Los indios “pampas” que se amparaban en las reducciones eran una
escasa proporción de los que habitaban la llanura. Los demás que se
mantenían en indómita libertad y que tampoco formaban un número muy
crecido, se resistían a ser catequizados, habiendo fracasado todo
intento de reducirlos. En partidas errantes, siempre al lomo de sus
fogosos potros, recorrían la llanura a su albedrío, cazando venados,
caballos y vacas de las grandes manadas silvestres y fijando sus
“tolderías”, temporariamente, donde más abundaba la caza.
Estas hordas se mantenían alejadas de todo contacto con el español,
sin haberlos inquietado seriamente, exceptuando el levantamiento de los
indios de servicio capitaneados por el cacique Bagual, provocado por la
opresión a que se le sometía. Por eso, no hay que cargar al indígena
todo el saldo desfavorable de sus violentas reacciones. El trato
despótico del colonizador, incitó al indio a la venganza.
En 1626, cuando entró a ejercer el gobierno Francisco de Céspedes,
los indios, sublevados, infestaban los caminos de la campaña, cometiendo
tropelías contra los viajeros. El mandatario logró apaciguarlos
atrayéndolos con obsequios y trato amable, pues, aseguraba que “si los
aprietan se levantan y están mal seguros los caminos”.
Los serranos
Aquietados los indios vecinos, gracias a los medios convincentes de
que se valió el gobernador, el peligro vino entonces de más lejos. En
1628, 500 “serranos”, bien montados y armados de lanzas, arcos y
flechas, bolas y hondas, avanzaron desde el lejano sur acampando por las
cercanías de la ciudad. Aunque simularon el propósito de conversión,
llegaban con siniestros planes de invadir y saquear el poblado. La
presencia de estas huestes, sin embargo, parece que no pasó de simple
amago, a juzgar por el silencio que guarda el gobernador, aunque
consideró imprescindible proceder “manu militari” contra estas
intentonas.
Céspedes era partidario de ensayar una política diferente con
“pampas” y “serranos”. Para los primeros, más pacíficos y dóciles, los
medios persuasivos; para los “serranos”, de indómita fiereza, la ley de
la guerra.
Marcadas diferencias distinguían estas dos naciones de indios. Los
primeros vivían en los lugares más vecinos a la ciudad, carecían de
armas de guerra, pues las que poseían estaban destinadas a la caza,
aunque naturalmente, las empleaban en veces para su defensa.
Habitualmente eran gentes pacíficas que entraban en acuerdos con los
españoles, llegando a atacar sólo cuando se los oprimía. Sabido es que
el término “pampas”, no significaba una clasificación étnica, sino una
determinación geográfica, porque así se denominaba la extensa llanura
que arrancando desde el mismo Buenos Aires, se extendía hasta el río
Negro y desde el mar hasta la cordillera.
Los “serranos”, habitantes de las zonas vecinas a los Andes, eran
gente de guerra que vivía en continua actitud bélica. El predominio de
las armas de combate dentro del miserable ajuar doméstico, señala sus
hábitos guerreros.
Las primeras incursiones de los indios
Después de aquel amago de invasión de 1628, los pobladores se
rodearon de precauciones. Las matanzas de ganado vacuno silvestre, que
como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por lo tanto a la
que se entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde
entonces faena arriesgada. En 1629, los campesinos reunidos para salir a
vaquear, tuvieron que hacerlo al frente del capitán Amador Baz de
Alpoin, para evitar tropelías de los salvajes.
De la época en que entran los “serranos” por primera vez en la
campaña de Buenos Aires, debe datar su fijación en la llanura
bonaerense. Las continuas luchas que sostenían en su territorio de
origen, y los escasos medios de vida, los impulsaron a emigrar a un
suelo donde la abundancia de ganado vacuno y caballar silvestre,
venados, ñandúes y armadillos, y la ausencia de tribus guerreras, les
ofrecían una vida tranquila y de abundancia.
