La guerra invisible: una mirada al futuro cercano
Roman Skomorokhov || Revista Militar
Tener un enemigo externo —por contradictorio que suene— es uno de los activos estratégicos más rentables que puede poseer un país. Un adversario visible, reconocible, incluso predecible, mantiene todo en orden. El gobierno justifica sin esfuerzo sus presupuestos de defensa, los generales despliegan planes y tecnologías, y el complejo militar-industrial gira con la precisión de un reloj bien aceitado.
Si ese enemigo, además, se deja ver de vez en cuando cerca de la frontera, aún mejor. Se reactiva la tensión, suben las alertas, y los pedidos de tanques, cazas y radares se aprueban con entusiasmo. Es un equilibrio delicado pero funcional. El ejemplo perfecto: India y Pakistán. Conflictos pasados, roces presentes, pero nunca lo suficiente como para romperlo todo. Solo lo justo para mantener los engranajes girando y los arsenales llenándose.
El problema llega cuando no hay enemigo. Porque sin una amenaza clara, sin esa figura oscura al otro lado del mapa, todo el sistema empieza a desorientarse. La máquina cruje. Y cuando eso pasa, hay que inventar uno.
Estados Unidos lo sabe bien. Su némesis perfecta fue, durante décadas, la Unión Soviética. El antagonista ideal: poderoso, ideológico, omnipresente. Pero cuando la URSS cayó, la narrativa se resquebrajó. La OTAN perdió norte, propósito y razón de ser. ¿Una alianza militar sin enemigo? Difícil de sostener.
Entonces apareció Sadam Husein, y más tarde Bin Laden. Uno con botas y desfile, otro con túnel y video casero. Pero ambos cumplieron su función: mantener viva la amenaza. Reactivar presupuestos. Justificar despliegues. Reavivar operaciones en cada rincón del mapa. El terrorismo, por su propia naturaleza difusa, fue el enemigo ideal por años.
Pero incluso esos rostros se han ido desvaneciendo. Y con ellos, también la narrativa. Sin un enemigo claro, vuelve a surgir el peor de los miedos para cualquier estructura de poder militar: el vacío. El silencio. La posibilidad de que el cañón no se dispare porque ya no hay a quién apuntar.
Y es ahí cuando la maquinaria empieza a mirar hacia adentro… o a fabricar sombras nuevas.
Convertir a China en el enemigo número uno —el villano central, la gran amenaza global, casi una versión moderna de Sauron— fue una jugada tan eficaz como calculada. Porque, a diferencia de enemigos anteriores como Irak o Libia, China no es un blanco fácil. No es un régimen débil que colapsa tras los primeros misiles. Es una superpotencia capaz de responder. Y hacerlo con fuerza.
Y precisamente por eso resulta tan útil. Porque no es lo que China hace, sino lo que puede llegar a hacer lo que le da su valor estratégico para Estados Unidos. Su postura inflexible sobre Taiwán es el pretexto perfecto. Una tensión sin fecha, siempre latente, siempre útil. Porque, seamos honestos, nadie espera un desembarco estadounidense para defender Taipéi llegado el día. Pero eso no importa.
Lo que importa es el guion que puede escribirse a partir de ahí: si caen en Taiwán, mañana estarán cruzando el Pacífico. ¿California? ¿Alaska? Da igual. El lugar es irrelevante. Lo que cuenta es la amenaza percibida, el relato de expansión imparable, el temor a lo desconocido.
Con ese relato, se firman contratos. Se extienden presupuestos. Se despliegan portaaviones y satélites. Porque ahora, el enemigo tiene escala, tiene poder, y sobre todo, tiene rostro. China es lo suficientemente fuerte como para ser una amenaza verosímil, pero no tanto como para ser intocable. El equilibrio perfecto.
Así, el complejo militar-industrial puede seguir operando sin freno. No necesita más justificaciones. Tiene a su villano. Tiene su narrativa. Y mientras tanto, la maquinaria sigue funcionando. Porque nada moviliza más recursos, más tecnología y más decisiones que un buen enemigo… sobre todo si se mueve al ritmo del miedo.
Los titulares recientes en los medios estadounidenses parecen sacados de una novela de ciencia ficción: “China libra una guerra electrónica capaz de apagar, en segundos, el equipo enemigo.”
