psique japonesa más que en sus instituciones militares.

Al defender su espacio aéreo, al ejército y las fuerzas navales de Japón se les encomendó una misión casi imposible. No obstante, fracasaron masivamente en siquiera acercarse al potencial de su nación para mejorar los efectos del ataque aliado.

La única perspectiva de Japón para evitar la inmolación aérea era infligir pérdidas inaceptables a los B-29. Debido al costo excepcional del Superfortress (unos $600,000 cada uno), un B-29 derribado representaba el equivalente financiero de casi tres B-17 o B-24, más una tripulación invaluable. El desarrollo de unidades de embestida demuestra que algunos japoneses entendieron el valor de una compensación uno por uno o incluso dos por uno, pero la táctica fracasó en gran medida por razones técnicas y organizativas. Por lo tanto, la defensa de las islas de origen volvió a los medios convencionales: cañones antiaéreos e interceptores ordinarios.

El fracaso resultante fue sistémico, cruzando todos los límites del gobierno y el liderazgo militar-naval. Probablemente la causa principal fue la psicología nacional de Japón: una cultura colectivista que poseía una jerarquía rígida con protocolos inusualmente estrictos que inhibieron el pensamiento innovador e inculcaron una reticencia extrema a expresar opiniones contrarias. Japón plantea un rompecabezas intrigante para sociólogos y politólogos: cómo una sociedad extremadamente bien ordenada se permitió tomar una serie de decisiones desastrosas, cada una de las cuales amenazaba su existencia nacional. Irónicamente, la situación se explicaba en parte por la atmósfera de gekokujo ("presionar desde abajo") en la que los subordinados estridentes a menudo influenciaban a sus superiores.

Si la rivalidad entre servicios constituía un “segundo frente” en Washington, DC, era un deporte de contacto total en Tokio. La Encuesta de Bombardeo Estratégico de los Estados Unidos de la posguerra concluyó: “No hubo una combinación eficiente de los recursos del Ejército y la Marina. La responsabilidad entre los dos servicios se dividió de una manera completamente impracticable con la Armada cubriendo todas las áreas oceánicas y objetivos navales. . . y el Ejército todo lo demás”.

En junio de 1944, el mes del primer ataque del B-29, el Cuartel General Imperial combinó los activos del ejército y la marina en un comando de defensa aérea, pero la marina se opuso al control del ejército. Se logró un compromiso con los grupos aéreos navales en Atsugi, Omura e Iwakuni asignados al distrito del ejército respectivo. Se proporcionaron enlaces telefónicos desde los centros de mando de la JAAF a cada una de las tres unidades navales, pero rara vez se intentó la integración operativa. De hecho, en todo Japón, las dos armas aéreas operaron conjuntamente en solo tres áreas: Tsuiki en Kyushu más Kobe y Nagoya.

Una parte importante del problema era la asignación asombrosamente escasa de cazas a la defensa aérea. Todavía en marzo de 1945, Japón asignó menos de una quinta parte de sus combatientes a la defensa local, y la cifra real solo llegó a 500 en julio. Para entonces muy pocos volaban, ya que Tokio atesoraba su fuerza para la esperada invasión.

En el ámbito crucial del radar, Japón se adelantó al mundo y casi de inmediato perdió su liderazgo. La eficiente antena Yagi-Uda se inventó en 1926, producto de dos investigadores de la Universidad Imperial de Tohoku. El profesor Hidetsugu Yagi publicó la primera referencia en inglés dos años después, citando el trabajo de su nación en la investigación de ondas cortas. Pero tal era el secreto militar y la rivalidad entre servicios que, incluso al final de la guerra, pocos japoneses sabían el origen del dispositivo que apareció en los aviones aliados derribados.