Pronto los “serranos” hicieron alianza con los “pampas” de las
reducciones, incitándolos a que cometieran tropelías. Descubierto el
pacto en 1635, se tomaron enérgicas medidas para cortar tan peligrosas
comunicaciones. Pero la intervención no surtió mayor efecto, pues los
indios comenzaron desde entonces a cometer depredaciones en las
estancias, mientras las autoridades de la ciudad contestaban con
expediciones de castigo. La inquietante situación se agravó en 1659,
cuando una partida de “serranos” en unión de los “tubichaminies” que
habían abandonado la reducción, se dedicaron descaradamente a saquear
las estancias fronterizas. El pánico cundió en la ciudad de la que
salió una partida de soldados para recomendarles pacíficamente que
desistieran de sus propósitos vandálicos. Los “serranos”, lejos de
obedecer las órdenes, atacaron a la partida, siendo detenidos y alojados
en prisión.
Aunque el indio no cejó en sus incursiones varió de táctica para
hurtarse los ganados sin riesgo. Para ello, entraron en simulada
amistad con los pobladores, prestándoles algunos servicios. Luego se
presentaban en partidas numerosas en las cercanías de la ciudad
reclamando el pago que recibían en armas, yerba, tabaco y vino, y al
retirarse a sus tierras, se dividían en pequeños grupos, arreándose el
ganado de las estancias.
Algunas veces esos desmanes habían sido castigados militarmente, pero
los españoles trataban de evitarlo por temor a recibir mayores
perjuicios. La relativa tolerancia con que se contemplaba ese estado de
cosas, fomentaba las depredaciones, habiendo llegado a saquear las
carretas que hacían el tráfico comercial con las provincias del
interior. Durante el gobierno de Alonso de Mercado y Villacorta
(1660-1663) continuó la política de peligrosa tolerancia, que colocaba
al indio en situación de superioridad. Envalentonado por la actitud
tímida del español, en 1663 dos parcialidades irrumpieron violentamente
en la campaña, armados con lanzas, flechas y bolas arrojadizas y
provistos de coletos protectores, arrollando a una tribu de indios
amigos acampada al norte del río Salado. Las autoridades de la ciudad
contestaron esta vez con una expedición que castigó duramente a los
salvajes, escarmentándolos. Pero en 1670, “pampas” y “serranos”,
volvían a invadir con frecuencia las estancias, manteniendo a los
campesinos en continua alarma, en tanto que las autoridades se limitan a
hacerles reconvenciones y amenazas, sin lograr contener las renovadas
incursiones. Se repitieron estas con tanta frecuencia y llegaron a ser
tan graves, que en 1672 las autoridades de Buenos Aires, de acuerdo con
el vecindario, procedieron a enviar una expedición punitiva. La severa
medida iba dirigida contra los “serranos” que estaban en constante
comunicación con los “araucanos” de Chile, que eran quienes los
impulsaban a la invasión, y contra los “tubichaminies”, que en vida
libre, se aliaban con partidas errantes en el desierto, para saquear las
haciendas. Dos años más tarde, ante la repetición de los desmanes, un
solemne cabildo abierto resolvió llevarles la guerra defensiva.
Campaña civilizadora del gobernador Andrés de Robles
Durante la gobernación de Robles (1674-1678), el tratamiento del
indio tomó orientaciones muy distintas a las que llevaba. Contrario a
las medidas violentas para sujetarlo, desplegó una política de atracción
espiritual, encuadrándola dentro de los justos límites marcados por
cédulas y ordenanzas. Protegió primero a los indios de encomienda,
amparándolos contra los abusos de que se les hacía objeto. Asegurado
sobre esa firme base su trato pacífico, inició una nueva política para
incorporar a la vida civilizada las hordas errantes, y recoger a los
demás encomendados que andaban dispersos por el territorio. Tomó con
tal empeño la plausible iniciativa, que sin garantías para confiarla a
nadie, salió en persona a realizarla. El 1º de mayo de 1675, se internó
resueltamente en el territorio de la provincia, con sólo seis hombres
de escolta, para dar a entender al indio que iba en misión de paz. La
campaña tuvo un resultado insospechado. Después de haber recorrido unas
90 leguas a la redonda, alejándose unas 30 o 40 al sur de la ciudad,
visitando todas las tolderías indígenas establecidas dentro de ese
circuito, regresó al frente de 8.000 indios dispuestos a vivir bajo
normas civilizadas. Agrupados por naciones y parcialidades, los
estableció en tres distintos sitios: unos en la laguna de Aguirre a ocho
leguas de la ciudad; otros a las márgenes del río Luján, distantes diez
leguas, y, los demás a orillas del río Areco en el lugar llamado
Bagual, que debió ser, sin duda alguna, el sitio donde estuvo
establecida la primitiva reducción del cacique de ese nombre.