Y aunque pueda sonar a hipérbole, no es del todo fantasía. Hay algo real detrás del alarmismo.
Porque la guerra, hoy, ya no se libra como antes. Se acabaron las imágenes clásicas de tanques avanzando entre el polvo o cazas rompiendo la barrera del sonido. Ahora, una simple ráfaga electromagnética puede detenerlo todo. Una ciudad, una base aérea, un centro de mando… en silencio y en segundos. Radares apagados. Comunicaciones muertas. Equipos inservibles. Sin humo, sin cráteres, sin explosión. Pero con el mismo —o mayor— efecto paralizante.
La clave, claro, está en la potencia. El pulso electromagnético verdaderamente devastador es el que nace de una detonación nuclear en el aire, a una altitud de uno o dos kilómetros. El tipo de evento que aún pertenece al terreno de lo prohibido... o al menos, al de lo que nadie se atreve a decir en voz alta.
Pero la verdad es que no hace falta llegar tan lejos para cambiar las reglas del juego. Porque la guerra moderna ya no se reduce a lo visible. Hoy se pelea en frecuencias, en códigos, en espectros donde el ojo humano no entra. La guerra ya no necesita proyectiles: necesita software.
Y eso cambia todo. Porque en este nuevo terreno, los ejércitos pueden estar formados por operadores en una consola. Las armas, por algoritmos. Las bajas, por datos. Es un combate que no ruge ni tiembla, pero que puede derrumbar estructuras enteras.
Y en medio de ese silencio estratégico, queda una pregunta que retumba con fuerza:
¿Estamos listos para una guerra que no se ve venir?
Hablamos, sin rodeos, de la nueva dimensión del combate: la guerra electrónica. Lo que hasta hace poco parecía terreno exclusivo de novelas militares futuristas, hoy se ha convertido en una prioridad absoluta. Y no por moda, sino por urgencia. Porque el enemigo ha cambiado de forma: ahora vuela, zumba, se multiplica. Son los UAV, los drones de todos los tamaños, los que han obligado a repensarlo todo.
Por un tiempo breve, pareció que las contramedidas electrónicas de corto alcance funcionaban. Inhibidores, bloqueadores, ataques de interferencia... funcionaban, hasta que dejaron de hacerlo. Porque, como siempre, la guerra se adapta. Y cuando lo hace, escarba en el pasado.
Viejas ideas, como los misiles guiados por cable —tan toscos como letales— han vuelto, pero con nuevo nombre y forma: drones FPV con control por fibra óptica. El principio es el mismo: control directo, sin vulnerabilidades en el espectro. Y eso los hace casi inmunes a los sistemas actuales. Casi. Y en ese “casi” es donde se está librando la próxima batalla.
Hoy, las joyas de este nuevo frente no son tanques ni cazas: son pulsos electromagnéticos (EMP) y microondas de alta potencia (HPM), capaces de apagar, quemar o inutilizar todo lo que dependa de un chip. Pero el verdadero salto no está en la potencia, sino en la inteligencia. Aparecen los sistemas combinados de guerra electrónica (CEW): plataformas que integran sensores, IA y contraataques en un mismo nodo. No interfieren, anulan. No solo bloquean, piensan. Y lo hacen en tiempo real.
En los cuarteles generales del mundo, los ojos ya no están en el misil más grande, sino en el algoritmo más veloz. Porque allí se está decidiendo el futuro del poder militar. Y en este tablero, sorprendentemente, Estados Unidos no lidera.
Un reciente informe del Centro de Evaluaciones Estratégicas y Presupuestarias —a pocos metros de la Casa Blanca— lo admite sin eufemismos: Washington corre desde atrás. Estiman que tomará al menos una década igualar a competidores que ya han tomado la delantera. ¿El nombre que se repite una y otra vez? China.
Y no se trata de sospechas. En noviembre de 2024, un informe oficial de la Comisión de Revisión Económica y de Seguridad entre Estados Unidos y China advirtió al Congreso: el Ejército Popular de Liberación ya ha desarrollado capacidades electrónicas capaces de detectar y neutralizar algunas de las armas estadounidenses más avanzadas. Ya no es una carrera pareja. Es una carrera que puede haberse perdido.
