Lucha con los indios en la colonia
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Los indios “pampas” que se amparaban en las reducciones eran una escasa proporción de los que habitaban la llanura. Los demás que se mantenían en indómita libertad y que tampoco formaban un número muy crecido, se resistían a ser catequizados, habiendo fracasado todo intento de reducirlos. En partidas errantes, siempre al lomo de sus fogosos potros, recorrían la llanura a su albedrío, cazando venados, caballos y vacas de las grandes manadas silvestres y fijando sus “tolderías”, temporariamente, donde más abundaba la caza.
Estas hordas se mantenían alejadas de todo contacto con el español, sin haberlos inquietado seriamente, exceptuando el levantamiento de los indios de servicio capitaneados por el cacique Bagual, provocado por la opresión a que se le sometía. Por eso, no hay que cargar al indígena todo el saldo desfavorable de sus violentas reacciones. El trato despótico del colonizador, incitó al indio a la venganza.
En 1626, cuando entró a ejercer el gobierno Francisco de Céspedes, los indios, sublevados, infestaban los caminos de la campaña, cometiendo tropelías contra los viajeros. El mandatario logró apaciguarlos atrayéndolos con obsequios y trato amable, pues, aseguraba que “si los aprietan se levantan y están mal seguros los caminos”.
Los serranos
Aquietados los indios vecinos, gracias a los medios convincentes de que se valió el gobernador, el peligro vino entonces de más lejos. En 1628, 500 “serranos”, bien montados y armados de lanzas, arcos y flechas, bolas y hondas, avanzaron desde el lejano sur acampando por las cercanías de la ciudad. Aunque simularon el propósito de conversión, llegaban con siniestros planes de invadir y saquear el poblado. La presencia de estas huestes, sin embargo, parece que no pasó de simple amago, a juzgar por el silencio que guarda el gobernador, aunque consideró imprescindible proceder “manu militari” contra estas intentonas.
Céspedes era partidario de ensayar una política diferente con “pampas” y “serranos”. Para los primeros, más pacíficos y dóciles, los medios persuasivos; para los “serranos”, de indómita fiereza, la ley de la guerra.
Marcadas diferencias distinguían estas dos naciones de indios. Los primeros vivían en los lugares más vecinos a la ciudad, carecían de armas de guerra, pues las que poseían estaban destinadas a la caza, aunque naturalmente, las empleaban en veces para su defensa.
Habitualmente eran gentes pacíficas que entraban en acuerdos con los españoles, llegando a atacar sólo cuando se los oprimía. Sabido es que el término “pampas”, no significaba una clasificación étnica, sino una determinación geográfica, porque así se denominaba la extensa llanura que arrancando desde el mismo Buenos Aires, se extendía hasta el río Negro y desde el mar hasta la cordillera.
Los “serranos”, habitantes de las zonas vecinas a los Andes, eran gente de guerra que vivía en continua actitud bélica. El predominio de las armas de combate dentro del miserable ajuar doméstico, señala sus hábitos guerreros.
Las primeras incursiones de los indios
Después de aquel amago de invasión de 1628, los pobladores se rodearon de precauciones. Las matanzas de ganado vacuno silvestre, que como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por lo tanto a la que se entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde entonces faena arriesgada. En 1629, los campesinos reunidos para salir a vaquear, tuvieron que hacerlo al frente del capitán Amador Baz de Alpoin, para evitar tropelías de los salvajes.
De la época en que entran los “serranos” por primera vez en la campaña de Buenos Aires, debe datar su fijación en la llanura bonaerense. Las continuas luchas que sostenían en su territorio de origen, y los escasos medios de vida, los impulsaron a emigrar a un suelo donde la abundancia de ganado vacuno y caballar silvestre, venados, ñandúes y armadillos, y la ausencia de tribus guerreras, les ofrecían una vida tranquila y de abundancia.
