Mostrando las entradas con la etiqueta Virreinato del Río de la Plata. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Virreinato del Río de la Plata. Mostrar todas las entradas

sábado, 8 de octubre de 2022

Virreinato del Río de la Plata: La lucha contra el indio

Lucha con los indios en la colonia

Revisionistas





Malón

Los indios “pampas” que se amparaban en las reducciones eran una escasa proporción de los que habitaban la llanura.  Los demás que se mantenían en indómita libertad y que tampoco formaban un número muy crecido, se resistían a ser catequizados, habiendo fracasado todo intento de reducirlos.  En partidas errantes, siempre al lomo de sus fogosos potros, recorrían la llanura a su albedrío, cazando venados, caballos y vacas de las grandes manadas silvestres y fijando sus “tolderías”, temporariamente, donde más abundaba la caza.

Estas hordas se mantenían alejadas de todo contacto con el español, sin haberlos inquietado seriamente, exceptuando el levantamiento de los indios de servicio capitaneados por el cacique Bagual, provocado por la opresión a que se le sometía.  Por eso, no hay que cargar al indígena todo el saldo desfavorable de sus violentas reacciones.  El trato despótico del colonizador, incitó al indio a la venganza.

En 1626, cuando entró a ejercer el gobierno Francisco de Céspedes, los indios, sublevados, infestaban los caminos de la campaña, cometiendo tropelías contra los viajeros.  El mandatario logró apaciguarlos atrayéndolos con obsequios y trato amable, pues, aseguraba que “si los aprietan se levantan y están mal seguros los caminos”.

Los serranos

Aquietados los indios vecinos, gracias a los medios convincentes de que se valió el gobernador, el peligro vino entonces de más lejos.  En 1628, 500 “serranos”, bien montados y armados de lanzas, arcos y flechas, bolas y hondas, avanzaron desde el lejano sur acampando por las cercanías de la ciudad.  Aunque simularon el propósito de conversión, llegaban con siniestros planes de invadir y saquear el poblado.  La presencia de estas huestes, sin embargo, parece que no pasó de simple amago, a juzgar por el silencio que guarda el gobernador, aunque consideró imprescindible proceder “manu militari” contra estas intentonas.

Céspedes era partidario de ensayar una política diferente con “pampas” y “serranos”.  Para los primeros, más pacíficos y dóciles, los medios persuasivos; para los “serranos”, de indómita fiereza, la ley de la guerra.

Marcadas diferencias distinguían estas dos naciones de indios.  Los primeros vivían en los lugares más vecinos a la ciudad, carecían de armas de guerra, pues las que poseían estaban destinadas a la caza, aunque naturalmente, las empleaban en veces para su defensa.

Habitualmente eran gentes pacíficas que entraban en acuerdos con los españoles, llegando a atacar sólo cuando se los oprimía.  Sabido es que el término “pampas”, no significaba una clasificación étnica, sino una determinación geográfica, porque así se denominaba la extensa llanura que arrancando desde el mismo Buenos Aires, se extendía hasta el río Negro y desde el mar hasta la cordillera.

Los “serranos”, habitantes de las zonas vecinas a los Andes, eran gente de guerra que vivía en continua actitud bélica.  El predominio de las armas de combate dentro del miserable ajuar doméstico, señala sus hábitos guerreros.

Las primeras incursiones de los indios

Después de aquel amago de invasión de 1628, los pobladores se rodearon de precauciones.  Las matanzas de ganado vacuno silvestre, que como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por lo tanto a la que se entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde entonces faena arriesgada.  En 1629, los campesinos reunidos para salir a vaquear, tuvieron que hacerlo al frente del capitán Amador Baz de Alpoin, para evitar tropelías de los salvajes.

De la época en que entran los “serranos” por primera vez en la campaña de Buenos Aires, debe datar su fijación en la llanura bonaerense.  Las continuas luchas que sostenían en su territorio de origen, y los escasos medios de vida, los impulsaron a emigrar a un suelo donde la abundancia de ganado vacuno y caballar silvestre, venados, ñandúes y armadillos, y la ausencia de tribus guerreras, les ofrecían una vida tranquila y de abundancia.

Pronto los “serranos” hicieron alianza con los “pampas” de las reducciones, incitándolos a que cometieran tropelías.  Descubierto el pacto en 1635, se tomaron enérgicas medidas para cortar tan peligrosas comunicaciones.  Pero la intervención no surtió mayor efecto, pues los indios comenzaron desde entonces a cometer depredaciones en las estancias, mientras las autoridades de la ciudad contestaban con expediciones de castigo.  La inquietante situación se agravó en 1659, cuando una partida de “serranos” en unión de los “tubichaminies” que habían abandonado la reducción, se dedicaron descaradamente a saquear las estancias fronterizas.  El pánico cundió en la ciudad de la que salió una partida de soldados para recomendarles pacíficamente que desistieran de sus propósitos vandálicos.  Los “serranos”, lejos de obedecer las órdenes, atacaron a la partida, siendo detenidos y alojados en prisión.

Aunque el indio no cejó en sus incursiones varió de táctica para hurtarse los ganados sin riesgo.  Para ello, entraron en simulada amistad con los pobladores, prestándoles algunos servicios.  Luego se presentaban en partidas numerosas en las cercanías de la ciudad reclamando el pago que recibían en armas, yerba, tabaco y vino, y al retirarse a sus tierras, se dividían en pequeños grupos, arreándose el ganado de las estancias.

Algunas veces esos desmanes habían sido castigados militarmente, pero los españoles trataban de evitarlo por temor a recibir mayores perjuicios.  La relativa tolerancia con que se contemplaba ese estado de cosas, fomentaba las depredaciones, habiendo llegado a saquear las carretas que hacían el tráfico comercial con las provincias del interior.  Durante el gobierno de Alonso de Mercado y Villacorta (1660-1663) continuó la política de peligrosa tolerancia, que colocaba al indio en situación de superioridad.  Envalentonado por la actitud tímida del español, en 1663 dos parcialidades irrumpieron violentamente en la campaña, armados con lanzas, flechas y bolas arrojadizas y provistos de coletos protectores, arrollando a una tribu de indios amigos acampada al norte del río Salado.  Las autoridades de la ciudad contestaron esta vez con una expedición que castigó duramente a los salvajes, escarmentándolos.  Pero en 1670, “pampas” y “serranos”, volvían a invadir con frecuencia las estancias, manteniendo a los campesinos en continua alarma, en tanto que las autoridades se limitan a hacerles reconvenciones y amenazas, sin lograr contener las renovadas incursiones.  Se repitieron estas con tanta frecuencia y llegaron a ser tan graves, que en 1672 las autoridades de Buenos Aires, de acuerdo con el vecindario, procedieron a enviar una expedición punitiva.  La severa medida iba dirigida contra los “serranos” que estaban en constante comunicación con los “araucanos” de Chile, que eran quienes los impulsaban a la invasión, y contra los “tubichaminies”, que en vida libre, se aliaban con partidas errantes en el desierto, para saquear las haciendas.  Dos años más tarde, ante la repetición de los desmanes, un solemne cabildo abierto resolvió llevarles la guerra defensiva.

Campaña civilizadora del gobernador Andrés de Robles

Durante la gobernación de Robles (1674-1678), el tratamiento del indio tomó orientaciones muy distintas a las que llevaba.  Contrario a las medidas violentas para sujetarlo, desplegó una política de atracción espiritual, encuadrándola dentro de los justos límites marcados por cédulas y ordenanzas.  Protegió primero a los indios de encomienda, amparándolos contra los abusos de que se les hacía objeto.  Asegurado sobre esa firme base su trato pacífico, inició una nueva política para incorporar a la vida civilizada las hordas errantes, y recoger a los demás encomendados que andaban dispersos por el territorio.  Tomó con tal empeño la plausible iniciativa, que sin garantías para confiarla a nadie, salió en persona a realizarla.  El 1º de mayo de 1675, se internó resueltamente en el territorio de la provincia, con sólo seis hombres de escolta, para dar a entender al indio que iba en misión de paz.  La campaña tuvo un resultado insospechado.  Después de haber recorrido unas 90 leguas a la redonda, alejándose unas 30 o 40 al sur de la ciudad, visitando todas las tolderías indígenas establecidas dentro de ese circuito, regresó al frente de 8.000 indios dispuestos a vivir bajo normas civilizadas.  Agrupados por naciones y parcialidades, los estableció en tres distintos sitios: unos en la laguna de Aguirre a ocho leguas de la ciudad; otros a las márgenes del río Luján, distantes diez leguas, y, los demás a orillas del río Areco en el lugar llamado Bagual, que debió ser, sin duda alguna, el sitio donde estuvo establecida la primitiva reducción del cacique de ese nombre.

Gracias al trato paternal que les dio el dignatario, consiguió que se prestaran gustosos a permanecer asentados en los lugares señalados.  Pero si confiaban personalmente en el gobernador, recelaban de los colonizadores, contra quienes pidieron ser “defendidos y no maltratados” como lo habían sido anteriormente.

La primera medida destinada a asegurar su arraigo en el lugar y aplicarlos a la vida de orden y trabajo, fue la distribución de arados, bueyes y semillas para el cultivo de la tierra y ganado vacuno para el procreo y consumo.

En los ocho meses que permanecieron asentados, no consiguió, a pesar de sus esfuerzos, encontrar religiosos dispuestos a hacerse cargo de la enseñanza, “por querer primero que se les ponga casa, iglesia y renta”.  Al cabo de ese tiempo en que se estaba por dar comienzo al cambio de los “toldos” portátiles por habitaciones fijas, para borrar el último vestigio de su nomadismo, se propagó una violenta epidemia de viruela que diezmó las embrionarias poblaciones.  Los pocos sobrevivientes que quedaron en los sitios después del desbande que sobrevino, fueron licenciados a volver a sus tierras para evitar el contagio.  Pensó el gobernador reunirlos nuevamente una vez pasado el mal, aunque ya no cifraba grandes esperanzas, pues sabía que la vida errante en aquel medio salvaje, donde la ociosidad, la libertad indómita, la facultad de unirse a las mujeres que deseaban y el fácil alimento eran normas imperantes, era la vida que prefería el indio, tanto como despreciaba la civilización.  Sin embargo, decidido a tentar nuevamente su laudable propósito, a fines de diciembre de 1677, envió al interior de la provincia una partida de 100 soldados de caballería y 50 infantes para que los buscaran.  Los escasos 300 indios que lograron reunirse, fueron una prueba evidente de su resistencia a la conversión, confirmando la desconfianza del gobernador.  No debió dar otra interpretación a la elocuencia de los números.  Así parece demostrarlo, al menos, el que su primitivo plan de reducción y conversión, se redujera a reunirlos al lado de la estacada del fuerte con los pocos que habían quedado en la laguna de Aguirre después del desastre, empleándolos en las obras públicas y sometiendo a consulta sobre el destino definitivo que había de dárseles, a una junta que se celebró en casa del Obispo y que nada resolvió.

