Por Oscar Fernando Larrosa (h)
Dedicado a mis queridos padres:
Herminia Álvarez de Larrosa
Subof. My (RE) Oscar Fernando Larrosa
Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres, mi canción.
ni dejar en la memoria
de los hombres, mi canción.
(Antonio Machado.)
En 1844 las tropas del Presidente constitucional uruguayo Manuel Oribe, apoyadas por Rosas y Urquiza pusieron sitio a la ciudad de Montevideo amenazando el refugio de los unitarios exiliados y de varios miles de franceses e ingleses que la habían tomado como factoría del imperio. Fructuoso Rivera, quien había usurpado el gobierno con ayuda francesa, era el jefe nominal de esa especie de brigada internacional en la que se mezclaban los intereses comerciales de las potencias europeas con las rencillas políticas internas del Plata, y a la que se sumaban algunos aventureros como el italiano Giuseppe Garibaldi.
Atendiendo a los “justos reclamos de sus súbditos”, como dijera Sir Robert Peel en el parlamento británico, las dos principales potencias mundiales, Francia e Inglaterra deciden intervenir para imponer sus intereses comerciales, no ya solapadamente como hasta entonces sino de modo directo en la que fuera, tal vez, la mas injusta acción militar de dos potencias extranjeras en América. Para ello bloquearon el puerto de Buenos Aires con sus escuadras y dejando de lado los regodeos diplomáticos, reclamaron al Jefe de las Relaciones Exteriores de la Confederación la libre navegación de los ríos interiores.
El General Rosas, que no había reconocido la independencia del Paraguay ni aceptaba la creación inglesa del Estado-tapón en Uruguay, porque a ambas las seguía considerando provincias argentinas no tenía la mala costumbre de acatar los “deseos” ni las imposiciones de países extranjeros. Por ello rechazó de modo terminante la pretensión de los interventores de navegar los ríos interiores sin someterse a la jurisdicción de las leyes argentinas.
El desarrollo del conflicto adquirió un cauce dinámico. Hubo duros cruces de protestas diplomáticas entre el canciller de la Confederación Argentina Felipe Arana y las cancillerías de las potencias extranjeras. Las escuadras interventoras capturaron la isla Martín García y a la escuadra naval argentina, que no ofreció resistencia por orden de Rosas. El Almirante Brown diría, en nota dirigida al gobernador:
“Tal agravio demandaba el sacrificio de la vida con honor, y sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. para evitar la aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolver al que firma a arriar un pabellón, que durante treinta y tres años de continuos triunfos ha sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata”.
Almirante Guillermo Brown
Las naves argentinas fueron repartidas por los “negociadores” diplomáticos Ouseley y Deffaudis entre las dos escuadras y algunas de ellas fueron entregadas al aventurero Garibaldi y su horda de mercenarios, quienes se dedicaron a saquear y masacrar a las poblaciones ribereñas de Gualeguaychú, Colonia y Salto.
La flota interventora se aprestaba a remontar el Paraná con noventa buques mercantes y once de guerra, entre los que se encontraban los primeros buques propulsados a vapor. La idea de los interventores era “luchar por los grandes principios de la humanidad contra el tirano sangriento del Plata” y, aprovechando el viaje, colocar su producción industrial en nuestro país, comerciando directamente con cada provincia, a fin de crear republiquetas dóciles a sus designios.
Entre tanto el Litoral se preparaba para la guerra. La estrategia criolla era, igual que en 1806 y 1807, resistir como fuera y con lo que se tuviera. En un recodo del río llamado Vuelta de Obligado fueron atravesadas tres líneas de cadenas sostenidas por lanchones y atadas en un extremo a tres anclas y en su otro extremo al bergantín “Republicano”, al mando del capitán Tomás Craig, para que se supiera que el paso no era libre y que había que batirse para forzarlo.
Desde la costa, las tropas de la Confederación Argentina al mando del General Lucio Norberto Mansilla, con cañones de la época colonial, fusiles de chispa, lanzas y bayonetas, esperaban a la flota anglo francesa.
Baterías argentinas en la Vuelta de Obligado noviembre de 1845
SAN MARTIN Y ROSAS
En 1838 cuando se produjo el primer bloqueo francés, a raíz del incidente promovido por la impertinencia del supuesto cónsul Aimé Roger, San Martín escribió su primer carta al Jefe de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas. En ella, luego de comentar los motivos de su ostracismo, el Libertador le decía:
“ He visto por los papeles públicos (diarios) de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país; ignoro los resultados de ésta medida; si son los de la guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis circunstancias y las de que no se fuere a creer que me supongo un hombre necesario, hacen, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, si usted me cree de alguna utilidad que espere sus órdenes; tres días después de haberlas recibido me pondré en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra me retiraré a un rincón, esto es si mi país ofrece seguridad y orden; de lo contrario regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis viejos huesos en la patria que me vio nacer”.
Con ésta sencillez, el más grande héroe de la República, a los sesenta años de edad se ofrecía a combatir “en cualquier clase que se le destine”.