Pronto los “serranos” hicieron alianza con los “pampas” de las reducciones, incitándolos a que cometieran tropelías. Descubierto el pacto en 1635, se tomaron enérgicas medidas para cortar tan peligrosas comunicaciones. Pero la intervención no surtió mayor efecto, pues los indios comenzaron desde entonces a cometer depredaciones en las estancias, mientras las autoridades de la ciudad contestaban con expediciones de castigo. La inquietante situación se agravó en 1659, cuando una partida de “serranos” en unión de los “tubichaminies” que habían abandonado la reducción, se dedicaron descaradamente a saquear las estancias fronterizas. El pánico cundió en la ciudad de la que salió una partida de soldados para recomendarles pacíficamente que desistieran de sus propósitos vandálicos. Los “serranos”, lejos de obedecer las órdenes, atacaron a la partida, siendo detenidos y alojados en prisión.
Aunque el indio no cejó en sus incursiones varió de táctica para hurtarse los ganados sin riesgo. Para ello, entraron en simulada amistad con los pobladores, prestándoles algunos servicios. Luego se presentaban en partidas numerosas en las cercanías de la ciudad reclamando el pago que recibían en armas, yerba, tabaco y vino, y al retirarse a sus tierras, se dividían en pequeños grupos, arreándose el ganado de las estancias.
Algunas veces esos desmanes habían sido castigados militarmente, pero los españoles trataban de evitarlo por temor a recibir mayores perjuicios. La relativa tolerancia con que se contemplaba ese estado de cosas, fomentaba las depredaciones, habiendo llegado a saquear las carretas que hacían el tráfico comercial con las provincias del interior. Durante el gobierno de Alonso de Mercado y Villacorta (1660-1663) continuó la política de peligrosa tolerancia, que colocaba al indio en situación de superioridad. Envalentonado por la actitud tímida del español, en 1663 dos parcialidades irrumpieron violentamente en la campaña, armados con lanzas, flechas y bolas arrojadizas y provistos de coletos protectores, arrollando a una tribu de indios amigos acampada al norte del río Salado. Las autoridades de la ciudad contestaron esta vez con una expedición que castigó duramente a los salvajes, escarmentándolos. Pero en 1670, “pampas” y “serranos”, volvían a invadir con frecuencia las estancias, manteniendo a los campesinos en continua alarma, en tanto que las autoridades se limitan a hacerles reconvenciones y amenazas, sin lograr contener las renovadas incursiones. Se repitieron estas con tanta frecuencia y llegaron a ser tan graves, que en 1672 las autoridades de Buenos Aires, de acuerdo con el vecindario, procedieron a enviar una expedición punitiva. La severa medida iba dirigida contra los “serranos” que estaban en constante comunicación con los “araucanos” de Chile, que eran quienes los impulsaban a la invasión, y contra los “tubichaminies”, que en vida libre, se aliaban con partidas errantes en el desierto, para saquear las haciendas. Dos años más tarde, ante la repetición de los desmanes, un solemne cabildo abierto resolvió llevarles la guerra defensiva.
Campaña civilizadora del gobernador Andrés de Robles
Durante la gobernación de Robles (1674-1678), el tratamiento del indio tomó orientaciones muy distintas a las que llevaba. Contrario a las medidas violentas para sujetarlo, desplegó una política de atracción espiritual, encuadrándola dentro de los justos límites marcados por cédulas y ordenanzas. Protegió primero a los indios de encomienda, amparándolos contra los abusos de que se les hacía objeto. Asegurado sobre esa firme base su trato pacífico, inició una nueva política para incorporar a la vida civilizada las hordas errantes, y recoger a los demás encomendados que andaban dispersos por el territorio. Tomó con tal empeño la plausible iniciativa, que sin garantías para confiarla a nadie, salió en persona a realizarla. El 1º de mayo de 1675, se internó resueltamente en el territorio de la provincia, con sólo seis hombres de escolta, para dar a entender al indio que iba en misión de paz. La campaña tuvo un resultado insospechado. Después de haber recorrido unas 90 leguas a la redonda, alejándose unas 30 o 40 al sur de la ciudad, visitando todas las tolderías indígenas establecidas dentro de ese circuito, regresó al frente de 8.000 indios dispuestos a vivir bajo normas civilizadas. Agrupados por naciones y parcialidades, los estableció en tres distintos sitios: unos en la laguna de Aguirre a ocho leguas de la ciudad; otros a las márgenes del río Luján, distantes diez leguas, y, los demás a orillas del río Areco en el lugar llamado Bagual, que debió ser, sin duda alguna, el sitio donde estuvo establecida la primitiva reducción del cacique de ese nombre.