Los aliados calificaron el radar japonés como "muy deficiente" y la dirección de los cazas siguió siendo rudimentaria. Mientras que el radar basado en tierra podía detectar formaciones entrantes quizás a 200 millas de distancia, los datos no incluían ni la altitud ni la composición. En consecuencia, los botes de piquete se mantuvieron a 300 millas en el mar para avistamientos de radio visuales, de uso marginal en tiempo nublado. Sin embargo, los sistemas de radar que existían fueron fácilmente bloqueados por las contramedidas de radio estadounidenses: aviones que arrojaban papel de aluminio que obstruía las pantallas enemigas.

Además, el ejército y la marina japoneses establecieron sistemas de alerta separados y rara vez intercambiaban información. Incluso cuando se intentó la agrupación a nivel de unidad, los oficiales de la marina generalmente rechazaron las órdenes de los oficiales del ejército.

Los observadores civiles se distribuyeron por todo Japón para informar sobre aviones enemigos, pero como era de esperar, no hubo unidad. El ejército y la marina establecieron su propio cuerpo de observadores y ninguno trabajó con el otro.

La doctrina de la marina japonesa contenía una contradicción interna para la defensa aérea. Un manual de 1944 afirmaba: “Para superar las desventajas impuestas a las unidades de aviones de combate cuando el enemigo asalta una base amiga, es decir, conseguir que los aviones de combate despeguen en igualdad de condiciones con los aviones enemigos, se debe hacer un uso completo del radar y otros dispositivos de vigilancia. métodos. . . . Estos deben emplearse de la manera más efectiva”. Pero como se señaló, el uso del radar siguió siendo rudimentario.

Algunos pilotos descartaron el estado de la electrónica de su nación. “¿Por qué necesitamos un radar? Los ojos de los hombres ven perfectamente bien”.

Excluyendo los equipos de radar móviles, se construyeron al menos sesenta y cuatro sitios de alerta temprana en el territorio nacional y en las islas cercanas: treinta y siete de la armada y veintisiete del ejército. Pero los activos escasos a menudo se desperdiciaron al duplicar el esfuerzo: en cuatro sitios en Kyushu y siete en Honshu, los radares del ejército y la marina estaban ubicados casi uno al lado del otro. Los accesos del sur a Kyushu y Shikoku estaban cubiertos por unas veinte instalaciones, pero solo se conocen dos radares permanentes en todo Shikoku.

Aunque la gran mayoría de los radares japoneses proporcionaron una alerta temprana, algunos conjuntos dirigieron cañones antiaéreos y reflectores. Pero aparentemente hubo poca integración de los dos: algunas tripulaciones de B-29 regresaron con historias desgarradoras de diez a quince minutos en el haz de sondeo de un reflector con daños mínimos o nulos.

Además del radar inadecuado, parte del enfoque técnico de Japón estaba muy mal dirigido. Desde 1940 en adelante, los militares dedicaron más de cinco años a un “rayo de la muerte” destinado a causar parálisis o muerte mediante ondas de radio de onda muy corta enfocadas en un haz de alta potencia. La unidad no portátil fue concebida para uso antiaéreo, pero el único modelo probado tenía un alcance mucho menor que las armas de fuego.

Tácticamente, la falta de cooperación entre el ejército y la marina obstaculizó el potencial ya limitado de los interceptores de Japón. Con los comandantes de las unidades dirigiendo sus propias batallas localizadas, hubo pocas oportunidades de concentrar un gran número de combatientes contra una formación de bombarderos como lo logró repetidamente la Luftwaffe.