Gracias al trato paternal que les dio el dignatario, consiguió que se
prestaran gustosos a permanecer asentados en los lugares señalados.
Pero si confiaban personalmente en el gobernador, recelaban de los
colonizadores, contra quienes pidieron ser “defendidos y no maltratados”
como lo habían sido anteriormente.
La primera medida destinada a asegurar su arraigo en el lugar y
aplicarlos a la vida de orden y trabajo, fue la distribución de arados,
bueyes y semillas para el cultivo de la tierra y ganado vacuno para el
procreo y consumo.
En los ocho meses que permanecieron asentados, no consiguió, a pesar
de sus esfuerzos, encontrar religiosos dispuestos a hacerse cargo de la
enseñanza, “por querer primero que se les ponga casa, iglesia y renta”.
Al cabo de ese tiempo en que se estaba por dar comienzo al cambio de
los “toldos” portátiles por habitaciones fijas, para borrar el último
vestigio de su nomadismo, se propagó una violenta epidemia de viruela
que diezmó las embrionarias poblaciones. Los pocos sobrevivientes que
quedaron en los sitios después del desbande que sobrevino, fueron
licenciados a volver a sus tierras para evitar el contagio. Pensó el
gobernador reunirlos nuevamente una vez pasado el mal, aunque ya no
cifraba grandes esperanzas, pues sabía que la vida errante en aquel
medio salvaje, donde la ociosidad, la libertad indómita, la facultad de
unirse a las mujeres que deseaban y el fácil alimento eran normas
imperantes, era la vida que prefería el indio, tanto como despreciaba la
civilización. Sin embargo, decidido a tentar nuevamente su laudable
propósito, a fines de diciembre de 1677, envió al interior de la
provincia una partida de 100 soldados de caballería y 50 infantes para
que los buscaran. Los escasos 300 indios que lograron reunirse, fueron
una prueba evidente de su resistencia a la conversión, confirmando la
desconfianza del gobernador. No debió dar otra interpretación a la
elocuencia de los números. Así parece demostrarlo, al menos, el que su
primitivo plan de reducción y conversión, se redujera a reunirlos al
lado de la estacada del fuerte con los pocos que habían quedado en la
laguna de Aguirre después del desastre, empleándolos en las obras
públicas y sometiendo a consulta sobre el destino definitivo que había
de dárseles, a una junta que se celebró en casa del Obispo y que nada
resolvió.
Justo es reconocer que si Andrés de Robles no pudo llevar a feliz
término su magra obra de catequizar y reducir a poblaciones estables a
las hordas salvajes, se debió a la vida indómita de las tribus y en
parte, a la falta de apoyo de los religiosos y de las demás
autoridades. Pero desplegó una política eficaz para proteger a los
indios de encomienda. Fue un ejemplo de espíritu civilizador y el
cabildo se encargó de encomiar ante el rey la labor personal realizada a
favor de los naturales.
La época de Garro
Con la entrada del nuevo gobernador, José de Garro (1678-1682), las
relaciones con las tribus libres tomaron orientaciones diferentes.
Alejado del gobierno el escrupuloso Robles, el Obispo de Buenos Aires
pudo –el 8 de agosto de 1678- expresar sin temores al rey su opinión
acerca de la cristianización de los “pampas”. Manifestaba que la
imposibilidad de realizarla se debía a que eran tribus nómadas, que
vagando de continuo por las abiertas llanuras sin lugares fijos de
asiento, los ministros no podían predicarles la palabra del evangelio.
Para mayor abundamiento, las declaraciones del Obispo eran corroboradas
al año siguiente por otras del P. Tomás Donavidas, Procurador General de
la Compañía de Jesús en las provincias de Paraguay y Buenos Aires. En
su informe, afirmaba el religioso que estas agrupaciones errantes,
vivían “brutalmente sus costumbres abominables, no conocen dios ni rey,
son enemigos de los españoles, hostilizando sus ciudades y no quieren
oír la doctrina de Cristo”. Semejantes hostilidades, eran “motivos
bastantes –concluía- para hacerles la guerra”.
