Efectivos rebeldes toman ubicación en inmediaciones del antiguo Cabildo donde resisten las fuerzas peronistas (Fotografía: Jorge R. Schneider)
El reinicio de las hostilidades
La noche del 16 de septiembre de 1955, una bengala roja partió desde la Escuela de Artillería cortando al medio la obscuridad de la noche. Desde su posición, en el extremo oriental de la unidad militar, Luis Ernesto Lonardi miró su reloj y vio que las agujas marcaban las 02.00: era la señal esperada.
En ese mismo momento su padre, el general Eduardo Lonardi, ubicado en su puesto de mando en lo alto del tanque de agua, tomó el teléfono de campaña y con firme tono de voz ordenó abrir fuego. Casi al instante, los cañones atronaron la zona, despidiendo llamaradas de fuego que iluminaron tenebrosmente el sector y una lluvia de proyectiles se abatió sobre la Escuela de Infantería alcanzando diversos puntos y provocando los primeros daños en los edificios y el gran playón central que dominaba su perímetro. Una bomba cortó los cables de electricidad, sumiendo la zona en la más absoluta obscuridad.
El coronel Brizuela, jefe de la unidad atacada, ordenó a sus tropas abandonar los edificios y las concentró en el sector de las caballerizas, ubicadas en la parte posterior, alejándolas lo más posible de la zona batida. Sin embargo, en aquellos primeros minutos ya se habían producido numerosas bajas, entre ellas un cabo, decapitado por un proyectil en el puesto de guardia y varios soldados en la Compañía de Aspirantes.
Presa del pánico, los caballos destrozaron los alambrados y se dispersaron por el campo, aumentando notorimente la confusión entre los combatientes mientras las balas trazadoras surcaban la zona y los impactos desprendían esquirlas por doquier.
Desde la Compañía de Aspirantes una ametralladora pesada accionada por el subteniente Enrique Baltar fue la primera en responder la agresión.
Hubo desorden entre las tropas de Infantería cuando abandonaban el cuartel pero pasado el efecto sorpresa, las mismas se reagruparon ordenadamente y desde las caballerizas, apuntaron sus baterías hacia las fuerzas rebeldes para abrir fuego.
En la Escuela de Tropas Aerotransportadas, los paracaidistas disparaban su piezas de artillería cuando cayeron sobre ellos las primeras descargas enemigas.
Su comandante, el capitán Mario Arruabarrena, impartía indicaciones desde una trinchera en la que se hallaba a cubierto junto al teniente primero Julio Fernández Torres, el teniente Alfredo Viola Dellepiane y dos soldados.
En pleno combate, Arruabarrena le ordenó a Fernández Torres correr hasta el teléfono del edificio principal y una vez allí establecer contacto con la Escuela de Infantería para intimar a su jefe a rendición. Fernández Torres atribuiría a la providencia, lo que ocurrió a continuación.
Cumpliendo la directiva, el oficial se incorporó y se lanzó a toda carrera hacia el Casino de Oficiales casi en el mismo momento en que una explosión a sus espaldas, lo arrojó violentamente al suelo. Al darse vuelta vio que una bomba había caído en la trinchera y que de la misma se desprendían llamaradas y una gruesa columna de humo.
Con el infernal sonido de los estallidos y disparos dominando la escena, Fernández Torres regresó a la posición para socorrer a sus camaradas pero al llegar, vio que solo vivía uno de los soldados que, gravemente herido, murió al ser evacuado hacia la enfermería.
La bocina de un automóvil dañado sonaba insistentemente cuando Fernández Torres pugnaba por cumplir la orden que le había dado su fallecido superior pero cuando llegó al lugar, notó que el aparato estaba destruido, al igual que el edificio que lo rodeaba1.
Mientras los cañones del mayor Quijano batían las posiciones leales, el capitán Molina, siguiendo instrucciones de Lonardi, se dirigió hacia la Escuela de Aviación para imponerse de su situación desde ese punto, para informar a sus superiores que la misma se hallaba en poder de los rebeldes, tranquilizando al alto mando con esa novedad, que de manera inmediata, dispuso movilizar una sección de aspirantes para brindarle cobertura.
Era de noche todavía cuando una bomba impactó en las caballerizas, matando a seis soldados y a unos cincuenta caballos. Frente al casino de oficiales, el teniente primero Anselmo Matteoda respondía incesantemente el ataque, disparando sus cuatro piezas Bofors 7,5 mm.
El tremendo cañoneo al que estaba siendo sometida la Escuela de Infantería no había disminuido su poderío y una vez reagrupados, los 2000 efectivos que componían su guarnición iniciaron el avance. Firme y decidido, el coronel Brizuela ordenó una maniobra envolvente con la idea de cercar la escuela enemiga y aislarla del resto de las unidades en un movimiento de pinzas.
La infantería inició la marcha en dirección a La Calera, demostrando su alto grado de preparación y en medio de la noche cruzó la ruta a la carrera llevando a cuestas sus morteros y ametralladoras pesadas. El movimiento, sin embargo, debilitó un tanto su defensa, hecho que aprovechó el capitán Juan José Claisse para atacar de frente a la cabeza de su sección.
Claisse cargó a la carrera, ametrallando las posiciones enemigas con la intención de adueñarse de las instalaciones, un paso audaz que pudo haber definido ahí mismo el combate. Sin embargo, una comunicación de último momento, lo puso al tanto de que en ese mismo instante, la Escuela de Artillería estaba siendo atacada.
Después de tomar a varios prisioneros y de cargar armas, municiones y un par de cañones Krupp, el decidido oficial emprendió el regreso, llevando consigo a los efectivos capturados. Al verlo venir el capitán Luis Ernesto Lonardi se adelantó para brindar su colaboración y a punto estuvo de perder la vida cuando, en el fragor del combate, la gente de Claisse estuvo a punto de abrir fuego, creyéndolo enemigo.
-¡¡Santo y seña!! – se le exigió a los gritos.
-¡¡Dios es Justo!! – fue la respuesta.
La lucha se prolongó con increíble violencia durante toda la noche y con las primeras luces del día, la situación comenzó a inclinarse lentamente a favor de las fuerzas leales.
La Infantería se había aproximado a “tiro de fusil” y atacaba desde diferentes ángulos con intenso fuego de morteros y ametralladoras pesadas, presionando a los rebeldes quienes, carentes suficientes tropas, solo disponían de los servidores de las piezas para combatir. Por esa razón, el capitán Molina solicitó desde la Escuela de Aviación Militar, el envío de aviones de combate, para que realizasen vuelos intimidatorios sobre las fuerzas leales. El comodoro Krausse se apresuró a cumplir la orden pero a falta de tiempo, despachó los aparatos sin armamento.
Desde su puesto de observación, en lo alto del tanque de agua de la Escuela de Artillería, el general Lonardi y el coronel Ossorio Arana observaban con sus prismáticos el desarrollo de la batalla cuando recibieron informes de que el coronel Brizuela exigía la rendición.
Lonardi fue terminante al momento de responder.
-¡Dígale que dejaremos de combatir cuando no quede un solo hombre para defender la Escuela!
Ante tal actitud, las tropas leales recrudecieron sus embates y comenzaron a presionar desde diferentes sectores.
En esos momentos, un cañón de 155 al mando del teniente Jorge Albertelli, disparaba desde la pista de aterrizaje intentando apoyar a la sección del teniente primero Matteoda, que recibía permanente fuego de ametralladoras antiaéreas y antitanques de 12,7mm, que le perforaron los blindajes de muchas de sus piezas.
