Con la tranquilidad de que el día anterior Susana y Andrés Lonardi habían partido hacia Córdoba en compañía de Ricardo Quesada, el general y su esposa se levantaron temprano y después del aseo, prepararon las dos valijas que pensaba llevar de viaje.
General Eduardo Lonardi |
A media mañana desayunaron y cerca del medio día los Lonardi salieron a caminar por los alrededores, finalizando la recorrida en el confortable restaurante Ballardino de la calle Charcas donde se dispusieron a almorzar.
Mientras tanto, en el apartamento, Luis Ernesto bajaba el equipaje con mucha cautela y lo guardaba en el baúl del automóvil de su padre, estacionado en el garaje del edificio. De acuerdo a lo planeado, a las 15.00 se dirigió a la casa de su hermana Marta, en el barrio de Belgrano, desde donde aquella partió a bordo de su vehículo para recoger a sus padres en Libertad y Guido. Sin embargo, quiso el destino que a las pocas cuadras, pinchase un neumático y no pudiese seguir.
Marta corrió hasta su casa para dar aviso del inconveniente y luego abordó un taxi mientras su hermano se dirigía presurosamente hasta el lugar donde se había quedado el coche para cambiar la rueda.
Marta recogió a sus padres en el punto indicado y regresó pasadas las 16.00. No hubo tiempo para las despedidas; Luis Ernesto y sus progenitores abordaron el automóvil de su hermana y partieron hacia Plaza Once a gran velocidad, acompañados por Deheza. Durante el trayecto, Lonardi aprovechó para relatar sus últimos movimientos y brindar un panorama de cómo marchaban las cosas: acababa de tener una última reunión con el coronel Señorans en el consultorio odontológico del Dr. Cornejo Saravia y su subalterno había vuelto a solicitar unos días de plazo para iniciar las operaciones. Según su explicación, era imperioso coordinar los movimientos en el Litoral y los tiempos no daban. Cuando su hijo y su yerno le preguntaron cual había sido su respuesta, el general contestó que se había negado rotundamente porque las órdenes ya estaban impartidas. También les dijo que le había pedido que viajase con ellos a Córdoba y que Señorans le había solicitado autorización para hacerle saber personalmente al general Aramburu que la revolución estaba en marcha. Su idea era seguirlo a Curuzú Cuatiá porque se sentía obligado a su persona, todo ello siempre y cuando Lonardi lo aprobase. El jefe del alzamiento estuvo de acuerdo y finalizó diciendo:
-Coronel Señorans, si consigue eso, merecerá el bien de la Patria.
Según explicó Lonardi, aquella conversación lo había dejado en extremo satisfecho porque sabía que su interlocutor era un alto oficial capacitado, enérgico y decidido.
Llegaron a la terminal de ómnibus en Plaza Once a las 16.30 y enseguida procedieron a despachar el equipaje. Recién entonces, el general se dio cuenta de que tenía solo $14 por lo que su yerno se ofreció a facilitarle algo de dinero.
-Muchas gracias José Alberto, estos $14 me alcanzan para llegar. Si la revolución fracasa, no voy a necesitar plata, y si triunfa, no la precisaré para mi regreso.
A las 16.50, faltando solamente diez minutos para la partida, llegó el mayor Guevara, poniendo fin a la inquietud que generaba su ausencia. Traía consigo noticias buenas y malas, por lo que su superior le solicitó primero las malas.
- El Colegio Militar no se plegaba al alzamiento y era dudosa la participación del Regimiento de Infantería 1. Por esa razón, el general Uranga solicitaba permiso para dirigirse a la Base Naval de Río Santiago a apoyar con los elementos que pudiese reunir, a la Escuela Naval Militar.
- El teniente coronel Arribau se dirigía a Curuzú Cuatiá para iniciar las operaciones.
- El general Lagos redisponía a marchar a Cuyo con el mismo fin y salía esa misma noche.
- El general Bengoa insistía en que su fuga anularía el factor sorpresa y por esa razón, proponía quedarse en la Capital Federal para colaborar con el movimiento y brindar todo su apoyo desde allí.
Lonardi fue terminante a la hora de insistir en que el general Uranga debía avanzar sobre Rosario pero de no poder hacerlo, actuase con total libertad y procediese de acuerdo a su parecer.
Cuando los parlantes de la estación anunciaron la partida del ómnibus, los Lonardi procedieron a despedirse. El viejo general estrechó a su yerno en un abrazo y después de hacer lo propio con su subalterno le dijo:
-Cuento con usted, Guevara y lo espero en Córdoba.
Lo mismo hizo Luis Ernesto, al igual que su madre, e inmediatamente después, subieron al micro (en primer lugar la señora), no sin antes mantener un último intercambio de palabras.
-Guevara -dijo el general desde el estribo- vamos a necesitar un santo y seña.
-Ya lo tenía pensado, general. ¿Qué le parece “Dios es Justo”?
-Me parece al mas adecuado- y después de dar una leve palmada sobre el hombro del mayor, subió los tres peldaños y comenzó a caminar por el pasillo, hacia los asientos del fondo.
Lonardi y su esposa se ubicaron detrás porque el alto oficial no quería molestar al pasaje con el humo de su tabaco. Su hijo lo hizo en el asiento delantero y así, con el pasaje completo, el ómnibus cerró su puerta y partió con destino a la provincia mediterránea.
17.00 horas del 14 de septiembre. Buenos Aires con destino a Córdoba |
Con la misma finalidad, el general Lagos viajaba hacia Cuyo pese a que no se tenían noticias de lo que allí sucedía porque Eduardo Lonardi (h) aún no había regresado.
Una sola cosa preocupaba al jefe de la sublevación, la falta de apoyo del Colegio Militar en Buenos Aires y por consiguiente, la no participación del Regimiento de Infantería 1 que debía anular a las fuerzas de Rosario. Del resto de las unidades militares se tenían vagas referencias y todo indicaba que la situación era en extremo precaria. Aún así, estaba decidido a seguir adelante hasta vencer o morir.
