miércoles, 19 de marzo de 2014

SGM: El fin del Yamato

Mi última guardia en el “Yamato” 
por el Oficial Mitsuru Yoshida 

 

El acorazado «Yamato» comenzó a construirse en 1937. Fue botado el 8 de Agosto de 1940. Sus dimensiones eran de 263 metros de eslora; 36,90 metros de manga y 10,90 metros de calado. Tenía una dotación de 2.750 hombres aproximadamente. Su armamento consistía en 9 cañones de 460 mm.; 12 de 155 mm.; 12 de 127 mm.; 24 de 25 mm. antiaéreos; 4 de 13 mm. antiaéreos y 150 ametralladoras. Contaba con 12 calderas Kampon que le proporcionaban una potencia de unos 150.000 HP. Su motor era de turbina con 4 hélices. Su velocidad máxima era de 26 nudos y tenía una autonomía de 7.200 millas a una media de 16 nudos. Su desplazamiento estándar era de unas 63.700 toneladas y con plena carga de unas 73.000 toneladas. Este acorazado era, con mucho, más grande que los dos acorazados alemanes más famosos: el «Tirpitz» y el «Bismarck». Podía disparar un proyectil a 41 km. de distancia y realizar dos disparos por minuto. 

 
El Yamato durante su construcción 

El 1º de Abril de 1945 el superacorazado «Yamato», de la Armada Imperial Japonesa, se hallaba anclado en el puerto naval de Kure, aguardando reparaciones y mejoras. El gigante buque de guerra, pintado de plata y gris, surgía del mar como una inmensa roca, dominando todo lo que le rodeaba. Yo era el oficial de radar, el de menor graduación a bordo. 
Súbitamente, el altavoz rompió la calma matinal: -«Comenzar operaciones de navegación a partir de las 8,15 hs.; levamos anclas a las 10,00 hs.»- ¡Tropas norteamericanas habían desembarcado en Okinawa! ¿Iríamos a atacarlas, en lo que acaso pudiera resultar la batalla decisiva del área del Mar del Sur? A las 10,00 hs. en punto, el «Yamato» partió. Al caer la noche anclamos en la playa Mitajiri, lugar de reunión de la flota. 
Todo el personal fue llamado a cubierta. Metidos en nuestros uniformes caquis de batalla, y en posición de firmes, 3.000 marinos escuchamos una breve arenga del Capitán Kosaku Ariga, en la que expresaba la ardiente esperanza de que todos nos comportáramos ejemplarmente. Luego, el segundo oficial, Capitán Nomura, gritó: -«¡Qué el “Yamato” (“Japón”, nombre sentimental), como el “Kamikaze” (“Viento Divino”), honren debidamente su nombre!»- 

 
 
 

A la mañana siguiente, divisamos un bombardero norteamericano B-29. Nos lanzó una bomba mediana que no causó daños, pero que desvaneció toda esperanza de guardar el secreto de nuestra navegación. Alcancé a oír decir a mis superiores, que nuestro ataque estaría combinado con ataques de aviones kamikaze contra el enemigo, en el área de Okinawa. Los contraataques de cazas enemigos superiores, contra nuestra pobre aviación suicida, sobrecargada de explosivos, habrían sido paralizantes. Ahora se hacía necesario atraer con engaño a los aviones enemigos, de suerte que nuestros kamikaze pudieran operar con mayor efectividad. 