Fue en ese momento, que se produjo el asalto de la sección de Infantería del subteniente Fausto González, iniciando una fuerte embestida inmediatamente después que el teniente coronel Pedro Esteban Cerrutti solicitara por radio neutralizar la batería que disparaba desde el casino de oficiales.
González efectuó un rodeo y llegó por la parte posterior, para abrir fuego desde ese sector. Los infantes ametrallaron la posición y forzaron a los artilleros a retirarse, dejando abandonadas sus piezas al correr en busca de protección hacia las cercanas trincheras.
González tomó el control del área pero a la media hora comenzó a recibir fuego desde la Escuela de Tropas Aerotransportadas, motivo por el cual, ordenó un cambio de posición, que los puso a cubierto de las seis ametralladoras pesadas de la sección del capitán Claisse. Sus hombres se echaron cuerpo a tierra y se aferraron al terreno sin dejar de disparar.
En esos momentos, secciones leales realizaban movimientos envolventes, convergiendo con gran destreza sobre el edificio de la Mayoría, al que tomaron y desalojaron con rapidez. Sin embargo, tropas rebeldes intentaron recuperar la posición, trabándose en intensa lucha con ellas. Desde ese y otros puntos, la Infantería disparaba con violencia sobre las posiciones revolucionarias, comprometiendo notablemente su situación.
Siempre atacado desde la parte posterior, Matteoda ordenó a sus efectivos cubrirse y así permanecieron en espera de que una breve pausa les permitiese girar sus piezas.
La Escuela de Artillería parecía a punto de sucumbir, batida desde la parte posterior y sin poder dar vuelta sus baterías y así lo comprendió el propio general Lonardi cuando se lo manifestó a su amigo.
-Bueno Ossorio, parece que perdimos. Pero no nos vamos a rendir. Vamos a morir peleando.
El general Lonardi era un hombre extremadamente valiente por lo que su segundo comprendió que sus palabras no eran en vano. Militar profesional, nacionalista católico por convicción y hombre de honor, estaba decidido a cumplir esa premisa antes que capitular.
Ese fue el momento en que el bravo oficial Matteoda vio que era posible girar uno de sus cañones y así lo ordenó, perdiendo a uno de sus hombres en el intento.
-¡¡Ni uno solo se mueva!! – gritó al ver que algunos soldados se movían para rescatar a su compañero.
Sabía que la metralla enemiga los barrería sin piedad y no iba a permitir, bajo ningún concepto, que eso ocurriese. Fue entonces que el fuego pareció amainar, hecho que le permitió girar el resto de las baterías y apuntar con sus bocas hacia las nuevas posiciones del enemigo. Durante la maniobra cayó herido otro soldado, aunque levemente.
Mientras tanto, el ataque de las fuerzas peronistas continuaba con más fuerza que nunca.
Poco después de que aviones Percival, Fiat y Gloster Meteor sobrevolaran la zona de combate con el propósito de amedrentar a la Infantería, el coronel Brizuela ordenó el ataque simultáneo de dos compañías.
Las secciones iniciaron el avance a las 10.45 pero los violentos disparos de una pieza de 75 mm las detuvieron. Carentes de tropas adecuadas para el combate cuerpo a cuerpo, los efectivos de Artillería descargaron todo su arsenal, urgidos como estaban de contener el avance enemigo, objetivo que lograron con suma dificultad.
En ello se encontraban empeñadas ambas fuerzas cuando el fuego de las fuerzas leales comenzó a disminuir, acallando por completo alrededor de las 11.00. Aquello sorprendió a los rebeldes que en esos momentos se hallaban más debilitados que nunca y por esa razón, faltos de tropas adecuadas para ofrecer resistencia, permanecieron inmóviles en sus posiciones.
Pasado un breve lapso de tiempo, los efectivos rebeldes vieron avanzar un jeep con dos hombres, uno de los cuales portaba una bandera blanca. El vehículo conducía al teniente coronel Jorge Ernesto Piñeiro, subdirector de la Escuela de Infantería, quien se detuvo junto al teniente Augusto Alemanzor para preguntar por el general Lonardi. Traía un mensaje del coronel Brizuela, solicitando parlamentar, novedad que fue transmitida inmediatamente al comando revolucionario.
Lonardi aceptó el diálogo y Piñeiro partió inmediatamente para notificar a su jefe la novedad. Regresó en el mismo vehículo con Brizuela, deteniendo la marcha en la plazoleta del mástil, ubicada frente al edificio principal, donde el propio Lonardi y parte de su alto mando, esperaban.
Al descender del vehículo, Brizuela recibió el saludado del jefe rebelde quien, acto seguido, lo invitó a tomar asiento en un banco de la plazoleta, bajo el cielo despejado. A unos pasos de distancia, Piñeiro por las fuerzas leales y Ossorio Arana y Luis Ernesto Lonardi por los sublevados, aguardaban atentos el desarrollo de los acontecimientos.
Lo primero que hizo Lonardi fue felicitar a su oponente por el profesionalismo y el ardor con el que habían combatido sus efectivos.
-Coronel, sus hombres han evidenciado una gran moral, coraje y espíritu de cuerpo y de lucha -manifestó- Se ha hecho acreedor a la consideración y admiración de los que hemos sido sus adversarios. Con todo dolor me he visto obligado a abrir fuego contra su cuartel. No quedaba otra alternativa y he tenido en cuenta los supremos intereses de la Nación. Estamos dispuestos a morir combatiendo si fuera necesario.
-Me duele profundamente lo que se le ha hecho a mi Escuela – respondió
Brizuela – pero pese a las bajas, que han sido elevadas, estamos dispuestos a seguir la lucha porque no vemos las verdaderas causas de esta revolución.
Al escuchar eso, Lonardi intentó explicar esas causas.
-Sé que está actuando como un verdadero profesional, pero está equivocado, mi coronel, engañado por la distorsionada versión del gobierno que ha sumido a nuestra patria en el caos, desorientando de paso a las Fuerzas Armadas.
Lonardi siguió brindando detalles de la verdadera situación que atravesaba el país, en especial, la decadencia moral, política e institucional que por culpa de Perón padecía la sociedad, la persecución a la Iglesia y la división de las Fuerzas Armadas, a lo que su interlocutor respondió incrédulo, que no estaba al tanto de muchas de esas cosas que escuchaba.
-Reflexione, por favor, coronel y terminemos con esta lucha. Su Escuela ha salvado el honor y el país nos necesita más unidos que nunca.
Brizuela se detuvo a pensar unos instantes y luego dijo:
-General, en honor a la vida de mis hombres y con la esperanza que todo este asunto se resuelva de la mejor manera para bien de la República, doy por finalizada la lucha.
Lonardi y Brizuela se incorporaron y se estrecharon en un abrazo, abrazo que selló definitivamente aquel pacto de honor.
Tras nueve horas de intensa lucha, la batalla entre las escuelas de Infantería, Artillería y Tropas Aerotransportadas había finalizado, aunque a un elevado costo en muertos y heridos. Las sinceras palabras del general Lonardi y la escasez de municiones que padecía la primera, habían resuelto la situación.
Ruiz Moreno explica que la precipitada acción revolucionaria había obligado a las fuerzas leales a abandonar su cuartel, sin llevar consigo los elementos adecuados para imponerse. El hecho fue tomado como algo verdaderamente providencial porque, en el mismo momento en que la Infantería solicitaba parlamentar, la Artillería y los paracaidistas agotaban prácticamente su munición.
Lonardi le dijo a Brizuela que deseaba mantenerlo al frente de la Escuela de Infantería pero aquel rechazó la propuesta terminantemente. De todas maneras, en una actitud digna y caballeresca, se les ordenó a los efectivos rebeldes que formasen en el gran patio para rendir honores a las tropas leales y se autorizó a sus oficiales a conservar las armas.