Inmediatamente después de que el ómnibus abandonase la estación, el coronel Señorans se comunicó con el general Aramburu para citarlo en un punto determinado de la ciudad a efectos de “comunicarle algo”. Se encontraron a las 22.00, en el Petit Café de Av. Santa Fe y Callao, y se sentaron en una mesa lejos de las ventanas para conversar con mayor tranquilidad.
Una vez frente a frente, después de ordenar un par de cafés, Señorans miró fijo a su superior y le informó que la revolución estaba en marcha y que en esos momentos el general Lonardi viajaba hacia Córdoba para iniciar las acciones.
-Mi general, vengo en cumplimiento de una orden del general Lonardi para transmitirle que se ha fijado la fecha e la revolución para las 0 horas del 16 de septiembre.
-¡¡¿Pero como?!! – exclamó Aramburu sorprendido y disgustado a la vez.
Acto seguido, Señorans explicó los movimientos que se habían llevado a cabo hasta el momento, así como las decisiones y los resultados y luego detalló el plan de operaciones que su superior escuchó inmutable. Cuando le dijo que Lonardi contaba con él para dirigir las operaciones en el Litoral, respondió secamente.
-Allí estaré.
Feliz de contar con la participación de su jefe, Señorans le informó que al día siguiente un enlace les iba a proveer los pasajes para Puerto Constanza, Entre Ríos y luego se despidieron, tomando cada uno rumbos distintos.
En ese preciso instante, Lonardi y doña Mercedes viajaban por la Ruta 9 en dirección a Córdoba, el primero sumido en profundos pensamientos aunque entablando alguno que otro diálogo con su esposa, para no preocuparla con su silencio. En el asiento de adelante, su hijo Luis Ernesto intentaba dormir, aprovechando la obscuridad y el monótono ruido del motor.
Según ha relatado posteriormente la señora Mercedes Villada Achaval, su marido se veía tranquilo y optimista pese a la seriedad de su rostro y a sus largos silencios en los que caía.
Viajaban en medio del campo, más allá de Rosario, cuando repentinamente, el ómnibus aminoró la marcha y se detuvo al costado de la ruta.
El pasaje debió descender en la fría noche invernal y allí, bajo el cielo estrellado, los Lonardi comenzaron a preocuparse por la demora y por la posibilidad de que su equipaje fuera revisado y hallasen en su interior los uniformes de combate del general y su hijo.
-¿Pensás que vas a triunfar? – le preguntó su esposa.
-No te preocupés… tengo mucha fe en la victoria.
Una hora después llegó un segundo ómnibus delante de la banquina. Los pasajeros subieron al nuevo colectivo y al cabo de unos pocos minutos, reanudaron viaje, no sin antes intercambiar unas breves palabras. Lonardi le comentó a su hijo que le preocupaba que las valijas siguiesen hasta Córdoba en el vehículo descompuesto pero confiaron todo en la providencia.
El general y su esposa se ubicaron nuevamente en los asientos traseros en tanto Luis Ernesto lo hizo más adelante, junto a una bella y simpática jovencita que comenzó a darle charla.
La muchacha pertenecía a la UES y estaba encantada porque viajaba a la ciudad mediterránea para asistir a una gran fiesta que la entidad organizaba el 15 de septiembre para festejar la llegada de la primavera.
-Habrá un gran baile – dijo entusiasmada- y posiblemente venga el propio general Perón.
-Pero que bien – respondió Luis Ernesto mientras pensaba “¡No te imaginás el baile que van a tener!”.
El ómnibus llegó a Córdoba a eso de las 10.00 y media hora después, una vez retirado el equipaje que llegó algo más tarde, doña Mercedes se dirigió al domicilio de su hermano en tanto Lonardi y su hijo lo hicieron hacia el del Dr. Calixto de la Torre, cuñado de Villada Achaval, donde el coronel Ossorio Arana los estaba esperando.
Por entonces, finalizaba la gira de supervisión que el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, realizaba por las unidades de la provincia y eso fue lo primero que se le informó a Lonardi. Sin embargo, nada parecía evidenciar que el gobierno había detectado algo y eso aumentó la confianza de los cabecillas del alzamiento.
Esa misma noche, tuvo lugar la reunión de oficiales que Ossorio Arana había organizado en la casa de De la Torre. En esa oportunidad, estuvieron presentes el brigadier Landaburu y Damián
Fernández Astrada, quienes tenían a su cargo los comandos civiles revolucionarios de la región.
Lonardi insistió en que esos civiles debían entrar en acción después de las 01.00 del 16 y Fernández Astrada informó que el general Videla Balaguer se hallaba oculto en su departamento de la Av. Olmos, en el centro de la ciudad, y que a pedido suyo, Lonardi debía acudir allí para mantener una entrevista con él. El general sanjuanino se hallaba imposibilitado de abandonar ese refugio porque las fuerzas de seguridad le seguían los pasos muy de cerca, por esa razón, Lonardi aceptó, partiendo inmediatamente hacia allí.
Mayor Juan Francisco Guevara |
A las 22.00 el general estaba de regreso en lo de Calixto de la Torre para iniciar una nueva conferencia. En esta nueva oportunidad, se encontraban presentes el mayor Melitón Quijano y el capitán Ramón E. Molina de la escuela de Artillería; el teniente primero Julio Fernández Torres de la Escuela de Paracaidistas, el mayor Oscar Tanco de la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, los capitanes Mario Efraín Arruabarrena y Juan José Claisse del Liceo Militar y el capitán Eduardo Maguerit, único oficial de la Escuela de Infantería que se había plegado a la asonada. Cada uno de ellos presentó a Lonardi un informe de situación de las unidades militares a las que pertenecían e inmediatamente después, procedieron a ajustar el plan de acción que consistía en:
- Tomarían parte en la sublevación la Escuela de Artillería, la Escuela de Tropas Aerotransportadas, la Escuela de Aviación, la Escuela de Aspirantes a Suboficiales de Aeronáutica y el Liceo General Paz.