Las aseveraciones del Obispo y el Procurador iban a tener
confirmación. Después de la tregua dada a sus incursiones durante el
gobierno de Robles y principio del de Garro, en 1680 fue reanudado el
período de hostilidades por “pampas” y “serranos”, “gentío muy bravo”
según decía el gobernador, con una violenta irrupción sobre los campos,
causando la muerte de varios pobladores y la pérdida de numerosas
haciendas. Cuando llegaron a la ciudad los clamores de los campesinos,
el ayuntamiento –cuya misión era velar por el bienestar público- pidió
medidas enérgicas para castigar la osadía. Una expedición enviada desde
la ciudad, los escarmentó rudamente y apresó a muchos de ellos. Los
cautivos fueron distribuidos, con acuerdo del Obispo, entre los
principales hombres de la expedición, para que los adoctrinaran. Pero a
poco sobrevino una fuga general de los prisioneros.
El temperamento adoptado en esta oportunidad originó una severa
reclamación del Monarca inspirada por el Consejo de Indias, ordenando
entregar los indios retenidos indebidamente, a los sacerdotes
doctrineros y sentó el principio de que bajo ningún concepto era lícito
hacer “semejantes repartimientos y que los indios gentiles que por
cualquier accidente se apresaren, se entreguen a los doctrineros para
que usando de todos los medios de suavidad, los instruyan en nuestra
Santa Fe, guardando en todo, la disposición de las leyes que hablan en
razón del buen tratamiento de los indios”.
El Monarca continuó siempre con igual firmeza incitando a la
conversión de los indígenas. En 1683, contestando el Obispo a las
nuevas exhortaciones, volvió a poner de manifiesto las dificultades que
ofrecía la empresa, debido a “su natural inconstancia y horror que
tienen a la vida política”.
El gobernador José de Herrera y Sotomayor (1682-1691), que sucedió a
Garro, compartió la opinión del Obispo, basado en la experiencia de las
autoridades que lo habían precedido. La gran rudeza mental de estos
indígenas, les impedía comprender el alcance de la religión, aunque no
perdían detalle del ceremonial.
Los aucas: sus ataques sistemáticos
Mientras las reducciones desaparecían y las encomiendas iban
reduciéndose cada vez más, se acrecía la población en la pampa
circundante y aumentaba con ella el peligro de las invasiones.
Como ninguna de las intervenciones tendientes a cortar los continuos
avances de la indiada, era de resultado estable, motivó una intervención
del cabildo dando una nueva orientación a la defensa. Fue en 1686, en
que los “pampas” capturados en una expedición de castigo, fueron
arrancados en masa y deportados a la reducción de Santo Domingo Soriano,
situada en la Banda Oriental.
Pero las cosas fueron de mal en peor. El estrecho comercio que los
“serranos” y “pampas” mantenían con los “aucas” o “araucanos” de Chile,
llevándoles caballos y vacas cazados en las manadas cerriles de la
provincia, los impulsaron a ocupar el territorio. A principios del
siglo XVIII comenzaron a desplazarse hacia la provincia, tal como antes
lo habían hecho los “serranos”.
Siendo los “aucas” el pueblo más indómito de cuantos habitaban las
regiones de la cordillera, llegaron al suelo bonaerense imponiéndose a
las demás tribus y utilizándolas muchas veces como instrumento ejecutor
de sus proyectos vandálicos.
Dueños del territorio, comenzaron a explotar el ganado vacuno
silvestre, dispuestos a impedir que los colonizadores penetraran en él a
realizar “vaquerías”. Ignorantes los pobladores del cambio que se
había operado, en octubre de 1711 salió una partida de campesinos para
efectuar las acostumbradas matanzas de vacas y toros. Cuando estaban
entregados a reunir el ganado, fueron atacados de improviso por una
numerosa indiada de “aucas” que los despojaron de los animales que
habían reunido, hiriendo a algunos hombres en la arremetida. Aunque el
gobernador, de acuerdo con el cabildo, lanzó contra ellos una expedición
de castigo, los ataques siguieron sucediéndose con nuevos bríos.