La Infantería desfiló marcialmente frente a las tropas de Artillería y los paracaidistas, que observaron el paso del enemigo perfectamente alineados. De regreso en sus cuarteles, los infantes entregaron el armamento y se dispusieron a evacuar muertos y heridos, sabiendo, a esa altura, que ya no intervendrían en ningún otro combate y que se mantendrían neutrales hasta el final de la lucha2.
En la ciudad de Córdoba, a primera hora del día, el general Dalmiro Videla Balaguer, secundado por comandos civiles revolucionarios, instaló su cuartel general en el domicilio particular del ex juez de Río Cuarto, Dr. Tristán Castellano, Lavalleja 1479, Alta Córdoba, más allá del río Suquía3.
Desde diferentes sectores de la ciudad comenzaron a converger sobre ese punto civiles armados, decididos a participar en la lucha, a quienes recibía el general, enfundado en su uniforme, tomándoles previamente el juramento revolucionario que los obligaba a combatir hasta el fin.
Entre los comandos civiles presentes ese día, se encontraban el doctor Guillermo Saravia, el ingeniero Domingo Telasco Castellanos, el doctor Tello, Miguel Ángel Yadarola, Enrique Finochietti y los jóvenes Jorge Fernández Funes, Raúl Adolfo Picasso, Juan Bautista Picca y Carlos Carabba.
Se sorprendió Videla Balaguer al ver a varios sacerdotes dispuestos a combatir. Sin embargo, les ordenó retirarse porque, según su entender, la Iglesia no debía intervenir en el asunto. Por orden suya, el Dr. Saravia debía sacar de allí a los religiosos y alejarlos del peligro en su automóvil al mismo tiempo que Domingo Castellanos y un grupo de comandos partían hacia a un corralón que aquel poseía en la calle Santa Rosa al 500, para que una vez que el general Lonardi controlase las cercanas guarniciones militares, ocupasen los depósitos de la ESSO y asegurasen, el combustible para a la aviación.
Los mencionados comandos habían partido cuando a las seis de la mañana Videla Balaguer decidió precipitar imprudentemente los acontecimientos. Según cuenta Ruiz Moreno, tomó el teléfono y llamó a la operadora para comunicarse con las guarniciones militares de San Luis.
-Señorita, ¿usted es católica? – le preguntó a la telefonistaAl recibir respuesta afirmativa, se presentó, explicando que había estallado una revolución para derrocar a la tiranía y que necesitaba comunicarse urgentemente con las unidades militares puntanas.
La operadora comenzó a llorar y por esa razón, Videla Balaguer solicitó hablar con su superior. Como no pudieron comunicarlo, llamó al Regimiento de Infantería de Río Cuarto para exigirle su inmediata incorporación, pero la respuesta que recibió fue una rotunda negativa.
-Nosotros respondemos órdenes del general Sosa Molina- le dijo alguien al otro lado de la línea, y enseguida cortó.La situación volvió a repetirse cuando intentó lo mismo con el cercano Arsenal Holmberg y fue entonces que comprendió que su situación era realmente comprometida.
Aquellos llamados solo sirvieron para alertar a los escuchas gubernamentales quienes, a las 08.50 de aquella mañana, lograron identificar el lugar desde donde provenían.
No conforme con eso, el general rebelde hizo una nueva tentativa con el gobernador de la provincia de Córdoba, el aguerrido Dr. Raúl F. Luchini, a quien intimó rendirse y entregarse a las autoridades rebeldes.
-Señor gobernador; habla el general Videla Balaguer Las fuerzas de la revolución están triunfando. Le intimo la rendición en el plazo de tres horas; de lo contrario, lo responsabilizo por las consecuencias.
-¡¡Petiso de mierda!! -rugió Luchini al otro lado del teléfono- ¡¡cuando te agarre te hago fusilar!!
-Los insultos no me alcanzan. He salido a defender el honor nacional, las tradiciones argentinas y el orden jurídico. ¡Usted defiende bonos de automóviles! ¡Lo voy a pasar por las armas!Finalizado el diálogo, el gobernador cordobés tomó inmediato contacto con el general Alberto Morello y entre ambos acordaron la captura de Videla Balaguer y su gente, contra quienes se despacharon fuerzas de la policía provincial y una sección de Ejército a las órdenes del capitán Luciano Sachi, integrante del Servicio de Informaciones.
Mientras tenía lugar esa movilización, los milicianos rebeldes, unos veinte en total, aguardaban el desarrollo de los acontecimientos, casi todos en la planta alta de la residencia del Dr. Castellano. Policías y soldados no tardaron en llegar, para rodear el lugar y apostar efectivos en las calles y los techos cercanos.
El estudiante Miguel Ángel Yadarola controlaba la puerta de entrada, en el piso inferior, cuando unos golpes sonaron sobre la misma. Desde el exterior, una voz firme conminó a los comandos a rendirse y al no obtener respuesta, se retiró.
Inmediatamente después, se desató un feroz tiroteo.
Videla Balaguer dispuso poner a cubierto a la familia Castellano en una habitación y parapetó a su gente como mejor pudo, enviando a la mayoría al piso de arriba para que se guareciese como mejor pudiese. Una bala pegó contra el techo y se incrustó en la médula de Walter Allende, quien cayó pesadamente al suelo, sin moverse. Hacia él se arrastró Horacio Maldonado con la intención de atenderlo, pero nada pudo hacer.
El estudiante de Medicina Eduardo Flaurent se hallaba apostado en la parte posterior de la vivienda, armado con un rifle de caza mayor, cuando vio a dos hombres vestidos de civil que intentaban ingresar desde una casa vecina. No quiso dispararles y eso permitió a otros asaltantes colocar una escalera de mano y ametrallar el edificio. Las balas rozaron las cabezas de Flaurent y Videla Balaguer cuando este último, pistola en mano, se hallaba parado un poco más atrás.
Fue un error de Flaurent no haber disparado. Quizás se excedió en su celo por cumplir la orden de no abrir fuego hasta no tener un blanco seguro impartida por su jefe (era imperioso ahorrar municiones) o tal vez primó en él la inexperiencia, pero lo cierto es que su negligencia pudo haber desbaratado todo.
A esa altura el combate tenía un herido de extrema gravedad, Walter Allende y varios daños en la vivienda.
La policía efectuó una maniobra envolvente con el objeto de rodear la casa y en pleno tiroteo, el Dr. José Vicente Ferreira Soaje se arrastró hacia el teléfono para pedir ayuda. Mucho se sorprendió cuando, al colocar el auricular sobre su oído, notó que la línea todavía funcionaba. Sin perder tiempo llamó a su amigo, el doctor José Manuel Álvarez (h) y cuando aquel atendió, lo puso al tanto de lo que estaba ocurriendo. Desesperado le pidió ayuda y una vez que cortaron, su interlocutor se apresuró a telefonear a la Escuela de Aviación Militar para solicitar auxilio.
A todo esto, el gobernador Luchini se había instalado en el antiguo Cabildo cordobés, sede de la policía provincial, y desde allí mantenía permanente contacto con las autoridades de Buenos Aires, entre ellas, el general Lucero y el Ministerio del Interior. Por orden suya se instalaron puestos de control en los accesos a la ciudad y fueron puestas en estado de alerta, las comisarías del área y otras dependencias a efectos de neutralizar cualquier envío de refuerzos para Videla Balaguer.