- Los paracaidistas se apoderarían de la Escuela de Tropas Aerotransportadas y una vez copada, apostarían piquetes en las rutas de acceso a la capital provincial para detener a todo aquel que intentase pasar.
- Se sublevarían las escuelas de Aviación Militar y Suboficiales de Aeronáutica.
- El capitán Molina debería copar la Escuela de Artillería y franquear el acceso al general Lonardi y sus acompañantes para detener inmediatamente después al director del establecimiento. Una vez logrado ese objetivo, se alistarían las tropas y se girarían las piezas e artillería hacia la Escuela de Infantería.
- La Escuela de Aspirantes se apoderaría del I.A.M.E.
- El capitán Maguerti y el subteniente Gómez Pueyrredón, de la Escuela de Infantería, procederían a abrir sus puertas a los paracaidistas y dejarían en la Escuela de Tropas Aerotransportadas a oficiales del Liceo Militar para que se encargasen de su custodia.
Los presentes se manifestaron su acuerdo y solo el capitán Molina hizo una observación, solicitando que el arresto del director de la Escuela de Artillería se hiciera junto con el general Lonardi, petitorio que el jefe de la revolución aceptó sin reparos.
Como en esa época del año buena parte de la oficialidad de Artillería se hallaba en maniobras en Pampa de Olaén, a 110 kilómetros de Córdoba, Lonardi aprobó postergar el alzamiento tan solo una hora, e insistió en eso de intentar convencer al coronel Brizuela, jefe de la Escuela de Infantería, para que se plegarse al alzamiento y evitar, de ese modo, un inútil derramamiento de sangre1. Inmediatamente después, arengó a los presentes y finalizó diciendo con voz firme:
-¡Señores, hay que proceder, para asegurar el éxito inicial, con la máxima brutalidad!
Lonardi estrechó en un abrazo a todos y cada uno de los presentes y ese fue un momento de gran significación que quedó grabado para siempre en el espíritu de todos.
La reunió finalizó a las 01.00 del 15 de septiembre, a solo 24 horas del estallido revolucionario que iba a cambiar el curso de la historia argentina.
Mientras en Córdoba tenían lugar esos acontecimientos, en el resto del país, las principales unidades rebeldes hacían aprestos para la lucha.
En Corrientes, el coronel Héctor Solanas Pacheco, ignorante de la actitud reticente del general Bengoa, esperaba su llegada en una estancia situada entre Mercedes y Curuzú Cuatiá. Para entonces, el mayor Pablo Molinari, jefe del Distrito Militar de Gualeguay había establecido los primeros contactos tendientes a brindar apoyo a Armaburu y Señorans durante su traslado por la provincia de Entre Ríos y otros oficiales aguardaban expectantes la orden de iniciar las acciones.
En Buenos Aires, mientras tanto, el capitán Palma había informado a los mandos navales, a través de sus enlaces, y varios marinos partían hacia el sur divididos en dos grupos, el primero, al mando del capitán Rial, se dirigía a la Base Comandante Espora para ponerse a su frente y el otro, encabezado por el capitán de navío Mario Robbio, lo hacia a Puerto Belgrano, dispuesto a sublevar a la Flota de Mar.
Rial estaría al frente de la Aviación Naval y por esa razón, al caer el sol, reunió en su casa de la localidad de Olivos al grupo de oficiales que constituirían su comando, para ajustar los últimos detalles del plan de operaciones. Por ese motivo, su esposa Susana Núñez Monasterio le había dicho a la mucama que ese día se tomase franco y mantenía las cortinas y persianas de la casa cerradas, para que nada se filtrase a través de ellas.
Los marinos trabajaban sobre un plano de rutas y carreteras del Automóvil Club Argentino cuando sonó repentinamente el timbre. Presas de gran nerviosismo, se miraron en silencio y se incorporaron alarmados, dispuestos a huir por los fondos de la vivienda, cuando la dueña de casa apareció para decirles que se trataba de un oficial rezagado que acababa de llegar2.
En Puerto Belgrano, mientras tanto, se hallaban anclados los acorazados “Moreno” y “Rivadavia”, los cruceros “Almirante Brown” y “25 de Mayo”, los destructores “Mendoza” y “Tucumán”, dos lanchones de desembarco BDI, tres lanchas torpederas, buques auxiliares sin artillería, remolcadores y chatas. El crucero “9 de Julio”, gemelo del “17 de Octubre”, se encontraba en reparaciones junto a tres destructores, por esa razón, su comandante, el capitán de navío Rafael Francos, se movía afanosamente para acelerar los trabajos a efectos de tener a la embarcación lista para entrar en operaciones. En cuanto a los acorazados, los mismos se hallaban inmovilizados en puerto pero se pensaba utilizar sus poderosas piezas de artillería en la defensa de la base.
En lo que respecta al personal de suboficiales, en su mayoría partidario del gobierno, se decidió despacharlo hacia Bahía Blanca con distintas comisiones, a efectos de mantenerlo lejos al momento de desatarse la lucha.
En la cercana Base Comandante Espora, en tanto, la totalidad del personal se hallaba lista para entrar en acción, de ahí el precipitado regreso del capitán de fragata Edgardo S. Andrew, por entonces sometido a la autoridad de los tribunales militares, para hacerse cargo de sus funciones.
Cap. Jorge E- Perren |
A las 09.00 tuvo lugar un encuentro en el camino que conducía a Comandante Espora entre los capitanes Perren y Andrews. Los oficiales navales se desplazaban a baja velocidad por la ruta a Bahía Blanca, en el automóvil del primero, mientras abordaban verbalmente todo lo relacionado con el armamento y las municiones de los aviones, la ocupación de la ciudad por los infantes de Marina, la asignación de tareas para cada oficial, la vigilancia del cercano Regimiento de Infantería 5, la toma de prisioneros, la voladura de caminos, puentes y vías férreas, el corte de cables de comunicaciones, la distribución de panfletos, las alertas, la radiación de mensajes y otros asuntos de envergadura.