La suspensión de las vaquerías
En 1714 quedaron paralizadas por completo las matanzas que surtían de
cueros, grasa y sebo a la ciudad. La suspensión de tan vital
actividad, aparte de provocar la miseria de los que la practicaban, hizo
que se agotaran las existencias de grasa y sebo del mercado, causando
un verdadero trastorno en la población de la ciudad.
La necesidad de poner fin a la gravísima situación planteada, fue
estudiada por todas las autoridades de la ciudad, resolviendo enviar una
fuerte expedición al interior del territorio, bajo cuya protección
irían los vecinos a proveerse de grasa y sebo, tratando de alcanzar una
paz amistosa con los indios, o en todo caso, castigarlos militarmente.
Como la medida salvadora no pudo realizarse por la gran sequía
reinante, la crisis se hizo más aguda. En 1716, el procurador general
de la ciudad pidió que la grasa y sebo que se introducía de la Banda
Oriental, se destinara al exclusivo consumo local.
La solución aconsejada por el procurador no podía ser más que una
medida transitoria para suavizar la crisis, pero no un corte definitivo
que dejara abandonada a manos de los indios la enorme riqueza que
representaba el ganado silvestre. Las autoridades, que comprendieron
esta situación, dispusieron la reanudación de las “vaquerías” tomando
precauciones. Estas descansaban en una alianza establecida con los
caciques “pampas” Mayupilquian y Yati que les ofrecían buena
correspondencia. Mientras se les permitía establecer sus viviendas al
norte del río Salado donde encontraban abundante caza para su sustento y
permanecían a cubierto de los ataques de las tribus enemigas,
respondían, denunciando la proximidad de los indios rebeldes, para que
la población tomara precauciones.
A pesar de la alianza establecida, el peligro era idéntico y pocos
los que se aventuraban a penetrar en el territorio. Disminuyó así en
tal forma la recolección de cueros, que en 1717 se resolvió autorizar a
que se realizara una parte de las faenas en la Banda Oriental. Y tres
años más tarde, en vista de que no cejaban en sus hostilidades, fue
enviada una expedición de castigo para que los escarmentara.
Nuevas medidas para contener a los indios
Ya puede comprenderse que estas campañas militares hechas de tarde en
tarde, no eran de fruto sólido. Volvían las expediciones de
“vaquerías” a internarse en el territorio, y los indios contestaban con
nuevos ataques. Al cabildo correspondió estudiar con calma la
situación, tratando de conjurar el peligro en forma definitiva. En 1722
proyectó hacer dar batidas periódicas con un destacamento de milicias
de la ciudad. La falta de fondos del municipio y la negativa de los
vecinos a costearlo con nuevos impuestos, hizo fracasar el proyecto.
Sin embargo, el cabildo entendía que había que proceder con rigor contra
las huestes bárbaras, y de ello quedó constancia en el acta del 21 de
agosto, en que se hacía fuerte en solicitar al gobernador, el avío de
200 españoles y 100 indios amigos y mulatos libres, para salir “a la
correduría de los campos”.
Los hechos vinieron a comprobar que la medida solicitada tenía su
lógico fundamento. Esperaban realizarla, cuando los “aucas” y
“pehuenches”, tomando la delantera, cometieron “la osadía y
atrevimiento” de asaltar y saquear unas carretas que llegaban de
Mendoza. Una expedición lanzada en persecución de sus agresores no
obtuvo resultado.
La poca eficacia de estas expediciones, convenció a todos que era
necesario tomar medidas preventivas para evitar las devastaciones.
Respondiendo a ese criterio, en 1724, cinco patrullas de milicianos
montaron vigilancia en puntos avanzados de la abierta frontera. Pero
quitadas al poco tiempo, los “aucas” y “serranos” golpeaban las puertas
de la propia ciudad.
En 1722 había dicho el cabildo que los “aucas” y “serranos”
merodeaban el territorio “por el interés de las pocas vacas que han
quedado”, pues las enormes matanzas que se realizaban de esas especies
salvajes, las llevaban camino de su exterminio. Mientras las vacadas
cerriles se extinguían, las estancias atravesaban por un período
floreciente, con muchos miles de cabezas de ganado que se apacentaban en
las amplias praderas cubiertas de ricos pastos y aguadas en abundancia.