Justo es reconocer que si Andrés de Robles no pudo llevar a feliz término su magra obra de catequizar y reducir a poblaciones estables a las hordas salvajes, se debió a la vida indómita de las tribus y en parte, a la falta de apoyo de los religiosos y de las demás autoridades.  Pero desplegó una política eficaz para proteger a los indios de encomienda.  Fue un ejemplo de espíritu civilizador y el cabildo se encargó de encomiar ante el rey la labor personal realizada a favor de los naturales.

La época de Garro

Con la entrada del nuevo gobernador, José de Garro (1678-1682), las relaciones con las tribus libres tomaron orientaciones diferentes.

Alejado del gobierno el escrupuloso Robles, el Obispo de Buenos Aires pudo –el 8 de agosto de 1678- expresar sin temores al rey su opinión acerca de la cristianización de los “pampas”.  Manifestaba que la imposibilidad de realizarla se debía a que eran tribus nómadas, que vagando de continuo por las abiertas llanuras sin lugares fijos de asiento, los ministros no podían predicarles la palabra del evangelio.  Para mayor abundamiento, las declaraciones del Obispo eran corroboradas al año siguiente por otras del P. Tomás Donavidas, Procurador General de la Compañía de Jesús en las provincias de Paraguay y Buenos Aires.  En su informe, afirmaba el religioso que estas agrupaciones errantes, vivían “brutalmente sus costumbres abominables, no conocen dios ni rey, son enemigos de los españoles, hostilizando sus ciudades y no quieren oír la doctrina de Cristo”.  Semejantes hostilidades, eran “motivos bastantes –concluía- para hacerles la guerra”.

Las aseveraciones del Obispo y el Procurador iban a tener confirmación.  Después de la tregua dada a sus incursiones durante el gobierno de Robles y principio del de Garro, en 1680 fue reanudado el período de hostilidades por “pampas” y “serranos”, “gentío muy bravo” según decía el gobernador, con una violenta irrupción sobre los campos, causando la muerte de varios pobladores y la pérdida de numerosas haciendas.  Cuando llegaron a la ciudad los clamores de los campesinos, el ayuntamiento –cuya misión era velar por el bienestar público- pidió medidas enérgicas para castigar la osadía.  Una expedición enviada desde la ciudad, los escarmentó rudamente y apresó a muchos de ellos.  Los cautivos fueron distribuidos, con acuerdo del Obispo, entre los principales hombres de la expedición, para que los adoctrinaran.  Pero a poco sobrevino una fuga general de los prisioneros.

El temperamento adoptado en esta oportunidad originó una severa reclamación del Monarca inspirada por el Consejo de Indias, ordenando entregar los indios retenidos indebidamente, a los sacerdotes doctrineros y sentó el principio de que bajo ningún concepto era lícito hacer “semejantes repartimientos y que los indios gentiles que por cualquier accidente se apresaren, se entreguen a los doctrineros para que usando de todos los medios de suavidad, los instruyan en nuestra Santa Fe, guardando en todo, la disposición de las leyes que hablan en razón del buen tratamiento de los indios”.

El Monarca continuó siempre con igual firmeza incitando a la conversión de los indígenas.  En 1683, contestando el Obispo a las nuevas exhortaciones, volvió a poner de manifiesto las dificultades que ofrecía la empresa, debido a “su natural inconstancia y horror que tienen a la vida política”.

El gobernador José de Herrera y Sotomayor (1682-1691), que sucedió a Garro, compartió la opinión del Obispo, basado en la experiencia de las autoridades que lo habían precedido.  La gran rudeza mental de estos indígenas, les impedía comprender el alcance de la religión, aunque no perdían detalle del ceremonial.

Los aucas: sus ataques sistemáticos

Mientras las reducciones desaparecían y las encomiendas iban reduciéndose cada vez más, se acrecía la población en la pampa circundante y aumentaba con ella el peligro de las invasiones.

Como ninguna de las intervenciones tendientes a cortar los continuos avances de la indiada, era de resultado estable, motivó una intervención del cabildo dando una nueva orientación a la defensa.  Fue en 1686, en que los “pampas” capturados en una expedición de castigo, fueron arrancados en masa y deportados a la reducción de Santo Domingo Soriano, situada en la Banda Oriental.

Pero las cosas fueron de mal en peor.  El estrecho comercio que los “serranos” y “pampas” mantenían con los “aucas” o “araucanos” de Chile, llevándoles caballos y vacas cazados en las manadas cerriles de la provincia, los impulsaron a ocupar el territorio.  A principios del siglo XVIII comenzaron a desplazarse hacia la provincia, tal como antes lo habían hecho los “serranos”.

Siendo los “aucas” el pueblo más indómito de cuantos habitaban las regiones de la cordillera, llegaron al suelo bonaerense imponiéndose a las demás tribus y utilizándolas muchas veces como instrumento ejecutor de sus proyectos vandálicos.

Dueños del territorio, comenzaron a explotar el ganado vacuno silvestre, dispuestos a impedir que los colonizadores penetraran en él a realizar “vaquerías”.  Ignorantes los pobladores del cambio que se había operado, en octubre de 1711 salió una partida de campesinos para efectuar las acostumbradas matanzas de vacas y toros.  Cuando estaban entregados a reunir el ganado, fueron atacados de improviso por una numerosa indiada de “aucas” que los despojaron de los animales que habían reunido, hiriendo a algunos hombres en la arremetida.  Aunque el gobernador, de acuerdo con el cabildo, lanzó contra ellos una expedición de castigo, los ataques siguieron sucediéndose con nuevos bríos.

La suspensión de las vaquerías

En 1714 quedaron paralizadas por completo las matanzas que surtían de cueros, grasa y sebo a la ciudad.  La suspensión de tan vital actividad, aparte de provocar la miseria de los que la practicaban, hizo que se agotaran las existencias de grasa y sebo del mercado, causando un verdadero trastorno en la población de la ciudad.

La necesidad de poner fin a la gravísima situación planteada, fue estudiada por todas las autoridades de la ciudad, resolviendo enviar una fuerte expedición al interior del territorio, bajo cuya protección irían los vecinos a proveerse de grasa y sebo, tratando de alcanzar una paz amistosa con los indios, o en todo caso, castigarlos militarmente.

Como la medida salvadora no pudo realizarse por la gran sequía reinante, la crisis se hizo más aguda.  En 1716, el procurador general de la ciudad pidió que la grasa y sebo que se introducía de la Banda Oriental, se destinara al exclusivo consumo local.

La solución aconsejada por el procurador no podía ser más que una medida transitoria para suavizar la crisis, pero no un corte definitivo que dejara abandonada a manos de los indios la enorme riqueza que representaba el ganado silvestre.  Las autoridades, que comprendieron esta situación, dispusieron la reanudación de las “vaquerías” tomando precauciones.  Estas descansaban en una alianza establecida con los caciques “pampas” Mayupilquian y Yati que les ofrecían buena correspondencia.  Mientras se les permitía establecer sus viviendas al norte del río Salado donde encontraban abundante caza para su sustento y permanecían a cubierto de los ataques de las tribus enemigas, respondían, denunciando la proximidad de los indios rebeldes, para que la población tomara precauciones.

A pesar de la alianza establecida, el peligro era idéntico y pocos los que se aventuraban a penetrar en el territorio.  Disminuyó así en tal forma la recolección de cueros, que en 1717 se resolvió autorizar a que se realizara una parte de las faenas en la Banda Oriental.  Y tres años más tarde, en vista de que no cejaban en sus hostilidades, fue enviada una expedición de castigo para que los escarmentara.

Nuevas medidas para contener a los indios

Ya puede comprenderse que estas campañas militares hechas de tarde en tarde, no eran de fruto sólido.  Volvían las expediciones de “vaquerías” a internarse en el territorio, y los indios contestaban con nuevos ataques.  Al cabildo correspondió estudiar con calma la situación, tratando de conjurar el peligro en forma definitiva.  En 1722 proyectó hacer dar batidas periódicas con un destacamento de milicias de la ciudad.  La falta de fondos del municipio y la negativa de los vecinos a costearlo con nuevos impuestos, hizo fracasar el proyecto.  Sin embargo, el cabildo entendía que había que proceder con rigor contra las huestes bárbaras, y de ello quedó constancia en el acta del 21 de agosto, en que se hacía fuerte en solicitar al gobernador, el avío de 200 españoles y 100 indios amigos y mulatos libres, para salir “a la correduría de los campos”.

Los hechos vinieron a comprobar que la medida solicitada tenía su lógico fundamento.  Esperaban realizarla, cuando los “aucas” y “pehuenches”, tomando la delantera, cometieron “la osadía y atrevimiento” de asaltar y saquear unas carretas que llegaban de Mendoza.  Una expedición lanzada en persecución de sus agresores no obtuvo resultado.

La poca eficacia de estas expediciones, convenció a todos que era necesario tomar medidas preventivas para evitar las devastaciones.  Respondiendo a ese criterio, en 1724, cinco patrullas de milicianos montaron vigilancia en puntos avanzados de la abierta frontera.  Pero quitadas al poco tiempo, los “aucas” y “serranos” golpeaban las puertas de la propia ciudad.

En 1722 había dicho el cabildo que los “aucas” y “serranos” merodeaban el territorio “por el interés de las pocas vacas que han quedado”, pues las enormes matanzas que se realizaban de esas especies salvajes, las llevaban camino de su exterminio.  Mientras las vacadas cerriles se extinguían, las estancias atravesaban por un período floreciente, con muchos miles de cabezas de ganado que se apacentaban en las amplias praderas cubiertas de ricos pastos y aguadas en abundancia.

Desaparición del ganado silvestre: las grandes invasiones

Con la desaparición del ganado vacuno silvestre, al verse los indios privados de su comercio con Chile, planearon invasiones a las estancias.  Preparados los “serranos” para dar el golpe, en agosto de 1737, con corta diferencia, talaron dos veces las haciendas de Arrecifes, contestándose con aprestos bélicos en la ciudad.  Una expedición salida a castigar los desmanes, provocó represalias de parte de los indios.  Convocados 2.000 “aucas” de guerra, llegaron en agosto de 1738, causando grandes estragos en los campos de Arrecifes, donde se estableció un fortín para contener nuevas invasiones, pero con escaso resultado, pues los desmanes se sucedieron con leves intermitencias.