Y fuera de los grandes nombres, hay más actores en el juego. Grupos insurgentes, milicias, incluso organizaciones terroristas están experimentando con sus propias versiones de guerra electrónica. Con pocos recursos, sí. Pero en algunos casos, con resultados sorprendentes. El campo de batalla se descentraliza, se oculta, se digitaliza.
Porque hoy, más que nunca, la guerra no se libra donde caen las bombas, sino donde se silencian las señales. Y dominar el espectro electromagnético, en esta nueva era, es tan decisivo como lo fue dominar el aire en la Segunda Guerra Mundial.
El que controle las frecuencias, controlará el campo de batalla. Incluso sin poner un solo pie en él.
Durante años, el mundo ha vivido expectante ante una transformación largamente anunciada: la fusión entre el hombre y la máquina en el campo de batalla. No en forma de androides ni de soldados biónicos, sino a través de algo mucho más concreto —y, a la vez, más inquietante—: la incorporación de inteligencia artificial en la toma de decisiones tácticas y estratégicas.
Una guerra donde los datos fluyen en tiempo real, donde el análisis no espera al oficial de inteligencia, y donde la máquina deja de ser una herramienta pasiva para convertirse en un actor operativo. Ese es el horizonte que muchos anticiparon. Y Estados Unidos intentó llegar primero.
En 2017, el Pentágono lanzó el ambicioso Proyecto Maven, con una promesa clara: integrar algoritmos de aprendizaje automático en operaciones reales. Identificación de objetivos, priorización de amenazas, asistencia a la toma de decisiones… todo automatizado. Una revolución que debía transformar la guerra moderna.
Pero la revolución, por ahora, no ha llegado. Lo que hay son avances dispersos, desarrollos parciales, integraciones incompletas. El campo de batalla sigue dependiendo, en gran medida, de la intuición humana, de mandos que todavía se toman segundos —o minutos— para decidir. Y en la guerra moderna, eso ya es demasiado lento.
Sin embargo, algo está cambiando. La guerra electrónica —esa dimensión emergente donde se cruzan señales, frecuencias y algoritmos— ha devuelto urgencia al sueño de la fusión hombre-máquina. Y en ese contexto, aparece un nombre propio: Leonidas.
No es un experimento. Es un sistema real, funcional, desplegable. Montado sobre vehículos militares, Leonidas está diseñado para enfrentar una de las amenazas más disruptivas del presente: los enjambres de drones. ¿Su arma? Microondas de alta potencia. ¿Su efecto? Apagar en cuestión de segundos múltiples blancos aéreos sin disparar una sola bala. Un pulso, y todo lo que vuela cae.
No es fuerza bruta: es precisión energética. Y lo más inquietante, es que este tipo de sistemas ya están integrando IA. Para detectar, priorizar, activar… sin intervención humana directa.
Lo que antes era ciencia ficción hoy empieza a asentarse como doctrina. Y lo que hasta hace poco se consideraba futurismo, pronto será norma: decisiones tomadas en milisegundos, ataques invisibles, campos de batalla que ya no responden a lo que podemos ver o tocar.
Cuando la máquina deje de asistir al humano y comience a decidir por él, el rostro de la guerra cambiará para siempre. Y lo que hoy parece una ventaja tecnológica… mañana podría ser una dependencia irreversible.
Primero fue probado sin hacer demasiado ruido, en algún rincón del Medio Oriente. Pero su eco ya resuena en laboratorios militares de medio mundo. Leonidas, desarrollado por la firma estadounidense Epirus, no es simplemente un nuevo sistema de armas: es un cambio de paradigma. Un arma que no lanza misiles ni proyectiles, sino que emite pulsos de microondas de alta potencia capaces de desactivar, en seco, la electrónica de drones enemigos.
Lo más impresionante no es solo lo que hace, sino cómo lo hace. Una antena plana proyecta un haz de energía amplio, capaz de neutralizar enjambres enteros de drones a la vez. No uno, ni dos. Docenas. En un instante. Y lo puede repetir indefinidamente: sin recarga, sin munición, sin necesidad de rearmarse. Solo pulsa y apaga. Una y otra vez. Silencioso, limpio, eficaz.