 


Esto requería algo que atrajera al mayor número de aviones y resistiera sus ataques el mayor tiempo posible. El «Yamato», con su escolta, resultaba la mejor carnada. Y así, mientras nuestra flota atraía sobre sí el peso de la presión de las fuerzas aéreas enemigas, quedaría despejado el camino para que nuestros aviones suicidas se apuntaran grandes éxitos en sus ataques. Si sobrevivíamos a esta fase de la operación, nuestro objetivo sería avanzar por el centro de las posiciones del adversario y realizar el máximo de destrucción posible. A este fin el «Yamato» estaba cargado a plena capacidad de municiones, para todas las armas que llevaba. ¡Sus tanques, sin embargo, sólo llevaban el combustible necesario para el viaje de ida a Okinawa! Lo que era un suicidio, dictado por la desesperación. Bien entrada la tarde del 5 de Abril, el altavoz anunció: -«Listos para una ración de sake... ¡Cantina abierta!»- Se invitó a los guardiamarinas para el brindis final. Pero cuando el oficial navegante levantó su copa, esta se le escapó de su mano temblorosa y se rompió contra la cubierta: todos comprendimos que la muerte era el destino inevitable y probablemente cercano. Y que, cuando llegara, cada uno de nosotros tendría que saludarla con valor y corazón resuelto. 
A la tarde siguiente la insignia de combate del «Yamato» batía el aire. Armas y equipos estaban listos. A las 16,00 hs., el resto de lo que fue la gran flota japonesa, navegaba hacia Okinawa. El crucero ligero «Yahagi» y ocho destructores servían de escolta. A las 18,00 hs. tocaron a asamblea y el segundo oficial leyó las solemnes palabras que nos dirigía el comandante en jefe de la flota unida: -«¡Haced de esta operación el punto decisivo de la guerra!»- Seguidamente se tocaron el himno nacional del Japón y otros aires marciales. Por último, se dieron tres vivas a Su Majestad Imperial. Yo tenía el encargo, en el puente, de recoger los informes de los vigías y retransmitirlos al Capitán Ariga y sus ayudantes. A mi izquierda estaba el vicealmirante Seiichi Ito, comandante de las fuerzas navales; su jefe de estado mayor, el contralmirante Nobuei Morishita, se hallaba a mi derecha. Yo me sentía afortunado y muy orgulloso. Al romper el alba del 7 de Abril, interceptamos mensajes enemigos que daban nuestro rumbo y velocidad con exactitud. Seguían nuestra posición minuto a minuto. A poco aparecieron dos aviones Martin de patrullaje. Volaron en círculo fuera del alcance de nuestros antiaéreos y continuaron siguiéndonos. El almuerzo fue simple y mísero: arroz acompañado de un té negro caliente, que bebimos hasta llenar el estómago. 

 
Antes del ataque 

A las 12,20 hs. el radar advirtió la presencia de una formación aérea. La tensión aumentó, y cada vigía forzó la vista buscando los aviones que se anunciaban. Súbitamente, una gran formación irrumpió estrepitosamente de entre las nubes y giró en amplio círculo de izquierda a derecha. -«¡Más de cien aviones!»- gritó el oficial navegante. La orden de «¡Fuego»! dada por el capitán, fue seguida de un vivo estruendo producido por 24 cañones antiaéreos y 150 ametralladoras, a las cuales se sumaron las principales baterías de los buques de escolta. Un hombre que estaba cerca de mí, cayó abatido por un fragmento de bomba. En nuestro flanco derecho, el destructor «Hamakaze» había sido alcanzado y empezaba a hundirse. Su popa sobresalía, alta, en el aire. En treinta segundos desapareció bajo las aguas, dejando solamente un círculo de arremolinada espuma. Sobre nosotros, convergían torpedos desde todas las direcciones. Marchando a la velocidad máxima de 26 nudos, zigzagueábamos desesperadamente. El balanceo y la vibración eran terribles. Balas de ametralladoras, disparadas por los aviones, barrían el puente. Una y otra vez escapamos de los torpedos, a menudo por milímetros, pero al fin, a las 12,45 hs., nos alcanzó uno por la parte delantera, a babor. Luego recibimos dos impactos de bombas a popa. En ese momento, la primera oleada enemiga se retiró. 