Otro encuentro de las mismas características tuvo lugar entre Andrew y un grupo de oficiales a las 22.00 horas mientras en Buenos Aires los comandos civiles trabajaban activamente en la asignación de tareas y roles.
Florencio Arnaudo junto a Carlos Burundarena y Raúl Puigbó, trazaron los planes de la denominada Operación Rosa Negra destinada a ocupar y neutralizar las emisoras de radio en tanto otros grupos se dedicaban a acopiar y esconder armas y documentación, uno de ellos el matrimonio de Alberto V. Pechemiel y Angelita Menéndez (sobrina del viejo general rebelde), integrantes del comando civil de la parroquia del Espíritu Santo, que dirigía el capitán Alberto Fernández, quienes convirtieron su apartamento de Coronel Díaz y Av. Libertador, en un verdadero arsenal.
Mientras tanto, frente a Puerto Madryn, se hallaba fondeado el grueso de la Flota de Mar con el crucero “17 de Octubre” a la cabeza cuyo comandante, el capitán de navío Agustín P. Lariño, había anunciado que estaba dispuesto a plegarse. El resto de las unidades, casi todas pertenecientes al grupo de destructores que comandaba el capitán de navío Raimundo Palau, se mantenía a la espera junto a buques de menor calado. Por otra parte, en tierra, aviones Grumman de la Escuadrilla de Observación aguardaban estacionados junto a la pista de la Estación Aeronaval, a las órdenes del teniente de navío Juan María Vassallo.
El jueves 15 de septiembre transcurrió con absoluta normalidad en Río Santiago, pese a que la oficialidad estaba al tanto de que esa misma noche iba a estallar la revolución.
Antes del medio día, se presentaron en la base los capitanes de fragata Jorge Palma y Carlos Sánchez Sañudo que debían haber acompañado al general Bengoa a Paraná. Hicieron lo propio, además, el capitán de navío Carlos A. Bourel, director del Liceo Naval, el capitán de corbeta (RE) Andrés Troppea, el general Uranga y varios oficiales del Ejército, entre quienes se encontraban el teniente coronel Heriberto Kurt Benner de la Escuela Superior de Guerra.
Ese día, el almirante Isaac Francisco Rojas, director de la Escuela Naval de Río Santiago, citó a su despacho al comandante de la base, capitán de navío Luis M. García, para ponerlo al tanto de lo que estaba ocurriendo e informarle que a las 0 horas de ese mismo día, estallaba la revolución. Poco después, hizo lo propio con su plana mayor, integrada por el capitán de navío Abel R. Fernández, subdirector de la Escuela Naval y los capitanes de fragata Juan Carlos Bassi, jefe del cuerpo de cadetes y Miguel Rondina, jefe de estudios.
Almirante Isaac. Francisco Rojas |
El poder de fuego de la unidad se apoyaba casi exclusivamente en la Fuerza Naval de Instrucción que constituía la Escuadra de Ríos, al mando del capitán de navío Fernando Muro de Nadal. La conformaban los destructores ARA “Cervantes” (D-1) y ARA “La Rioja” (D-4), los patrulleros ARA “King” (P-21) y ARA “Murature” (P-20), las lanchas de desembarco BDI, rastreadores y remolcadores con todas sus dotaciones, así como con los efectivos destinados a la defensa de la base, los centros de estudio y los astilleros, a saberse, oficiales y suboficiales de la Escuela de Aplicación, cadetes mayores de la Escuela Naval y marineros armados con ametralladoras, pistolas y fusiles.
En la isla Martín García, el jefe de la Escuela de Marinería, capitán de fragata Juan Carlos González Llanos, aguardaba expectante, pues desde el mes de julio sabía del complot, cuando se lo comunicó el mismo capitán Rial. De acuerdo al plan de operaciones, debía trasladar a los efectivos y armas a su cargo hasta la Escuela Naval, en Río Santiago3 y una vez allí, ponerlos a disposición del almirante Rojas para incorporarlos a la lucha. En ese sentido, el jueves 15 de septiembre llegó a la isla su secretario ayudante quien le confirmó que el alzamiento comenzaba a las 0 horas de esa misma noche y que en vista de ello, debía embarcar a las tres compañías que conformaban la Escuela y la Compañía de Infantería Nº 2 allí apostadas.
El jueves 15 de septiembre, por la mañana, el general Lonardi concurrió al convento de los frailes capuchinos4, para escuchar la santa misa y comulgar. Ese día cumplía 59 años de edad y por su cabeza pasaban muchas cosas.
Finalizada la ceremonia, regresó a la casa de su cuñado y una vez allí, se encontró con el joven Eduardo Molina, esposo de su sobrina, Ana María Villada Achaval y comando civil revolucionario quien, al verlo ingresar, le comunicó que en caso de que la asonada fracasase, tenía listo un avión particular para evacuarlo de la ciudad.
El general escuchó con gesto grave y cuando Molina terminó de hablar, le agradeció su intención y le dijo que la aeronave no era necesaria porque la revolución iba a triunfar.
El resto del día lo pasó tranquilo, en compañía de su esposa y algunos familiares con quienes almorzó y departió unos momentos después del café.
La tarde fue el momento crucial. Había llegado la hora y se tenía que despedir. Lo hizo con la altura propia de un hombre de su categoría, acorde con el momento que se vivía. Después de abrazar a su esposa y cada uno de los presentes, el general se colocó su chaqueta y su gorra e inmediatamente después salió seguido por el coronel Ossorio Arana y su hijo.
Abordaron el automóvil Villada Achaval y partieron hacia la quinta que el Dr. Lisardo Novillo Saravia, tenía en Argüello, barrio suburbano en las afueras, al noroeste de Córdoba, con Luis Ernesto Lonardi al volante y su padre a su lado. Villada Achaval los seguía en otro vehículo llevando al Dr. Lisardo Novillo Saravia (h) y al ingeniero Calixto de la Torre, con quienes debía esperar la llegada del brigadier Landaburu y redactar la proclama revolucionaria junto con su cuñado.
