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martes, 28 de agosto de 2018

Arma de fuego: Cómo se cargaba y disparaba los arcabuces españoles

Así se disparaba un arcabuz de los Tercios españoles

El proceso de recarga solía durar de 3 a 5 minutos y podía verse afectado por la climatología

Manuel P. Villatoro | ABC




En plena era moderna estamos acostumbrados a ver (en la gran pantalla, eso sí) como un militar no tarda ni 10 segundos en cambiar el cargador de su fusil de asalto y continuar arrojando plomo al enemigo. Y es que, tras siglos de evolución, esta es una de las principales ventajas de las armas de nuestra época: su capacidad de disparar cientos de balas sin más dificultad que la de apretar el gatillo (o «cola del disparador», que dicen los expertos) con el dedo índice. Sin embargo, no sucedía lo mismo en los siglos XVI y XVII, donde los soldados de los Tercios españoles debían recargar sus arcabuces en un proceso que duraba de tres a cinco minutos y que podía verse entorpecido por la climatología adversa de la región en la que estuviesen batallando. Todo ello, para disparar un único proyectil.

Tampoco ayudaba al arcabucero la escasa precisión que tenía su arma, la cual –según decía el Duque de Alba- había que disparar cuando el enemigo se hallaba a poco más del doble de la distancia de una pica (unos 15 - 20 metros) para que fuese efectiva y aumentasen las posibilidades de hacer blanco. Finalmente, estos soldados debían costearse la pólvora y las balas que arrojaría al contrario, las cuales no les sufragaba la Corona. Demasiadas penurias para unos hombres que, atendiendo a su buen o mal hacer, podían provocar que sus compañeros aplastasen al enemigo en grandes y gloriosas contiendas como la de Pavía, o que fuesen derrotados en estrepitosas luchas como la de Cerisoles. Sea como fuere lo cierto es que estos hombres y su rapidez a la hora de recargar y disparar era clave a la hora de determinar el resultado de una batalla.

Los primos lejanos del arcabuz


Aunque el término arcabucero nos transporta irremediablemente a la época en la que los Tercios trataban de dominar Europa a base de pica, rodela y armas de fuego, lo cierto es que una versión primigenia suya comenzó a utilizare ya en el siglo XIV en tierras españolas. «La primera vez que aparece documentado el uso de armas de fuego en España es en el sitio de Algeciras por Alfonso XI de Castilla. En esa ocasión, abril de 1343, los sitiadores recibieron bolas de hierro y proyectiles ardientes disparados desde piezas de artillería a las que denominaron truenos. Pronto utilizaron también los cristianos la pólvora, dando lugar a distintas piezas artilleras, como las bombardas», explica José Javier Labarga Álava (autor de varios escritos relacionados con los Tercios) en su obra: «La arcabucería en España de 1500 a 1870. Origen y evolución de la técnica y el arte de la fabricación de armas de fugo en España».


Un arcabucero de «Imperial Service» limpia su arma

A pesar de que aquellas armas no eran más que unos tubos en los que se introducía pólvora y una bola metálica, lo cierto es que su gran utilidad -tanto a nivel letal, como a nivel psicológico- no tardó en quedar patente. Por entonces sus principales desventajas eran la puntería (no era sencillo pegar un buen zambombazo al enemigo con ellos) y su considerable tamaño, que en una gran mayoría de los casos, provocaba que fueran disparados desde los muros de las fortalezas. Sin embargo, ya se destacaban por aquella época algunos que podían ser transportados por un infante de forma mucho más cómoda. Aquellos eran, en definitiva, los precursores de los arcabuces que portarían, solo dos siglos más tarde, los soldados de los Tercios españoles

«Es seguro que entre ellas ya se encontraban algunas portátiles como los cañones de mano o los hachabuses. Los hachabuses tenían cañones de azófar o de bronce de unos cinco o seis palmos de largo y disparaban pelotas de plomo de dos hasta cinco onzas», explica el experto. Con todo, todavía era necesario apoyarse en una superficie consistente para poder disparar sobre el contrario de una forma más segura y lograr una mayor puntería, lo que aún hacía que su carácter portátil no fuese total.

