Así se disparaba un arcabuz de los Tercios españoles
El proceso de recarga solía durar de 3 a 5 minutos y podía verse afectado por la climatologíaManuel P. Villatoro | ABC
En plena era moderna estamos acostumbrados a ver (en la gran pantalla, eso sí) como un militar no tarda ni 10 segundos en cambiar el cargador de su fusil de asalto y continuar arrojando plomo al enemigo. Y es que, tras siglos de evolución, esta es una de las principales ventajas de las armas de nuestra época: su capacidad de disparar cientos de balas sin más dificultad que la de apretar el gatillo (o «cola del disparador», que dicen los expertos) con el dedo índice. Sin embargo, no sucedía lo mismo en los siglos XVI y XVII, donde los soldados de los Tercios españoles debían recargar sus arcabuces en un proceso que duraba de tres a cinco minutos y que podía verse entorpecido por la climatología adversa de la región en la que estuviesen batallando. Todo ello, para disparar un único proyectil.
Tampoco ayudaba al arcabucero la escasa precisión que tenía su arma, la cual –según decía el Duque de Alba- había que disparar cuando el enemigo se hallaba a poco más del doble de la distancia de una pica (unos 15 - 20 metros) para que fuese efectiva y aumentasen las posibilidades de hacer blanco. Finalmente, estos soldados debían costearse la pólvora y las balas que arrojaría al contrario, las cuales no les sufragaba la Corona. Demasiadas penurias para unos hombres que, atendiendo a su buen o mal hacer, podían provocar que sus compañeros aplastasen al enemigo en grandes y gloriosas contiendas como la de Pavía, o que fuesen derrotados en estrepitosas luchas como la de Cerisoles. Sea como fuere lo cierto es que estos hombres y su rapidez a la hora de recargar y disparar era clave a la hora de determinar el resultado de una batalla.
Los primos lejanos del arcabuz
Aunque el término arcabucero nos transporta irremediablemente a la época en la que los Tercios trataban de dominar Europa a base de pica, rodela y armas de fuego, lo cierto es que una versión primigenia suya comenzó a utilizare ya en el siglo XIV en tierras españolas. «La primera vez que aparece documentado el uso de armas de fuego en España es en el sitio de Algeciras por Alfonso XI de Castilla. En esa ocasión, abril de 1343, los sitiadores recibieron bolas de hierro y proyectiles ardientes disparados desde piezas de artillería a las que denominaron truenos. Pronto utilizaron también los cristianos la pólvora, dando lugar a distintas piezas artilleras, como las bombardas», explica José Javier Labarga Álava (autor de varios escritos relacionados con los Tercios) en su obra: «La arcabucería en España de 1500 a 1870. Origen y evolución de la técnica y el arte de la fabricación de armas de fugo en España».
Un arcabucero de «Imperial Service» limpia su arma
A pesar de que aquellas armas no eran más que unos tubos en los que se introducía pólvora y una bola metálica, lo cierto es que su gran utilidad -tanto a nivel letal, como a nivel psicológico- no tardó en quedar patente. Por entonces sus principales desventajas eran la puntería (no era sencillo pegar un buen zambombazo al enemigo con ellos) y su considerable tamaño, que en una gran mayoría de los casos, provocaba que fueran disparados desde los muros de las fortalezas. Sin embargo, ya se destacaban por aquella época algunos que podían ser transportados por un infante de forma mucho más cómoda. Aquellos eran, en definitiva, los precursores de los arcabuces que portarían, solo dos siglos más tarde, los soldados de los Tercios españoles
«Es seguro que entre ellas ya se encontraban algunas portátiles como los cañones de mano o los hachabuses. Los hachabuses tenían cañones de azófar o de bronce de unos cinco o seis palmos de largo y disparaban pelotas de plomo de dos hasta cinco onzas», explica el experto. Con todo, todavía era necesario apoyarse en una superficie consistente para poder disparar sobre el contrario de una forma más segura y lograr una mayor puntería, lo que aún hacía que su carácter portátil no fuese total.
Nace el arcabuz
Por entonces su funcionamiento era sumamente sencillo. Aquel que quisiera disparar debía poner el tubo en posición vertical e introducir en él pólvora y una bola metálica. Una vez preparado, solo había que apuntar hacia el objetivo y acercar una mecha (cuerda) encendida hasta el denominado «oído» del arma (un agujero que taladraba el metal). Cuando la llama entraba en contacto con el contenido interior, este estallaba liberando el proyectil. Simple, pero efectivo. Su utilidad y su capacidad de persuasión fueron tan claras que el arma se fue perfeccionando con el paso de los años. Sin embargo, hubo que esperar hasta mediados del siglo XV hasta que se produjo el gran avance que provocó el nacimiento del arcabuz como tal.