Mientras pasaban las horas, en la Escuela de Artillería se hallaban listos los capitanes Ramón E. Molina y Daniel Alberto Correa junto al teniente Augusto Alemanzor, ayudante del jefe de la Agrupación Tropa. Por otra parte, en la vecina Escuela de Tropas Aerotransportadas aguardaban los tenientes Julio Fernández Torres, César Anadón, Eduardo Müller, Bernardo Chávez, Abel Romero, el subteniente Armando Cabrera Carranza y otros oficiales, listos para iniciar las acciones.
Cuando los relojes de todo el país marcaban las 21.00, el general Lonardi, el coronel Ossorio Arana y el brigadier Landaburu, abandonaron la quinta de Novillo Saravia vistiendo sus uniformes de combate, y se dirigieron a la casa de fin de semana que Calixto de la Torre tenía en el barrio La Carolina, algo más al noroeste, donde debían reunirse con otros oficiales rebeldes para seguir hacia La Calera, punto en el que lo esperaba otro grupo de militares y civiles para seguir desde allí a la Escuela de Artillería5.
Coronel Arturo Ossorio Arana |
A esa misma hora, en Buenos Aires, los comandos civiles que dirigían Raul Puigbó y Florencio Arnaudo, recibieron una orden suicida: debían neutralizar las emisoras de radio estatales y luego regresar a la Capital Federal con todo su armamento, para custodiar las instalaciones del Hospital Naval.
A la quinta de Calixto de la Torre fueron llegando uno tras otro, los integrantes del alto mando revolucionario, en primer lugar los capitanes Daniel Alberto Correa y Néstor Ulloa, seguidos por el teniente primero Horacio Varela Ortiz, los tenientes Jorge Ibarzábal y Héctor Nin y los capitanes Juan José Buasso y Carlos Oruezabala, estos últimos con órdenes de recibir instrucciones para partir inmediatamente después a prestar apoyo al mayor Quijano.
El capitán Buasso era portador de noticias inquietantes ya que, durante el trayecto, había visto en el camino, movimientos de elementos extraños, que posiblemente fueran servicios de inteligencia leales al gobierno. Tal como lo relata Lusi Ernesto Lonardi en Dios es Justo, al ver que aquello generaba cierta inquietud entre los presentes, su padre dijo con firme tono de voz:
-Señores, en toda operación de guerra los acontecimientos no se desarrollan como uno los desea. Quiero manifestarles que debemos multiplicarnos de manera de ponernos en relación de uno a diez y proceder con brutalidad. Capitán Buasso, marche a cumplir su misión.
-¡A la orden, mi general! – fue la respuesta.
Pasada la medianoche (00.30), se presentaron en la quinta de De la Torre, Arturo Ossorio Arana (h) junto a dos de sus amigos, Marcelo Gabastou e Iván Villamil quienes venían a sumar su concurso a los comandos.
Fue entonces que el general Lonardi decidió ponerse en marcha, pero antes de hacerlo, reunió en torno suyo al grupo de oficiales y civiles presentes y les volvió a reiterar su premisa anterior:
-Señores, vamos a llevar a cabo una empresa de gran responsabilidad. La única consigna que les doy es que procedan con la máxima brutalidad posible.
La noche del 15 de septiembre, en la Escuela de Artillería, situada a escasos kilómetros de la ciudad de Córdoba, el capitán Ramón Eduardo Molina, siguiendo el plan elaborado por el alto mando revolucionario, se hizo cargo de la guardia después de notificar que esa noche se desempeñaría como oficial de servicios. Una vez en funciones, hizo saber, a través del teniente Carlos Alfredo Carpani, que los puestos de guardia estaban en poder de los rebeldes y esa fue la señal que el grupo encabezado por el general Lonardi esperaba para en marcha.
Junto a esa unidad militar se encontraban las instalaciones de la Escuela de Tropas
Aerotransportadas y frente a ambas, ruta de por medio, su par de Infantería, poderosa unidad de combate a cargo del coronel Guillermo Brizuela, con más de 2000 efectivos a sus órdenes. A esta última se le había fusionado el Regimiento 13 de Infantería cuando se dispuso su traslado a Córdoba y en ambos, escuela y regimiento, la doctrina justicialista había prendido con fuerza, por lo que los mandos rebeldes intuían que la misma no iba a resultar presa fácil.
Muy cerca, en la Escuela de Aviación Militar, los capitanes Jorge Guillamondegui e Hilario Maldonado, los cabecillas del grupo rebelde, aguardaban el comienzo de la lucha, preocupados por una reunión de oficiales que tenía lugar en esos momentos. Sin embargo, a esa altura, pasase lo que pasase, nada podría impedir la puesta en marcha de las operaciones.
Siguiendo las instrucciones impartidas, a las 23.30 del 15 de septiembre las escuelas de Artillería, Tropas Aerotransportadas y Aviación Militar, iniciaron aprestos bélicos. En el mas absoluto silencio, provistos de su equipo de guerra y vistiendo uniforme de combate, sus efectivos procedieron a tomar posiciones, girando las piezas de artillería y el armamento pesado hacia la Escuela de Infantería y emplazando varios nidos de ametralladoras en los puntos preestablecidos, después de reducir a todas aquellas secciones que habían ofrecido algún tipo de resistencia. Media hora después, partió del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, un avión DC-3 que llevaba a bordo a cinco oficiales rebeldes de la Aeronáutica, con la misión de colaborar en el control de la Base Espora.
Lonardi y sus acompañantes llegaron a la Escuela de Artillería sin contratiempos, ingresando por la parte posterior a bordo de varios automóviles. Lo recibieron el sargento ayudante Claudio García y el capitán Ramón Eduardo Molina, con quienes se encaminó hacia el casino de oficiales después de estacionar los vehículos en cercanías del acceso.