Nace el arcabuz


Por entonces su funcionamiento era sumamente sencillo. Aquel que quisiera disparar debía poner el tubo en posición vertical e introducir en él pólvora y una bola metálica. Una vez preparado, solo había que apuntar hacia el objetivo y acercar una mecha (cuerda) encendida hasta el denominado «oído» del arma (un agujero que taladraba el metal). Cuando la llama entraba en contacto con el contenido interior, este estallaba liberando el proyectil. Simple, pero efectivo. Su utilidad y su capacidad de persuasión fueron tan claras que el arma se fue perfeccionando con el paso de los años. Sin embargo, hubo que esperar hasta mediados del siglo XV hasta que se produjo el gran avance que provocó el nacimiento del arcabuz como tal.

Este se produjo con la llegada de la denominada «llave de mecha». «Era un mecanismo para sujetar la mecha encendida […]. Estaba situado en el costado derecho del arma, llevaba una pieza en forma de “S”, el serpentín, que sujetaba la mecha encendida lejos del fogón y permitía disponer el arma dispuesta para disparar en el momento oportuno. Oprimiendo con la mano derecha una palanca situada debajo, el serpentín acercaba la mecha a la cazoleta destapada previamente y el arcabuz se disparaba», explica Álava en su dossier. A pesar de lo sencillo que podía parecer, lo cierto es que fue toda una revolución, pues permitía a aquellos armados con un arcabuz tenerlo dispuesto en cualquier momento para arrojar plomo sobre el enemigo con un solo «click».


Los recreadores históricos, listos para combatir

El siguiente salto cualitativo se vivió en la Conquista de América  por parte de los españoles, Y es que, los 13 arcabuces que llevó Hernán Cortés a Cuba en 1519 eran considerablemente avanzados. Así lo afirman Juan Sánchez Galera y José María Sánchez Galera en su obra «Vamos a contar mentiras», donde señalan que el arma consistía simplemente en un tubo de acero apoyado sobre un tablón.

«Dicho tubo se encontraba cerrado en el extremo que daba a la parte de […] la culata, y, casi al final del tubo, por el lado en el que estaba cerrado, se hallaba un pequeño agujero que atravesaba la pared del tubo (oído) y sobre el cual coincidía el final del recorrido de una palanca que en su extremos sostenía una mecha de algodón. Por simple que parezca la descripción del arma, contiene todo lo que se puede decir de un arcabuz», explican. De ahí, hasta los Tercios españoles con el consiguiente salto temporal.

Su importancia en los Tercios


A pesar de toda la evolución anterior, la época en la que se dio a conocer realmente nuestro protagonista fue durante los siglos XVI y XVII, momento en que este arma fue utilizada en masa por los Tercios españoles. Estas unidades habían sido creadas entre los años 1534 y 1537 por Carlos I (V de Alemania) para proteger varios territorios clave de su Imperio (Milán, Nápoles y Sicilia, concretamente). Su principal característica es que eran unidades permanentes. Es decir, que tenían una organización militar concreta y no se disolvían después de cada contienda.

«Tras establecerse, el ejército estable comenzó a desdoblarse en un mayor número de unidades para poder atender los diferentes terrenos con los que contaba el Imperio español. Estos iban –entre otros- desde la Península, hasta Italia», explica, en declaraciones a ABC, José Miguel Alberte, presidente de la Asociación Española de Recreación Histórica «Imperial Service» (la cual ha colaborado en la exposición itinerante del Ejército de Tierra «El Camino Español. Una cremallera en la piel de Europa»).

Un arcabucero de «Imperial Service» (totalmente equipado) revisa que todo está listo para hacer fuego

En los Tercios el arcabuz tenía una importancia vital, pues un tercio de los soldados que lo formaban debían ir armados con él o con mosquetes (un arma similar que contaba con un calibre mayor y necesitaba de una horquilla para dispararse). A su vez, una segunda parte debían portar picas y una tercera, rodelas (escudos) y espadas cortas. «No está claro de dónde viene la denominación tercio porque no se explica de forma clara. Algunos afirman que había tres unidades, otros que estaban por tres mil hombres y, finalmente, la última dice que se denominaban de esta forma porque estaban formadas por un tercio de rodeleros, otro de piqueros y otro de arcabuceros», completa Alberte en declaraciones a este diario.