 
 
El Yamato evadiendo el destino 

Se me entregó una orden: «El cuarto de radar a popa dañado por las bombas. Inspecciónelo inmediatamente». Penetré la cortina de humo hacia la cubierta de popa. A pesar de los fuertes mamparos de acero, el cuarto de radar había sido partido en dos y su mitad superior volada en pedazos. ¡Restos de lo que habían sido ocho seres humanos se hallaban esparcidos aquí y allá! Y habría estado entre ellos, de no haber sido por mi turno de guardia en el puente. Un ruido estremecedor se nos iba acercando. Miré hacia arriba y vi aparecer la segunda oleada de aviones enemigos. En ese instante, pensé: «No es este el lugar donde debo morir». Corrí a mi puesto en el puente. Y cuando ya iba a trepar la escalera, una explosión me obligó a entrecerrar los ojos. Cuando los abrí, una nube de humo blanco se alzaba del sitio donde había estado la torre de control de incendios. Trepé la escalera oyendo rebotar las balas de las ametralladoras sobre las planchas de acero, cerca de mí. 
En este segundo ataque, tres torpedos alcanzaron el costado de babor, cerca de la arboladura de popa. Aún el poderoso «Yamato» resultaba incapaz de resistir golpes tan duros, y nuestra tremenda capacidad de fuego parecía inútil. Tan pronto lanzaban sus mortales cargas, los aviones giraban evitando nuestro fuego y barrían nuevamente el puente con sus ametralladoras. De vez en cuando, caía al mar un avión incendiado, pero ya su misión había sido cumplida. La precisión y serenidad con que esos pilotos repetían sus ataques, eran buena prueba de la fortaleza del enemigo. Una tras otra las torres de los cañones del «Yamato» fueron volando por el aire, bajo el impacto de las bombas. Las que erraban el blanco, estallaban elevando grandes columnas de agua a través de las cuales pasábamos lentamente. La segunda oleada de ataque se retiró; pero en cuestión de segundos ya estaba encima la tercera que hizo cinco impactos en el costado de babor. El clinómetro comenzó a registrar una leve inclinación a la banda. -«¡Todo el mundo a equilibrar el buque!»-, ordenó el capitán por el altavoz. Teníamos que corregir la escora a cualquier precio, y se ordenó bombear agua del mar en los cuartos de máquinas y calderas de estribor. Telefoneé apresuradamente para prevenir a estos compartimientos, pero ya era demasiado tarde. Por las brechas que abrieron los torpedos y las válvulas de inundación, el agua penetró impetuosamente, segando la vida de los hombres que estaban en sus puestos, cientos de ellos en total. A unos 3.000 metros adelante, el crucero «Yahagi» yacía inerte en el agua. Un grupo de aviones que se preparaban para picar sobre el «Yamato», invirtieron la marcha y acribillaron al «Yahagi» con más de diez torpedos. Un torbellino de espumas grises giró en torno suyo al hundirse. El destructor «Isokaze», también detenido, emitía bocanadas de humo negro. Lo único que quedaba intacto de la escolta de nueve buques eran los destructores «Fuyutzuki» y «Yukikaze». Los otro siete yacían escorados o hundidos. 
La cuarta oleada de ataque venía ahora por la proa, a babor. ¡Y eran más de 150 aviones! Los torpedos abrieron nuevas brechas en la banda de babor, mientras que las bombas caían sobre el palo de mesana y el alcázar. Los grandes cañones quedaron reducidos a silencio y sólo unas pocas ametralladoras permanecían intactas. Un grupo de hombres trataba desesperadamente de extinguir un violento incendio en el alcázar. Súbitamente el teléfono transmitió un alarmante informe: «¡Inundación inminente!» Una detonación que se produjo a popa reverberó a través del buque: terminaron los informes. Dejando escapar columnas de llamas, la popa pareció elevarse considerablemente en el aire durante un momento. Grandes nubes de humo negro emergían de un punto próximo a la chimenea. Hubo un repentino aumento de 35 grados en nuestra inclinación y la velocidad se redujo a sólo siete nudos. El enemigo surgió de las nubes para darnos el golpe de gracia. Tendido sobre la cubierta, me aseguré para resistir los efectos del estallido de las bombas. La aguja del clinómetro seguramente continuaba avanzando, porque oí que el segundo oficial informaba: -«Es imposible corregir la escora»- Los hombres se mezclaban desordenadamente en la cubierta inclinada, pero un grupo de oficiales de estado mayor salieron del tumulto y treparon hasta donde se hallaba el comandante en jefe. El jefe de estado mayor los saludó. Luego el comandante cambió significativamente apretones de mano con los oficiales y entró en su camarote. Fue esta la última vez que vimos al comandante de la segunda flota, el vicealmirante Seiichi Ito. Del personal del puente quedábamos menos de tres supervivientes. Vimos al oficial navegante y a su ayudante atarse a la bitácora para evitar la vergüenza de sobrevivir cuando el buque se hundiera. Nosotros comenzamos a hacer lo mismo. Pero el jefe de estado mayor nos ordenó que nos lanzáramos al agua, y acompañó la orden con un buen puñetazo a cada uno para obligarnos a obedecer. Yo me escurrí por la portañola del vigía, cuando el barco herido alcanzaba una increíble inclinación de 80 grados. 
El «Yamato» comenzaba a hundirse. Boqueando en busca de aire yo era succionado hacia abajo, lanzado hacia arriba, sacudido de un lado a otro, restregado contra todo. Sofocado y tirando puntapiés, me abrí paso hacia la única luz que podía ver: un resplandor gris verdoso hacia arriba. Luego, de modo sorprendente, me hallé en la luz del día. Cuando el buque se sumergió, enormes columnas de llamas se alzaron relampagueantes y se oyó el ruido terrible de municiones que estallaban y de compartimientos que reventaban por presión de aire. El aceite derramado me produjo escozor en los ojos. Me enjuagué la cara y tragué aire. Cerca de mí había grupos de nadadores, cuerpos inertes flotando, residuos astillados y carbonizados: era todo lo que quedaba del buque de guerra más poderoso del mundo. Caía una lluvia densa. La batalla contra el «Yamato» había terminado, pero comenzaba otra: esta vez contra las heridas, el aire y el agua fría. Algunos enloquecieron y se ahogaron. Otros, con heridas profundas, gemían de dolor, aunque el aceite negro derramado servía para evitar que se desangrasen.