La reducción de Nuestra Señora de la Concepción

En 1739, una fuerte expedición entró a fondo en el territorio para apaciguar a las tribus.  Castigados los indios belicosos, se estableció un pacto de paz con los más dóciles que se prestaron a recibir misioneros.  En cumplimiento a lo capitulado, en 1740 llegaron a las cercanías de Buenos Aires 300 indios pampas pidiendo misioneros.  Con ellos se estableció la reducción de Nuestra Señora de la Concepción que dirigieron los padres Manuel Quirini y Matías Strobel.  El pueblo se estableció sobre la banda sur del río Salado a unas 7 leguas de su desembocadura, en unos terrenos bajos y anegadizos, de los que hubo que mudarlo a una loma situada a corta distancia al sudoeste, adonde estaba en 1748.  Esta reducción no dio los resultados que se esperaban.  Inclinados ya los indios a los robos de ganados, se comunicaban con los emisarios enemigos para planear las invasiones, hasta que en 1752 las autoridades extinguieron el pueblo para librarse de tan peligrosos amigos.

Nuevas invasiones

Mientras el indio arreciaba en sus malones, la ciudad, sin armas, sin municiones y sin fondos para adquirirlas, paralizó las medidas defensivas.

Producido ese estado de inactividad militar, los indios llevaron con mayor empuje y temeridad, sus incursiones devastadoras.  Entre los meses de agosto y noviembre de 1740, en el transcurso de 30 días. Los “serranos” realizaron tres invasiones sobre Fontezuelas, Luján y Matanza.  En Matanza, la entrada llegó hasta siete leguas de la ciudad, deteniéndose el malón a tres leguas del oratorio de San Antonio del Camino (hoy Merlo), donde se habían refugiado varias familias campesinas, escapando de la ferocidad de los salvajes.

Mientras la ciudad se debatía en medio de una pobreza desesperante, los indios, entusiasmados con el abundante botín de cautivos y ganados que les proporcionaban sus malones, se decidieron a ejecutar la más formidable invasión de cuantas habían hecho hasta entonces.  En la madrugada del 26 de noviembre, cuando los campesinos se preparaban para iniciar las faenas rurales, la numerosa indiada cayó de improviso sobre la floreciente región de la Magdalena, asolando los campos en varias leguas a la redonda, sin que se les ofreciera la menor resistencia, a pesar de que el gobernador había dado órdenes anticipadas para que las milicias montaran vigilancia.

El balance de la triste jornada no podía ser más agobiador.  Cerca de 100 infelices campesinos perdieron la vida a manos del salvaje, quedando cautivas numerosas mujeres y niños y perdiéndose gran cantidad de ganado, mientras las autoridades de la ciudad sin fondos del erario, quedaban imposibilitadas de hacer frente a la situación.  Pero como una nueva campaña militar era ya de todos puntos de vista imprescindible, a principios de 1741 se hizo una colecta pública que encabezó el gobernador, para reunir fondos destinados a su preparación.

La necesidad de expedicionar vino a hacerse más urgente, al saberse que el 19 de julio había sufrido una invasión la campaña lujanense y que los campesinos, con escaso armamento, habían salido en persecución de los salvajes sin resultado.

Tratado de paz con el cacique Bravo

Con más de 500 hombres partió Cristóbal Cabral a fines de setiembre, con órdenes del gobernador de alcanzar una paz firme con los indios, penetrando a fondo en el territorio hasta las sierras de Cayrú (Sierra Chica) y de Casuati (Sierra de la Ventana) por donde los indios tenían sus guaridas, y “donde nunca habían llegado los españoles, por la distancia y fragoso de las sierras”.

La expedición tuvo buen resultado.  Las capitulaciones firmadas con los indios, colocaban al cacique Bravo, jefe de los “pampas” como la suprema autoridad de todos los otros indígenas y por consiguiente, a él incumbía la vigilancia de toda la población que vivía al sur del Salado, límite fijado como la división entre las tierras indias y el dominio español.  El cacique Bravo era reconocido y respetado por las tribus pampeanas por su ferocidad y su valentía, y fue sincero y servicial amigo de los blancos.

Las medidas de defensa del gobernador Ortiz de Rozas

Cuando inició su gobierno Domingo Ortiz de Rozas (1742-1745), inició una política de amistad con los indios, atrayéndolos por medio de presentes.  Así logró aquietarlos, estableciendo primero acuerdos con los “pampas” y después con otras naciones.  Ya a fines de 1743 eran cuatro o seis naciones comarcanas las que hacían convivencia con los españoles, llegando los caciques hasta la ciudad a recibir sus gratificaciones en retribución de cesación de hostilidades.  Pero era evidente que el indio no hacía alianza con el español por sincera amistad o temor de castigos, sino para conseguir aguardiente con que mantener sus borracheras constantes, que los mismos españoles habían fomentado.

El gobernador Ortiz de Rozas, aunque se mostró satisfecho del resultado alcanzado, que ponía coto a los malones, no se confió de la amistad jurada de los indios, sino que con buen tacto, siguió manteniendo las precauciones.  Sus fundadas sospechas tuvieron amplia confirmación, pues los mismos que habían establecido la alianza y podían situar sus tolderías en los campos de Luján para comerciar sus productos (lazos, ponchos, plumeros, etc.), se aprovechaban de esta situación para saquear las estancias vecinas.  Este estado de cosas creó una situación tan llena de peligro a los lujanenses, que muchos se vieron obligados a abandonar sus campos, para refugiarse en Buenos Aires o emigrar a otras tierras libres de la asechanza indígena.

En las continuas acciones de guerra contra los indios, se empleaban casi exclusivamente los campesinos enrolados obligatoriamente en las milicias, dentro de la edad de 14 a 60 años.  Pero en algunas ocasiones intervenían las tropas del ejército regular.

Ya se ha ido viendo que la táctica seguida corrientemente en la lucha contra los indios, no alcanzaba soluciones definitivas.  Correspondió al gobernador Ortiz de Rozas reorganizar y armar las milicias, ordenando la defensa del territorio de la provincia con nuevas medidas.  Estas consistían en el establecimiento de fortines avanzados.  En enero de 1745 quedaron establecidos varios reductos a corta distancia de las últimas fincas rurales.  Las partidas que los ocupaban batían la zona en continuas recorridas, conteniendo eficazmente los intentos de la indiada.

Abandono de la defensa de las fronteras

Contenidas las invasiones, pudo el gobernador José de Andonaegui (1745-1755), decir al Virrey del Perú en 1746: “La guerra con los indios en habiendo cuidado es de más molestia que peligro, esta gente habita la campaña, no tiene género alguno de caserías ni hace sementeras, son diestrísimos a caballo (como que toda la vida lo ejercitan), vienen a hacer correrías a los pagos y a las estancias, hurtan el ganado y de camino, matan o cautivan las personas que pueden, y luego se retiran…”.

Por el trabajo rudo de defender las fronteras, que les obligaba a mantenerse casi exclusivamente a su costa, y dejar abandonadas durante el período de servicio sus labores, los milicianos iban teniendo horror a la vida de fronteras.  La deserción comenzó a cundir entre las milicias hasta que en 1750 la campaña quedó indefensa, reiniciándose las correrías devastadoras, contra las cuales se hubo que poner nuevos medios de defensa.

Fuente

  • Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
  • Levene, Ricardo – Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos – La Plata (1949).

Portal www.revisionistas.com.ar

sábado, 1 de octubre de 2022

Sierra de la Ventana: La expedición punitiva de Juan de la Piedra de 1785

Cerro Ventana: morada del Dios del Mal

Sierra de la Ventana




Por Sergio Marto

Las Sierras de la Ventana fueron escenario de diferentes batallas entre los mal llamados “Indios” y el hombre blanco con sed colonizadora.

Una de esas batallas, fue gestada en 1826 por un europeo que tenía en su haber, estado bajo las órdenes de Napoleón. Fue así que el gobierno de Rivadavia, contrato a Federico Rauch para “limpiar” la pampa de los indios.

Esta batalla se desarrolló en las proximidades del actual Cerro Bahía Blanca (próximo a Villa Ventana), y fue recordada por la peculiaridad de que los nativos no querían subir al actualmente denominado “Cerro Ventana” , ni a sus cerros aledaños, por su creencia de que allí habitaba “el dios del mal”, o más conocido comúnmente como “Gualichú”. Estaban convencidos de que el hueco era por donde miraba para ambos lados del cerro.

Otra de esas batallas se registró muchos años antes, sobre las márgenes del Río Sauce Grande, en las proximidades de la actual Sierra de la Ventana. A continuación, un relato del libro «El Fortín» por María C. Torelli:

En 1785, una expedición comandada por Juan de la Piedra, junto a Basilio Villarino, salen de Patagones con rumbo hacia las Sierras de la Ventana. Cuando atraviesan el Rio Colorado, sin argumento, matan a unos aborígenes que encontraron, entre ellos a uno de los hermanos del Cacique Chanel, el cual los había recibido diciéndoles “amigos”. Muchos murieron y otros escaparon.

Este era el cuarto hermano del Cacique Chanel que De la Piedra mataba. Las noticias llegaron a Chanel ubicado en Sierra de la Ventana, por lo que convocó a otros Caciques en su auxilio, entre ellos a Lorenzo Calpìsquis.

El 22 de enero de 1785, llega y acampa la expedición, que provenía desde Patagones, en la zona de Sierras de la Ventana al mando de Juan De la Piedra y secundado por Basilio Villarino. Una patrulla de exploración adelantada regresó al campamento un día después informando que a 25 km. adelante había 6 toldos.

El 24 antes del alba, De la Piedra ordena “…y ataca las tolderías más cercanas, pero lejos de sorprender a los indios, es sorprendido por éstos, que caen como una avalancha sobre su campo, y después de arrebatarle el ganado, lo cercan obligándole a retroceder, ante cuyo inesperado contraste se rompen las fibras de su corazón y cae muerto como fulminado por un rayo” (citado por María C. Torelli en su libro El Fortín).

Envía una partida de 98 jinetes para atacarlos. Los tehuelches septentrionales, venían siguiendo y observando ocultos a la expedición de De la Piedra. A la mañana del 24, luego de que los jinetes se fueran a buscar a los toldos que habían sido identificados, los serranos sorprenden a las fuerzas que se habían quedado en el campamento principal, robándoles todo el ganado e inmovilizando a las tropas. Tal fue la sorpresa, que le produzco un infarto a De la Piedra.

Los serranos sitian el campamento todo el día y en la mañana del 25, reclaman parlamentar con Villarino. Cuando éste se encontraba parlamentando, vuelve la expedición que había salido el día anterior a atacar las tolderías, que es atacada por los serranos a campo abierto sobre los márgenes del Rio Sauce Grande, en dirección a Saldungaray. En esta acción muere Villarino.