B-29 de Saipan

Los pilotos que volaron los primeros B-29 desde Saipan se llevaron consigo un valioso acervo de conocimientos sobre lo que sus bombarderos podían y no podían hacer en los cielos de Japón, y ese conocimiento había sido acumulado, a veces con mucho dolor, por los hombres que había volado los grandes bombarderos de Chengtu y Kharagpur. En primer lugar, los bombarderos podían funcionar tanto de día como de noche sin pérdidas graves; rara vez la tasa de pérdidas superó el 5 por ciento, y para todas las operaciones B-29 durante la guerra, fue inferior al 2 por ciento. A diez mil metros, la Superfortaleza tenía poco que temer de las balas antiaéreas. Los cazas enemigos podían operar a esa altitud, pero rara vez podían pasar más de una vez a través de una formación, debido a la velocidad del gran bombardero. A veces, cuando las condiciones meteorológicas eran adecuadas, el B-29 podía colocar sus bombas con notable precisión. Pero el clima resultó ser el gran factor limitante en el bombardeo de precisión para el que se había construido el avión, ya que, como en el caso del teatro de operaciones europeo, los objetivos estaban demasiado a menudo oscurecidos por la capa de nubes. Y mientras que en Europa era bastante fácil determinar desde Inglaterra cómo sería el clima sobre Mannheim, dado que el clima generalmente se movía de oeste a este, este mismo fenómeno hacía extremadamente difícil saber qué tipo de clima podría moverse desde Siberia o el centro. Asia sobre las islas de origen japonesas.





Clima

El problema del clima japonés tendió a empeorar aún más en otoño e invierno, ya que los hombres de Brig. Pronto se descubrió el vigésimo primer comando de bombarderos del general Haywood S. Hansell, Jr. Hansell creía firmemente en la doctrina del bombardeo de precisión, que él había ayudado a formular, por lo que puso a sus hombres y aviones a trabajar en la industria japonesa de motores aeronáuticos, la mayoría de las cuales eran bien conocidas. La primera incursión desde Saipan se dirigió a la fábrica de motores Musashi en el noroeste de Tokio, que producía el 27 por ciento de todos los motores de aviones japoneses. La planta de Musashi, “objetivo no. 357”, estaba destinado a volverse famoso, o infame, para los hombres que volaban B-29. Durante la incursión del 24 de noviembre, hubo fuertes vientos a diez mil pies y el objetivo de abajo quedó casi completamente oculto. Tres días después, las Superfortalezas regresaron a Tokio para encontrar las obras de Musashi completamente cubiertas por nubes. El 3 de diciembre, la planta era visible, pero los bombardeos se dispersaron debido a los fuertes vientos.

En total, hubo once redadas importantes en las obras de Musashi entre noviembre de 1944 y mayo de 1945; les costaron a los atacantes cincuenta y nueve Superfortresses. Las tripulaciones aéreas perforaron sin descanso para llegar a las obras. (Algunos todavía en los Estados Unidos practicaron bombardeos en la planta de Continental Can Company en Houston, que tenía aproximadamente el mismo tamaño). Solo las dos últimas redadas fueron efectivas; todos los demás se vieron obstaculizados por el clima adverso. A treinta mil pies, el viento era a menudo más problemático que las nubes, ya que podía alcanzar más de 150 nudos. En una carrera de bombardeo a favor del viento, un B-29 voló como un cohete sobre la planta de Musashi a una velocidad de más de quinientas millas por hora. La historia no fue mucho más alentadora en los otros ocho objetivos de alta prioridad. En tres meses de esfuerzo, ni uno solo había sido destruido. No más del 10 por ciento de las bombas lanzadas parecían estar aterrizando cerca del objetivo. Incluso los japoneses notaron el patrón errático del bombardeo. Tantas bombas estallaron en la bahía de Tokio que una broma comenzó a circular por la capital japonesa: los estadounidenses iban a someter a los japoneses por hambre matando a todos los peces.