Lucero se comunicó con el coronel Perkins, comandante de la División de Santa Fe y el general Alberto Morello, comandante de la Guarnición de Córdoba a quienes informó que fuerzas leales al mando del general José María Epifanio Sosa Molina, se movilizaban en su apoyo y le ordenó al primero, dirigirse al Batallón de Comunicaciones que por entonces era la única fuerza militar con asiento en la ciudad.
Morello dispuso la incorporación del Regimiento 14 de Infantería con asiento en Río Cuarto y con el armamento del Batallón de Comunicaciones, equipó a su oficialidad al tiempo que convocaba a los efectivos disponibles del Liceo Militar para reforzarlas.
Mientras tanto, en Parque Sarmiento, el brigadier Alberto Ferro Sassarego reunía más tropas y armamento junto a elementos de la Fuerza Aérea y el Instituto de Aeronáutica Militar, que se pusieron a las órdenes del general Morello.
Mientras los efectivos leales se concentraban en aquel punto, a cubierto de las incursiones aéreas bajo su frondosa arboleda, Morello decidió movilizarse en apoyo de la Escuela de Infantería y para ello se dirigió hacia Alta Gracia al frente de una extensa columna de vehículos con la que pensaba irrumpir en la zona de operaciones por el camino de Yocsina. Mientras tanto, rodeado por las fuerzas leales del Ejército y la policía provincial, Videla Balaguer y sus comandos resistían como mejor podían.
A poco de recibido el llamado del Dr. Álvarez (h), cerca de las 10.45, el comodoro Julio Krausse dispuso enviar un contingente armado para socorrer a los combatientes cercados en la casa del Dr. Castellano.
El capitán Luis Martín Avalle recibió la orden de alistar un batallón y romper el sitio al que estaba sometido Videla Balaguer y para ello convocó a los aspirantes más antiguos de 3º año, agregando como reserva a algunos de 2º. Inmediatamente después, abordó dos ómnibus militares y se dirigió velozmente hacia el centro de la ciudad, para cumplir la misión.
Llegó sin encontrar ningún tipo de obstáculo y a dos cuadras del objetivo ordenó detener la marcha. Según Isidoro Ruiz Moreno, no se escuchaban disparos cuando Avalle descendió de su vehículo pero pudo distinguir a varios policías parapetados en casas y techos de los alrededores, algunos de ellos en la esquina de Bedoya y Lavalleja.
Sin perder tiempo, ordenó a los ómnibus dirigirse hacia una calle lateral a los efectos de no ser descubierto y una vez fuera, indicó a su compañía, integrada por sesenta hombres, dividirse en dos para avanzar por las dos veredas de Lavalleja.
Los efectivos de la Fuerza Aérea iniciaron la marcha reduciendo a los cuadros policiales que iban encontrando en el camino, que se entregaron sin oponer resistencia. Sin embargo, en Bedoya y Lavalleja sus tropas fueron atacadas desde el interior de una vivienda y los techos de otras y eso las obligó a detenerse.
Un aspirante que en esos momentos cruzaba la calle, fue alcanzado en una pierna y rodó por el pavimento, para ser rescatado por sus compañeros mientras eran cubiertos con fuego graneado por el resto de la compañía.
Aquello dio tiempo al teniente Jorge Bravo Moyano, jefe de una de las secciones, para emplazar una ametralladora pesada y batir los puntos desde los cuales eran atacados.
Dejando a Bravo Moyano en el sector, Avalle hizo un rodeo para cubrir la retaguardia y el frente de su compañía, retrocediendo un par de cuadras hasta alcanzar el otro extremo de la calle Bedoya.
Pasaba la tropa frente a una sastrería de las inmediaciones cuando repentinamente, se abrió una puerta y un oficial, a quien Avalle conocía, se asomó y le hizo señas para entrar.
-¡Aquí hay un capitán que espera órdenes! –le dijo– ¡Vení a hablarle!
Avalle se dirigió hacia ese punto, creyendo que contaría con refuerzos pero al trasponer el umbral se encontró con varios individuos que le apuntaban con sus armas. Dos de ellos le cayeron encima y lo redujeron, sujetándolo por los brazos. Se trataba de oficiales de la Aeronáutica leales al gobierno que, en gran número, se habían escondido en el local.
Afuera, mientras tanto, el tiroteo arreciaba. Prisionero Avalle, Bravo Moyano se hizo cargo de la tropa y al frente de ella sostuvo su posición con firmeza pero viendo que era superado en número, ordenó adelantar sus posiciones, batiendo incesantemente los puntos desde donde la policía le disparaba.
En el trayecto, cayeron muertos los aspirantes Oscar Santucho y Julio Valverde y varios otros resultaron heridos. En ese mismo momento, apareció un Gloster Meteor rebelde que sobrevoló el sector pero por temor a impactar a la propia tropa, no hizo fuego. Sin embargo, su presencia cumplió su objetivo al amedrentar a las fuerzas del gobernador Luchini.
Mucho mejor entrenados, después de cuarenta minutos de combate, los efectivos de la Fuerza Aérea arrollaron a la policía forzando su capitulación o su retirada. Su armamento equiparaba la diferencia numérica y los agentes, poco a poco, comenzaron a ceder terreno. La mayoría fueron apresados y desarmados y el resto huyó, dejando a varios heridos a sus espaldas.
Finalizado el enfrentamiento, comenzó a renacer la calma en la casa del Dr. Castellano. Algunos de sus ocupantes se asomaron por las ventanas y al ver a los aviadores controlando la situación prorrumpieron en vivas y aplausos a la revolución. Profundamente católico, Videla Balaguer cayó de rodillas y haciendo la señal de la cruz, agradeció a la Virgen Santísima su providencial intervención.
Los comandos civiles ganaron el exterior y una vez en la calle, se abalanzaron sobre los policías prisioneros con la intención de fusilarlos. Bravo Moyano debió interponerse enérgicamente para evitarlo, ordenando a sus efectivos mantener a distancia a los milicianos, subir inmediatamente a los ómnibus y partir de inmediato hacia la Escuela de Infantería, para llevar a Videla Balaguer hasta el puesto de mando del general Lonardi.
Conduciendo a los prisioneros a punta de fusil, efectivos de la Aeronáutica y comandos civiles abordaron los vehículos y emprendieron la marcha. Cuenta Ruiz Moreno que en el trayecto se cruzaron con dos camiones repletos de tropas leales que se dirigían al domicilio del Dr. Castellano, provenientes del Batallón de Comunicaciones. Sin embargo, nada ocurrió gracias a la rápida reacción de un oficial rebelde que, al ver venir a esas fuerzas, se asomó por una ventanilla y lanzó un estentóreo “¡Viva la Patria!”, mientras agitaba con entusiasmo el brazo derecho. Los soldados leales los confundieron con tropa propia y respondieron de igual manera, sin que se produjera ningún enfrentamiento.
Al tiempo que los heridos de uno y otro bando eran evacuados en ambulancias y vehículos particulares, el comodoro Krausse encomendó al capitán Sergio Quiroga apoderarse de las antenas radiales cordobesa que desde el comienzo de las acciones emitían comunicados en favor del gobierno.
El aludido oficial partió a bordo de dos ómnibus y un jeep, al frente de una reducida fuerza de aspirantes reforzada por comandos civiles, llevando consigo un cañón antiaéreo. El primer teniente Bravo Moyano y el comando Eduardo Fleurent, veteranos ambos del combate en lo del Dr. Castellano, integraban la partida que enfiló decididamente hacia la localidad de Ferreyra con la misión de apoderarse de la estación LV2, ubicada sobre la Ruta Nacional Nº 9. Flaurent orientó a la columna evitando el Parque Sarmiento, porque se sabía que en ese punto se concentraban las fuerzas leales, ignorando que habían llevado detenido hacia allí al capitán Avalle.