El Cacique Lorenzo, aliado del Cacique Chanel, les perdona la vida a los 157 sobrevivientes e insiste en volver a los tratados de paz firmados con el Virrey. A pesar de todo lo que habían hecho, le ofrece caballos a los sobrevivientes para que puedan llegar a Patagones.»

… fín del relato de Maria C. Torelli en su libro “El Fortín”.

Estas historias de batallas en nuestras Sierras de la Ventana, representan un patrimonio que no debemos desconocer ni olvidar, por las vidas que en ambos bandos se perdieron, y por todo lo demás que culturalmente nos heredan con su tradición oral, en la memoria colectiva de nuestra comunidad.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Argentina: La defensa desde el Virreinato a la Vuelta de Obligado

Defensa argentina: Del Virreinato a la Vuelta de Obligado

DEF Online



Las invasiones inglesas aceleraron la gestación de un movimiento local para lograr la independencia de España.


A lo largo de nuestra historia, la defensa ha sufrido las consecuencias de no ser planificada y ejecutada como una política de Estado que trascendiera las ideologías de los distintos gobiernos de turno. En un especial de tres entregas, DEFonline analiza su devenir, los errores, los aciertos y las cuentas pendientes. En esta entrega: De las Invasiones Inglesas al combate de Vuelta de Obligado. Por José Javier Díaz*


La Defensa en tiempos del Virreinato

Corría el año 1806 y aún dependíamos de la corona española, cuando Inglaterra –sabiendo las escasas y poco preparadas fuerzas militares que había en Buenos Aires– decidió enviar sus tropas para conquistarnos y, de no ser por la rápida y decidida reacción de los porteños, hombres y mujeres civiles que se armaron con lo que tenían a mano (piedras, aceite caliente, etc.) para repeler a las tropas invasoras, seguramente nos hubieran reducido a una colonia más del otrora poderoso Imperio británico.

Pese a lo extremadamente traumática y peligrosa que fue aquella primera invasión, apenas un año después, en 1807, las tropas anglosajonas volvieron a atacar la capital del Virreinato del Río de la Plata y, ante la carencia de fuerzas propias, nuevamente tuvieron que ser los vecinos quienes se enfrentaron a los invasores para evitar que Gran Bretaña ocupara nuestro territorio y nos impusiera sus leyes, religión, etc.

 
El ataque anglosajón contra Buenos Aires tomó por sorpresa a las autoridades españolas.

Tratando de contextualizar el marco histórico en el que se dieron estas dos invasiones, sería justo decir que la primera ofensiva británica, la de 1806, sorprendió a las autoridades españolas y de otras potencias de entonces, como Francia y Holanda, quienes no imaginaban que Inglaterra usaría su poderío militar para atacar estas tierras con el fin de anexarlas a sus dominios de ultramar.

Cabe consignar que, con anterioridad a los sucesos de 1806, Gran Bretaña nunca había hecho ningún tipo de reclamo a España por la soberanía de sus dominios en América. No obstante, aún hoy resulta difícil comprender por qué las autoridades españolas ‒tras haber sufrido la pérdida de muchas vidas y la destrucción de propiedades públicas y privadas en Buenos Aires durante la primera invasión inglesa‒ no tomaron medidas urgentes para reforzar las fuerzas militares locales con el fin de proveer una mejor defensa y así evitar la repetición de un eventual segundo ataque externo, como el que sobrevino en el año 1807, otra vez de parte de los británicos.

1810: nacen la Patria y su Ejército

La imprevisión e irresponsabilidad de las autoridades españolas que no contaban en Buenos Aires con fuerzas armadas más potentes, expuso a un alto riesgo la vida, la libertad y los bienes de los habitantes de estas tierras.

De acuerdo con destacados historiadores, entre ellos Félix Luna, fue en parte a raíz de las invasiones inglesas que se aceleró la gestación de un movimiento local para independizarnos de España, que se materializó en la Revolución de Mayo de 1810.

 
El Cabildo, escenario del comienzo de la lucha por la independencia argentina.

Así, el 25 de mayo de aquel año, se constituyó la Primera Junta de Gobierno con autoridades criollas, quienes habían sufrido –en carne propia o de sus familiares– la angustiante experiencia de ver pocos años antes a las tropas británicas penetrando en Buenos Aires para instaurar un nuevo régimen colonialista, matando o apresando a todo aquel que se opusiera, además de destruir viviendas y reparticiones públicas.

Cuatro días después de proclamar la autonomía de España, el 29 de mayo de 1810, los miembros de la Primera Junta formalizaron la creación del Ejército Argentino, con el objeto de asegurar la defensa de la libertad y soberanía territorial.

Aunque había sufrido dos invasiones militares extranjeras en la propia capital, el grueso del pueblo no había asimilado adecuadamente la dimensión de los riesgos que se presentaban para la incipiente nación, tan rica en territorio y recursos naturales. Estas características contribuyeron a tentar a varias potencias extranjeras, siempre atentas y predispuestas a apropiarse de riquezas, cuyos legítimos dueños ignoraban o bien, carecían de las fuerzas necesarias para protegerlas.

Independencia, Malvinas y la defensa

El 9 de Julio del año 1816, se declaró formalmente la independencia de nuestro país y comenzamos un largo proceso de consolidación institucional como Estado soberano. Pese al rápido reconocimiento diplomático de nuestra autonomía por parte de la mayoría de las naciones de la época, no pasó mucho tiempo para que sufriéramos otro ataque externo, que afectaría nuestra soberanía hasta el presente.

En este sentido, a principios de 1833, Gran Bretaña –que previamente había reconocido nuestra independencia sin hacer ningún tipo de objeción o reclamo diplomático respecto a los territorios continentales e insulares que nos correspondían tras emanciparnos de España– envió buques de guerra al Atlántico sur para invadir las Islas Malvinas, expulsar a las autoridades políticas y a la población argentina allí radicada.

La usurpación de las Malvinas fue posible gracias a la superioridad bélica de las naves inglesas, que no pudo ser resistida por la pequeña y escasamente pertrechada guarnición militar argentina, lo cual llevó a nuestro máximo representante en aquellas islas, el Gobernador Luis Vernet, a aceptar el ultimátum británico para rendir la plaza y ser trasladado junto a los demás connacionales a Buenos Aires.

La imprevisión de la dirigencia política argentina en cuanto a contar con fuerzas armadas mejor equipadas inhibió la posibilidad de ofrecer una prolongada resistencia ante la sorpresiva invasión a las Malvinas, así como también una eventual respuesta militar a posteriori con el fin de recuperar la soberanía en dichas islas, ya que entonces la Marina de Guerra argentina carecía de buques bien armados capaces de navegar las agitadas aguas del Atlántico Sur para enfrentar a las naves británicas.

Las Malvinas en el siglo XIX.

La insensatez de nuestras autoridades políticas de aquella época hizo que la flota argentina apenas contara con un puñado de buques que, en su mayor parte, eran mercantes civiles adaptados para combatir a los que equipaban con algún que otro tipo de armamento, las tripulaciones estaban integradas, en general, por oficiales extranjeros, y los marineros eran casi todos criollos sin formación ni experiencia de combate.

A diferencia de la Argentina, el Reino Unido siempre contó con una poderosa escuadra naval, dotada con numerosos y potentes buques de guerra, cuyas capacidades técnicas los situaban entre los mejores del mundo, y sus tripulaciones estaban constituidas por oficiales y tropa de marinería con mucha experiencia en el arte de navegar.

El gran poder naval y militar que supo desarrollar y mantener Gran Bretaña a lo largo de su historia le permitió expandir sus dominios territoriales en el mundo, asegurar su comercio, imponer sus objetivos de política exterior a otras naciones por la fuerza (como en Malvinas), defender sus intereses vitales y proteger a sus conciudadanos.

En este marco, el lector comprenderá por qué –ante las débiles fuerzas armadas que tenía la Argentina– nuestro país se limitó a ser simple testigo de cómo Inglaterra se apropiaba de las islas en 1833; y es esa misma falta de medios adecuados para las Fuerzas Armadas la principal razón por la cual aún hoy los ingleses las mantienen bajo su potestad, con el agravante de haber extendido su ilegítima usurpación anexando las Islas Georgias y Sándwich del Sur, además de ampliar las zonas de exclusión aérea y marítima circundantes ante un Estado argentino caracterizado por no tener una política de defensa eficaz y sostenida en el tiempo.

Comercio y soberanía

Pese a las dos invasiones a Buenos Aires y a la usurpación de nuestras Islas Malvinas a manos de Inglaterra, ni la dirigencia política ni el común de la sociedad argentina tomaron nota respecto de la urgente necesidad de tener una defensa seria y consistente, lo cual derivó en que en 1845 nuestro país volviera a sufrir otro ataque militar externo.

Esta vez, Inglaterra y Francia ‒las dos mayores potencias de la época‒ se aliaron para enviar a estas latitudes una flota de navíos de guerra que custodiaría y abriría paso a sus buques mercantes para apoyar sus intereses comerciales en Sudamérica, desconociendo la soberanía argentina para autorizar la navegación de embarcaciones foráneas en nuestros ríos interiores.

Enterado de las intenciones anglo-francesas, el gobierno argentino, entonces encabezado por Juan Manuel de Rosas, decidió alistar una defensa que impidiera el avance de los buques extranjeros y, finalmente, el 20 de noviembre de 1845, en un recodo del Río Paraná situado al norte de la Provincia de Buenos Aires (donde el cauce se angosta y gira) conocido como Vuelta de Obligado, tuvo lugar el combate entre las tropas criollas y las enviadas por las dos potencias europeas.

El heroísmo de nuestros hombres no pudo compensar el enorme poderío bélico de la flota anglo-francesa, cuyos navíos lograron vencer la defensa que opusieron las tropas argentinas, que solo disponían de cuatro baterías de artillería de bajo calibre y fusiles para enfrentar una veintena de buques de guerra ingleses y franceses que reunían más de cuatrocientos cañones.

En Vuelta de Obligado, el gobierno argentino debió hacer frente a las flotas de Francia e Inglaterra, las dos mayores potencias de la época.

El escaso poder de fuego de nuestras tropas, apenas organizadas y mal equipadas, derivó en que la “Batalla de Vuelta de Obligado” se transformara en una nueva derrota militar para nuestro país que, además de ver vulnerada su soberanía otra vez, sufrió más de 500 bajas –entre muertos, heridos y mutilados– por la desidia de los gobernantes y el desinterés de la sociedad respecto de tener Fuerzas Armadas acordes con las dimensiones y las riquezas de la República Argentina.

Más allá de su victoria, tanto las autoridades inglesas como las francesas, admitieron la bravura y el coraje de los soldados argentinos que, a pesar de la manifiesta inferioridad bélica¬, no dudaron en ofrendar sus vidas en defensa de la Patria.