Inmolación

Mientras tanto, en Washington estaba surgiendo un enfoque alternativo al bombardeo estratégico. El Comité de Analistas de Operaciones del general Arnold había continuado sus investigaciones sobre incursiones incendiarias hasta el punto de construir modelos de estructuras japonesas y probar su inflamabilidad. El comité propuso varias ciudades japonesas para ataques incendiarios y el general Arnold envió instrucciones en noviembre para realizar una incursión de prueba. El corazón del general Hansel no estaba en este tipo de bombardeo. Hizo un ataque de fuego pequeño e intrascendente en Tokio en la noche del 29 al 30 de noviembre, pero cuando recibió la orden de montar un esfuerzo incendiario a gran escala en Nagoya, utilizando cien B-29, protestó. Sin embargo, Hansell era un buen soldado, por lo que envió sus bombarderos a Nagoya la noche del 3 al 4 de enero. El daño causado fue leve; El mal tiempo impidió que los aviones de reconocimiento obtuvieran la evidencia fotográfica durante unos veintisiete días. En ese momento, el general Hansell ya no estaba al frente del Vigésimo primer Comando de Bombarderos; el 20 de enero, su mando había pasado al mayor general Curtis E. LeMay.

La historia oficial de las Fuerzas Aéreas del Ejército indica claramente que la preferencia de Hansell por el bombardeo de precisión le costó su trabajo, y este puede ser el caso. El hombre que le sucedió no tuvo el mismo compromiso con la doctrina. Tenía la reputación de un "operador de conducción" que ya se había hecho cargo del Vigésimo Comando de Bombarderos e insufló energía en sus operaciones. Pero, durante un mes y medio, LeMay no hizo cambios radicales en las operaciones de las Marianas. Al principio, montó dos caballos a la vez: continuó las incursiones de precisión diurnas a gran altura contra las plantas de aviones que ahora se estaban volviendo tan familiares para sus tripulaciones; al mismo tiempo, impulsó la experimentación con ataques incendiarios, con los que ya tenía cierta experiencia: su XX Bomber Command había logrado quemar gran parte de Hankow en diciembre de 1944. El 3 de febrero envió los B-29 a Kobe, donde arrojaron 159 toneladas de bombas incendiarias y quemaron mil edificios, un resultado bastante alentador. El 25 de febrero, un ataque de fuego de máximo esfuerzo en Tokio produjo un nivel impresionante de destrucción: se quemó una milla cuadrada de la ciudad y se destruyeron más de veintisiete mil edificios. Fue a principios de marzo cuando LeMay hizo los cambios básicos en las operaciones del B-29, y en esos cambios sin duda apostó su carrera. El hecho era que hasta ese momento su fuerza de bombardeo no había “entregado los bienes”; es decir, no había justificado su existencia asestando contundentes golpes al enemigo. Después de tres meses de operaciones, los grandes bombarderos habían lanzado alrededor de 7.000 toneladas de bombas, una cifra muy modesta: la mitad de las salidas habían terminado con el bombardero incapaz de atacar el objetivo principal.

LeMay sintió que las incursiones incendiarias masivas realizadas de noche contra las ciudades de Japón ofrecían varias ventajas. En primer lugar, muy a menudo los objetivos de precisión estaban ubicados dentro de una matriz urbana, de modo que si se quemaba la ciudad, la fábrica o el arsenal también se incendiarían. Que las ciudades eran particularmente vulnerables al fuego ya estaba bien establecido; en muchos de ellos el 95 por ciento de las estructuras eran inflamables. El ataque a una ciudad era un ataque de área, por lo que podía llevarse a cabo en condiciones meteorológicas adversas y. si es necesario, por radar. Un ataque de este tipo tenía varias ventajas si se realizaba de noche. Ayudaría a neutralizar las defensas japonesas, que por la noche no eran tan formidables como las que LeMay había conocido en Alemania, ya que el caza nocturno japonés todavía estaba en pañales y carecía de radar aerotransportado. El fuego antiaéreo japonés a veces era intenso pero no un peligro grave por la noche. El ataque nocturno pagó otro dividendo en el sentido de que podía ejecutarse a una altitud bastante baja, tan baja como cinco mil pies. A esta altura había menos tensión en los motores que a diez mil metros, y el consumo de combustible era apreciablemente menor, por lo que la carga de bombas podía incrementarse en consecuencia. Y LeMay se arriesgó aún más al ordenar a sus bombarderos que volaran despojados de armas y municiones; normalmente el B-29 llevaba 1,5 toneladas de armamento. Este peso también sería transportado ahora en bombas. para que la carga de bombas pudiera incrementarse en consecuencia. 