Gracias al trato paternal que les dio el dignatario, consiguió que se prestaran gustosos a permanecer asentados en los lugares señalados. Pero si confiaban personalmente en el gobernador, recelaban de los colonizadores, contra quienes pidieron ser “defendidos y no maltratados” como lo habían sido anteriormente.
La primera medida destinada a asegurar su arraigo en el lugar y aplicarlos a la vida de orden y trabajo, fue la distribución de arados, bueyes y semillas para el cultivo de la tierra y ganado vacuno para el procreo y consumo.
En los ocho meses que permanecieron asentados, no consiguió, a pesar de sus esfuerzos, encontrar religiosos dispuestos a hacerse cargo de la enseñanza, “por querer primero que se les ponga casa, iglesia y renta”. Al cabo de ese tiempo en que se estaba por dar comienzo al cambio de los “toldos” portátiles por habitaciones fijas, para borrar el último vestigio de su nomadismo, se propagó una violenta epidemia de viruela que diezmó las embrionarias poblaciones. Los pocos sobrevivientes que quedaron en los sitios después del desbande que sobrevino, fueron licenciados a volver a sus tierras para evitar el contagio. Pensó el gobernador reunirlos nuevamente una vez pasado el mal, aunque ya no cifraba grandes esperanzas, pues sabía que la vida errante en aquel medio salvaje, donde la ociosidad, la libertad indómita, la facultad de unirse a las mujeres que deseaban y el fácil alimento eran normas imperantes, era la vida que prefería el indio, tanto como despreciaba la civilización. Sin embargo, decidido a tentar nuevamente su laudable propósito, a fines de diciembre de 1677, envió al interior de la provincia una partida de 100 soldados de caballería y 50 infantes para que los buscaran. Los escasos 300 indios que lograron reunirse, fueron una prueba evidente de su resistencia a la conversión, confirmando la desconfianza del gobernador. No debió dar otra interpretación a la elocuencia de los números. Así parece demostrarlo, al menos, el que su primitivo plan de reducción y conversión, se redujera a reunirlos al lado de la estacada del fuerte con los pocos que habían quedado en la laguna de Aguirre después del desastre, empleándolos en las obras públicas y sometiendo a consulta sobre el destino definitivo que había de dárseles, a una junta que se celebró en casa del Obispo y que nada resolvió.
Justo es reconocer que si Andrés de Robles no pudo llevar a feliz término su magra obra de catequizar y reducir a poblaciones estables a las hordas salvajes, se debió a la vida indómita de las tribus y en parte, a la falta de apoyo de los religiosos y de las demás autoridades. Pero desplegó una política eficaz para proteger a los indios de encomienda. Fue un ejemplo de espíritu civilizador y el cabildo se encargó de encomiar ante el rey la labor personal realizada a favor de los naturales.
La época de Garro
Con la entrada del nuevo gobernador, José de Garro (1678-1682), las relaciones con las tribus libres tomaron orientaciones diferentes.
Alejado del gobierno el escrupuloso Robles, el Obispo de Buenos Aires pudo –el 8 de agosto de 1678- expresar sin temores al rey su opinión acerca de la cristianización de los “pampas”. Manifestaba que la imposibilidad de realizarla se debía a que eran tribus nómadas, que vagando de continuo por las abiertas llanuras sin lugares fijos de asiento, los ministros no podían predicarles la palabra del evangelio. Para mayor abundamiento, las declaraciones del Obispo eran corroboradas al año siguiente por otras del P. Tomás Donavidas, Procurador General de la Compañía de Jesús en las provincias de Paraguay y Buenos Aires. En su informe, afirmaba el religioso que estas agrupaciones errantes, vivían “brutalmente sus costumbres abominables, no conocen dios ni rey, son enemigos de los españoles, hostilizando sus ciudades y no quieren oír la doctrina de Cristo”. Semejantes hostilidades, eran “motivos bastantes –concluía- para hacerles la guerra”.