Refiriéndose al combate de Vuelta de Obligado el Almirante inglés Samuel Inflefield dijo: “Siento vivamente que este bizarro hecho de armas se haya logrado a costa de tal pérdida de vidas, pero considerada la fuerte oposición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, debemos agradecer a la Divina Providencia que aquella no haya sido mayor”.

Por su parte, el General José de San Martín envió desde Francia una carta dirigida a su amigo Tomás Guido en la que afirmaba que: “Ya sabía la acción de Obligado; ¡qué inequidad! De todos modos, los invasores habrán visto por esta muestra que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca”.

Lo expuesto llevó al gobierno argentino a declarar el 20 de noviembre como “Día de la Soberanía Nacional”, en reconocimiento al heroísmo y entrega de nuestras tropas.

lunes, 17 de junio de 2019

Virreinato del Río de la Plata: Virrey Cevallos avanza sobre las colonias en Brasil

Batalla de Santa Catarina, 1777

Weapons and Warfare






Las largas tensiones entre portugués y español sobre el área del Uruguay moderno (en particular la base portuguesa en Sacramento), llevaron a una importante expedición naval española que atacó la isla de Santa Catarina. El mapa muestra esta expedición, con los barcos, que incluían transportes de tropas, marcados en rojo. Los buques de guerra portugueses fueron dejados de lado y las posiciones portuguesas se tomaron rápidamente. El acuerdo posterior dejó a Sacramento como español pero no a Santa Catarina. Los españoles también habían tomado Port Egmont, la base británica en las Islas Malvinas, en 1770, pero la presión naval británica llevó a los españoles a restaurar Port Egmont.

6-7 de febrero de 1777.

Una expedición española de 116 barcos y 19.000 hombres aparece en Brasil, encabezada por la flota del Vicealmirante Francisco Javier Everardo Tilly y Paredes, Marqués de Casa Tilly y Caballero de la Orden de Santiago, que forma parte del Poderoso de 74 armas. el capitán de la bandera Juan de Langara, San Damaso de Francisco de Borja, Santiago la América de Antonio Asorio y Herreras, San José de José Bauzes y la Monarca de Antonio Osorio y Funco; la Septentrion de 64 cañones; las fragatas Santa Ana, Santa Clara, Santa Florentina, Santa Teresa, Santa Margarita, Santa Rosa y Liebre; el chambequin andaluz; los buques bomba Santa Casilda y Santa Eulalia; más tres consortes menores. Interceptan a un trío de comerciantes portugueses que viajan desde Río de Janeiro hacia Europa, aunque el propósito real de la formación española es tomar represalias en una escala mucho mayor por los recientes enfrentamientos en América del Sur. Unos 8,600 hombres de infantería, 640 dragones y 150 artilleros de 10 regimientos diferentes están a bordo de 96 transportes del veterano teniente general Pedro de Cevallos, Caballero de las Órdenes de Santiago y San Genaro y ahora también virrey designado por Buenos Aires.

Dirigido originalmente para asaltar el avanzado puesto de avanzada portugués de Colonia do Sacramento (Uruguay), de Cevallos decide atacar la isla de Santa Catarina de Brasil al pasar, por encima de las objeciones de su homólogo naval, el Almirante de Tilly. Mientras avanza hacia el suroeste hacia este destino, la enorme flota española separa a los cuatro barcos portugueses de la línea de MacDouall, cuatro fragatas y cuatro auxiliares, que se encuentran anclados en Garupas el 17 de febrero.

20 de febrero de 1777.

Santa Catarina. De Cevallos y el Almirante de Tilly se materializan fuera de esta base brasileña, y desembarcan en la Bahía de Canavieiras en el extremo norte de la isla para buscar un punto de aterrizaje. Las entradas a ambos lados de la isla de Ratones están cubiertas por los fuertes Sao José y Santa Cruz, por lo que los atacantes desembarcan en la cercana playa de Sao Francisco la noche del 22 al 23 de febrero, sin oposición.

El objetivo de De Cevallos es sacar a Fort Sao José de la parte trasera, mientras que simultáneamente lo bombardea desde el mar con su barco de 60 cañones de la línea Septentrion, el Liebre y dos buques bomba; pero los 2,900 defensores portugueses no preparados bajo el mando del general Antonio Carlos Furtado de Mendoça abandonan todas sus ciudadelas sin luchar, la mayoría se retiran a tierra firme en bote, y luego abandonan en masa al marchar para reforzar el Río Grande. Las dos fortalezas de Santa Catarina, por lo tanto, caen en manos españolas para el 25 de febrero, junto con 195 piezas de artillería, después de las cuales 3.816 sobrevivientes de las tropas portuguesas y los residentes se entregan gradualmente el 5 de marzo en lugar de enfrentar el hambre en la jungla.

28 de marzo de 1777.

Después de instalar una guarnición en la isla de Santa Catarina bajo el mando del coronel de origen irlandés William Vaughan del Regimiento de Hibernia, De Ceval navega hacia el sur con la mayor parte de sus fuerzas, con la intención de desembarcar en Lagoa dos Patos, nuevamente, sobre las protestas y ataques del Almirante de Tilly. la concentración portuguesa en Río Grande junto con un movimiento hacia el noreste fuera de Uruguay por un ejército español bajo Vértiz. En cambio, su expedición se encuentra con un clima tan intenso que de Cevallos está obligado a entrar en Maldonado antes del 18 de abril, sin ver acción. Luego, separa los barcos más pesados ​​de la línea el 10 de mayo para navegar en busca del escuadrón portugués Mac Douall, mientras retiene su nave más ligera para conducir a su ejército hacia Sacramento.

9 de abril de 1777. 

Antonio Barreto, recientemente designado gobernador del "Alto Orinoco", sale de Santo Tomé de Guayana (Venezuela) con 50 soldados a bordo de nueve embarcaciones pequeñas para navegar río arriba. Reúne a otros 50 soldados más hacia el interior, luego investiga las defensas portuguesas a lo largo del río Negro.


Barco portugués de dos pisos de la línea a finales del siglo XVIII.

21 de abril de 1777.

El barco español de 74 cañones de la línea San Agustín del capitán José N. Zapiain y el auxiliar menor Santa Ana (que llegó demasiado tarde de Europa para adelantar a Cevallos y la expedición de Tilly, además de separarse de sus 74 cañones). El consorte Serio y la fragata Magdalena son capturados cerca de la desembocadura del río de la Plata por el escuadrón portugués Mac Douall.

22 de mayo de 1777.

Sacramento El mariscal de campo Victorio de Navia Osorio desembarca en la vanguardia de las 4.500 tropas de Cevallos en El Molino (a cinco kilómetros de este puesto de avanzada portugués) y, a pesar de las fuertes lluvias, se unió al día siguiente por el comandante en jefe. Esta expedición se refuerza aún más desde Buenos Aires, luego comienza a cavar sus primeros trabajos de asedio para el 30 de mayo, que consisten en una batería de mortero, otra batería de ocho libras para disparar tiros calientes, más un par de piezas pesadas y otras más ligeras para proteger el los flancos Los sorprendidos 700 soldados portugueses y 300 marineros bajo el coronel Francisco José de Rocha, ya medio hambrientos debido a un prolongado bloqueo español, demandan rápidamente las condiciones y se entregan en la tarde del 4 de junio. El botín de los españoles incluye 700 prisioneros, 141 Piezas de artillería, y 2.300 mosquetes.

De Cevallos pasó los siguientes dos meses demoliendo las fortificaciones en Sacramento y las baterías gemelas en la isla adyacente de San Gabriel con explosivos, antes de finalmente cerrar las naves de bloqueo para cerrar la entrada del puerto. Luego regresa a sus tropas para navegar hacia el este hacia Maldonado el 4 de agosto. Su intención es lanzar otra ofensiva contra Rio Grande, pero esto se cancela cuando el 27 de agosto llega la noticia de la restauración de las relaciones entre Madrid y Lisboa en Europa.

9 de julio de 1777.

De Tilly zarpa desde la isla de Santa Catarina con siete barcos de la línea y cinco fragatas, dirigiéndose hacia Río Grande. Sin embargo, el mal tiempo obstaculiza su progreso y lo obliga a pararse en el Río de la Plata antes del 26 de julio. Al acercarse al puerto después del anochecer, su fragata Santa Clara naufraga en el Banco Inglés y cae con 120 manos. La muerte de José I de Portugal el 23 de febrero de 1777 produjo un cambio en las políticas de Lisboa, ya que fue sucedido por su reina de origen español, María Victoria, quien pone fin a estas disputas mediante un tratado preliminar firmado en San Ildefonso el 1 de octubre. Los portugueses renuncian a todas las reclamaciones de Sacramento y Uruguay, y acuerdan volver a almacenar el barco San Agustín en España. Este último regresa a la isla Santa Catarina y acepta reconocer que Río Grande está dentro del territorio brasileño. Este acuerdo se finalizó en El Pardo el 24 de marzo de 1778 y, un mes después, la expedición de De Tilly abandona al Río de la Plata para regresar a casa.

jueves, 3 de mayo de 2012

Historia argentina: Los preparativos británicos a las Invasión de 1806

Preparación de las Invasiones Inglesas



3 de Mayo de 1803. En el edificio de la legación británica en París, arden las luces a altas horas de la noche. El embajador, Lord Charles Whitworth, realiza los últimos preparativos para abandonar la capital francesa. La guerra entre su país y Francia es ya un hecho prácticamente consumado. Nuevamente las dos grandes potencias se lanzarán a la lucha, para decidir, en un último y gigantesco choque, cuál habrá de ejercer la supremacía en el mundo.

Poco antes de la medianoche arriba a la embajada un funcionario del gobierno francés. Trae un urgente mensaje del Ministro de relaciones exteriores, Charles Maurice de Talleyrand-Périgord. Este solicita a Whitworth una entrevista que deberá tener lugar a la tarde siguiente, y en la que habrán de tratarse asuntos de extrema importancia. El embajador británico cree descubrir en la solicitud un rayo de esperanza. Todavía es posible, a último momento, preservar la paz.


William Pitt, primer Ministro de Gran Bretaña, y Napoleón, Emperador de Francia. se disputan el dominio del mundo. Grabado de 1805

A la hora señalada se realiza la reunión. Talleyrand, sin rodeo alguno, expone su propuesta: Napoleón Bonaparte ofrece a Gran Bretaña una salida honrosa. El centro de la disputa, la isla de Malta, llave estratégica del Mediterráneo, será evacuada por las fuerzas británicas que la ocupan. Pero al retirarse los británicos, Malta quedará bajo el control de Rusia, país que habrá de garantizar que la isla no sirva a los intereses bélicos de Francia ni de Inglaterra. Whitworth escucha atentamente al Ministro, y luego, sin vacilación, da su respuesta:

-Señor ministro, mí país considera a Malta como una posición clave para su seguridad. Nuestras tropas deberán, por lo tanto, permanecer en la isla por un plazo no inferior a diez años...