La clave para el éxito de la incursión fue la saturación y la concentración justa, como lo había demostrado el Air Marshal Harris sobre Hamburgo, así que cuando LeMay envió sus bombarderos contra Tokio en la noche del 9 al 10 de marzo envió una fuerza extremadamente grande, un total de 334 bombarderos que transportaban 2.000 toneladas de bombas, en su gran mayoría incendiarias. Los primeros aviones pioneros sobrevolaron la ciudad poco después de la medianoche para marcar el área objetivo: un rectángulo de unas tres millas por cuatro, que contenía cien mil habitantes por milla cuadrada, o aproximadamente 1,25 millones de personas. No hubo una corriente de bombarderos bien organizada esa noche, y los últimos bombarderos no pasaron sobre Tokio hasta unas tres horas después de que comenzara el ataque. Para entonces, Tokio era un mar de llamas. Los artilleros de cola en los B-29 que regresaban podían ver el resplandor de la ciudad a 150 millas de distancia;

El ataque a Tokio en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945 fue el ataque aéreo más destructivo jamás realizado, sin excluir los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki. La pérdida de vidas esa noche se ha fijado oficialmente en 83.793, pero otras estimaciones la sitúan en más de 100.000. Los grandes incendios quemaron unas dieciséis millas cuadradas de la inmensa ciudad y destruyeron un cuarto de millón de estructuras. Varios factores contribuyeron a que el ataque fuera particularmente destructivo. Tanto la defensa aérea como las brigadas de bomberos de Tokio fueron tomadas por sorpresa por las nuevas tácticas, más de cien bomberos perdieron la vida en la conflagración y casi esa cantidad de camiones de bomberos fueron consumidos por las llamas. Lo peor de todo fue que esa noche el Akakaze, o "Viento Rojo", soplaba sobre Tokio y se llevó las llamas consigo. No hubo una verdadera tormenta de fuego sobre Tokio esa noche. “Debido al viento, la potencial tormenta de fuego se transformó en una fuerza aún más mortal: la conflagración de barrido. Un maremoto de fuego atravesó la ciudad, las llamas precedidas por vapores sobrecalentados que derribaron a cualquiera que los respirara.

Cuarenta y ocho horas después de su ataque a Tokio, los B-29 atacaron Nagoya y luego se trasladaron a Osaka y Kobe. Dentro de un período de diez días a partir del 9 de marzo, los bombarderos lanzaron 9.373 toneladas de bombas y quemaron 31 millas cuadradas de la ciudad. LeMay empujó el bombardeo incendiario con tal energía que a fines de marzo sus depósitos comenzaron a quedarse sin bombas incendiarias y la escasez no se superó hasta junio. La quema de ciudades se estaba convirtiendo en una especie de ciencia, ya que los hombres de LeMay probaron varias armas y técnicas. El incendiario de termita M50 utilizado en Europa tuvo una penetración "excesiva". A menudo pasaba por completo a través de una estructura japonesa y se encendía en la tierra debajo de ella. ocasionalmente perforando cañerías de agua. La mejor arma fue la M69, una pequeña bomba incendiaria, muchas de las cuales fueron lanzadas en una sola carcasa: “Cada uno de estos grupos, arreglado para explotar a 2500 pies de altitud, fue construido para lanzar treinta y ocho bombas incendiarias, hechas para caer en un patrón aleatorio, este arreglo proporcionó la base para el gran éxito del bombardeo por venir. El diseño ordenado o la distribución de un bombardero con ajuste de intervalos, o caída espaciada, de una bomba cada quince metros, podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”. podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”. podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”.