Las aseveraciones del Obispo y el Procurador iban a tener confirmación. Después de la tregua dada a sus incursiones durante el gobierno de Robles y principio del de Garro, en 1680 fue reanudado el período de hostilidades por “pampas” y “serranos”, “gentío muy bravo” según decía el gobernador, con una violenta irrupción sobre los campos, causando la muerte de varios pobladores y la pérdida de numerosas haciendas. Cuando llegaron a la ciudad los clamores de los campesinos, el ayuntamiento –cuya misión era velar por el bienestar público- pidió medidas enérgicas para castigar la osadía. Una expedición enviada desde la ciudad, los escarmentó rudamente y apresó a muchos de ellos. Los cautivos fueron distribuidos, con acuerdo del Obispo, entre los principales hombres de la expedición, para que los adoctrinaran. Pero a poco sobrevino una fuga general de los prisioneros.
El temperamento adoptado en esta oportunidad originó una severa reclamación del Monarca inspirada por el Consejo de Indias, ordenando entregar los indios retenidos indebidamente, a los sacerdotes doctrineros y sentó el principio de que bajo ningún concepto era lícito hacer “semejantes repartimientos y que los indios gentiles que por cualquier accidente se apresaren, se entreguen a los doctrineros para que usando de todos los medios de suavidad, los instruyan en nuestra Santa Fe, guardando en todo, la disposición de las leyes que hablan en razón del buen tratamiento de los indios”.
El Monarca continuó siempre con igual firmeza incitando a la conversión de los indígenas. En 1683, contestando el Obispo a las nuevas exhortaciones, volvió a poner de manifiesto las dificultades que ofrecía la empresa, debido a “su natural inconstancia y horror que tienen a la vida política”.
El gobernador José de Herrera y Sotomayor (1682-1691), que sucedió a Garro, compartió la opinión del Obispo, basado en la experiencia de las autoridades que lo habían precedido. La gran rudeza mental de estos indígenas, les impedía comprender el alcance de la religión, aunque no perdían detalle del ceremonial.
Los aucas: sus ataques sistemáticos
Mientras las reducciones desaparecían y las encomiendas iban reduciéndose cada vez más, se acrecía la población en la pampa circundante y aumentaba con ella el peligro de las invasiones.
Como ninguna de las intervenciones tendientes a cortar los continuos avances de la indiada, era de resultado estable, motivó una intervención del cabildo dando una nueva orientación a la defensa. Fue en 1686, en que los “pampas” capturados en una expedición de castigo, fueron arrancados en masa y deportados a la reducción de Santo Domingo Soriano, situada en la Banda Oriental.
Pero las cosas fueron de mal en peor. El estrecho comercio que los “serranos” y “pampas” mantenían con los “aucas” o “araucanos” de Chile, llevándoles caballos y vacas cazados en las manadas cerriles de la provincia, los impulsaron a ocupar el territorio. A principios del siglo XVIII comenzaron a desplazarse hacia la provincia, tal como antes lo habían hecho los “serranos”.
Siendo los “aucas” el pueblo más indómito de cuantos habitaban las regiones de la cordillera, llegaron al suelo bonaerense imponiéndose a las demás tribus y utilizándolas muchas veces como instrumento ejecutor de sus proyectos vandálicos.
Dueños del territorio, comenzaron a explotar el ganado vacuno silvestre, dispuestos a impedir que los colonizadores penetraran en él a realizar “vaquerías”. Ignorantes los pobladores del cambio que se había operado, en octubre de 1711 salió una partida de campesinos para efectuar las acostumbradas matanzas de vacas y toros. Cuando estaban entregados a reunir el ganado, fueron atacados de improviso por una numerosa indiada de “aucas” que los despojaron de los animales que habían reunido, hiriendo a algunos hombres en la arremetida. Aunque el gobernador, de acuerdo con el cabildo, lanzó contra ellos una expedición de castigo, los ataques siguieron sucediéndose con nuevos bríos.
