“¡Hacelos mierda!”: el feroz ataque de un Sea Harrier en Malvinas y la ametralladora que hizo estallar al avión inglés
Los dos guardacostas de Prefectura cruzaron el océano y llegaron a Malvinas. En la guerra, cumplieron importantes misiones. Este es el relato de los protagonistas del dramático 22 de mayo de 1982 en el ataque al Río Iguazú: la muerte de un héroe abrazado a su ametralladora y la valiente acción de los hombres del barco mientras el avión inglés les disparaba en picadaPor Adrián Pignatelli || Infobae
El Río Iguazú navegando en aguas malvinenses. Ya había perdido su color blanco y había sido pintado para que pueda mimetizarse con el paisaje de las islas. Gentileza Prefectura Naval Argentina.
El 2 de abril lo sorprendió junto a sus compañeros mirando fijamente la pantalla del televisor del casino de oficiales, en la sede de Prefectura en el puerto porteño. El subprefecto Eduardo Adolfo Olmedo, un chaqueño que le faltaban tres meses para cumplir los 32 años, no pensó que la Prefectura tendría participación en la guerra. Las dudas se le aclararon dos días después cuando ingresó al departamento del barrio de La Boca que ocupaba con su esposa y sus dos hijos. Un papel pasado por debajo de la puerta le ordenaba presentarse urgente.
Su sueño, desde muy joven, había sido el de navegar. La decepción que sufrió al no poder ingresar a la Armada la mitigó la sugerencia de su padre, quien lo alentó a entrar a la Prefectura. Un primo destinado en Paso de la Patria lo terminó de convencer y a los 19 años su vida cambiaría para siempre.
A fines de 1981 había sido ascendido a subprefecto. Ese 4 de abril, lo designaron comandante del Guardacostas GC-83 Río Iguazú. Era todo un desafío para él esa embarcación de casi 28 metros de largo y 5 metros de ancho, eslora y manga respectivamente en el lenguaje marítimo. En dos días debía preparar el barco y la dotación y partir rumbo al sur. El 6, con 15 tripulantes, junto al Guardacostas GC-82 Islas Malvinas, zarparon hacia Puerto Deseado recorriendo la línea de la costa, seguidos desde el aire por aviones de la fuerza. En escalas preestablecidas, tocaron puerto para reabastecerse de agua, comida y cargar combustible.
El 11 al mediodía, apenas atracaron en el muelle de Puerto Deseado, les ordenaron zarpar hacia Puerto Argentino. El tiempo apremiaba porque a las cero horas regiría el bloqueo británico. Olmedo le dice a Infobae que hoy cualquier celular dispone de GPS, pero en ese momento no contaban con esa orientación, y debieron estudiar derroteros y hacer cálculos contrarreloj combinando la velocidad del buque, el rumbo, los vientos y las corrientes marinas, bajo un cielo completamente nublado que impedía guiarse por los astros.
En las primeras horas del 12, la adrenalina estaba al tope entre los hombres, hasta que se cruzaron con un buque que venía de Japón con destino a Brasil. En inglés le preguntaron la posición: estaban 70 millas de diferencia con el derrotero que ellos creían seguir. Con mar grueso, como es la terminología de olas importantes, avistaron las islas Cebaldes, al noroeste de la isla Gran Malvina. El martes 13 a la una de la mañana entraron a Puerto Argentino. Habían cruzado el mar en un barco que más se parecía a una lancha. Los marinos que los recibieron en el puerto no podían creer cómo habían cumplido esa arriesgada travesía, pensaban que lo había traído un buque mercante.
Su color blanco era fácilmente identificable para el enemigo. El oficial principal Gabino González, que le gustaba pintar, eligió un diseño para que pudiese confundirse con el paisaje malvinense. Con algo de pintura que había en el buque, más otra que se consiguió en el pueblo, se tuvieron que echar mano a escobas, a estopas y algunos pinceles para cambiarle la apariencia. Dicen haber hecho un buen trabajo porque los pilotos argentinos aseguraban que era dificultoso divisarlo.