Como indican estas descripciones, la destrucción fue más efectiva si se llevó a cabo de manera sistemática. Con el bombardeo "impresionista", es decir, con cada bombardero tratando de colocar sus bombas donde extenderían el daño, el rendimiento final fue menor que si hubiera un patrón general. En algunos casos, el bombardeo por radar fue más efectivo que la puntería visual. Doscientas cincuenta toneladas de bombas por milla cuadrada, adecuadamente distribuidas, prácticamente garantizaban la destrucción total del área. Todo lo combustible se consumiría, y las feroces temperaturas generadas harían que la conflagración atravesara calles y canales sólo por calor radiante. En algunos casos, el calor ablandaría el asfalto de las calles, por lo que los equipos contra incendios se empantanarían y se perderían entre las llamas. El agua rociada sobre el fuego simplemente se evaporaría; los paneles de vidrio se ablandarían y gotearían de los marcos de las ventanas de metal. Aquí y allá, increíblemente, el hormigón se derretía. Ningún ser vivo podría sobrevivir en tal atmósfera.

Defensa desafortunada

Poco podía hacer el gobierno japonés, aparte de la capitulación, para evitar la incineración de sus grandes ciudades una tras otra. La amenaza de las Marianas crecía cada día. Para junio, el general LeMay estaba montando incursiones con quinientas Superfortresses, y para septiembre tendría mil a su disposición. En marzo, los cazas estadounidenses P-51 comenzaron a trasladarse a bases en Iwo Jima, y ​​en abril ya estaban apareciendo sobre Japón. A partir de febrero, los ataques de los B-29 de LeMay se complementaron con los de aviones basados ​​en portaaviones, que periódicamente aparecían para hostigar las islas de origen.



La red de alerta temprana de Japón había comenzado a desintegrarse, como la de Alemania. La armada estadounidense, cada vez más poderosa, había destruido los barcos de piquetes japoneses o los había conducido hacia el refugio de las islas de origen. El radar tipo B, con su alcance limitado a unas 150 millas, era un sustituto inadecuado. La fuerza de combate japonesa probablemente tuvo su mayor impacto en las incursiones en enero de 1945, cuando las pérdidas de B-29 aumentaron al 5,7 por ciento; a partir de entonces, los cazas japoneses tuvieron menos éxito, aunque los pilotos fueron valientes y agresivos hasta el final. La Décima División Aérea mantuvo el Sector Kanto, cubriendo los objetivos de mayor prioridad, Tokio y Yokohama. En la noche de la gran incursión de marzo en Tokio, pusieron en el aire a ocho luchadores; en ese momento había solo trescientos combatientes para la defensa de todo Japón más doscientas máquinas disponibles en las escuelas de entrenamiento. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29. Esta táctica se utilizó por primera vez contra el B-29 en agosto de 1944 y de vez en cuando posteriormente; A fines de 1944, el alto mando japonés ordenó la formación de unidades de "servicio especial" cuyos pilotos debían embestir a los bombarderos estadounidenses. En términos estadísticos, la política parecía justificada. El piloto japonés llevó consigo a once tripulantes estadounidenses y un bombardero doce veces más grande que su avión de combate. Pero muchos comandantes japoneses se opusieron violentamente a la política de embestida. Japón ya se estaba quedando sin pilotos experimentados, y esta práctica se cobraría la vida de los que quedaran. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29. Esta táctica se utilizó por primera vez contra el B-29 en agosto de 1944 y de vez en cuando posteriormente; A fines de 1944, el alto mando japonés ordenó la formación de unidades de "servicio especial" cuyos pilotos debían embestir a los bombarderos estadounidenses. En términos estadísticos, la política parecía justificada. El piloto japonés llevó consigo a once tripulantes estadounidenses y un bombardero doce veces más grande que su avión de combate. Pero muchos comandantes japoneses se opusieron violentamente a la política de embestida. Japón ya se estaba quedando sin pilotos experimentados, y esta práctica se cobraría la vida de los que quedaran. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29.  