Lonardi fue puesto al tanto de los últimos acontecimientos, los principales, el arresto de todos los suboficiales y el alistamiento del cuerpo de aspirantes, un centenar de soldados que debían suplir a los efectivos detenidos. Inmediatamente después, ingresó al casino de oficiales seguido por el capitán Molina, el coronel Ossorio Arana, los oficiales Ezequiel Pereyra y David Uriburu, Marcelo Gabastou, Iván Villamil, Luis Ernesto Lonardi y Arturo Ossorio Arana (h) y con ellos subió, pistola en mano, hasta las habitaciones del coronel Juan Bautista Turconi, director de la Escuela, ubicadas en el primer piso.
Una vez allí, el capitán Molina abrió la puerta en ingresó en la habitación.
-Mi coronel, le traigo un mensaje urgente – dijo e inmediatamente después, dio paso al general Lonardi.
-¡Entréguese, coronel! – fue la orden que le dio el jefe de la asonada mientras le apuntaba con su pistola 45.
Lejos de amedrentarse, Turconi se abalanzó sobre el recién llegado y comenzó a forcejear con el objeto de desarmarlo. Lonardi disparó y la bala le rozó la oreja derecha obligándolo a deponer su actitud. El comandante de la unidad fue reducido y conducido a la enfermería para ser atendido en tanto el general rebelde se hacía del control de la Escuela. A esa altura era evidente que estaba decidido a actuar de acuerdo a la consigna que él mismo había impartido antes de partir: “proceder con la máxima brutalidad” y en base a ello, ordenó al capitán Molina alistar la unidad de combate:
-Presénteme la Escuela en la plaza de armas, lista para entrar en acción.
-¡A la orden, mi general!
Minutos después, más de 3000 efectivos aguardaban formados en el exterior. Quien primero les habló fue el capitán Molina, para explicar con firme tono de voz que a causa de la corrupción y prepotencia de un gobierno que hacía tiempo, venía avasallando a vastos sectores de la sociedad, la Escuela se había sublevado. A continuación habló Lonardi, pronunciando una encendida arenga en la que puso al tanto a la tropa que estaban a punto de entrar en combate y que para ello se necesitaba toda la firmeza y decisión posibles. Finalizada la misma, dio la orden de ocupar posiciones y después de impartir una serie de directivas a sus asistentes más cercanos, se dirigió a su puesto de combate.
La Escuela disponía de 60 cañones de grueso calibre que, a falta de tropa, constituían su principal sistema de defensa y contaba con soldados de una compañía de Infantería, cantidad suficiente para establecer un perímetro relativamente importante aunque no suficiente.
Doce obuses, al mando del mayor Melitón Quijano fueron emplazados fuera de los límites del establecimiento, apuntando hacia el lateral derecho de la Escuela de Infantería que contarían con el apoyo de los capitanes José Antonio Buasso, Eduardo Fossatti y Carlos Oruezabala, quienes actuando conjuntamente con otros oficiales, intentarían cubrirlos desde ambos laterales.
Poco después de tomada la Escuela, se produjo la primera muerte de aquella segunda fase de la revolución.
Desde hacía varias horas, el general Alberto Morello intentaba ponerse en contacto con el coronel Brizuela para advertirle que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo en las unidades militares de la provincia y al no ubicarlo, despachó hacia el lugar al teniente coronel Ernesto Félix Frías a los efectos de que lo impusiera personalmente de la situación. Frías abordó un jeep y acompañado por un conductor enfiló hacia la Escuela de Infantería pero, en plena ruta, se topó con una patrulla de paracaidistas que le dio la voz de “alto”. Lejos de acatarla, ignoró la orden y siguió desplazándose en dirección al piquete.
-¡Por favor, no se mueva, mi teniente coronel!.– gritó el oficial a cargo al ver que Frías seguía avanzando - ¡¡Alto!!
El desenlace fue tremendo. En vista de que el oficial leal continuaba acercándose decidido hacia la posición, los paracaidistas abrieron fuego y lo abatieron, en el momento en que aquel desenfundaba su arma. Quedó tendido sobre el asfalto, sin vida, en medio de un charco de sangre.
En ese preciso momento la Escuela de Infantería encendió sus luces para que la tropa se vistiese y armase, evidenciando que el factor sorpresa con que contaban las fuerzas revolucionarias se había perdido.
En un último intento por evitar un inútil derramamiento de sangre, Lonardi telefoneó a la Escuela de Infantería para hablar con su jefe, pero Brizuela colgó sin entablar diálogo. Y cuando después de un segundo llamado se negó a cruzar palabra, quedó en evidencia que el combate era inevitable.
Todo estaba listo en la Escuela de Artillería, con todas sus piezas apuntando a su par de Infantería y sus hombres dispuestos a entrar en acción.
En la Escuela de Tropas Aerotransportadas, en tanto, el capitán Arruabarrena aguardaba con todo su personal desplegado. Para entonces, Lonardi había intentado, una vez más, entablar diálogo con el coronel Brizuela y ante una nueva negativa, no tuvo más remedio que dar comienzo a las hostilidades. Con pena y dolor, aunque con absoluta decisión, se encaminó hacia su puesto de mando, en lo alto del tanque de agua de la unidad militar, acompañado por su viejo y leal amigo, el coronel Ossorio Arana y a las 01.00 horas del 16 de septiembre, ordenó el ataque.
En la medianoche del 15 de septiembre, el capitán de fragata Carlos Sánchez Sañudo se presentó en el domicilio particular del almirante Rojas, en la Base Aeronaval de Punta Indio, para anunciarle que la hora establecida por el comando revolucionario había llegado.
-Señor almirante: son las doce.
Rojas, que en esos momentos leía un libro sentado en uno de los sillones del living, se incorporó y desde su teléfono convocó a reunión en su despacho, a todos los miembros de su estado mayor integrado por su comandante, el capitán Jorge Palma, el propio Sánchez Sañudo como jefe de Comunicaciones, el capitán de fragata Silvio René Casinelli a cargo de Operaciones, su ayudante, el capitán de corbeta Andrés Troppea y el jefe de la Escuadra de Ríos, capitán de navío Fernando Muro de Nadal.