Desaparición del ganado silvestre: las grandes invasiones
Con la desaparición del ganado vacuno silvestre, al verse los indios
privados de su comercio con Chile, planearon invasiones a las
estancias. Preparados los “serranos” para dar el golpe, en agosto de
1737, con corta diferencia, talaron dos veces las haciendas de
Arrecifes, contestándose con aprestos bélicos en la ciudad. Una
expedición salida a castigar los desmanes, provocó represalias de parte
de los indios. Convocados 2.000 “aucas” de guerra, llegaron en agosto
de 1738, causando grandes estragos en los campos de Arrecifes, donde se
estableció un fortín para contener nuevas invasiones, pero con escaso
resultado, pues los desmanes se sucedieron con leves intermitencias.
La reducción de Nuestra Señora de la Concepción
En 1739, una fuerte expedición entró a fondo en el territorio para
apaciguar a las tribus. Castigados los indios belicosos, se estableció
un pacto de paz con los más dóciles que se prestaron a recibir
misioneros. En cumplimiento a lo capitulado, en 1740 llegaron a las
cercanías de Buenos Aires 300 indios pampas pidiendo misioneros. Con
ellos se estableció la reducción de Nuestra Señora de la Concepción que
dirigieron los padres Manuel Quirini y Matías Strobel. El pueblo se
estableció sobre la banda sur del río Salado a unas 7 leguas de su
desembocadura, en unos terrenos bajos y anegadizos, de los que hubo que
mudarlo a una loma situada a corta distancia al sudoeste, adonde estaba
en 1748. Esta reducción no dio los resultados que se esperaban.
Inclinados ya los indios a los robos de ganados, se comunicaban con los
emisarios enemigos para planear las invasiones, hasta que en 1752 las
autoridades extinguieron el pueblo para librarse de tan peligrosos
amigos.
Nuevas invasiones
Mientras el indio arreciaba en sus malones, la ciudad, sin armas, sin
municiones y sin fondos para adquirirlas, paralizó las medidas
defensivas.
Producido ese estado de inactividad militar, los indios llevaron con
mayor empuje y temeridad, sus incursiones devastadoras. Entre los meses
de agosto y noviembre de 1740, en el transcurso de 30 días. Los
“serranos” realizaron tres invasiones sobre Fontezuelas, Luján y
Matanza. En Matanza, la entrada llegó hasta siete leguas de la ciudad,
deteniéndose el malón a tres leguas del oratorio de San Antonio del
Camino (hoy Merlo), donde se habían refugiado varias familias
campesinas, escapando de la ferocidad de los salvajes.
Mientras la ciudad se debatía en medio de una pobreza desesperante,
los indios, entusiasmados con el abundante botín de cautivos y ganados
que les proporcionaban sus malones, se decidieron a ejecutar la más
formidable invasión de cuantas habían hecho hasta entonces. En la
madrugada del 26 de noviembre, cuando los campesinos se preparaban para
iniciar las faenas rurales, la numerosa indiada cayó de improviso sobre
la floreciente región de la Magdalena, asolando los campos en varias
leguas a la redonda, sin que se les ofreciera la menor resistencia, a
pesar de que el gobernador había dado órdenes anticipadas para que las
milicias montaran vigilancia.
El balance de la triste jornada no podía ser más agobiador. Cerca de
100 infelices campesinos perdieron la vida a manos del salvaje,
quedando cautivas numerosas mujeres y niños y perdiéndose gran cantidad
de ganado, mientras las autoridades de la ciudad sin fondos del erario,
quedaban imposibilitadas de hacer frente a la situación. Pero como una
nueva campaña militar era ya de todos puntos de vista imprescindible, a
principios de 1741 se hizo una colecta pública que encabezó el
gobernador, para reunir fondos destinados a su preparación.
La necesidad de expedicionar vino a hacerse más urgente, al saberse
que el 19 de julio había sufrido una invasión la campaña lujanense y que
los campesinos, con escaso armamento, habían salido en persecución de
los salvajes sin resultado.