La suspensión de las vaquerías
En 1714 quedaron paralizadas por completo las matanzas que surtían de cueros, grasa y sebo a la ciudad. La suspensión de tan vital actividad, aparte de provocar la miseria de los que la practicaban, hizo que se agotaran las existencias de grasa y sebo del mercado, causando un verdadero trastorno en la población de la ciudad.
La necesidad de poner fin a la gravísima situación planteada, fue estudiada por todas las autoridades de la ciudad, resolviendo enviar una fuerte expedición al interior del territorio, bajo cuya protección irían los vecinos a proveerse de grasa y sebo, tratando de alcanzar una paz amistosa con los indios, o en todo caso, castigarlos militarmente.
Como la medida salvadora no pudo realizarse por la gran sequía reinante, la crisis se hizo más aguda. En 1716, el procurador general de la ciudad pidió que la grasa y sebo que se introducía de la Banda Oriental, se destinara al exclusivo consumo local.
La solución aconsejada por el procurador no podía ser más que una medida transitoria para suavizar la crisis, pero no un corte definitivo que dejara abandonada a manos de los indios la enorme riqueza que representaba el ganado silvestre. Las autoridades, que comprendieron esta situación, dispusieron la reanudación de las “vaquerías” tomando precauciones. Estas descansaban en una alianza establecida con los caciques “pampas” Mayupilquian y Yati que les ofrecían buena correspondencia. Mientras se les permitía establecer sus viviendas al norte del río Salado donde encontraban abundante caza para su sustento y permanecían a cubierto de los ataques de las tribus enemigas, respondían, denunciando la proximidad de los indios rebeldes, para que la población tomara precauciones.
A pesar de la alianza establecida, el peligro era idéntico y pocos los que se aventuraban a penetrar en el territorio. Disminuyó así en tal forma la recolección de cueros, que en 1717 se resolvió autorizar a que se realizara una parte de las faenas en la Banda Oriental. Y tres años más tarde, en vista de que no cejaban en sus hostilidades, fue enviada una expedición de castigo para que los escarmentara.
Nuevas medidas para contener a los indios
Ya puede comprenderse que estas campañas militares hechas de tarde en tarde, no eran de fruto sólido. Volvían las expediciones de “vaquerías” a internarse en el territorio, y los indios contestaban con nuevos ataques. Al cabildo correspondió estudiar con calma la situación, tratando de conjurar el peligro en forma definitiva. En 1722 proyectó hacer dar batidas periódicas con un destacamento de milicias de la ciudad. La falta de fondos del municipio y la negativa de los vecinos a costearlo con nuevos impuestos, hizo fracasar el proyecto. Sin embargo, el cabildo entendía que había que proceder con rigor contra las huestes bárbaras, y de ello quedó constancia en el acta del 21 de agosto, en que se hacía fuerte en solicitar al gobernador, el avío de 200 españoles y 100 indios amigos y mulatos libres, para salir “a la correduría de los campos”.
Los hechos vinieron a comprobar que la medida solicitada tenía su lógico fundamento. Esperaban realizarla, cuando los “aucas” y “pehuenches”, tomando la delantera, cometieron “la osadía y atrevimiento” de asaltar y saquear unas carretas que llegaban de Mendoza. Una expedición lanzada en persecución de sus agresores no obtuvo resultado.
La poca eficacia de estas expediciones, convenció a todos que era necesario tomar medidas preventivas para evitar las devastaciones. Respondiendo a ese criterio, en 1724, cinco patrullas de milicianos montaron vigilancia en puntos avanzados de la abierta frontera. Pero quitadas al poco tiempo, los “aucas” y “serranos” golpeaban las puertas de la propia ciudad.
En 1722 había dicho el cabildo que los “aucas” y “serranos” merodeaban el territorio “por el interés de las pocas vacas que han quedado”, pues las enormes matanzas que se realizaban de esas especies salvajes, las llevaban camino de su exterminio. Mientras las vacadas cerriles se extinguían, las estancias atravesaban por un período floreciente, con muchos miles de cabezas de ganado que se apacentaban en las amplias praderas cubiertas de ricos pastos y aguadas en abundancia.