Durante el cónclave, Muro de Nadal puso en duda el éxito de la operación debido a la falta de oficiales del Ejército comprometidos y en esas estaba, explicando su punto de vista, cuando entró en el recinto un teniente para anunciar que el general Juan José Uranga acababa de llegar, acompañado por dos de sus sobrinos, oficiales también, que lo traían en auto desde Rosario. Era la señal que Rojas esperada, razón por la cual, sin perder tiempo, ordenó el alistamiento de los destructores “La Rioja” y “Cervantes”, para que en las primeras horas del día ganaran aguas abiertas y establecieran el bloqueo del Río de la Plata. Al mismo tiempo, se impartieron directivas destinadas al capitán de corbeta Mariano Queirel para que zarpara hacia la isla Martín García a bordo de una lancha torpedera, a efectos de que la Escuela de Marinería despachase desde allí a todos sus efectivos con el objeto de reforzar Río Santiago. Inmediatamente después, se ordenó el alistamiento de la base.
El mismo comenzó a las 03.00 de la mañana del 16 cuando los oficiales navales, haciendo sonar sus silbatos, encendieron las luces de las habitaciones y ordenaron a los cadetes de 1º y 2º año que en esos momentos dormían, saltar de sus indicativa de vestirse y preparar sus bolsos para embarcar. Les llamó poderosamente la atención que muchos de los que impartían las órdenes eran cadetes de 4º año vestidos con ropa de combate y que la base se hallase totalmente iluminada.
Cuando los marineros salieron a los pasillos, notaron que había oficiales del Ejército que también vestían uniformes de combate y entonces comprendieron que algo grave estaba ocurriendo.
La tropa fue conducida al patio de estudios y, una vez allí, se la hizo formar en cuadro. Recién entonces, los cadetes se dieron cuenta que la máxima autoridad de la base, el almirante Isaac Francisco Rojas, se encontraba en el lugar junto a otros oficiales, uno de los cuales, el capitán de fragata Bassi (jefe del Cuerpo), dio un paso adelante para hacer uso de la palabra.
Por boca de su superior, los cadetes, escucharon atónitos que la Armada se había rebelado contra el gobierno y que se aprestaba a entrar en combate para derrocarlo. Acto seguido, el jefe de los cadetes de 4º año anunció en voz alta que aquel que no estuviese de acuerdo con lo que iba a suceder debía dar un paso al frente y luego esperó. La consigna era no involucrar a aquellos que no estuvieran de acuerdo con la revolución aclarándose muy especialmente que no se iba a tomar ningún tipo de represalia. Como refiere Isidoro Ruiz Moreno, para su satisfacción y la de sus superiores, ninguno se movió.
En ese mismo momento los cadetes de preparatoria, entre quienes se hallaban los hijos de Rojas y Rial, fueron despertados por su jefe, el teniente Jorge Isaac Anaya6, encargado de imponerlos de la novedad, antes e ordenar su alistamiento para cumplir tareas auxiliares y de guardia.
Infantes de Marina por un lado y cadetes por el otro, fueron ocupando posiciones de combate y varios más formaron en fila para abordar las unidades navales a las que habían sido asignados.
En los destructores “Cervantes” y “La Rioja”, sus comandantes, los capitanes de fragata Pedro J. Gnavi y Rafael A. Palomeque, supervisaban el alistamiento mientras impartían directivas constantemente. Debían zarpar una vez que los preparativos hubiesen finalizado, después de recibir el plan de operaciones de manos del capitán Sánchez Sañudo.
Los cadetes se alinearon junto al “Hall de las Batallas”, amplio salón adornado por magníficos cuadros que representaban las principales batallas navales de nuestras guerras decimonónicas y desde allí marcharon encolumnados para embarcar, saludados por el director de la Escuela Naval y los miembros de su estado mayor.
Una vez en los muelles del canal que separaba a la Escuela de los Astilleros, los marineros comenzaron a abordar, los de mayor edad y mejor adiestrados ocupando sus puestos junto a las piezas de artillería y comunicaciones y los menores, los de vigilancia, sobre el puente de mando.
En la cercana ciudad de La Plata, el teniente de navío Juan Manuel Jiménez Baliani, dormía junto a su esposa cuando un timbre prolongado e insistente lo despertó en medio de la noche. Sumamente preocupado, se quedó quieto en la cama pues en aquellos días, las historias de detenciones a altas horas de la madrugada eran moneda corriente. Permaneció sin moverse cerca de medio minuto esperando en lo más profundo de su ser, que se hubiera tratado de un sueño, cuando un segundo toque lo sobresaltó. Aún en la obscuridad, pudo ver que su despertador marcaba las 04.00 de la mañana y eso lo inquietó aún más.
Su esposa estaba despierta cuando se levantó. Le dijo que se quedara tranquila y que iba a ver de que se trataba, y mientras se colocaba las pantuflas, se dirigió a la puerta de entrada, sin prender ninguna luz.
Manteniendo la puerta cerrada preguntó quien era y del otro lado, una voz débil le respondió:
-Teniente Pérez, de la Escuela de Aplicación de Oficiales, señor.
Recién entonces Jiménez Baliani abrió y se asomó fuera. Pudo ver que, efectivamente, se trataba de un oficial de la Armada luciendo su uniforme, pero no lo conocía.
-Muéstreme su identificación – le dijo al recién llegado.
El oficial obedeció extendiéndole su credencial y después de echarle una detenida mirada al documento, Jiménez Baliani preguntó, en un tono que evidenciaba molestia y falta de cortesía.
-¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
-Me han dado la orden que le informe que se debe presentar de inmediato a su destino. La situación hace que esto sea urgente. Se ha dispuesto el alistamiento de todas las unidades.