El sistema de combate de estas unidades era sumamente sencillo. En primer lugar, los mosqueteros (cuyo mosquete disparaba a una distancia mayor) lanzaban una lluvia de proyectiles sobre el enemigo. Posteriormente, y según se acercaba los contrarios, los arcabuceros se adelantaban y les rociaban a una distancia que solía oscilar los 15 y 20 metros. Finalmente, cuando el aliento de los enemigos de España podía sentirse en el aire, toda tropa preparada para atacar a distancia se introducía en el cuadro de picas. Era entonces cuando los piqueros comenzaban a hacer bailar los aceros contra el enemigo. Finalmente, los arcabuceros se unían en pequeños grupos llamados «mangas», que se dedicaban a proteger los flancos de la unidad (la parte más débil de la misma).

Así se recargaba un arcabuz


Cuando el arcabucero se preparaba para disparar contra el enemigo, necesitaba tener encima varios utensilios. Entre ellos destacaba la mecha (una cuerda con la que se prendía fuego y se iniciaba la ignición); dos polvoreras; el morral (un bolsillo en el que portaba los proyectiles, que consistían en pequeñas bolas metálicas) y los denominados «12 Apóstoles». «Los “apóstoles” eran pequeños frasquitos que llevaba colgados de su torso y que contenían la cantidad precisa de pólvora que se debía incluir en cada disparo. De esta forma, el soldado se ahorraba mucho tiempo a la hora de cargar», completa Alberte. Si llevaba aquella ingente cantidad de trastos encima podía proceder a la recarga, la cual constaba de varios pasos.

1-En primer lugar, el arcabucero debía poner su arma en posición vertical, pues era imposible cargar el arcabuz mientras se apuntaba al enemigo.

2-Acto seguido, abría uno de los «12 apóstoles» que portaba y vaciaba la pólvora que éste incluía en el interior del cañón o tubo. Esta sustancia era la que, posteriormente, entraba en contacto con el fuego y explotaba.

3-A continuación, el arcabucero buscaba un proyectil. «Lo cogía de su bolsillo lateral. Normalmente ya lo tenía preparado e incluía un trozo de estopa o de tela, el cual permitía que los gases no se escapasen hacia delante durante la ignición y el disparo fallase», determina el recreador histórico.


Un miembro de «Imperial Service» sopla la mecha de su arcabuz antes de disparar

4-El siguiente paso era extraer la baqueta (una extensa vara que iba enganchada a la parte inferior del arcabuz) y «atacar» con ella el arma. De esta forma, el arcabucero apretaba con fuerza el proyectil, la tela y la pólvora contra la parte inferior del cañón. «Baquetear era muy importante para conseguir que la bala y la estopa llegaran a la recámara, donde se iba a producir la explosión,. Pero también servía para darle presión al contenido del cañón. Así pues, a mayor presión, más longitud de disparo tendría el arma», completa Alberte.

5-Una vez estaba la carga preparada, el arcabucero debía poner su arma en ristre y apuntar con ella al enemigo. «A continuación, con la polvorera lateral se vertía una cantidad de pólvora de mejor calidad en la cazoleta [una pieza que se ubicaba cerca del oído del cañón y servía para acumular la pólvora que conectaría después con el interior del tubo] y se cerraba para evitar un disparo accidental», destaca el experto.

6-Con el arcabuz listo para ser disparado, entraba en acción la mecha, previamente encendida. «Las mechas eran trozos de maroma impregnados en salitre, sustancia que hacía que se consumiera de la forma más lenta posible. La mecha debía estar siempre encendida, un trabajo muy arduo y muy difícil de llevar a cabo en los países del norte de Europa, donde se humedecía y se podía apagar debido a la climatología. Las mechas se mantenían encendidas por los dos extremos para, así, poder seguir disparando si uno se apagaba», confirma Alberte.

7-Era entonces cuando el arcabucero soplaba la mecha para avivar el fuego que había en su extremo. Posteriormente, se dirigía hasta la primera línea del frente, apuntaba al enemigo, abría la cazoleta y apretaba el gatillo. En ese momento se liberaba el serpentín del arma, que lanzaba la mecha encendida hasta la cazoleta y hacía que chocase contra la pólvora. En ese momento se generaba una explosión que hacía que el proyectil saliese disparado hacia el exterior.