Este se produjo con la llegada de la denominada «llave de mecha». «Era un mecanismo para sujetar la mecha encendida […]. Estaba situado en el costado derecho del arma, llevaba una pieza en forma de “S”, el serpentín, que sujetaba la mecha encendida lejos del fogón y permitía disponer el arma dispuesta para disparar en el momento oportuno. Oprimiendo con la mano derecha una palanca situada debajo, el serpentín acercaba la mecha a la cazoleta destapada previamente y el arcabuz se disparaba», explica Álava en su dossier. A pesar de lo sencillo que podía parecer, lo cierto es que fue toda una revolución, pues permitía a aquellos armados con un arcabuz tenerlo dispuesto en cualquier momento para arrojar plomo sobre el enemigo con un solo «click».
Los recreadores históricos, listos para combatir
El siguiente salto cualitativo se vivió en la Conquista de América por parte de los españoles, Y es que, los 13 arcabuces que llevó Hernán Cortés a Cuba en 1519 eran considerablemente avanzados. Así lo afirman Juan Sánchez Galera y José María Sánchez Galera en su obra «Vamos a contar mentiras», donde señalan que el arma consistía simplemente en un tubo de acero apoyado sobre un tablón.
«Dicho tubo se encontraba cerrado en el extremo que daba a la parte de […] la culata, y, casi al final del tubo, por el lado en el que estaba cerrado, se hallaba un pequeño agujero que atravesaba la pared del tubo (oído) y sobre el cual coincidía el final del recorrido de una palanca que en su extremos sostenía una mecha de algodón. Por simple que parezca la descripción del arma, contiene todo lo que se puede decir de un arcabuz», explican. De ahí, hasta los Tercios españoles con el consiguiente salto temporal.
Su importancia en los Tercios
A pesar de toda la evolución anterior, la época en la que se dio a conocer realmente nuestro protagonista fue durante los siglos XVI y XVII, momento en que este arma fue utilizada en masa por los Tercios españoles. Estas unidades habían sido creadas entre los años 1534 y 1537 por Carlos I (V de Alemania) para proteger varios territorios clave de su Imperio (Milán, Nápoles y Sicilia, concretamente). Su principal característica es que eran unidades permanentes. Es decir, que tenían una organización militar concreta y no se disolvían después de cada contienda.
«Tras establecerse, el ejército estable comenzó a desdoblarse en un mayor número de unidades para poder atender los diferentes terrenos con los que contaba el Imperio español. Estos iban –entre otros- desde la Península, hasta Italia», explica, en declaraciones a ABC, José Miguel Alberte, presidente de la Asociación Española de Recreación Histórica «Imperial Service» (la cual ha colaborado en la exposición itinerante del Ejército de Tierra «El Camino Español. Una cremallera en la piel de Europa»).
Un arcabucero de «Imperial Service» (totalmente equipado) revisa que todo está listo para hacer fuego
En los Tercios el arcabuz tenía una importancia vital, pues un tercio de los soldados que lo formaban debían ir armados con él o con mosquetes (un arma similar que contaba con un calibre mayor y necesitaba de una horquilla para dispararse). A su vez, una segunda parte debían portar picas y una tercera, rodelas (escudos) y espadas cortas. «No está claro de dónde viene la denominación tercio porque no se explica de forma clara. Algunos afirman que había tres unidades, otros que estaban por tres mil hombres y, finalmente, la última dice que se denominaban de esta forma porque estaban formadas por un tercio de rodeleros, otro de piqueros y otro de arcabuceros», completa Alberte en declaraciones a este diario.
El sistema de combate de estas unidades era sumamente sencillo. En primer lugar, los mosqueteros (cuyo mosquete disparaba a una distancia mayor) lanzaban una lluvia de proyectiles sobre el enemigo. Posteriormente, y según se acercaba los contrarios, los arcabuceros se adelantaban y les rociaban a una distancia que solía oscilar los 15 y 20 metros. Finalmente, cuando el aliento de los enemigos de España podía sentirse en el aire, toda tropa preparada para atacar a distancia se introducía en el cuadro de picas. Era entonces cuando los piqueros comenzaban a hacer bailar los aceros contra el enemigo. Finalmente, los arcabuceros se unían en pequeños grupos llamados «mangas», que se dedicaban a proteger los flancos de la unidad (la parte más débil de la misma).