El Río Iguazú junto al Islas Malvinas cumplieron diversas tareas en los alrededores de Puerto Argentino. Misiones de reconocimiento, de patrullaje, transporte de comandos y guía de buques mercantes. El 1 de mayo, el Islas Malvinas fue atacado por un helicóptero inglés Sea King. Tuvieron un herido, el cabo de primera Antonio Grigolatto.
En el Río Iguazú, el cabo segundo maquinista Julio Omar Benítez era el más joven de la tripulación. Nacido en Basavilbaso, Entre Ríos, el 22 de enero había cumplido 20 años. Cuidaba meticulosamente las ametralladoras. Solía comentarle a Olmedo: “Quédese tranquilo, que yo le voy a derribar un helicóptero”. Lo mismo le decía a sus compañeros.
La noche del 21 de mayo navegaba fuera de Puerto Argentino cuando le ordenaron ingresar para cumplir una misión: debían ir a Darwin a llevar dos cañones Otto Melara 105 mm y veinte soldados de Ejército. Olmedo se preguntó dónde acomodarlos, más aún cuando cada uno de ellos pesaba una tonelada y media, sin contar las municiones, los soldados y los víveres. Se decidió desarmar todas las piezas posibles. Las más grandes se acomodaron sobre cubierta y el resto fue a la bodega, junto a los soldados. Por ese motivo zarparon con retraso.
En la madrugada del 22, cuando estaban a 12 millas de su destino, fueron sobrevolados por dos aviones ingleses que se suponían iban a atacar Darwin.
Uno siguió vuelo, pero el otro no. Olmedo tocó a zafarrancho de combate y mandó acelerar lo máximo posible. Eran las 8:10 de la mañana.
Benítez, los cabos segundos Carlos Alberto Bengochea y José Raúl Ibáñez eran los encargados de la sala de máquinas. Ante un combate, los dos primeros debían hacerse cargo de las dos ametralladoras 12.7 mm de popa, junto al ayudante de tercera Juan José Baccaro, el contramaestre. Ibáñez debía permanecer controlando los motores.
El Sea Harrier se lanzó en picada disparando sus cañones. El buque recibió múltiples impactos. Gabino González, primer oficial, salió a cubierta a ver los daños y a atender a los heridos.
Olmedo, en sus pies, percibió que el barco se inclinaba hacia popa. Recibió una llamada de la sala de máquinas. Ibáñez le informó que ya tenía agua casi hasta la rodilla por el boquete que había abierto un proyectil, que había impactado en el cargador de baterías e hizo volar la caja de herramientas; las bombas de achique no daban abasto para sacar el agua.
Olmedo le ordenó abandonar la sala, pero que dejase funcionando los motores y las bombas. Cuando Ibáñez se asomó a cubierta, vio a Benítez muerto, abrazado a la ametralladora. El tenía la costumbre de atarse al armamento con un cinturón especial. Baccaro, el apuntador y Bengochea, el abastecedor, estaban tirados, heridos.
Ibáñez relató a Infobae que se hizo cargo de la ametralladora. Vio al Sea Harrier –que luego se supo había despegado del portaaviones Hermes, piloteado por el capitán de corbeta Batt- lanzándose en picada, volando sobre la estela que dejaba el barco y disparando.
Baccaro, tirado en cubierta, alcanzó a gritarle: “¡Hacelos mierda!”. Ibáñez accionó la ametralladora provocando una cortina de proyectiles. Cuando el avión los sobrepasó a baja altura comenzó a despedir de su fuselaje un humo negro y desapareció.
Otro avión los cruzó rasante disparando, y no regresó. Ibáñez se tranquilizó, casi no le quedaban municiones.