De pronto, el «Fuyutzuki» se dirigió hacia nosotros; viró de popa hacia la izquierda y se quedó inerte, como a 200 metros de distancia, mientras sus cañones continuaban disparando inútilmente contra los aviones enemigos. En el esfuerzo prolongado por llegar al buque, el aceite se hacía sentir por lo espeso como caramelo derretido. Pocos llegaron hasta el barco. Desde la cubierta gritaban algunas voces: «¡Apresúrense!» Yo me abalancé sobre una escala de cuerdas. Chorreando sangre y aceite, me bamboleaba precariamente mientras izaban con lentitud la escala. Dos hombres de a bordo me tomaron por las manos. Me eché sobre la cubierta, extenuado. Me quitaron el uniforme y me metieron los dedos hasta la garganta para hacerme vomitar el aceite que había ingerido. Alguien dijo: -«Está herido en la cabeza, señor»- No me había dado cuenta de que tenía un corte en el cuero cabelludo. Tambaleándome, me abrí paso hasta la enfermería, llena de cadáveres. 

 
 

El «Yamato» hundiéndose por popa: 
 

Cuando desperté, en la mañana del 8 de Abril, el sueño me había restaurado las fuerzas. Sobre cubierta, el sol de primavera me inundó los ojos. La inútil salida del «Yamato» había terminado. Íbamos de regreso al hogar. Pronto estuvieron a la vista las montañas del Japón. Su belleza me hizo contener el aliento y, por fin, suspiré de alegría. Después de todo, ¡qué maravilla es vivir! 

Fuente: Historias Secretas de la Última Guerra ("Actas del Instituto Naval de los Estados Unidos")
Transcripción: Psicólogo Eduardo Macri 




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