8-Tras haber hecho fuego, el arcabucero no se detenía para saber si había causado baja, sino que se retrasaba hasta una segunda línea e iniciaba de nuevo el proceso de carga.
Lento y problemático

A pesar de que fue utilizado durante casi tres siglos por los Tercios españoles, el arcabuz contaba con varios problemas que, seguramente, provocaron más de una palabra malsonante entre los soldados que lo portaban. Para empezar, acertar con uno de ellos al contrario era sumamente complicado.

«Tenía una precsión terriblemente limitada. Por ello, con el paso de los años se le fueron añadiendo diferentes elementos ergonómicos que permitieron al tirador disparar con una mayor confortabilidad y una mayor puntería. Por ejemplo, se alargaron los cañones con el objetivo de dar más estabilidad a la bala. Sin embargo, como los tubos eran artesanales, eran de ánima lisa y tenían muchas imperfecciones, el proyectil no salía de forma limpia, lo que reducía la precisión», destaca Alberte.

Por otro lado, era necesario dedicar mucho tiempo (entre 3 y 5 minutos) para recargar el arcabuz, lo que reducía la cadencia de fuego. «Para solucionar este problema, así como el de la precisión, a mediados del siglo XVI y XVII los arcabuceros luchaban en grandes líneas con el objetivo de hacer el mayor número de disparos sobre el enemigo y causar más bajas», destaca el experto.

lunes, 22 de julio de 2013

Argentina: El Tercio de Gallegos en la Defensa de Buenos Aires

El Heroico Tercio de Gallegos en la Defensa de Buenos Aires, 1807 


Producida la primer invasión inglesa, el ingeniero Pedro Cerviño, científico y militar de renombre, director de la Escuela de Náutica creada en 1799 por el secretario del Real Consulado de Buenos Aires, Dr. Manuel Belgrano, convocó no solo al alumnado y al personal docente a su cargo sino también a toda la población gallega de la ciudad, para empuñar las armas y enfrentar al invasor que desde las playas de Quilmes, avanzaba sin oposición sobre la capital del Virreinato.
La ciudad fue tomada casi sin resistencia y los ingleses, establecidos en el viejo fuerte, ubicado donde hoy se alza la Casa de Gobierno, iniciaron un gobierno tendiente a conquistar las simpatías de la población, estableciendo el libre comercio y la libertad de culto y dejando al español como lengua oficial.

La organización de milicias

En vista del revés, Sobre Monte se retiró hacia Córdoba llevándose consigo los caudales reales con los que pensaba organizar la reconquista. Pero en Luján, acorralado por el enemigo, no tuvo más remedio que abandonar el tesoro y escapar.Son de público conocimiento los sucesos acaecidos a partir de ese momento. Pueyrredón, que había organizado una milicia de gauchos y campesinos, fue derrotado en Perdriel y Liniers, que había cruzado a la Banda Oriental, desembarcó en el Tigre para iniciar la Reconquista, gesta que finalizó tras arduos combates, con la rendición del general Beresford el 12 de agosto de 1806.

El 12 de septiembre de ese mismo año Liniers ordenó la formación de milicias populares, organización que se llevó a cabo con notable criterio desde el punto de vista militar, constituyéndose cinco regimientos de origen rioplatense y otros cinco peninsulares. Fueron los primeros el de Patricios, conformado por efectivos nacidos en Buenos Aires, el Tercio de Arribeños, con gente proveniente de las provincias del norte (Córdoba, Tucumán, Salta, Catamarca y el Alto Perú), el de Pardos y Morenos, en torno al cual se agruparon mestizos, el de los Naturales, compuesto por indios pampas y el de Castas, formado por esclavos. Una sexta agrupación, la Compañía de Cazadores, conformada por soldados correntinos y entrerrianos, pasaría a reforzar el Tercio de Vizcaínos.