Mientras tanto, en el puente, Olmedo trataba de alcanzar la costa. Eligió un lugar donde el fondo marino era de piedras chicas y el buque casi como que se deslizó. Lo hizo inclinar a estribor y justo en el ese momento, él cree que fue un misil que pasó demasiado cerca del puente, también castigado por el ataque aéreo. “Dios nos siguió apoyando”, dice. Aun encallados, los motores seguían funcionando a toda marcha, en medio de una gran humareda.
La bodega tenía pequeñas perforaciones por donde entraban finos chorros de agua que mojaron a los soldados. Ordenó desembarcar. El oficial principal González estaba herido en una pierna, producto de una esquirla.
Observadores de la Fuerza Aérea que estaban en las proximidades dieron la posición y a las dos horas apareció un helicóptero. Bajaron los soldados, los heridos y al cuerpo de Benítez lo envolvieron en una frazada. La mayoría pudo abordar la máquina, pero sin el equipo, porque estaban excedidos de peso. El resto debió quedarse hasta el otro día, en que fueron llevados a Darwin.
En las fuerzas argentinas en Darwin, alguien recordó que el subteniente Juan José Gómez Centurión, jefe de la sección Romeo de la compañía C del Regimiento 25, había llevado un traje de neoprene. Le propusieron rescatar los cañones de la bodega que, a esa altura, estaba prácticamente inundada. En una total oscuridad y al tanteo, fue sacando las piezas, y las alcanzaba a cubierta donde lo que servía se cargaba en un bote salvavidas y lo que no, se tiraba al agua. Al finalizar el día habían recuperado un cañón y al siguiente, casi la totalidad del otro. Esos cañones combatieron en Darwin y apoyaron a la infantería.
El 24 se le dio sepultura a Benítez junto a un soldado de Ejército, con la presencia del teniente coronel Piaggi, oficiales de Fuerza Aérea y la dotación del Río Iguazú. El 25 se inutilizó la radio del barco, se destruyeron las claves y se desembarcó todo lo que pudiera ser de utilidad.
Cuando Olmedo brindó a sus superiores el informe del hecho, adjudicó el derribo del Sea Harrier a Benítez, tal como sostenía Ibáñez. “Yo se lo quería atribuir a él. En el cielo nos debe estar guiando”, dice emocionado aún después de cuarenta años. Pero fue Baccaro quien relató lo que realmente había sucedido.
El Río Iguazú quedó encallado. Después de la guerra, dicen que fue remolcado a alta mar, volado y hundido. El Islas Malvinas fue cambiado de nombre por los ingleses y continuó operando hasta que fue vendido.
Ibáñez recibió la condecoración al Heroico Valor en Combate; Benítez al Muerto en Combate, mientras que González, Baccaro y Bengochea al Herido en Combate. Los dos guardacostas fueron distinguidos con la de Honor al Valor en Combate.
Terminada la guerra, Olmedo sintió que no tendría fuerzas para volver a pisar una cubierta de un barco. El haber peleado cara a cara con la muerte y perder un buque fueron duras experiencias. Sostiene que “para nosotros, nuestro héroe es Benítez”. Ya se retiró, vive en Wilde con su esposa, sus hijos se casaron y tiene cuatro nietos. Confesó que le gustaría regresar a Malvinas y conocer la Antártida, el único lugar del país que aún no fue.
En cambio Ibáñez, nacido en Esquina, Corrientes y radicado en Escobar, no tiene el impulso de regresar, dice que está satisfecho con lo que hicieron durante la guerra. Que fueron las circunstancias de la vida la que lo pusieron en ese lugar. Eso sí: todos los años junto con sus compañeros viajan a Basavilbaso a acompañar a Hidilia Lacuadra, la madre de Benítez. El era el hermano más chico de tres varones y una mujer.
Ibáñez insiste en que hay que hablarle a la juventud sobre lo que ocurrió en la guerra. Para Olmedo lo importante son las medallas, pero esas que no se ven y aconseja que cuando nos crucemos con un veterano le demos un abrazo, que es lo que están esperando. Aunque hayan pasado 40 años.