Desaparición del ganado silvestre: las grandes invasiones
Con la desaparición del ganado vacuno silvestre, al verse los indios privados de su comercio con Chile, planearon invasiones a las estancias. Preparados los “serranos” para dar el golpe, en agosto de 1737, con corta diferencia, talaron dos veces las haciendas de Arrecifes, contestándose con aprestos bélicos en la ciudad. Una expedición salida a castigar los desmanes, provocó represalias de parte de los indios. Convocados 2.000 “aucas” de guerra, llegaron en agosto de 1738, causando grandes estragos en los campos de Arrecifes, donde se estableció un fortín para contener nuevas invasiones, pero con escaso resultado, pues los desmanes se sucedieron con leves intermitencias.
La reducción de Nuestra Señora de la Concepción
En 1739, una fuerte expedición entró a fondo en el territorio para apaciguar a las tribus. Castigados los indios belicosos, se estableció un pacto de paz con los más dóciles que se prestaron a recibir misioneros. En cumplimiento a lo capitulado, en 1740 llegaron a las cercanías de Buenos Aires 300 indios pampas pidiendo misioneros. Con ellos se estableció la reducción de Nuestra Señora de la Concepción que dirigieron los padres Manuel Quirini y Matías Strobel. El pueblo se estableció sobre la banda sur del río Salado a unas 7 leguas de su desembocadura, en unos terrenos bajos y anegadizos, de los que hubo que mudarlo a una loma situada a corta distancia al sudoeste, adonde estaba en 1748. Esta reducción no dio los resultados que se esperaban. Inclinados ya los indios a los robos de ganados, se comunicaban con los emisarios enemigos para planear las invasiones, hasta que en 1752 las autoridades extinguieron el pueblo para librarse de tan peligrosos amigos.
Nuevas invasiones
Mientras el indio arreciaba en sus malones, la ciudad, sin armas, sin municiones y sin fondos para adquirirlas, paralizó las medidas defensivas.
Producido ese estado de inactividad militar, los indios llevaron con mayor empuje y temeridad, sus incursiones devastadoras. Entre los meses de agosto y noviembre de 1740, en el transcurso de 30 días. Los “serranos” realizaron tres invasiones sobre Fontezuelas, Luján y Matanza. En Matanza, la entrada llegó hasta siete leguas de la ciudad, deteniéndose el malón a tres leguas del oratorio de San Antonio del Camino (hoy Merlo), donde se habían refugiado varias familias campesinas, escapando de la ferocidad de los salvajes.
Mientras la ciudad se debatía en medio de una pobreza desesperante, los indios, entusiasmados con el abundante botín de cautivos y ganados que les proporcionaban sus malones, se decidieron a ejecutar la más formidable invasión de cuantas habían hecho hasta entonces. En la madrugada del 26 de noviembre, cuando los campesinos se preparaban para iniciar las faenas rurales, la numerosa indiada cayó de improviso sobre la floreciente región de la Magdalena, asolando los campos en varias leguas a la redonda, sin que se les ofreciera la menor resistencia, a pesar de que el gobernador había dado órdenes anticipadas para que las milicias montaran vigilancia.
El balance de la triste jornada no podía ser más agobiador. Cerca de 100 infelices campesinos perdieron la vida a manos del salvaje, quedando cautivas numerosas mujeres y niños y perdiéndose gran cantidad de ganado, mientras las autoridades de la ciudad sin fondos del erario, quedaban imposibilitadas de hacer frente a la situación. Pero como una nueva campaña militar era ya de todos puntos de vista imprescindible, a principios de 1741 se hizo una colecta pública que encabezó el gobernador, para reunir fondos destinados a su preparación.
La necesidad de expedicionar vino a hacerse más urgente, al saberse que el 19 de julio había sufrido una invasión la campaña lujanense y que los campesinos, con escaso armamento, habían salido en persecución de los salvajes sin resultado.