¿A qué recuerda? Inmediatamente surge un paralelo: el sistema ruso Krasukha. Pero hay diferencias clave. Krasukha fue concebido para otra época, otra lógica. Su haz es más concentrado, pensado para interferir radares, confundir sistemas de guía, cegar misiles de crucero. Porque cuando fue diseñado, los enjambres de drones eran una idea de laboratorio, no una amenaza real. Lo importante era bloquear la visión de un misil antes de que alcanzara su objetivo.
Pero ahora los blancos se han multiplicado, se han miniaturizado y se han hecho autónomos. Y con ellos, también cambió el enfoque. El desarrollo de Leonidas responde directamente a ese nuevo paisaje: más drones, más amenazas dispersas, más velocidad, más urgencia.
¿Podríamos comparar directamente ambos sistemas? Potencia de salida, eficacia, tolerancia operativa… Sería revelador. Pero no podemos. Porque en este terreno, lo esencial no está publicado. Y lo clasificado, por definición, no se comparte.
Mientras tanto, la Fuerza Aérea de EE. UU. ya ha puesto en marcha la siguiente fase. Acaba de firmar un contrato de 6,4 millones de dólares con el Grupo de Guerra Electrónica Avanzada del Instituto de Investigación del Suroeste, en San Antonio. Su objetivo es claro: desarrollar algoritmos que analicen amenazas emergentes con la precisión de un operador humano, pero con una velocidad muy superior.
"Queremos sistemas que comprendan el entorno como lo haría un humano, pero que reaccionen más rápido y con más exactitud", explicó el director del proyecto, David Brown. El anuncio se hizo público en abril. Y aunque la iniciativa suena ambiciosa, la cautela técnica persiste.
Porque una cosa es tener una idea brillante. Otra muy distinta es convertirla en una plataforma robusta, funcional, lista para el despliegue real. Desde el prototipo hasta el campo de batalla pueden pasar años. A veces, una década. Y aunque Estados Unidos avanza, y no lo hace solo, el camino aún es largo. Las promesas de armas inteligentes aún deben traducirse en máquinas confiables, operativas en aire, tierra y mar.
La guerra del futuro ya está tomando forma. Aunque por ahora, esa forma aún es borrosa. Lo único claro es esto: el enemigo ya no tiene que verse. Y el ataque, no tiene por qué hacer ruido.
Superar a los nuevos protagonistas de la guerra electrónica no es simplemente una cuestión de voluntad ni de estrategia: es un desafío gigantesco que exige años de desarrollo, talento técnico, y miles de millones en inversión sostenida. Aun así, no hay garantías. Pero Estados Unidos ya no tiene margen para elegir. Está obligado a competir.
¿Y hacia dónde se orientan ahora los esfuerzos? La brújula apunta, como era previsible, hacia la inteligencia artificial. La prioridad es clara: crear algoritmos capaces de detectar, en tiempo real, señales que indiquen un ataque electrónico inminente. Puede ser un pulso electromagnético, una ráfaga de microondas de alta energía, una alteración sutil del espectro. Identificarlo antes de que impacte es la clave. Y automatizar esa detección es la única forma viable de sobrevivir en el campo de batalla digital.
Porque ahí fuera, cada décima de segundo importa. Si hoy un operador tarda cinco segundos en revisar una anomalía, la inteligencia artificial puede hacerlo en medio segundo. O menos. Y ese margen puede marcar la diferencia entre perder un dron de reconocimiento y salvarlo. Un dron que, en lugar de esperar instrucciones, detecta el riesgo, toma decisiones por sí mismo y sale del área de peligro. Cierra receptores, maniobra, se oculta. Y con él, se protege también todo el flujo de información que transporta.
La otra línea crítica de desarrollo está más cerca de lo físico: la compacidad. Porque el tamaño ahora es cuestión de vida o muerte. Lo ha demostrado el frente ucraniano: los grandes sistemas son blancos fáciles. La guerra electrónica del futuro será portátil, difícil de detectar, fácil de mover, incluso si eso implica reducir temporalmente su potencia. Un sistema pequeño puede operar más tiempo, sobrevivir más misiones… y, en la práctica, ser mucho más útil que uno grande que no dura más de un día bajo fuego enemigo.
Hasta no hace tanto, el gran depredador de estos sistemas era el avión. Por muy sofisticado que fuera un generador de interferencia, su alcance era menor que el de un misil de crucero. Para ser útil, tenía que acercarse al frente. Y ahí lo esperaban misiles con cabezales infrarrojos: detectaban el calor, fijaban el blanco, disparaban. Así de simple.