La estación de radio cayó sin pelea porque en el lugar solo se encontraba el sereno junto a escaso personal civil. El capitán Quiroga, que también ocupó una fábrica de dulces contigua, ordenó a Bravo Moyano hacerse cargo de la situación y una vez en posesión de la emisora, procedió a transmitir el mensaje revolucionario.
-Diga lo que sea Bravo, pero diga algo – fue la orden.
Cumpliendo esa directiva, Bravo Moyano ordenó a los radioaficionados que integraban su destacamento, que se ocuparan de poner a punto el equipo de transmisión después de organizar el dispositivo de defensa en torno al edificio de la radio. Uno de ellos le explicó que el sereno lo había saboteado quitando parte del instrumental y que era imposible hacerlo funcionar por lo que el oficial, decidido a todo, desenfundó su pistola y apuntando directamente al empleado, amenazó con volarle la cabeza si no reponía los faltantes. El sereno no lo dudó un instante y al poco tiempo, el dispositivo funcionaba normalmente.
Una vez finalizada la emisión, “La Voz de la Libertad”, tal como se bautizó a la emisora, transmitió apresuradamente varias proclamas, una de ellas, la breve arenga del capitán Quiroga y poco después se desconectaron apresuradamente los equipos porque se quería evitar que los mismos fueran inutilizados desde la central de Córdoba por medio de descargas eléctricas.
El capitán Quiroga se puso en marcha en dirección a la capital provincial y al llegar al arco de entrada de la ciudad, se detuvo para ocupar el puesto policial que allí funcionaba. Para su sorpresa, descubrió que en el lugar se hallaban detenidos varios oficiales del Ejército que habían llegado desde Junín esa misma mañana, después de intentar en vano rebelar al Regimiento 1 de Artillería de aquella localidad. Se trataba del coronel Francisco Zerda, del teniente coronel Carlos Godoy, del mayor Lisandro Segura Levalle, del capitán Alfredo Matteri y del teniente primero Carlos Goñi.
Donde sí hubo pelea fue en la estación transmisora LV3, cuyas instalaciones se hallaban ubicadas sobre la avenida Rafael Núñez, en el Cerro de las Rosas y habían sido hostigadas por la aviación.
La columna de Quiroga atravesó la ciudad y a medida que se aproximaba a la emisora, comenzó a aminorar la velocidad. Muy cerca de la radio se hallaban la Comisaría 3ª y el cuartel de Bomberos, dos instituciones que respondían a los mandos leales, razón por la cual, decidió detener la marcha una cuadra antes.
Un rápido vistazo, permitió ver a Quiroga lo difícil de la situación. Ubicada en pleno centro, sobre una calle estrecha, sin ningún árbol que cubriese su avance, la central constituía un blanco difícil. Por esa razón, mandó apostar el cañón y las dos ametralladoras pesadas Colt 7,65 mientras él se adelantaba acompañado por el alférez Arnoldo Salas. Evidentemente los estaban vigilando porque desde los techos de la comisaría comenzaron a disparar.
Quiroga y Salas buscaron protección y abrieron fuego, acribillaron el frente de la dependencia. Alguien a sus espaldas, les disparó desde una casa particular, impactando con sus balas en una pared cercana, rozando la cabeza del primero. Quiroga giró y respondió con una ráfaga de metralla que alcanzó al agresor en el hombro y lo dejó tendido, fuera de combate.
Cuando los policías divisaron al resto de la columna y a los comandos civiles que avanzaban por la calle, depusieron su actitud y se entregaron. Los paracaidistas los encerraron en las celdas y procedieron a evacuar al herido hacia el Hospital de Clínicas, no sin antes adoptar ciertas medidas se seguridad, pero la lucha no había finalizado. En la estación LV3 las fuerzas rebeldes fueron recibidas a tiros y sufrieron la baja de un soldado, que quedó tendido sobre la calle, gravemente herido. En pleno intercambio de disparos, el capitán Adolfo Valis apuntó el cañón y cuando estaba por disparar, los defensores de la radio, todos ellos agentes policiales, se rindieron.
Dueño del edificio, Quiroga apostó una guardia, a la que reforzó con elementos civiles y después de transmitir las proclamas revolucionarias, se encaminó a LW1, en las afueras de la ciudad, emisora que capturó sin lucha a las 12.45.
Cumplida la misión, emprendió el regreso a la Escuela de Aviación Militar para dar parte al comodoro Krausse de los detalles de la operación.
El primer día de guerra, la Fuerza Aérea rebelde llevó a cabo numerosas misiones de combate.
A las 06.35 dos biplazas I.Ae DL-22 de fabricación nacional despegaron de la Escuela de Aviación Militar para ametrallar posiciones en la Escuela de Infantería. Quince minutos después, un tercer aparato de iguales características repitió la operación y a las 07.20 tres Beechckraft AT-11 sobrevolaron los blancos a baja altura, en misión de exploración.
Una vez de regreso, decoló un biplaza Percival MK.1 Prentice que debía explorar el camino que unía a la Escuela de Aviación con la ciudad de Córdoba. La aeronave sobrevoló la capital a muy baja altura para observar los cuarteles de Policía y Bomberos4 próximos a la radioemisora LV3, sin detectar nada.
Otros dos Percival arrojaron volantes con consignas revolucionarias sobre la ciudad y en la siguiente salida, uno de esos aparatos detectó movimiento en los cuarteles del Regimiento 4 de Comunicaciones, novedad que su piloto se apresuró comunicar la novedad al comando de Escuela de Aviación Militar.
Como el total de los suboficiales se hallaba empeñado en combate o se había pronunciado a favor del gobierno, las tareas en tierra (carga de municiones y combustible, transporte y montaje de bombas, abastecimiento y reparación) fueron asumidas por oficiales y cadetes.
A las 09.15 partió de la Escuela de Aviación Militar un DL22 armado con ametralladoras Lewis, para sobrevolar la Central de Policía e impedir la concentración de efectivos y municiones. A las 10.30 tres Fiat G.46, hicieron lo propio sobre la ciudad5, y a las 12.00 un cuarto aparato de iguales características hizo varias pasadas sobre la fábrica “Kaiser”, cerca de la cual, se habían detectado vehículos de diversos tipos (camiones, ómnibus, jeeps) que avanzaban por el camino de Córdoba a Alta Gracia. El G.46 efectuó una pasada a baja altura y pudo ver como la columna se detenía y sus efectivos corrían en pos de cobertura, echándose cuerpo a tierra o dispersándose por el terreno en busca de protección.
Casi al mismo tiempo, un Beechcraft AT-11 detectó una segunda columna motorizada integrada por vehículos militares y civiles, los últimos pertenecientes a la Fundación Eva Perón, cuando se dirigían hacia Alta Gracia por el camino de Villa Carlos Paz. Informada la novedad, la torre de control de la EAM dispuso atacarla y para ello, le ordenó al piloto que procediera.
Recibida la directiva, el aparato se lanzó en picada y arrojó sobre la columna sus dos bombas de napalm de 50 kilogramos, ninguna de las cuales explotó. Pese a ello, los vehículos detuvieron su avance y el personal se dispersó rápidamente en diversas direcciones. El piloto informó los resultados del ataque a la torre y solicitó el despegue de más aviones para llevar a cabo una segunda embestida.