Talleyrand, eludiendo una contestación concreta, incita al embajador a transmitir al gabinete de Londres la propuesta de Napoleón. Maestro en el arte de la persuasión, Talleyrand consigue su propósito. Whitworth abandona el despacho del Ministro resuelto a apoyar la negociación. De ello depende que la guerra sea evitada.

7 de mayo de 1803. El gabinete británico, presidido por Henry Addington, Vizconde de Sidmouth estudia el despacho de Whitworth con la proposición francesa. La discusión es breve. Para los Ministros británicos no hay posibilidad alguna de transigir. El ofrecimiento sólo constituye, a su juicio, una nueva treta de Napoleón para ganar tiempo hasta que su flota, que se halla en las Antillas, alcance la costa europea. Addington imparte entonces una orden terminante, que deberá ser transmitida inmediatamente a la embajada en París: la propuesta queda desechada. Los franceses deben aceptar, como única salida, que las fuerzas inglesas permanezcan en Malta por un plazo de diez años. Si se niegan a ello, Whitworth deberá abandonar París en el término de treinta y seis horas.

La suerte, para los británicos, está echada. En la noche del 11 de Mayo, Napoleón congrega a su consejo de gobierno en el palacio de Saint-Cloud. Tiene en sus manos la nota británica, y la da a conocer a los Ministros. Un silencio dramático sigue a sus palabras. Se procede entonces a votar para decidir la cuestión. De los siete miembros del consejo presentes, sólo Talleyrand y José Bonaparte se oponen a iniciar la lucha. La guerra, finalmente, está en marcha.

El 18 de Mayo el gobierno británico anuncia oficialmente la iniciación de las hostilidades. En esa misma jornada se produce el primer encuentro. Una fragata inglesa, tras corto cañoneo, apresa cerca de la costa de Bretaña a una nave francesa. A partir de ese momento, y durante más de diez años, la paz no volverá a reinar en Europa. Dentro del torbellino de acontecimientos generados por ese conflicto habrá de producirse el movimiento de la emancipación americana.

La guerra que se inicia no tarda en envolver también a España. En un principio el Rey, Carlos IV, y Manuel Godoy, su primer Ministro, tratan de mantenerse al margen de la lucha, eludiendo las obligaciones de la alianza con Francia. Con tal fin, y como precio por su neutralidad, ofrecen a Napoleón la firma de un tratado por el cual se comprometen a entregarle un subsidio mensual de 6.000.000 de francos. Napoleón, que trabaja ya febrilmente en la organización de la invasión a Inglaterra, acepta el trato. Sin embargo, los británicos están resueltos a impedir que España sostenga una “guerra a medias”, y la obligarán a definirse.

El 7 de Mayo de 1804, William Pitt (hijo), el “piloto de las tormentas”, asume nuevamente la jefatura del gobierno inglés. Once días más tarde Napoleón toma el título de Emperador de los franceses. Los dos hombres que simbolizan la voluntad de predominio de sus respectivas naciones quedan así enfrentados. Para, Pitt ha llegado el momento del choque definitivo, y está decidido a sostener una lucha sin cuartel hasta alcanzar la victoria absoluta. Napoleón y su imperio deben ser destruidos, para que se restablezca nuevamente el “equilibrio europeo” que permitirá a Gran Bretaña proseguir sin traba alguna su engrandecimiento. Así, al recibir al embajador español en Londres, le manifiesta en forma categórica:

- La naturaleza de esta guerra no nos permite distinguir entre enemigos y neutrales... la distancia que separa a ambos es tan corta que cualquier acontecimiento inesperado, cualquier recelo o sospecha, nos obligará a considerarlos iguales.

Esta velada amenaza no tardó en traducirse en una agresión concreta. E1 pretexto lo dan los informes que envía el almirante Alexander Cochrane, señalando la concentración de fuerzas navales francesas en puertos españoles. El 18 de Septiembre de 1804, el gobierno inglés envía al almirante William Cornwallis, jefe de la flota que bloquea el puerto francés de Brest, la orden de capturar a las naves españolas que, procedentes del Río de la Plata, conducen a Cádiz los caudales de América. Cornwallis destaca inmediatamente a cuatro de sus más veloces fragatas para que partan a la caza de los barcos españoles.


El Embajador británico en París, Lord Charles Witworth, frente a Napoleón.

El 5 de Octubre de 1804 se produce el encuentro. Avanzando a través de la niebla, las naves inglesas interceptan a su presa a veinticinco leguas mar afuera de Cádiz. Se entabla entonces un breve y violento combate, en el transcurso del cual explota y se va a pique una de las fragatas españolas, la "Mercedes". A su bordo perece doña María Josefa Balbastro y Dávila, esposa del segundo jefe de la flotilla española, capitán Diego de Alvear. Este último, que viaja en la fragata “Clara”, salva su vida junto a su hijo, Carlos María, el futuro general Alvear, guerrero de la independencia argentina.

La lucha finaliza con la rendición de los tres barcos españoles que escapan a la destrucción. Estas naves, cargadas con más de 2.000.000 de libras en barras de oro y plata, son conducidas al puerto de Plymouth. Este es el primer golpe de los ingleses, y provoca una violenta reacción en España. En la misma Gran Bretaña, el inesperado ataque da lugar a una terminante condena por parte de Lord William Wyndham Grenville, quien no vacila en declarar:

-¡Trescientas víctimas asesinadas en plena paz! Los franceses nos califican de nación mercantil, ellos pretenden que la sed del oro es nuestra única pasión; ¿no tienen acaso el derecho de considerar que este ataque es el resultado de nuestra avidez por el oro español?"

El golpe de mano contra las fragatas, empero, no es más que el principio de una serie de ataques que se suceden rápidamente. Frente a Barcelona, el almirante Nelson captura a otros tres barcos españoles; y en las aguas de las islas Baleares, naves inglesas asaltan a un convoy militar y apresan a todo un regimiento de soldados españoles que se dirige a reforzar la guarnición de Mallorca. Frente a la agresión, España no puede dejar de responder con la guerra. Eso es, precisamente, lo que Pitt pretende.

12 de octubre de 1804. En una lujosa mansión de campo situada en las afueras de Londres, se realiza una entrevista que tendrá decisivas consecuencias para el futuro del Río de la Plata. Allí se encuentran reunidos el primer ministro William Pitt, Henry Melville, primer Lord del Almirantazgo, y el Comodoro Home Popham.

La lucha contra España es ya, para los dirigentes británicos, una realidad, aun cuando no se haya todavía concretado la ruptura de las hostilidades. La reunión, por lo tanto, tiene por fin analizar los posibles planes de acción contra las posesiones españolas en América. Por ello allí se encuentra Popham. Este, junto con Francisco Miranda, ha trabajado intensamente en la elaboración de proyectos destinados a operar militarmente en tierras americanas para separar a las colonias españolas de la metrópoli. Pitt y Melville escuchan atentamente los informes de Popham y se muestran de acuerdo con sus propósitos. Un punto, sin embargo, preocupa a Pitt. Desea tener la seguridad de que, en caso de que la guerra prevista contra España no llegue a estallar, Miranda no llevará adelante la operación. Popham responde categóricamente:

-Mirando, a quien conozco muy bien, no violará jamás su compromiso. Respetará hasta el fin la palabra empeñada. En esta forma concluyó la discusión. Popham recibió de sus superiores la orden de redactar detalladamente el proyecto y presentarlo en el término de cuatro días a Lord Melville.

Así nació el célebre “Memorial de Popham”, punto de partida del ataque británico a Buenos Aires en Junio de 1806. Al recibir la noticia, Miranda se reunió con Popham y, valiéndose de documentos y mapas, procedió junto con él a completar el memorial. El objetivo principal eran Venezuela, y Nueva Granada,, en donde Miranda se proponía desembarcar y lanzar el grito de independencia. Popham a su vez, introdujo en el proyecto una operación secundaria, dirigida contra el Virreinato del Río de la Plata, al que atacarla utilizando una fuerza de 3.000 hombres. Propuso también que tropas traídas de la India y Australia actuasen en el Pacífico contra Valparaíso, Lima y Panamá. Miranda ejercería el mando de las fuerzas que operarlas en Venezuela, y Popham tomaría a su cargo la jefatura de la expedición contra Buenos Aires.

Los propósitos del plan estaban claramente definidos: la idea de conquistar a América del Sur quedaba completamente descartada, pues el objetivo era promover su emancipación. Se contemplaba, sin embargo, “la posibilidad de ganar todos sus puntos prominentes, estableciendo algunas posesiones militares". El mercado americano, a su vez, sería abierto al comercio británico.

El 16 de Octubre, puntualmente, Popham y Miranda hicieron entrega al Vizconde de Melville del memorial. Este lo halló satisfactorio, pero se abstuvo de expresar una opinión definitiva acerca de la realización del proyecto, ya que Inglaterra enfrentaba en ese momento una gravísima amenaza, que la obligaba a concentrar todas sus fuerzas. En la otra orilla del Canal de la Mancha, en el campo militar de Boulogne, Napoleón había alistado un ejército de casi 200.000 soldados. El emperador estaba decidido a realizar lo que parecía Irrealizable: la invasión a las Islas Británicas. “Puesto que puede hacerse... ¡debe hacerse!”, había manifestado, en orden categórica, a su Ministro de Marina. Al conjuro de esa directiva, en todos los puertos de la costa francesa los astilleros trabajaban febrilmente en la construcción de miles de embarcaciones destinadas a asegurar el paso del ejército a través del canal. En uno de sus despachos, Napoleón definió claramente su inconmovible resolución: “¡Seamos dueños del canal durante seis horas, y seremos dueños del mundo!”

El peligro de un desembarco francés era, por lo tanto, inminente.

Dentro del clima de extrema alarma creado por esa situación, era inevitable que los planes de Popham y Miranda fuesen dejados de lado. Otro hecho no menos importante vino a sumarse para contribuir al definitivo aplazamiento de las expediciones proyectadas. Rusia, inició gestiones ante el gobierno británico para formar una nueva coalición de las potencias europeos contra Napoleón. Sin embargo, como condición de esa alianza, el Zar Alejandro I exigió que se intentase atraer también a España a la coalición. Pitt se vio así obligado a suspender toda acción contra las colonias de América.

Esa actitud fue mantenida aún después de que España hubo declarado formalmente, el 12 de Diciembre de 1804, la guerra a Gran Bretaña. De nada valieron los insistentes reclamos que Miranda hizo llegar a Pitt. Este se mantuvo imperturbable, y comunicó al general venezolano que la situación política de Europa no había alcanzado todavía el grado de madurez necesaria para iniciar la empresa.