La respuesta fue el blindaje. Estaciones reforzadas, escapes redirigidos, disipación térmica. Sirvió, por un tiempo. Hasta que llegó la contra-reacción: los misiles antirradiación, diseñados para seguir la firma electromagnética hasta el origen. Armas eficaces, sin duda. Pero ahora, también enfrentan sus propios límites, especialmente con la proliferación de sistemas SAM de largo alcance que obligan a los aviones a mantenerse bien lejos del frente.
Y aquí es donde los números dicen más que cualquier discurso. Pensemos en el Kh-31, uno de los misiles antirradiación más avanzados del mercado. Velocidad, precisión, trayectoria inteligente. Todo está ahí. Pero si su objetivo apaga su señal antes del impacto, o si el sistema cambia de posición en cuestión de segundos, ¿sigue siendo letal? ¿O queda volando hacia el vacío?
La guerra electrónica de hoy ya no es una guerra de potencia bruta. Es una guerra de velocidad, de inteligencia, de adaptabilidad. Es móvil. Es volátil. Es cada vez más autónoma. Y quienes quieran sobrevivir en ese entorno, tendrán que dejar atrás la lógica del siglo XX.
Porque hoy, para dominar el espectro, ya no basta con emitir más fuerte.
Hay que pensar más rápido. Y cada vez, con menos intervención humana.
El misil Kh-31, uno de los proyectiles antirradiación más conocidos y temidos, tiene un alcance que varía —según la versión— entre 70 y 110 kilómetros. Su velocidad ronda los 1.000 metros por segundo, lo que significa que, desde el momento del lanzamiento hasta el impacto, transcurren entre 80 y 120 segundos.
Y aunque eso suene rápido, en términos militares es una eternidad.
¿Por qué? Porque en esos dos minutos, la tecnología moderna ya ha tenido tiempo suficiente para hacer su trabajo: rastrear el lanzamiento, calcular la trayectoria y predecir el objetivo final. Y con esa información en la mano, también hay margen para actuar. La medida más simple —y más efectiva— es apagar la estación emisora antes del impacto. Sin señal, el misil pierde referencia. Y aunque sufra daño colateral, el golpe ya no es quirúrgico.
Pero hoy, hay una amenaza que puede ser incluso más eficaz. Y sobre todo, mucho más barata: los drones.
La era de los misiles carísimos está siendo desafiada por pequeñas plataformas aéreas no tripuladas, de bajo costo, que pueden cumplir objetivos tácticos con eficiencia notable. Para ponerlo en perspectiva: un solo Kh-31 ronda el medio millón de dólares. Con ese presupuesto, se pueden comprar y equipar entre 30 y 40 drones. Cada uno con su propia carga útil, su propia misión, su propio blanco. No necesitan precisión quirúrgica: la fuerza está en el número, en la saturación, en el caos que generan.
Y el mundo ya ha visto cómo se usan. No hace falta imaginarlo. En Ucrania, esta clase de armas ha reescrito las reglas del combate. Los drones se han convertido en ojos, en proyectiles, en exploradores y hasta en cebos. Vuelan bajo, cambian ruta, se adaptan. Y lo más importante: cuestan lo justo como para perder decenas… y seguir ganando.
En ese contexto, misiles como el Kh-31 siguen teniendo su lugar. Pero ya no son la única opción. Ni la más versátil. Ni la más temida.
Porque hoy, la eficacia no siempre está en el impacto. Está en la capacidad de multiplicar amenazas. De estar en todas partes al mismo tiempo. De obligar al enemigo a mirar al cielo… y no saber cuántos vienen detrás.
Y a propósito: a pesar de su tamaño compacto y su portabilidad, un dron bien dirigido puede ser devastador. Basta con colocar cinco kilos de explosivos sobre el espejo de la antena emisora de un sistema de guerra electrónica. El resultado es simple: antena destruida, sistema inutilizado. Porque sin antenas, no hay guerra electrónica posible. Y lo mismo aplica a las estaciones de contrabatería: un solo impacto bien colocado, y quedan fuera del juego.