Un segundo AT-11 decoló de la Escuela de Aviación Militar para efectuar una nueva pasada sobre la extensa hilera de camiones, jeeps y ómnibus mientras disparaba sus cañones pero en la corrida de tiro recibió intenso fuego de armas livianas que le perforó su tanque izquierdo. Le siguió un DL-22 volvió a ametrallar la extensa hilera de vehículos, e inmediatamente después se retiró para dar paso a otros aviones que efectuaron ataques similares. Permanentemente hostigada, la columna motorizada se replegó hacia Alta Gracia en busca de protección.
Aviones DL-22 realizaron ataques en picada sobre LV3, antes de que la estación cayera en manos rebeldes, forzando la retirada de los efectivos policiales que la custodiaban. A las 12.45 un Percival sobrevoló LW1 en el preciso momento en que la sección del teniente Quiroga ocupaba la estación y menos de una hora después (13.30) dos Avro Lincoln procedentes de Morón, tripulados por los capitanes Ricardo Rossi y Orlando Cappellini, aterrizaron en la Escuela de Aviación Militar para plegarse al alzamiento.
Por su potencial de fuego y su alta performance, los aparatos constituían un arma formidable que vino a reforzar notablemente la delicada situación de las fuerzas rebeldes.
A las 15.00 solicitaron autorización para aterrizar otros tres Avro Lincoln y a esa misma hora, dos Percival sobrevolaron Córdoba para propalar por su parlante, los móviles de la revolución y arrojar volantes con sus proclamas.
A las 16.30 un AT-11 detectó concentración de vehículos militares en el aeroclub “60 Cuadras” y en una segunda pasada comprobó que varios camiones, cañones y efectivos se hallaban ocultos bajo los árboles y los hangares y que había tropas parapetadas en posición de combate a ambos lados del camino, en dirección oeste.
El avión recibió nutrido fuego de ametralladoras cuyos proyectiles de 12,7, le dañaron el depósito de aceite izquierdo y por esa razón debió retirarse para aterrizar minutos después, en la Escuela de Aviación Militar donde su piloto se apresuró a transmitir sus observaciones y las incidencias del vuelo.
Mientras los mecánicos y el personal de tierra procedía a reparar los daños del Percival, decoló el Avro Lincoln del capitán Cappellini para bombardear las instalaciones del aeroclub “60 Cuadras” donde según las últimas observaciones, se concentraban tropas leales.
El piloto cumplió su cometido con absoluta determinación. Ubicado el blanco, descendió varios metros y entrando en corrida de bombardeo, abrió sus compuertas y dejó caer las bombas. En una segunda pasada, se aproximó a vuelo rasante ametrallando las posiciones enemigas, que duramente castigadas, se vieron obligadas a desalojar el sector y emprender la retirada, llevándose consigo muertos y heridos.
Media hora después un AT-11 acribilló a esas tropas cuando se desplazaban por la Ruta Provincial Nº 5, en dirección a Alta Gracia y dos DL-22 realizaron un segundo bombardeo sobre el aeroclub “60 Cuadras”, siendo repelidos ambos por nutrido fuego de ametralladoras antiaéreas.
A las 17.10 un nuevo AT-11 sobrevoló la capital cordobesa en apoyo de las fuerzas que en esos momentos atacaban el Cabildo y a las 17.30 un Percival que volaba a baja altura arrojó volantes, seguido por otro, veinte minutos después.
Las últimas incursiones del día tuvieron lugar a las 19.00 cuando un DL-22 ametralló nuevamente a las tropas en Alta Gracia, efectuando varias pasadas rasantes mientras recibía fuego desde varios puntos de la ciudad. A las 22.00 un AT-11 que llevaba a cabo una misión de reconocimiento nocturno, arrojó bengalas en las inmediaciones de la fábrica “Kaiser” y en la antigua Escuela de Paracaidistas, facilitando la incursión de un Avro Lincoln que veinte minutos después bombardeó el aeródromo de Ferreyra.
El aparato recibió fuego antiaéreo que le perforó sus tanques de combustible, y lo obligó a efectuar un aterrizaje de emergencia. A las 23.15 otro AT-11 cargado de bengalas y bombas de napalm, despegó de la Escuela de Aviación Militar para atacar una columna de vehículos de la CGT que se desplazaba por el camino que une Ferreyra con Oliva6, e inmediatamente después, se retiró.
Esa misma noche la Fuerza Aérea rebelde programó una misión de mayor envergadura, al despachar a uno de los cinco Avro Lincoln que ese día se habían plegado a la revolución, para bombardear la Base Aérea de Morón a la que el gobierno pensaba utilizar para llevar a cabo sus operaciones aéreas. El aparato decoló en plena noche y se elevó lentamente hacia el sudeste, iniciando un vuelo que duró casi una hora y a medida que se iba desplazando, se fue internando en un frente de nubes que se convirtió en tormenta sobre territorio de la provincia de Buenos Aires.
Una vez sobre el objetivo, el poderoso aparato comenzó a sobrevolar en círculos en espera de una mejora en las condiciones climáticas pero en vista de que las mismas persistían, abortó la misión y emprendió el regreso.
En la ciudad de Córdoba, en tanto, las autoridades leales reajustaban sus posiciones. El gobernador Luchini, había reunido a todas las fuerzas policiales de las que disponía para concentrarlas en el antiguo Cabildo, donde había instalado su cuartel general y en las comisarías, que puso al mando del inspector general Ferrari. En ese lapso de tiempo, recibió varias llamadas, entre ellas, la del coronel Perkins, que lo alentaba desde Santa Fe, a seguir resistiendo en espera de las tropas del general Miguel Ángel Iñíguez que en esos momentos avanzaban hacia la provincia.
El general Videla Balaguer llegó a la Escuela de Artillería, en momentos en que las tropas de Lonardi presentaban armas a los efectivos de Infantería que desfilaban frente a ellas, antes de entregar el armamento y retirarse de la lucha. Mientras eso sucedía, una turba peronista encabezada por activistas armados, saqueaba la abandonada casa del Dr. Castellano, destruyendo su rica biblioteca, su mobiliario, su cristalería y robando todo tipo de objetos. Nada pudieron hacer Domingo Telasco Castellanos y sus compañeros cuando llegaron al lugar procedentes del corralón al que habían sido enviados para apoderarse de los depósitos de la ESSO (la operación no se concretó) ya que cuando arribaron, los vándalos habían roto los portones de acceso y se llevaban todo.
Videla Balaguer solicitó a Lonardi adoptar medidas para apoderarse de Córdoba, y el jefe de la revolución estuvo de acuerdo.
Procediendo de manera inmediata, ordenó reunir efectivos para llevar a cabo la operación, organizando una sección con elementos del Ejército y la Aeronáutica7, provista de cuatro cañones Bofors de 7,5 a las órdenes del teniente primero Anselmo Matteoda; una compañía de ametralladoras pesadas a cargo del capitán Juan José Claisse (Liceo Militar) y dos morteros a cargo del teniente Carlos Antonio Binotti, que estaría secundado por el subteniente de Infantería Enrique Gómez Pueyrredón.
Pasadas las 17.00 la sección se puso en marcha al mando del propio Videla Balaguer, encabezada por el capitán Claisse y sus piezas de artillería y media hora después llegó a la Plaza San Martín, frente al Cabildo, donde procedió a apostar las cinco ametralladoras en cada uno de sus extremos (dos a la izquierda y tres a la derecha), uno de los morteros y un cañón de 7,5 mm, apuntando hacia el Cabildo.
Un disparo de cañón impacta sobre frente del Cabildo
Combates en las calles de Córdoba. Fuego de artillería contra el edificio del antiguo Cabildo
(Fotografía: Jorge R. Schneider)
La población corre en pos de protección
Pese a ese despliegue, la policía, no daba señales de vida dentro del edificio, por lo que Claisse tomó un megáfono y con voz firme intimó a la rendición, amenazando a los guardias del orden con abrir fuego si no accedían. La respuesta llegó desde los edificios y azoteas cercanos, donde efectivos policiales y militantes peronistas hicieron llover sobre las tropas una nutrida descarga de balas que las obligó a buscar cobertura presurosamente.