Se organiza el Tercio
Los cuerpos peninsulares fueron el Tercio de Montañeses o Cántabros de la Amistad, integrado por soldados de origen asturiano y castellano (de la provincia de Santander), el de Miñones Catalanes, el de Andaluces y Castellanos, el de Vizcaínos y el célebre Tercio de Voluntarios Urbanos de Galicia, también llamado Batallón de Voluntarios de Galicia o, simplemente, Batallón de Galicia. Fue el segundo en importancia después del de Patricios y estuvo formado por 600 efectivos, de los que 567 eran oriundos de España y el resto, entre quienes figuraban Bernardino Rivadavia y Lucio Norberto Mansilla, sus descendientes.El regimiento fue organizado el 17 de septiembre del mismo año y casi todos sus integrantes provenían de la Congregación del Apóstol Santiago, fundada en Buenos Aires en 1787. Fueron sus comandantes el ingeniero Cerviño, su segundo Juan Fernández de Castro y Juan Carlos O’Donnell y Figueroa, subdirector de la Escuela de Náutica.

La Segunda Invasión Inglesa
Derrotados en Buenos Aires, los británicos se retiraron pese a que nunca se abandonaron el Río de la Plata. Agazapados en la Banda Oriental, después de tomar Montevideo en el mes de octubre, aguardaban el momento oportuno para recuperar la capital.La flota invasora, reforzada con efectivos y armamentos provenientes de Ciudad del Cabo y las mismas Islas Británicas, zarpó hacia Buenos Aires el 28 de junio de 1807 arribando ese mismo día a la Ensenada de Barragán, para desembarcar 12.000 efectivos fuertemente armados, al mando del general John Whitelocke.

La marcha hacia la capital virreinal fue lenta y dificultosa, entorpecida por los innumerables arroyos y bañados que atravesaban los 60 kilómetros de recorrido hasta el epicentro de la ciudad. Liniers aguardaba en el Puente de Gálvez, al frente de una respetable fuerza de 8000 combatientes. Sin embargo, su estrategia había sido apresurada ya que al adelantar las líneas hasta el Riachuelo, dejaba desguarnecida a la población, medida a la que Cerviño se había opuesto oportunamente por considerarla desacertada. El sabio y militar gallego, oriundo de Pontevedra, estaba en lo cierto ya que los invasores cruzaron por el Paso de Burgos, en dirección a la quinta de White, forzando a Liniers a retroceder desorganizadamente hasta los corrales de Miserere con el objeto de detener su avance.El 2 de julio ambos ejércitos se trabaron en combate, resultando derrotadas las fuerzas porteñas.

Bautismo de fuego
Criollos y españoles se replegaron hacia el centro de la ciudad, perseguidos por las veteranas y experimentadas tropas británicos a través de sus estrechas calles. El Tercio de Gallegos retrocedió ordenadamente hasta la Plaza Mayor mientras que el ejército de Liniers, aguardaba el desarrollo de los acontecimientos en la Chacarita de los Colegiales, suponiendo perdida a la capital.Gallegos y Patricios al mando del alcalde de Primer Voto, don Martín de Alzaga y con la ayuda de vecinos y milicianos, cavaron trincheras, levantaron cantones y colocaron los cañones en posición de repeler el ataque. Los gallegos, al son de las gaitas arrebatadas al Regimiento 71 de “Higlanders” escocés y encolumnados tras sus gloriosas banderas del Reino de Galicia y la Cruz de Santiago, marcharon hacia la Plaza de Toros, en el extremo norte de la ciudad (hoy Plaza San Martín), para defender la posición, amenazaba en esos momentos por el enemigo. El ataque era inminente porque en ese lugar se encontraba el arsenal al que los invasores pensaban ocupar para bombardear desde allí la población.



Al mando del capitán Jacobo Adrián Varela (1758-1818), oriundo de La Coruña, los gallegos tomaron posiciones y entraron en combate, batiéndose con la bravura propia de su raza, esa misma raza que junto a asturianos y castellanos, había frenado a los infieles en las tierras de Covadonga y que en el siglo XVI había abierto las rutas del Pacífico para el gigantesco imperio español, navegando aguas inexploradas que nadie antes había incursionado.
En el fragor del enfrentamiento, comenzaron a agotarse las municiones mientras los británicos cargaban una y otra vez con el objeto de desgastar a los defensores. Se ordenó entonces a pardos y morenos ir en busca de municiones hasta los depósitos cercanos pero regresaron con las manos vacías para informar que las puertas se hallaban fuertemente trabadas.