Algunos pilotos de caza japoneses depositaron sus esperanzas en el caza propulsado por chorro Shusui, que podía ascender a nueve mil metros en apenas cuatro minutos, pero el arma legendaria llegó demasiado tarde. En julio, las autoridades de la fuerza aérea estaban trabajando en un atrevido plan llamado operación Ken. Los aviones de transporte llevarían equipos especiales de demolición a las Marianas, donde asaltarían los aeródromos y destruirían las superfortalezas en tierra. El esquema colapsó cuando los aviones de transporte fueron destruidos en un ataque aéreo. A falta de soluciones radicales, las autoridades de defensa aérea continuaron con los métodos tradicionales. Decidieron no desafiar todos los ataques aéreos, sino agrupar su fuerza para las grandes incursiones de bombarderos. La inteligencia japonesa trató de "leer" el tráfico de radio estadounidense y predecir cuándo y dónde podrían tener lugar los ataques. Las fuerzas antiaéreas, lamentablemente insuficientes, se movían de acuerdo con las lecturas; en un momento, casi un tercio de las unidades antiaéreas de Japón se desplazaban entre objetivos potenciales.

Las autoridades japonesas hicieron lo que pudieron en forma de defensa pasiva. A partir de junio de 1944, comenzaron a evacuar a los niños pequeños de las zonas urbanas y, en última instancia, también a otros grupos. Aunque Japón estaba perdiendo gran parte de su capacidad industrial con el incendio de sus ciudades, las autoridades no ordenaron la dispersión y reubicación de industrias críticas hasta la primavera de 1945. Probablemente lo retrasaron porque sabían que la producción de guerra, que ya se estaba desplomando a fines de 1944, descender aún más a medida que las empresas trasladaron sus operaciones a nuevas localidades. Dentro de cada ciudad japonesa, las autoridades locales intentaron prepararse para ataques de incendios, llenando depósitos de agua y cortando cortafuegos, a menudo demoliendo bloques enteros; Las autoridades municipales hicieron acuerdos para prestar equipos contra incendios de ida y vuelta entre las ciudades amenazadas.

En general, los cazas japoneses fueron espectacularmente ineficaces contra los B-29. De más de 31,300 incursiones de Superfortress sobre la patria, solo se sabía que setenta y cuatro se perdieron por completo a manos de los interceptores y quizás veinte más en concierto con armas antiaéreas. Los pilotos japoneses registraron sus mejores actuaciones en enero y abril de 1945, cada uno con trece bombarderos derribados. Pero durante quince meses de combate, las pérdidas de los interceptores ascendieron a solo el 0,24 por ciento de las salidas efectivas de B-29.

La Encuesta de Bombardeo Estratégico concluyó: “El sistema de defensa de combate japonés no era más que justo en el papel y claramente pobre en la práctica. Un asunto fundamental se destaca como la razón principal de sus deficiencias: los planificadores japoneses no vieron el peligro de los ataques aéreos aliados y no le dieron al sistema de defensa las prioridades requeridas”.

El Teniente General Saburo Endo del Cuartel General de la Fuerza Aérea del Ejército declaró: “Los responsables del control al comienzo de la guerra no reconocieron el verdadero valor de la aviación. . . por lo tanto, una derrota llevó a otra. Aunque se dieron cuenta de que era necesario fusionar el ejército y la marina, no se hizo nada al respecto. No hubo líderes para unificar las estrategias políticas y de guerra, y los planes ejecutados por el gobierno fueron muy inadecuados. Los recursos nacionales no se concentraron de la mejor manera posible”.

En resumen, en las fuerzas armadas de Japón, el parroquialismo triunfó sobre la eficiencia en todo momento.