Tratado de paz con el cacique Bravo
Con más de 500 hombres partió Cristóbal Cabral a fines de setiembre, con órdenes del gobernador de alcanzar una paz firme con los indios, penetrando a fondo en el territorio hasta las sierras de Cayrú (Sierra Chica) y de Casuati (Sierra de la Ventana) por donde los indios tenían sus guaridas, y “donde nunca habían llegado los españoles, por la distancia y fragoso de las sierras”.
La expedición tuvo buen resultado. Las capitulaciones firmadas con los indios, colocaban al cacique Bravo, jefe de los “pampas” como la suprema autoridad de todos los otros indígenas y por consiguiente, a él incumbía la vigilancia de toda la población que vivía al sur del Salado, límite fijado como la división entre las tierras indias y el dominio español. El cacique Bravo era reconocido y respetado por las tribus pampeanas por su ferocidad y su valentía, y fue sincero y servicial amigo de los blancos.
Las medidas de defensa del gobernador Ortiz de Rozas
Cuando inició su gobierno Domingo Ortiz de Rozas (1742-1745), inició una política de amistad con los indios, atrayéndolos por medio de presentes. Así logró aquietarlos, estableciendo primero acuerdos con los “pampas” y después con otras naciones. Ya a fines de 1743 eran cuatro o seis naciones comarcanas las que hacían convivencia con los españoles, llegando los caciques hasta la ciudad a recibir sus gratificaciones en retribución de cesación de hostilidades. Pero era evidente que el indio no hacía alianza con el español por sincera amistad o temor de castigos, sino para conseguir aguardiente con que mantener sus borracheras constantes, que los mismos españoles habían fomentado.
El gobernador Ortiz de Rozas, aunque se mostró satisfecho del resultado alcanzado, que ponía coto a los malones, no se confió de la amistad jurada de los indios, sino que con buen tacto, siguió manteniendo las precauciones. Sus fundadas sospechas tuvieron amplia confirmación, pues los mismos que habían establecido la alianza y podían situar sus tolderías en los campos de Luján para comerciar sus productos (lazos, ponchos, plumeros, etc.), se aprovechaban de esta situación para saquear las estancias vecinas. Este estado de cosas creó una situación tan llena de peligro a los lujanenses, que muchos se vieron obligados a abandonar sus campos, para refugiarse en Buenos Aires o emigrar a otras tierras libres de la asechanza indígena.
En las continuas acciones de guerra contra los indios, se empleaban casi exclusivamente los campesinos enrolados obligatoriamente en las milicias, dentro de la edad de 14 a 60 años. Pero en algunas ocasiones intervenían las tropas del ejército regular.
Ya se ha ido viendo que la táctica seguida corrientemente en la lucha contra los indios, no alcanzaba soluciones definitivas. Correspondió al gobernador Ortiz de Rozas reorganizar y armar las milicias, ordenando la defensa del territorio de la provincia con nuevas medidas. Estas consistían en el establecimiento de fortines avanzados. En enero de 1745 quedaron establecidos varios reductos a corta distancia de las últimas fincas rurales. Las partidas que los ocupaban batían la zona en continuas recorridas, conteniendo eficazmente los intentos de la indiada.
Abandono de la defensa de las fronteras
Contenidas las invasiones, pudo el gobernador José de Andonaegui (1745-1755), decir al Virrey del Perú en 1746: “La guerra con los indios en habiendo cuidado es de más molestia que peligro, esta gente habita la campaña, no tiene género alguno de caserías ni hace sementeras, son diestrísimos a caballo (como que toda la vida lo ejercitan), vienen a hacer correrías a los pagos y a las estancias, hurtan el ganado y de camino, matan o cautivan las personas que pueden, y luego se retiran…”.
Por el trabajo rudo de defender las fronteras, que les obligaba a mantenerse casi exclusivamente a su costa, y dejar abandonadas durante el período de servicio sus labores, los milicianos iban teniendo horror a la vida de fronteras. La deserción comenzó a cundir entre las milicias hasta que en 1750 la campaña quedó indefensa, reiniciándose las correrías devastadoras, contra las cuales se hubo que poner nuevos medios de defensa.
Fuente
- Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
- Levene, Ricardo – Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos – La Plata (1949).
Portal www.revisionistas.com.ar
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