Sin embargo, los UAV no son invulnerables. Su talón de Aquiles sigue siendo la detección visual. A menos, claro, que estemos hablando de modelos como el Geranium, que opera sobre blancos con coordenadas fijas. Pero si el dron tiene que buscar su objetivo o moverse en tiempo real, ser visto sigue siendo el mayor riesgo. Eso ha devuelto al camuflaje un rol que parecía haber quedado atrás. Hoy, ocultarse vuelve a ser tan importante como disparar primero.
Lo interesante es que el camuflaje, en esta nueva etapa, ha evolucionado junto con la tecnología. Ya no hablamos solo de redes o pintura. Ahora, los sistemas enteros pueden disfrazarse. Se pueden ocultar misiles dentro de un contenedor marítimo estándar, como en el caso de los “Kalibr” rusos desplegados en una barcaza anónima en medio del lago Peipus. O el ejemplo británico: el sistema Defense Gravehawk, un lanzador de misiles integrado en un simple contenedor de carga, apto para ser transportado en un camión, un vagón de tren o un buque civil.
Es el regreso de lo inesperado. Un lanzador camuflado como carga industrial. Un dron escondido en una mochila. Un radar disfrazado de remolque agrícola. La línea entre lo civil y lo militar, entre lo visible y lo invisible, nunca fue tan delgada.
Y eso cambia las reglas del juego. Porque ahora, detectar una amenaza no es solo cuestión de mirar al cielo. Hay que mirar a todas partes.
La misma lógica se aplica a los sistemas de pulso electromagnético, o más específicamente, a los de alta frecuencia, como el proyecto estadounidense Leonidas. Este sistema, diseñado con una misión clara —neutralizar enjambres de drones—, no solo representa un avance tecnológico, sino también una nueva forma de pensar la defensa moderna.
Leonidas ha sido concebido con una ventaja clave: la compacidad. Lo suficientemente pequeño como para instalarse en un camión de reparto o esconderse dentro de un contenedor de carga estándar. En otras palabras, puede aparecer donde nadie lo espera. Y eso lo convierte en una contramedida particularmente interesante. De hecho, ya se lo empieza a comparar con el sistema ruso "Lever", que, a diferencia de muchos de su clase, no está limitado a plataformas aéreas como helicópteros, sino que puede desplegarse de manera más flexible.
¿Pero por qué tanto énfasis en los enjambres de drones? La respuesta es simple y, al mismo tiempo, alarmante. Lo que China está demostrando en materia de control coordinado de vehículos no tripulados es impresionante. No se trata solo de exhibiciones aéreas con drones dibujando dragones en el cielo —aunque incluso eso ya es técnicamente complejo—, sino del potencial militar real de esa misma tecnología.
Porque si se puede coordinar un espectáculo aéreo con cientos de drones en perfecta sincronía, también se puede aplicar ese mismo principio para lanzar ataques masivos por oleadas, desde distintas altitudes, en múltiples fases. Y en ese escenario, no está garantizado que los sistemas de defensa aérea actuales puedan resistir. Saturar sensores, confundir radares, colapsar capacidades de respuesta… ese es el verdadero poder del enjambre.
Por eso Leonidas no es un experimento más. Es una respuesta directa a una amenaza emergente, y al mismo tiempo, un indicio de hacia dónde se moverá la defensa en los próximos años: oculta, móvil, autónoma… y lista para apagar el cielo antes de que los drones lleguen a tocar tierra.
El pasado abril, Irán atacó a Israel con un total de 300 sistemas de lanzamiento diferentes, desde misiles balísticos hasta vehículos aéreos no tripulados. Israel contó con la asistencia de aeronaves y defensas aéreas navales de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Jordania y Arabia Saudita para repeler el ataque. En general, el ataque fue repelido con éxito, pero varias instalaciones militares resultaron alcanzadas.
El mundo entero contraatacaba. Israel podría haber triunfado solo; la pregunta es a qué precio.
Bien, pero ¿y si no hay 300 drones, sino 3000? Sí, claro, las ojivas de misiles balísticos son un asunto muy serio; pueden causar daños psicológicos. Pero un misil balístico, por ejemplo, destruye una subestación eléctrica en un distrito. Es desagradable, pero el daño se redistribuye entre otras subestaciones. ¿Y qué pueden hacer cien drones que dañen cincuenta subestaciones transformadoras en el mismo distrito? La pregunta es…
El «Epirus Leonidas» puede destruir un enjambre de drones con un pulso electromagnético que desactiva sus componentes electrónicos. De hecho, este es el siguiente paso en la lucha contra los vehículos aéreos no tripulados; la única pregunta es su implementación a tiempo.