Corre el mes de Julio de 1805. Miranda, completamente desilusionado ante el fracaso de sus gestiones, resuelve abandonar Gran Bretaña y dirigirse a EE.UU., donde confía en que habrá de recibir ayuda para llevar adelante la cruzada emancipadora. Popham, a su vez, ha perdido toda esperanza. Se encuentra prestando servicios en el puerto de Plymouth, alejado de Londres y de sus contactos con los altos dirigentes de la política, inglesa. Para ese hombre aventurero, la inacción, sin embargo, no puede prolongarse.

Llegan así a su conocimiento secretos informes acerca de la debilidad de las fuerzas que defienden a la colonia holandesa de Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur del continente africano. Esas noticias bastan para que el marino conciba una nueva y audaz empresa. Sin tardanza se dirige a Londres, y allí se entrevista con uno de los miembros del gabinete. Para Popham es necesario, y así lo manifiesta, aprovechar la extraordinaria oportunidad que se presenta y, mediante un sorpresivo ataque, adueñarse de la colonia mencionada.

Enterado, Pitt resuelve poner inmediatamente en marcha la operación. Esta vez, a diferencia de lo acaecido con los proyectos americanos, el primer ministro no muestra vacilación alguna. Sin duda, Cabo de Buena Esperanza constituye un punto vital para Gran Bretaña, pues domina la ruta de comunicación marítima con sus posesiones en la India. Para los ingleses es imprescindible que esa posición estratégica no caiga en manos de los franceses que, se sabe, han destacado fuerzas navales en el Atlántico sur.


Retrato de William Pitt

El 25 de Julio de 1805 son cursadas, bajo el rótulo de “muy secretas”, las instrucciones pertinentes al general David Baird, quien ha sido designado jefe de las fuerzas de ataque. Seis regimientos de infantería y uno de caballería, con un total de casi 6.000 soldados, son destinados a la expedición. Popham recibe el mando de la flotilla de escolta, integrada por cinco naves de guerra.

Cuatro días más tarde, Popham sostiene una última entrevista con Pitt. El marino ha recibido, entretanto, nuevos y confidenciales informes. Un poderoso comerciante de Londres, Thomas Wilson, le comunica que tiene positivas noticias de que Montevideo y Buenos Aires se hallan prácticamente desguarnecidas, y que bastará una fuerza de mil soldados para concretar la conquista de ambas plazas.

En la conversación que mantiene con Pitt, Popham lo pone al tanto de los datos señalados. El primer ministro, empero, manifiesta al comodoro que, en vista de la posición adoptada por Rusia, que exige que España sea atraída a las filas de la coalición contra Napoleón, no puede autorizar ninguna acción hostil contra las colonias de América. Concluye, sin embargo, con una declaración que tendrá decisiva influencia en la conducta posterior de Popham. Estas fueron las palabras de Pitt:

-Pese a ello, Popham, y en caso de que fracasen las gestiones que estamos realizando con España, estoy resuelto a volver a adoptar su proyecto.

Así, el Comodoro partió a unirse con sus barcos, convencido de que no pasaría mucho tiempo antes de que Pitt le hiciese llegar la orden de atacar a Buenos Aires. Al embarcarse en Portsmouth en su buque insignia, el “Diadem”, Popham lleva en su equipaje una copia del memorial que, en Octubre de 1804, redactara junto con Francisco Miranda. El plan, después de todo, habrá de realizarse en cuanto surja la oportunidad favorable.

11 de Noviembre de 1805. La población del puerto brasileño de Bahía se congrega en los muelles y presencia el inesperado arribo de la fuerza expedicionaria británica. Popham desciende a tierra y obtiene allí, además del agua y los alimentos que necesita para su escuadra, nuevos informes que confirman los que ya ha recibido en Londres. El Río de la Plata carece de fuerzas militares suficientes para resistir un asalto llevado con decisión y audacia. Un inglés que acaba de arribar a Bahía, procedente de Montevideo, no vacila en declarar a Popham: "Si se realiza el ataque, los mismos habitantes de la ciudad obligarán a la guarnición española a capitular sin disparar un solo tiro ...”

Cuando Popham abandona la costa brasileña y enfila hacia Cabo de Buena Esperanza, ya ha decidido, prácticamente, intentar la empresa. Sólo falta ahora que la situación en Europa dé el giro necesario para que las autoridades de Londres depongan su negativa a la realización del ataque.

La noticia de la recalada de la flota inglesa en Bahía no tarda en difundirse. En Buenos Aires cunde la alarma, y el Virrey Rafael de Sobremonte moviliza a todas las fuerzas para enfrentar la invasión, que considera inminente. En EE.UU., a su vez, los diarios, basándose en rumores y erróneos informes, se adelantan a los acontecimientos y, cuatro meses antes de que las tropas británicas desembarquen en el Río de la Plata, publican la noticia de que Buenos Aires ya ha sido conquistada por Popham y Baird.

La agresión, no obstante, todavía no habría de producirse. Desviándose de las costas americanas, los ingleses se dirigieron a Cabo de Buena Esperanza, donde arribaron en los primeros días de enero de 1806. La conquista de la colonia se obtuvo fácilmente, tras derrotar a las fuerzas holandesas en corto combate. Quedaba así cumplida la misión. Popham, impaciente, se mantiene entonces a la espera de los informes de Europa, dispuesto a lanzarse sobre el Río de la Plata apenas las circunstancias se lo permitan.

En el mes de Febrero llegan a manos del comodoro los partes de la extraordinaria victoria obtenida por el Almirante Nelson en Trafalgar. Las flotas de Francia y de España han sido eliminadas como fuerzas combativas, en una jornada de lucha que asegura, en forma definitiva, la supremacía de Gran Bretaña en todos los mares. Pero ese triunfo se ve contrarrestado, poco después, por la aplastante derrota que, en Austerlitz Napoleón inflige a los ejércitos austriacos y rusos. La nueva de esta última batalla la obtiene Popham el 4 de Marzo de 1806, a través de la tripulación de una fragata francesa que los ingleses capturan frente a Cabo de Buena Esperanza.

Un hecho concreto se deriva, sin embargo, de estos dos acontecimientos. España ha quedado definitivamente ligada a su alianza con Napoleón, y ya no existe posibilidad alguno, de atraerla a las filas de la coalición que, prácticamente, ha dejado de existir. Popham, por lo tanto, está en libertad de acción para llevar adelante sus planes.


Henry Melville, primer Lord del Almirantazgo.

El comodoro resuelve entonces obrar. Thomas Waine, capitán del “Elizabeth”, un buque negrero norteamericano que ha realizado varios viajes a Buenos Aires y Montevideo, le confirma las noticias sobre la debilidad de las fuerzas que defienden ambas plazas. No hay, en consecuencia, que perder más tiempo. El 9 de Abril Popham envía una carta al almirantazgo en la que comunica que ha decidido no permanecer inactivo en Cabo, pues allí ya ha desaparecido todo peligro, y que parte con sus naves a operar sobre las costas del Río de la Plata.

Al día siguiente Popham se hace a la vela, pero poco después debe interrumpir la navegación al amainar el viento. Aprovecha entonces la circunstancia para exigir resueltamente al general Baird que secunde sus planes, facilitándole un contingente de tropas. Los informes del capitán norteamericano y los que obtiene de un marinero inglés que ha vivido ocho años en Buenos Aires le sirven como poderoso argumento en la discusión que mantiene con su colega. Finalmente, Baird, convencido de que ya nada detendrá a Popham en su aventura, decide darle el apoyo que solicita.

Queda así resuelto el ataque a Buenos Aires. El 14 de Abril de 1806 zarpan de Ciudad del Cabo los barcos de Popham, escoltando a cinco transportes en los que viajan más de 1.000 soldados, comandados por el general Guillermo Carr Beresford. Veterano de muchas campañas, Beresford es, por su resolución y coraje, el hombre indicado para intentar el plan. Como principal fuerza de asalto, el jefe británico cuenta con los efectivos del aguerrido regimiento escocés 71.

Durante seis jornadas la flota navega sin inconvenientes, rumbo al oeste. El 20 de Abril, sin embargo, se desencadena un violento vendaval y los barcos se dispersan, perdiéndose contacto con uno de los transportes de tropas. Popham, para cubrir la pérdida, se dirige a la isla Santa Elena, donde solicita y obtiene del gobernador británico un refuerzo de casi 300 hombres. Antes de abandonar la isla, el marino envía una última carta al almirantazgo para justificar, nuevamente, su conducta. A esa nota adjunta el célebre memorial que, en 1804, presentara a Pitt. Esa es la prueba de que la expedición no responde a una decisión improvisada, sino que es el resultado de un plan ya estudiado por el gobierno británico. La conquista de Buenos Aires, señala Popham, dará a los ingleses la posesión del "centro comercial más importante de toda Sud América".

Se inicia entonces la larga travesía. Una fragata, la “Leda”, se adelanta al grueso de la flota y navega velozmente hacia las costas americanas, con la misión de reconocer el terreno. La aparición de esa nave, que se presenta ante la fortaleza de Santa Teresa, en la Banda Oriental, el 20 de Mayo de 1806, da la primera alarma a las autoridades del Virreinato.

13 de Junio de 1806. Desde hace cinco jornadas la flota británica se encuentra en las aguas del Río de la Plata. Popham y Beresford están ahora reunidos a bordo de la fragata “Narcissus”, junto con sus principales lugartenientes. Los dos jefes británicos han convocado a una junta de guerra, para tomar la resolución definitiva acerca de cuál será el objetivo de ataque. Hasta ese momento, Beresford ha sostenido la conveniencia de ocupar en primer término a Montevideo, pues esta plaza cuenta con poderosas fortificaciones que serán de gran utilidad para la reducida fuerza invasora, si se produce una violenta reacción de la población del Virreinato. Popham, sin embargo, está resuelto a atacar directamente a Buenos Aires, y tiene en su favor un argumento extraordinariamente convincente. Gracias a los informes de un escocés, que viajaba en un barco capturado por los ingleses pocos días antes, se sabe que en Buenos Aires se encuentran depositados los caudales reales destinados a ser enviados a España. La perspectiva de echar mano al tesoro disipa, finalmente, todas las dudas. Además, la conquista de Buenos Aires, capital del Virreinato, tendrá, a juicio de Popham, una influencia mucho mayor sobre el ánimo de la población de la colonia que la captura del puesto secundario de Montevideo. Con extrema audacia, el marino británico decide así jugarse el todo por el todo.