El oficial rebelde ordenó fuego y sus piezas comenzaron a disparar, sacudieron con inusitada violencia la zona céntrica. Según el posterior informe de Claisse, los jóvenes cadetes de la Escuela de Policía que tenían enfrente, pelearon bien y estaban dispuestos a matar.
Los proyectiles, tanto de morteros como de cañón, impactaron en el Cabildo pero sus gruesas paredes soportaron el embate, asegurando las posiciones de quienes resistían en su interior. El tiroteo se tornó intenso y eso obligó a Claisse a abrir un nuevo frente por la parte posterior ya que por delante, la cosa se había tornado extremamente difícil. Poniendo en marcha su plan, le ordenó al teniente Rolando Agarate que lo siguiera y cubriéndose como mejor pudo, se encaminó directamente hacia la parte posterior del Hotel Crillón, tomando por la galería “Muñoz” a través de la cual, desembocaron cerca de una portezuela ubicada al costado del Cabildo.
Los oficiales se dirigieron resueltamente hacia ella para ametrallarla desde corta distancia con la intensión de abrirla pero en ese momento, milicianos peronistas apostados en la sede del Club Talleres abrieron fuego y los alcanzaron. Claisse cayó herido en la pierna y Agarate quedó tendido sobre el pavimento, mortalmente herido. Una bala le había atravesado un brazo y otra quedó alojada cerca del corazón.
Claisse vio que tenía cortado un tendón y que de su herida manaba mucha sangre por lo que, a falta de implementos para hacerse un torniquete, intentó contener la hemorragia con su dedo pulgar, aunque sin lograr detenerla.
El General Videla Balaguer junto al comodoro Eduardo Arena Nievas y el Dr. Tristán Castellanos
avanzan hacia el Cabildo
Civiles y militares, encabezados por el general Dalmiro Videla Balaguer avanzan hacia el Cabildo
Los rebeldes corren en busca de protección al ser tiroteados desde el Cabildo
Un miliciano rebelde sostiene su arma frente al Cabildo
Las tropas rebeldes se cubren bajo la recova del Cabildo
Al escuchar el cañoneo, las tropas de Videla Balaguer que avanzaban detrás de Claisse, apresuraron el paso mientras la gente lanzaba vivas y varios civiles armados se les unían, deseosos de combatir.
En las cercanías de la sucursal del Banco de Italia, Videla Balaguer detuvo la marcha y tomando su teléfono de campaña, se comunicó con la jefatura de policía. Fue atendido por el subjefe, a quien intimó a rendición bajo la amenaza de abrir fuego en caso de no aceptar.
-¡Salgan con las manos en alto, avanzando hacia nosotros por la calle San Martín!
El jefe policial respondió que estaba dispuesto a hacer lo que le pedían y en ese mismo instante, el tiroteo cesó, dando paso a una tensa calma.
Videla Balaguer creyó que todo había terminado y por esa razón, pletórico y rebozante, decidió acercarse al Cabildo. Lo hizo marcialmente, orgulloso y satisfecho, seguido por militares y civiles, entre ellos un anciano que llevaba una bandera argentina atada a un palo. El mayor Jorge Fernández Funes comprendía que la situación era todavía muy confusa y que dada la presencia de una importante cantidad de francotiradores en los tejados circundantes, el peligro no había pasado.
-Tenga cuidado, mi general. No se exponga tanto – le decía a su superior mientras trataba de sujetarlo por el cinturón.
Pero Videla Balaguer, hombre decidido aunque imprudente, vivía un momento de gloria y no lo pensaba desaprovechar. Junto a Fernández Funes, el vicecomodoro Arenas Nievas, el coronel Picca, oficiales, soldados y gran cantidad de civiles, siguió caminando hacia el histórico edificio, dispuesto a aceptar la rendición de sus defensores. Para entonces, decenas de hombres y mujeres, en especial médicos, estudiantes y enfermeras, se incorporaban a los comandos civiles para ofrecer sus servicios y a la mayor parte de ellos se les ordenó presentarse en la Dirección de Sanidad Policial desde donde se los fue despachando hacia los lugares de enfrentamiento ciñendo brazaletes con la Cruz Roja.
La comitiva era vivada por la población a medida que avanzaba por la Plaza San Martín, a la vista de la imponente Catedral que conserva el corazón y las reliquias de Fray Mamerto Esquiú, pero cuando se hallaba a mitad de camino, a escasos metros del edificio, comenzó a ser tiroteada desde varios puntos de los alrededores.
El anciano que portaba la bandera cayó muerto a los pies de Videla Balaguer y varios de sus compañeros resultaron heridos, entre ellos el mismo coronel Picca.
Videla Balaguer y su gente corrieron velozmente hacia delante y se metieron en la recova del Cabildo casi en el mismo momento en que el cañón del teniente Matteoda, comenzaba a disparar.
Las tropas de asalto de Videla Balaguer ocuparon el histórico edificio y redujeron con muy pocas bajas al personal policial que lo defendía. Los prisioneros antiperonistas, entre ellos el capitán Alejandro Palacio Deheza, llegado a Córdoba ese mismo día para sumarse a la lucha, fueron liberados y los efectivos de policía que se habían rendido minutos antes, encerrados junto a varios civiles que habían tomado parte en los combates con ellos.
Videla Balaguer estaba eufórico y queriendo dar mayor magnificencia a ese momento, invitó a su gente a asomarse al balcón del Cabildo para saludar a la multitud que se aglomeraba en el exterior.
- General – volvió a decirle Fernández Funes – no es prudente que lo hagamos.
El oficial tenía razón porque todavía se escuchaban disparos en los alrededores. Sin embargo, Videla Balaguer hizo caso omiso y salió, seguido por el teniente primero Miguel A. Mallea Gil y otras personas.
Una vez más quedó demostrado que Fernández Funes estaba en lo cierto porque cuando el general rebelde saludaba a la multitud, una bala disparada desde una azotea cercana pasó muy cerca de él, destrozando un cuadro del general San Martín que pendía de una pared interior. Y una vez más quedó en evidencia la buena suerte que lo acompañaba ya que en tres oportunidades, la primera, durante el combate en lo del doctor Castellano, la segunda cuando avanzaba pomposamente por la plaza y la tercera cuando saludaba desde el balcón del Cabildo, sumamente expuesto, los proyectiles le pasaron cerca, matando e hiriendo a quienes le rodeaban, sin siquiera rozarlo a él. Todo parecía indicar que el valiente aunque un tanto inconciente general sanjuanino, gozaba de una protección providencial.
Una vez finalizado el combate el júbilo se apoderó del centro de Córdoba. La población salió a las calles para vivar a los militares revolucionarios mientras saltaba y entonaba consignas opositoras a Perón. En otro sector, en cambio, reinaba la incertidumbre.
En pleno combate, el gobernador Luchini, había abandonado el Cabildo y escapaba presurosamente hacia Alta Gracia, seguido por varias personas.
-¡Si me agarra Videla Balaguer me mata! – le dijo a sus ayudantes poco antes de abandonar el histórico edificio por una salida lateral.
El mandatario se escabulló hacia otro punto de la capital y cuando anochecía, abordó un auto que lo condujo a Jesús María, para seguir desde allí hacia el sur, pasando por Cosquín.
Llegó a Alta Gracia un par de horas después y en la añeja ciudad serrana, donde lo esperaba el general Morello, instaló su comando.