Y hay un matiz más: primero la filtración de datos, y luego la de tecnología.
En Estados Unidos, existe el Departamento de Seguridad Nacional, una agencia responsable de la implementación de las políticas de inmigración, aduanas y fronteras, la ciberseguridad interna nacional, algunos aspectos de la seguridad nacional estadounidense, así como de la coordinación de la lucha contra el terrorismo, las emergencias y los desastres naturales en el territorio estadounidense.
Un informe de 2022 del Departamento de Seguridad Nacional de EE. UU. analizó los riesgos que representan los terroristas que utilizan "tecnologías disponibles comercialmente". Resaltó la posibilidad real de que los grupos insurgentes accedan a drones y señaló que tecnologías como los pulsos electromagnéticos podrían representar una amenaza creciente en manos de estos grupos.
Históricamente, las organizaciones insurgentes y terroristas han tenido que utilizar armas menos sofisticadas, recurriendo a dispositivos explosivos improvisados (IED), armas pequeñas y tácticas de guerrilla. Sin embargo, la barrera de entrada para la guerra electrónica se está reduciendo. A diferencia de los tanques o los aviones de combate, que requieren una logística y un entrenamiento exhaustivos, un arma EMP oculta en un camión puede operarse con un entrenamiento mínimo.
Pues bien, Ucrania ha demostrado al mundo entero cómo es posible producir miles de drones en unas condiciones de “montaje de garaje”.
Un dron que lanza a un punto con coordenadas específicas no 5 kg de explosivos, sino una unidad de interferencia que se activa en el momento oportuno o emite un único pulso de energía que desactiva todos los dispositivos electrónicos de cierta naturaleza dentro de su radio de acción. Una bomba electrónica puede, en algunos casos, ser significativamente más efectiva que una bomba convencional.
Dado que estos ataques electrónicos no dejan rastros de explosivos, disparos ni señales tradicionales de un ataque, complican las respuestas. Sería difícil para las autoridades determinar si se trata de un ataque militar, un ciberataque o un simple fallo técnico.
A medida que la IA continúa mejorando la toma de decisiones autónoma en la guerra electrónica, estos sistemas serán cada vez más eficaces y difíciles de contrarrestar. En un futuro donde los grupos puedan desplegar inhibidores controlados por IA, armas electromagnéticas y sabotaje electrónico desde cualquier parte del mundo, como ocurre actualmente con el hackeo de, por ejemplo, instituciones bancarias, las estrategias de defensa deben evolucionar para detectar y neutralizar estas amenazas invisibles antes de que ocurran.
Ejércitos de todo el mundo ya están invirtiendo en contramedidas de guerra electrónica, incluyendo electrónica reforzada contra la radiación que puede soportar altos niveles de radiación, algoritmos de defensa basados en IA y cifrado cuántico para mejorar la seguridad contra ataques EMP. Sin embargo, la historia demuestra que las medidas defensivas a menudo van a la zaga de la innovación ofensiva.
El futuro de la guerra podría ser tranquilo, al menos en parte. En lugar de explosiones, los campos de batalla del mañana podrían ver cortes de energía instantáneos, aeronaves en tierra y defensas inutilizadas, todo gracias a ataques electrónicos impulsados por inteligencia artificial. Dado que ocultar armas ya es una estrategia militar probada, es solo cuestión de tiempo antes de que los pulsos electromagnéticos y los sistemas de armas electrónicas convencionales sigan la misma trayectoria: ocultos en contenedores, automóviles, calles de la ciudad, distribuidos por drones o cualquier otra cosa que se les ocurra a quienes los necesitan.
¿Qué ocurrirá cuando la guerra deje de ser como las guerras que conocemos? El mundo está a punto de descubrirlo, y la renovación está en pleno apogeo. Muchos sistemas de armas han alcanzado la cima, y los que representaban el poder hace apenas diez años ahora son simplemente innecesarios debido a su ineficacia.
Y aquí la pregunta es: ¿quién liderará este proceso?