-Muy bien. Gracias –respondió- Me presentaré de inmediato.
-Lo espero, señor. Tengo en la puerta un jeep estacionado, para llevarlo a la base.
Como Jiménez desconocía al oficial que tenía enfrente, desconfió y le respondió que no era necesario que lo esperase porque iba a ir en su propio automóvil.
-¡Es que se va a hacer tarde! – insistió el joven teniente.
-¡Retírese! –le ordenó el oficial- me presentaré a mi destino de inmediato. Vaya a cumplir con otros deberes que tenga.
-Bien, señor. Buenas noches – fe la respuesta, y acto seguido, el subalterno abordó su jeep y se retiró.
Jiménez Baliani cerró la puerta y al ver a su esposa parada en el pasillo, le dijo que se cambiase de ropa porque debía llevarlo inmediatamente a Río Santiago. Se vistieron apresuradamente y en medio de la noche, salieron al exterior y subieron al automóvil que se hallaba estacionado en la puerta, la mujer al volante y el oficial a su lado.
Tomaron por las desiertas calles suburbanas y enfilando hacia Ensenada, se internaron en el descampado, atravesando previamente un barrio de emergencia a mitad de camino, donde la mujer aceleró la marcha cuando creyeron ver movimientos.
Llegaron así a las puertas del Astillero, donde encontraron los portones de hierro cerrados y a la guardia apostada indicándoles detener la marcha mientras los encandilaba iluminándolos con unos focos extremadamente poderosos. Sin moverse del rodado vieron a un oficial de la Infantería de Marina que se les acercaba iluminándolos con una linterna. Al llegar junto a la ventanilla, el marino reconoció al teniente Jiménez, lo saludó haciéndole la venia:
-Buenos días. ¿Hacia donde se dirige?
-Al torpedero “La Rioja”, donde estoy destinado.
-Bien –fue la respuesta- descienda del auto y diríjase al muelle a pie. Conviene que se apure.
Amanecía cuando Jiménez Baliani se despidió de su esposa y descendió del auto. La joven mujer permaneció en el interior del vehículo, con las manos al volante y el motor encendido, mirando como su marido cruzaba el portón y se alejaba. Recién entonces se atrevió a hablar para preguntarle al oficial de guardia si se podía quedar allí estacionada hasta que aclarara ya que tenía temor de regresar sola.
-Señor, ¿podría quedarme a un costado, cerca de la reja, hasta que amanezca y haya luz suficiente como para regresar sin problemas?
-Señora –le respondió cortésmente el marino - ¿Usted sabe manejar bien?
-Si – respondió ella.
-Entonces no espere ni un minuto. Dentro de media hora aquí se arma la maroma”. Váyase cuanto antes y que tenga suerte.
-Gracias – respondió la señora. Y poniendo primera, se alejó del lugar, presa de viva preocupación.
La esposa de Jiménez regresaba a su domicilio mientras su marido apuraba el paso por los caminos internos del astillero en dirección a los muelles. Fue una imprudencia de su parte haberse hecho llevar hasta la base porque los lugares por los que debió pasar de ida y vuelta eran inseguros y porque era inminente un enfrentamiento a gran escala.
Una vez en el muelle, vio al personal formando dos hileras, listo para abordar y al capitán de corbeta Carlos F. Peralta, su segundo comandante, supervisando la alineación junto a dos oficiales.
De una lista, previamente preparada, iban nombrando los apellidos de quienes constituirían la tripulación que saldría a navegar. Cuando alguien era nombrado, respondía ¡Presente! y se encaminaba a bordo.
Me presenté al Segundo Comandante quien en breves palabras me impuso de mis obligaciones: preparar el armamento para el combate. Tenía dos ayudantes: el permanente que era el en ese entonces teniente Juan R. Ayala Torales y uno temporario, el teniente Federico Ríos, cursante de la Escuela de Aplicación de Oficiales, que había sido designado para esta oportunidad.
Jiménez Baliani fue puesto al tanto de lo que estaba ocurriendo y de esa manera supo que una vez embarcado el personal, los buques se harían a la mar en misión de guerra.
Mientras tanto, la base organizaba presurosamente su dispositivo defensivo a las órdenes del capitán de navío Carlos Bourel, que para ello contaba con efectivos de Infantería de Marina y oficiales del Ejército. Se ubicaron puestos de francotiradores en diferentes puntos de las instalaciones y se alistaron las piezas de artillería de los patrulleros “King” y “Murature”, el primero de ellos en reparaciones. Una vez iniciada la revolución, el alto mando rebelde esperaba la reacción del Regimiento 7 de Infantería y el Comando de la II División con asiento en La Plata a las órdenes del general Heraclio Ferrazzano, por lo que sus movimientos, a esa hora de la madrugada, eran febriles.
Notas
- Ese día, el Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas de las Fuerzas Armadas había organizado una demostración de tiro a la que fueron especialmente invitados los agregados militares y corresponsales de guerra de diferentes países. Debía concurrir la totalidad de los oficiales de la Escuela de Artillería, casi todos comprometidos con el alzamiento.
- Tal como relata Isidoro Ruiz Moreno, en aquellos días, el domicilio y los movimientos del capitán Rial eran monitoreados por personal de seguridad que se desplazaba a bordo de un automóvil con patente Nº 340 de la provincia de Buenos Aires.
- El desplazamiento de la tropa debía realizarse en las BDI Nº 6 y Nº 11
- Se hallaba ubicado en la intersección de Buenos Aires con Obispo Oro.
- En la mencionada residencia se disponían a pasar el fin de semana el dueño de casa, su esposa Irene Gravier y sus siete hijos. Luis Ernesto Lonardi recuerda en Dios es Justo a uno de ellos, Irene de la Torre, encantadora jovencita de 15 años de edad, que les preparó y sirvió alimentos y bebidas con gran presencia de ánimo, entusiasmada por prestar su colaboración.
- En 1982 sería el exponente más duro de de la Junta Militar que desencadenó la guerra del Atlántico Sur.
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