Mientras tanto, en la capital provincial, Videla Balaguer preparaba el asalto a la Casa de Gobierno y la sede de la CGT, encomendando la misión al mayor Fernández Funes. El oficial se puso en marcha al frente de un pelotón integrado por varios oficiales, uno de ellos el subteniente Gómez Pueyrredón8, y partió resueltamente a cumplir la orden.
El local de la CGT, ubicado sobre la avenida Vélez Sarsfield, fue desalojado con gases lacrimógenos y en la Casa de Gobierno, solo bastó un disparo de cañón para que sus defensores se rindiesen. Al saber la noticia, Videla Balaguer dejó su provisorio puesto de mando en el Cabildo y se instaló en la sede gubernamental, reforzada a partir de ese momento, por piezas de artillería y una fuerte guardia con tiradores apostados en puertas y ventanas.
A poco de instalado en el Palacio de Gobierno, Videla Balaguer fue notificado del avance de tropas leales y a sabiendas de ello, dispuso el envío de dos cañones hacia el arco de entrada de la ciudad, a las órdenes del subteniente Borré y el subteniente Gómez Pueyrredón.
Cuando los oficiales llegaron al lugar era plena noche, una rápida inspección de los alrededores les permitió detectar una columna de camiones no identificados, que avanzaba por la ruta en dirección a ellos. Los soldados rebeldes abrieron fuego forzando a los vehículos a dar la vuelta y regresar por el mismo camino.
La ciudad de Córdoba y sus alrededores se hallaban en poder de las fuerzas revolucionarias. Durante toda esa noche, grupos civiles comenzaron a llegar a las escuelas de Artillería y Tropas Aerotransportadas, con el firme propósito de recibir armamento e incorporarse a la lucha. Por decisión del comando insurrecto, a medida que iban arribando, se los proveía de fusiles que las tropas alzadas habían capturado en las estaciones de radio, en las centrales obreras y el Cabildo y formaron con ellos varios pelotones, se los puso a las ordenes de oficiales que les fueron asignando diferentes misiones como la vigilancia de las rutas de acceso a la ciudad y el aeródromo de Pajas Blancas e incluso, el refuerzo de posiciones.
En la capital provincial ocurría otro tanto, con nuevos grupos de milicianos presentándose a Videla Balaguer para ponerse a sus órdenes, entre ellos buen número de afiliados radicales encabezados por Luis Medina Allende, presidente del comité juvenil; Juan Mario Masjoan y Medardo Ávila Vásquez, y los conservadores a las órdenes de Damián Fernández Astrada y Edmundo Molina, entre quienes se encontraban además los hermanos Santos y Jorge Manfredi, Domingo Telasco Castellanos, Marcelo Zapiola, los hermanos García Montaño, Gustavo Aliaga García, Gustavo Mota Reyna, Jorge Horacio Zinny, hijo del brigadier que se había plegado al alzamiento del general Menéndez en 1951, el ingeniero Rodolfo Martínez, Miguel Arrambide Pizarro, Guillermo Parera y el enlace entre ambas agrupaciones, Luis Roberto Pereda. En los meses previos, aquellos grupos habían hecho prácticas de tiro en las canteras de Malagueño, propiedad de Martín Ferreyra, fabricado explosivos, atacado sedes policiales con bombas molotov, y tomando parte en reuniones clandestinas en el domicilio del ingeniero Martínez.
Con Córdoba bajo control, Videla Balaguer procedió a asegurar el orden, estableciendo piquetes armados en los puntos estratégicos de la ciudad, como accesos y calles del casco céntrico, puentes, edificios públicos y azoteas. Inmediatamente después, procedió a designar intendente interino al Dr. Tristán Castellanos y jefe de Policía al vicecomodoro Eduardo Arenas Nievas.
Las medidas resultaron oportunas porque grupos armados peronistas se mantuvieron activos durante toda la noche, propagando noticias falsas o tiroteando a las fuerzas rebeldes desde diferentes sectores, incluso desde automóviles en movimiento cuando pasaban frente a los puestos de vigilancia a gran velocidad, cometiendo actos de sabotaje. Además, una columna de manifestantes provenientes de las villas de emergencia ubicadas en los suburbios intentó alcanzar el centro de la ciudad, pero fue contenida y dispersada con ráfagas de ametralladoras por el subteniente Gómez Pueyrredón.
También se adoptaron medidas defensivas en las escuelas de Artillería, en la de Infantería y en la de Tropas Aerotransportadas enviándose hacia allí a elementos de la Escuela de Suboficiales para controlar el sector que daba a Alta Gracia, por donde se esperaba el arribo de las tropas del general Morello. En los cuarteles de Artillería se consolidó el cordón defensivo con piezas de los grupos pesado, liviano y de reconocimiento, todos ellos reforzados por elementos civiles.
Las medidas fueron acertadas porque en horas de la noche, tropas de la Escuela de Infantería que no se habían rendido, se reagruparon a las órdenes del mayor Esteban E. Llamosas y atacaron.
En plena noche, los infantes leales a Perón abrieron fuego con sus morteros causando numerosas bajas entre militares y civiles rebeldes. Las fuerzas de Lonardi respondieron con sus piezas de 105 mm y el intercambio de disparos se prolongó hasta las primeras horas del 17 de septiembre cuando los primeros se vieron forzados a iniciar maniobras de repliegue, evacuando el área. Lo hicieron ordenadamente en dirección a Alta Gracia, siempre a las órdenes de Llamosas, para unirse a las tropas del general Morello que se concentraban allí.
Fotografías de Jorge R. Schneider obtenidas durante los sucesos que tuvieron lugar entre el 16
y el 21 de septiembre de 1955 en la ciudad de Córdoba
Efectivos rebeldes apostados en la sede social del Club Talleres
Soldados y milicianos intentan contrarrestar la acción de francotiradores peronistas
Una ametralladora pesada apunta al Cabildo
Soldados y milicianos disparan contra las fuerzas leales
Otra ametralladora pesada de las fuerzas rebeldes lista para disparar
Impactos de artillería en el frente del Cabildo. Los gruesos muros de la añeja construcción hispana
resistieron el embate estoicamente
Daños en el frente del Cabildo, sede de la policía provincial y bastión de los defensores peronistas
El inspector general Barbosa avanza con bandera de parlamento para aceptar la capitulación de las fuerzas leales. Lo custodian efectivos de la Fuerza Aérea
La lucha ha terminado. Policías, soldados y civiles peronistas se rinden
Un grupo de paracaidistas vigila a los combatientes peronistas que se han rendido
Un paracaidista apunta a los prisioneros, un comando civil sostiene un arma en su diestra
Tras una encarnizada resistencia, las tropas peronistas han depuesto la armas
Columnas de prisioneros se desplazan por las calles de Córdoba
Interior del Cabildo después de la batalla. Ruinas y desolación
Destrozos en el interior del Cabildo
Notas
- Fernández Torres atribuyó su salvación a la estampa del arcángel San Rafael que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, a quien se había encomendado poco antes de la batalla.
- Isidoro Ruiz Moreno, op. cit, Tomo II, Primera Parte, Cap. II, “La mañana del 16 de septiembre”.
- También llamado Río Primero.
- La misión no detectó presencia enemiga.
- Equipados con el mismo armamento que los AT-11
- El ataque no se concretó.
- Se trataba del coronel Juan Bautista Picca, el mayor Jorge Fernández Funes y el teniente coronel Raúl Adolfo Picasso.
- Gómez Pueyrredón tenía a su cargo a cargo el cañón de 7,5 mm de la sección.
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