Así se recargaba un arcabuz
Cuando el arcabucero se preparaba para disparar contra el enemigo, necesitaba tener encima varios utensilios. Entre ellos destacaba la mecha (una cuerda con la que se prendía fuego y se iniciaba la ignición); dos polvoreras; el morral (un bolsillo en el que portaba los proyectiles, que consistían en pequeñas bolas metálicas) y los denominados «12 Apóstoles». «Los “apóstoles” eran pequeños frasquitos que llevaba colgados de su torso y que contenían la cantidad precisa de pólvora que se debía incluir en cada disparo. De esta forma, el soldado se ahorraba mucho tiempo a la hora de cargar», completa Alberte. Si llevaba aquella ingente cantidad de trastos encima podía proceder a la recarga, la cual constaba de varios pasos.
1-En primer lugar, el arcabucero debía poner su arma en posición vertical, pues era imposible cargar el arcabuz mientras se apuntaba al enemigo.
2-Acto seguido, abría uno de los «12 apóstoles» que portaba y vaciaba la pólvora que éste incluía en el interior del cañón o tubo. Esta sustancia era la que, posteriormente, entraba en contacto con el fuego y explotaba.
3-A continuación, el arcabucero buscaba un proyectil. «Lo cogía de su bolsillo lateral. Normalmente ya lo tenía preparado e incluía un trozo de estopa o de tela, el cual permitía que los gases no se escapasen hacia delante durante la ignición y el disparo fallase», determina el recreador histórico.
Un miembro de «Imperial Service» sopla la mecha de su arcabuz antes de disparar
4-El siguiente paso era extraer la baqueta (una extensa vara que iba enganchada a la parte inferior del arcabuz) y «atacar» con ella el arma. De esta forma, el arcabucero apretaba con fuerza el proyectil, la tela y la pólvora contra la parte inferior del cañón. «Baquetear era muy importante para conseguir que la bala y la estopa llegaran a la recámara, donde se iba a producir la explosión,. Pero también servía para darle presión al contenido del cañón. Así pues, a mayor presión, más longitud de disparo tendría el arma», completa Alberte.
5-Una vez estaba la carga preparada, el arcabucero debía poner su arma en ristre y apuntar con ella al enemigo. «A continuación, con la polvorera lateral se vertía una cantidad de pólvora de mejor calidad en la cazoleta [una pieza que se ubicaba cerca del oído del cañón y servía para acumular la pólvora que conectaría después con el interior del tubo] y se cerraba para evitar un disparo accidental», destaca el experto.
6-Con el arcabuz listo para ser disparado, entraba en acción la mecha, previamente encendida. «Las mechas eran trozos de maroma impregnados en salitre, sustancia que hacía que se consumiera de la forma más lenta posible. La mecha debía estar siempre encendida, un trabajo muy arduo y muy difícil de llevar a cabo en los países del norte de Europa, donde se humedecía y se podía apagar debido a la climatología. Las mechas se mantenían encendidas por los dos extremos para, así, poder seguir disparando si uno se apagaba», confirma Alberte.
7-Era entonces cuando el arcabucero soplaba la mecha para avivar el fuego que había en su extremo. Posteriormente, se dirigía hasta la primera línea del frente, apuntaba al enemigo, abría la cazoleta y apretaba el gatillo. En ese momento se liberaba el serpentín del arma, que lanzaba la mecha encendida hasta la cazoleta y hacía que chocase contra la pólvora. En ese momento se generaba una explosión que hacía que el proyectil saliese disparado hacia el exterior.
8-Tras haber hecho fuego, el arcabucero no se detenía para saber si había causado baja, sino que se retrasaba hasta una segunda línea e iniciaba de nuevo el proceso de carga.
Lento y problemático
A pesar de que fue utilizado durante casi tres siglos por los Tercios españoles, el arcabuz contaba con varios problemas que, seguramente, provocaron más de una palabra malsonante entre los soldados que lo portaban. Para empezar, acertar con uno de ellos al contrario era sumamente complicado.
«Tenía una precsión terriblemente limitada. Por ello, con el paso de los años se le fueron añadiendo diferentes elementos ergonómicos que permitieron al tirador disparar con una mayor confortabilidad y una mayor puntería. Por ejemplo, se alargaron los cañones con el objetivo de dar más estabilidad a la bala. Sin embargo, como los tubos eran artesanales, eran de ánima lisa y tenían muchas imperfecciones, el proyectil no salía de forma limpia, lo que reducía la precisión», destaca Alberte.
Por otro lado, era necesario dedicar mucho tiempo (entre 3 y 5 minutos) para recargar el arcabuz, lo que reducía la cadencia de fuego. «Para solucionar este problema, así como el de la precisión, a mediados del siglo XVI y XVII los arcabuceros luchaban en grandes líneas con el objetivo de hacer el mayor número de disparos sobre el enemigo y causar más bajas», destaca el experto.