22 de Junio de 1806. Al caer la tarde fondea en el puerto de la Ensenada de Barragán, a pocos kilómetros al este de Buenos Aires, una embarcación española. El comandante de la nave trae alarmantes noticias que no tardarán en llegar a conocimiento del Virrey Sobremonte. Los barcos ingleses se dirigen hacia Ensenada, lo que indica que el ataque será descargado contra la capital del Virreinato. Sobremonte, al recibir el informe, ordena inmediatamente el envío de refuerzos a la batería de ocho cañones emplazada en la Ensenada, y designa al oficial de marina Santiago de Liniers para que se haga cargo de la defensa de la posición. Liniers parte sin tardanza para asumir el nuevo comando.

A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitan. El 24 de Junio, y ante la llegada de nuevos informes que señalan la aparición de las naves inglesas frente a la Ensenada, Sobremonte lanza un bando convocando a todos los hombres aptos para empuñar las armas a incorporarse en el plazo de tres días a los cuerpos de milicias. Pese a la gravedad de la situación, esa noche el Virrey asiste, junto con su familia, a una función que se realiza en el teatro de Comedias. Su aparente serenidad, sin embargo, pronto habrá de desvanecerse por completo.

En medio de la representación irrumpe en el palco del Virrey un oficial que trae urgentes pliegos enviados por Liniers desde la Ensenada. Los ingleses, esa mañana, acaban de realizar un amago de desembarco, aproximando a tierra ocho lanchas cargadas de soldados. El ataque, sin embargo, no se concretó, lo que induce a Liniers a señalar en su despacho que la flota enemiga no está integrada por unidades de la Marina real inglesa, sino “por despreciables corsarios, sin el valor y resolución para atacar, propios de los buques de guerra de toda nación”.

Sobremonte, sin embargo, no participa del juicio de Liniers. Abandona inmediatamente el teatro, sin aguardar a que concluya la función, y se dirige rápidamente a su despacho en el Fuerte. Allí redacta y firma una orden disponiendo la concentración y el alistamiento de todas las fuerzas de defensa. Para no provocar la alarma en la ciudad, que duerme ajena al inminente peligro, dispone que no sean disparados los cañonazos reglamentarios, y envía partidas de oficiales y soldados a comunicar verbalmente la orden de movilización a los milicianos.

Llega así la mañana del 25 de Junio. Frente a Buenos Aires aparecen, en línea de batalla, los barcos ingleses. En el Fuerte truenan los cañones, dando la alarma, y una extrema confusión se extiende por toda la ciudad. Centenares de hombres acuden desde todos los barrios hacia los cuarteles, donde se ha comenzado ya a repartir, en medio de un terrible desorden, las armas y equipos.

Poco después de las 11, y ante la sorpresa de Sobremonte, las naves enemigas se hacen nuevamente a la vela y ponen rumbo hacia el sudeste. El Virrey cree que los ingleses han renunciado al ataque. Pronto, sin embargo, sale de su engaño. Desde Quilmes resuena el cañón de alarma, anunciando que allí se ha iniciado el desembarco.

Al mediodía del 25 de Junio, ponen pie en tierra, en la playa de Quilmes, los primeros soldados británicos. La operación de desembarco continúa sin oposición alguna durante el resto de la jornada. Hombres y armas son conducidos en un incesante ir y venir a tierra, por veinte chalupas. Al llegar la noche, Beresford pasa revista a sus hombres bajo una fría llovizna que no tarda en convertirse en fuerte aguacero. Son sólo 1.600 soldados y oficiales, y cuentan, como único armamento pesado, con ocho piezas de artillería. Sin embargo, esa reducida fuerza está integrada por combatientes profesionales, para los cuales la guerra no es más que un oficio. Veteranos de cien combates, están resueltos, al igual que su jefe, a tomar por asalto una ciudad cuya población supera los 40.000 habitantes. Esa es la orden, y habrán de cumplirla, enfrentando cualquier riesgo.

Con la llegada del día, Beresford ordena a sus tropas aprestarse para el ataque. A las once los tambores inician su redoble, y las banderas son desplegadas al viento. Desde lo alto de la barranca que enfrenta la playa, el subinspector general de las tropas, coronel Pedro de Arce, enviado por Sobremonte a contener a los ingleses, observa el desplazamiento de las fuerzas enemigas. Con paso acompasado, y acompañados por los aires marciales de los gaiteros, los británicos avanzan hacia el bañado que los separa de Arce y sus 600 milicianos. Estos últimos, armados con unas pocas carabinas, espadas y chuzas, se agrupan detrás de los tres cañones con los cuales se proponen rechazar el asalto británico.


Avance de las tropas inglesas sobre Buenos Aires, en momentos de cruzar el Riachuelo. Grabado inglés de la época.

El choque, en esas condiciones, no puede tener más que un resultado. Marchando a través de los pajonales, las compañías del regimiento 71 escalan resueltamente la barranca y, a pesar de las descargas de los defensores, ganan la cresta y los arrollan, poniéndolos en fuga.

A partir de ese momento el caos se desencadena en las fuerzas de la defensa de Buenos Aires, Integradas en su casi totalidad por unidades de milicianos carentes de toda instrucción militar. Falla la conducción, en la persona de Sobremonte, quien, abrumado por la derrota de sus vanguardias, sólo atina a amagar un débil intento de resistencia en las márgenes del Riachuelo. Concentra allí tropas y hace quemar el Puente de Gálvez (actual puente Pueyrredón) que, por el sur, da acceso directo a la ciudad. Esa posición, sin embargo, no será sostenida. Ya en la tarde del mismo día 26 de Junio, Sobremonte se entrevista con el Coronel Arce, y le manifiesta claramente que ha resuelto emprender la retirada hacia el interior.

Beresford, por el contrario, actúa con toda la energía que exigen las circunstancias. Después del combate de Quilmes sólo da a sus tropas dos horas de descanso, y, a continuación, emprende con tenacidad la persecución del enemigo derrotado. No logra, sin embargo, llegar a tiempo para impedir la destrucción del Puente de Gálvez, pero, el 27 de Junio, somete las posición de los defensores en la otra orilla a un violento cañoneo, y los obliga a retirarse. Se arrojan entonces al agua varios marineros y traen de la margen opuesta botes y balsas, en los cuales cruza la corriente una primera fuerza de asalto.

Así se conquista un punto de apoyo. Beresford ordena entonces tender inmediatamente un puente improvisado, valiéndose de las embarcaciones, y el resto de sus tropas cruza rápidamente el Riachuelo. Ya nada podrá impedir el avance británico sobre el centro de la ciudad capital del Virreinato.

Sobremonte ha presenciado, desde la retaguardia, las acciones que culminan con el abandono de la posición del Puente de Gálvez. En ese momento se encuentra al frente de las fuerzas de caballería que, con la llegada de refuerzos provenientes de Olivos, San Isidro y Las Conchas, suman cerca de 2.000 hombres. Rehúye, sin embargo, el combate, y emprende la retirada hacia la ciudad por la "calle larga de Barracas" (actual avenida Montes de Oca).

Los que no están al tanto de los planes del Virrey suponen que ese movimiento tiene por fin organizar una última resistencia en el centro de Buenos Aires. No obstante, al llegar a la "calle de las Torres" (actual Rivadavia), en vez de dirigirse hacia el Fuerte, Sobremonte dobla en sentido contrario y abandona la capital. Su apresurada marcha, a la que no tarda en incorporarse su familia, continuará en sucesivas etapas hasta concluir finalmente en la ciudad de Córdoba.

Mientras tanto, en Buenos Aires reina una espantosa confusión. Desde el Riachuelo afluyen, en grupos desordenados, las unidades de milicianos que, sin disparar prácticamente un solo tiro, han sido obligadas a retirarse, después de la retirada del Virrey.

El Fuerte se convierte entonces en centro de los acontecimientos que culminarán con la capitulación. Allí se encuentran reunidos los jefes militares, los funcionarios de la Audiencia, los miembros del Cabildo y el Obispo Lué.

Totalmente abatidos, después de recibir la noticia de la retirada de Sobremonte, los funcionarios españoles aguardan la llegada de Beresford para rendir la plaza. Tienen la impresión de que, en la hora más difícil, el jefe del Virreinato y representante del monarca los ha abandonado.

Poco después de mediodía arriba al Fuerte, con bandera de parlamento, un oficial británico enviado por Beresford, Este expresa que su jefe exige la entrega inmediata de la ciudad y que cese la resistencia, comprometiéndose a respetar la religión y las propiedades de los habitantes.

Los españoles no vacilan en aceptar la intimación, limitándose a exponer una serie de condiciones mínimas en un documento de capitulación que envían a Beresford sin tardanza. Así, Buenos Aires y sus 40.000 habitantes son entregados a 1.600 Ingleses que sólo han disparado unos pocos tiros.

El audaz golpe planeado por Popham ha dado pleno resultado. La ciudad está en sus manos, y los británicos sólo han tenido que pagar, como precio por la extraordinaria conquista, la pérdida de un marinero muerto. Las restantes bajas de las fuerzas de Invasión sólo suman trece soldados heridos y uno desaparecido.

Beresford marcha ya resueltamente sobre el Fuerte. En el camino recibe las condiciones escritas de capitulación que le hacen llegar las autoridades españolas. El general sólo detiene su avance unos minutos, para leer los pliegos, y luego manifiesta autoritariamente al portador del documento:

-Vaya y diga a sus superiores que estoy conforme y firmaré la capitulación en cuanto dé término a la ocupación de la ciudad... ¡Ahora no puedo perder más tiempo!

A las 4 de la tarde desembocan en la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo) las tropas británicas, mientras cae sobre la ciudad una fuerte lluvia. Los soldados ingleses, a pesar de su agotamiento, desfilan marcialmente, acompañados por la música de su banda y sus gaiteros. El general Beresford trata de dar la máxima impresión de fuerza y ha dispuesto que sus hombres marchen en columnas espaciadas. La improvisada artimaña, empero, no puede ocultar a la vista de la población el reducido número de las tropas invasoras que se presentan ante el Fuerte.

El General británico, acompañado por sus oficiales, hace entonces entrada en la fortaleza, y recibe la rendición formal de la capital del Virreinato. Al día siguiente, flamea ya sobre el edificio la bandera inglesa. Durante cuarenta y seis jornadas, la enseña permanecerá allí como símbolo de un intento de dominación que, sin embargo, no llegará a concretarse.

Efectivamente. Ninguno de los dos jefes británicos considera que la empresa ha concluido. A pesar del acatamiento formal que les prestan las autoridades, saben que la indignación cunde en el pueblo al verificar que la ciudad ha sido capturada por un simple puñado de soldados.

La resistencia, que no tardará en organizarse, sólo podrá ser enfrentada mediante la llegada de los refuerzos que Beresford y Popham se apresuran a solicitar al gobierno de Londres.

Historiador del País