Tratado de paz con el cacique Bravo
Con más de 500 hombres partió Cristóbal Cabral a fines de setiembre,
con órdenes del gobernador de alcanzar una paz firme con los indios,
penetrando a fondo en el territorio hasta las sierras de Cayrú (Sierra
Chica) y de Casuati (Sierra de la Ventana) por donde los indios tenían
sus guaridas, y “donde nunca habían llegado los españoles, por la
distancia y fragoso de las sierras”.
La expedición tuvo buen resultado. Las capitulaciones firmadas con
los indios, colocaban al cacique Bravo, jefe de los “pampas” como la
suprema autoridad de todos los otros indígenas y por consiguiente, a él
incumbía la vigilancia de toda la población que vivía al sur del Salado,
límite fijado como la división entre las tierras indias y el dominio
español. El cacique Bravo era reconocido y respetado por las tribus
pampeanas por su ferocidad y su valentía, y fue sincero y servicial
amigo de los blancos.
Las medidas de defensa del gobernador Ortiz de Rozas
Cuando inició su gobierno Domingo Ortiz de Rozas (1742-1745), inició
una política de amistad con los indios, atrayéndolos por medio de
presentes. Así logró aquietarlos, estableciendo primero acuerdos con
los “pampas” y después con otras naciones. Ya a fines de 1743 eran
cuatro o seis naciones comarcanas las que hacían convivencia con los
españoles, llegando los caciques hasta la ciudad a recibir sus
gratificaciones en retribución de cesación de hostilidades. Pero era
evidente que el indio no hacía alianza con el español por sincera
amistad o temor de castigos, sino para conseguir aguardiente con que
mantener sus borracheras constantes, que los mismos españoles habían
fomentado.
El gobernador Ortiz de Rozas, aunque se mostró satisfecho del
resultado alcanzado, que ponía coto a los malones, no se confió de la
amistad jurada de los indios, sino que con buen tacto, siguió
manteniendo las precauciones. Sus fundadas sospechas tuvieron amplia
confirmación, pues los mismos que habían establecido la alianza y podían
situar sus tolderías en los campos de Luján para comerciar sus
productos (lazos, ponchos, plumeros, etc.), se aprovechaban de esta
situación para saquear las estancias vecinas. Este estado de cosas creó
una situación tan llena de peligro a los lujanenses, que muchos se
vieron obligados a abandonar sus campos, para refugiarse en Buenos Aires
o emigrar a otras tierras libres de la asechanza indígena.
En las continuas acciones de guerra contra los indios, se empleaban
casi exclusivamente los campesinos enrolados obligatoriamente en las
milicias, dentro de la edad de 14 a 60 años. Pero en algunas ocasiones
intervenían las tropas del ejército regular.
Ya se ha ido viendo que la táctica seguida corrientemente en la lucha
contra los indios, no alcanzaba soluciones definitivas. Correspondió
al gobernador Ortiz de Rozas reorganizar y armar las milicias, ordenando
la defensa del territorio de la provincia con nuevas medidas. Estas
consistían en el establecimiento de fortines avanzados. En enero de
1745 quedaron establecidos varios reductos a corta distancia de las
últimas fincas rurales. Las partidas que los ocupaban batían la zona en
continuas recorridas, conteniendo eficazmente los intentos de la
indiada.
Abandono de la defensa de las fronteras
Contenidas las invasiones, pudo el gobernador José de Andonaegui
(1745-1755), decir al Virrey del Perú en 1746: “La guerra con los indios
en habiendo cuidado es de más molestia que peligro, esta gente habita
la campaña, no tiene género alguno de caserías ni hace sementeras, son
diestrísimos a caballo (como que toda la vida lo ejercitan), vienen a
hacer correrías a los pagos y a las estancias, hurtan el ganado y de
camino, matan o cautivan las personas que pueden, y luego se retiran…”.
Por el trabajo rudo de defender las fronteras, que les obligaba a
mantenerse casi exclusivamente a su costa, y dejar abandonadas durante
el período de servicio sus labores, los milicianos iban teniendo horror a
la vida de fronteras. La deserción comenzó a cundir entre las milicias
hasta que en 1750 la campaña quedó indefensa, reiniciándose las
correrías devastadoras, contra las cuales se hubo que poner nuevos
medios de defensa.
Fuente
- Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
- Levene, Ricardo – Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos – La Plata (1949).
Portal www.revisionistas.com.ar