La situación era desesperante y superado por la situación, el capitán de marina Juan Gutiérrez de la Concha no tomó las medidas pertinentes. Por esa razón, al grito de “¡Santiago y cierra España!” y “¡Muertos antes que esclavos!”, los gallegos, siempre al mando de Varela, cargaron a bayoneta calada abriendo una brecha en las filas enemigas. Las fuerzas hispanas lograron escabullirse evitando caer prisioneras, no sin antes inutilizar dos cañones apostados sobre las barrancas que apuntaban hacia el río.Fue allí donde cayó el teniente de navío Cándido de Lasala.

El asalto a Santo Domingo
Durante toda la jornada combatió el batallón gallego con coraje y valor, haciendo honor a la sangre celta, romana y sueva que fluía en las venas de sus integrantes. Sin embargo, todavía faltaba uno de los capítulos más heroicos de la jornada: la toma del convento dominico, donde los británicos, al mando del general Robert Crawford, se habían hecho fuertes.

Se designó a la 7ª Compañía del Tercio de Gallegos, la misma que había combatido en diversos puntos de la ciudad para avanzar sobre el convento.

Al mando del capitán Bernardo Pampillo partieron los hombres del Tercio arremetiendo con tanta ferocidad, que fue ante el bravo oficial gallego que depuso sus armas el comandante inglés, entregando la posición con sus banderas y municiones. Para entonces, también el capitán Varela se había hecho presente, tomando por asalto desde atrás, a toda una columna británica, resultando herido cuando inspeccionaba un cañón enemigo, a poco de producida la rendición.

Estos hechos han sido prácticamente ignorados por los historiadores argentinos quienes pasaron por alto el desempeño ejemplar del Tercio. El Padre Cayetano Bruno, por ejemplo, refiere con detalle la toma de Santo Domingo pero omite toda referencia al batallón mientras Vicente Fidel López, Roberto Levillier y otros autores, apenas se refieren a él.

Por segunda vez y ante una fuerza mucho más numerosa, la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Buenos Aires había derrotado al ejército británico salvando el honor de la Madre Patria y de la hispanidad en general.

Reconocimiento real
El 13 de enero de 1809 la Junta Suprema de Sevilla dispuso en nombre del rey premiar a los oficiales de los distintos cuerpos milicianos de Buenos Aires reconociendo los grados militares que se les había otorgado: 

Cita:
CUERPO DE GALLEGOS.
Grado de Teniente Coronel.—A los Comandantes don Pedro Antonio Cerviño y don José Fernandez de Castro.
De Capitán.—A los Capitanes don Jacobo Varela, don Tomás Pereira, don Juan Sanchez Boado, don Ramon Lopez, don Juan Blades, don Ramon Jimenez, don Bernardo Pampillo, don Lorenzo Santabaya.
De Teniente.—A los Tenientes don Andrés Domínguez, don Luis Ranal, don Manuel Gil, don José María Lorenzo, don José Quintana, don Ramon Doldan, don Bernardino Rivadavia, don Antonio Rivera y Ramos, don Pedro Trueba, don Antonio Paroli Taboada, y al Ayudante don Juan Cid de Puga.
De Subteniente.—A los Subtenientes don José Díaz Hedrosa, don Francisco García Ponte, don Pedro Boliño, y á los de bandera don José Puga y don Cayetano Ellias.

Prolegómenos de la Revolución de Mayo 
Finalizadas las jornadas de la Defensa, el Tercio de Gallegos siguió integrando la guarnición de Buenos Aires hasta 1809 cuando, a causa de la invasión napoleónica a España, la política mundial experimentó cambios notables que llevaron a la desintegración de su imperio y al nacimiento de nuevas naciones. 

El Tercio de Gallegos, apoyando al partido de don Martín de Alzaga, sostuvo la formación de una junta de gobierno, como en la Metrópoli, en oposición a la designación de Liniers como virrey del Río de la Plata. Nombrado este último provisoriamente con el apoyo de Saavedra y los Patricios, el heroico batallón fue desarmado, se le retiraron sus armas y estandartes y quedó activo. 

Con la llegada del nuevo virrey, don Baltasar Hidalgo de Cisneros, el Tercio fue reactivado, devolviéndoseles sus insignias, sus banderas. Y en esas condiciones mantuvo su presencia hasta los días de la Revolución de Mayo, cuando desapareció definitivamente, disuelto por el flamante gobierno patrio, enemigo acérrimo de toda presencia española en el Río de la Plata. Sin embargo, recientes investigaciones han determinado que antagonismos y rivalidades internas fueron causa fundamental de la disolución de la fuerza. Por una parte el bando partidario de la revolución, que propugnaba la formación de una junta de gobierno local, con Cerviño y Bernardino Rivadavia a la cabeza y por el otro, el grupo realista, que se mantenía fiel a la junta de Sevilla y, por ende, al auténtico soberano, encabezada por los mismos Varela y Pampillo. 

El Tercio de Gallegos vuelve a marchar 
En el mes de julio de 1995 el Tercio de Gallegos volvió a la vida, organizado por un grupo de voluntarios descendientes de aquella colectividad, con el apoyo del Centro Galicia y el Centro Gallego de Buenos Aires, que donaron los uniformes y elementos. El 9 de julio, el glorioso batallón desfiló frente al Cabildo porteño, como guardia de honor de la Escuela Nacional de Náutica “Manuel Belgrano”. Poco después recibió de la Asociación Centro Partido de Carballino, un fusil original de 1778. 
El 11 de marzo de 1998 recibió en el Salón Azul del Congreso de la Nación la Distinción al Valor en Defensa de la Patria (Ley Nº 24.895) y el 17 de septiembre recibió la bandera original de 1807, hasta entonces en el Museo de Luján, gestión que tuvo al historiador Horacio Vázquez en su principal propulsor. 
 

Pocos días después, el 3 de octubre de 1998, el olvidado regimiento recibió un nuevo homenaje en la basílica de San Francisco, al ser designado Custodia Perpetua de la Cripta en la que yacen enterrados los restos del ingeniero Cerviño y el valeroso capitán Varela. 

A fines de ese año, el Tercio viajó a Galicia para encabezar el desfile de 5000 gaiteros que marcharon por las empedradas calles de Santiago de Compostela, el 9 de diciembre, con motivo de la asunción de don Manuel Fraga Iribarne como presidente de la Xunta regional., recibiendo de don José Luis Baltar, presidente de la Diputación Provincial de Orense, las réplicas de un tambos y dos gaitas de 1808 mientras artesanos gallegos iniciaban la confección de una réplica de la bandera del Tercio. 

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Pedro Antonio Cerviño
El ingeniero Pedro Antonio Cerviño Núñez, militar, científico y cartógrafo español, nació en Santa María de Moimenta, jurisdicción de Baños, consejo de Campo Lameiro, provincia de Pontevedra, Galicia, el 6 de septiembre de 1757.

Radicado en el Ría de la Plata en 1780, fe designado por el virrey Vértiz para integrar la comisión demarcatoria de límites dirigida por José Varela y Ulloa.

En 1783viajó a tierras de Chaco para estudiar los meteoritos de Mesón de Hierro y tiempo después, por encargo de Félix de Azara, recorrió los ríos Paraná y Uruguay desde sus nacimientos hasta las desembocaduras en el Río de la Plata. En 1798 el Real Consulado de Buenos Aires le encomendó efectuar un relevamiento de la región de Ensenada, trazando la llamada Carta Esférica del Río de la Plata junto a J. De la Peña y Juan de Insiarte, que enviaron al rey ese mismo año.

En 1799 Manuel Belgrano creó la Escuela de Náutica, designando a Cerviño primer director, donde además ejerció la docencia enseñando geografía, trigonometría, hidrografía y dibujo. Por esa época fue que realizó un plano del arroyo Maldonado.

Fue también periodista, publicando artículos científicos en el “Telégrafo Mercantil” y el “Semanario de Agricultura, Industria y Comercio”.

En 1806 y 1807 destacó por su heroica participación en las invasiones Inglesas, participó del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 y en 1813 el Segundo Triunvirato lo designó director de la Academia de Matemáticas, encomendándole la realización de un plano topográfico de Buenos Aires.

Casado con doña Bárbara Barquín Velasco, dama porteña, el 9 de abril de 1802 en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, falleció en Buenos Aires el 30 de mayo de 1816, siendo depositados sus restos en la iglesia de San Francisco, donde, al día de hoy, el glorioso Tercio de Gallegos monta guardia en su honor. 


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