Esta carta dio inicio a una larga y efusiva amistad epistolar entre el General San Martín y Don Juan Manuel, cuyo corolario fue la donación del glorioso sable corvo del Libertador a Rosas y los sucesivos homenajes de éste a San Martín en sus mensajes anuales a la Legislatura porteña. Durante muchos años, y a instancia de algunos historiadores antirrosistas, se sostuvo que la donación del sable fue producto de un acto de desvarío senil del Libertador. Nada más alejado de la verdad. Verdad que se ha mantenido en las sombras para justificar la traición a la Patria de unos cuantos “prohombres de la República”.
Brig.Gral. Juan Manuel Ortiz de Rozas
General Don José de San Martín
Nuestro Padre de la Patria, el hacedor de la Independencia de Sud América, había pronosticado en febrero de 1834 (en una carta a Tomás Guido) que solo un hombre con las características personales de Rosas podía enderezar el rumbo de nuestra tierra y supo luego, en el transcurso de los conflictos con Inglaterra y Francia, que a Don Juan Manuel le había sido dado el honor de completar la gesta emancipadora que José Francisco de San Martín iniciara una mañana de 1813, cuando el sol comenzaba a resplandecer, frente al convento de San Lorenzo.
Nadie mejor que él sabía, de que se trataba, cuando se hablaba de la libertad de América. Rosas le contestó con una carta, en la cual le afirmaba que no creía que hubiera guerra y que igualmente consideraba que el Libertador podría servir mejor a la Patria desde Europa, haciendo uso de su prestigio a favor del país. El tiempo daría razón a su apreciación.
LA CARTA DE SAN MARTIN A JORGE F. DICKSON
En 1845, en pleno desarrollo del conflicto en el Plata, San Martín vivía en Grand Bourg, localidad situada en las afueras de París; con su hija Mercedes, su hijo político Mariano Balcarce y sus dos nietas, Merceditas y Josefa (la Pepa). La salud del General, que nunca había sido buena tenía crónicas recaídas que le producían graves padecimientos. Sufría de reumatismo y gastritis a los que se sumaba una progresiva ceguera por cataratas más las secuelas de sus heridas de guerra y de un ataque de cólera. A éstos dolores se sumaban, la constante añoranza de la patria lejana; pues, Don José Francisco, aún hasta pocos días antes de su muerte siguió soñando con el retorno a su tierra prometida.
Siempre deseó volver a esa Buenos Aires de la que se había ido hastiado de que lo persiguieran como a un criminal o de que intentaran involucrarlo en alguno de los partidos que desangraban a la Patria por la que él y sus heroicos soldados habían luchado.
Durante su estancia en Nápoles, adonde había concurrido por prescripción médica se presentó la oportunidad de actuar nuevamente a favor de su patria. Ya no sería como en San Lorenzo y Chacabuco, sable en mano y al galope, con el corazón en la garganta; ni como en Cancharrayada, donde aguantó la carga de fusilería de un regimiento español tratando de salvar su ejército. Aún así el viejo General usaría las armas que el tiempo y las miserias humanas no pudieron doblegar: su genial visión estratégica, el enorme prestigio militar acumulado en sus campañas y la confianza ciega en el coraje de sus paisanos.
Un año antes, Rosas había revitalizado los bonos del empréstito Baring al enviar a Londres una remesa de sesenta mil pesos plata para abonar intereses caídos, lo que produjo la algarabía de sus tenedores que ya los daban por perdidos. Al producirse el bloqueo, los bonos volvieron a caer, gestando una sorda oposición (en especial de la Casa Baring) al mentor de esa medida, Lord Aberdeen.
El representante de la Confederación en Londres, el empresario anglo argentino Jorge Federico Dickson, quién tenía importantes intereses comerciales en el Río de la Plata, le solicitó su opinión al Libertador sobre las posibilidades de éxito de la intervención anglo francesa en el Plata. San Martín, que seguía al detalle la situación de la Argentina y conocía la oposición de los financistas y comerciantes ingleses, escribió la siguiente carta:
Carta publicada sin autorización de San Martín, por el Morning Chronicle de Londres el 12 de febrero de 1846 cuando todavía no se conocían en Europa los hechos acaecidos en la Vuelta de Obligado:
“Hemos sido favorecidos con la siguiente traducción de una carta del general San Martín a un caballero que le pidió su opinión sobre el tema de la intervención armada de Inglaterra y Francia en los asuntos de la república del Río de la Plata. Estimamos casi innecesario informar a nuestros lectores que el general San Martín es el distinguido jefe que sucesivamente llevó a término la liberación de Buenos Aires, Chile y Perú del yugo español, y cuya travesía de los Andes al frente del ejercito libertador, fue considerado como un hecho que en muchos aspectos rivaliza con el paso de los Alpes por Napoleón. El general San Martín es nativo del virreinato de Buenos Aires, y por su completo conocimiento del país y de sus conciudadanos, a los que tantas veces llevó a la lucha y a la victoria, no hay hombre viviente que esté tan bien capacitado para opinar sobre la materia como él, ni ninguno que tenga mas títulos a ser respetado. Como hace tiempo que se retiró de la vida pública, y reside en Europa, donde al parecer ha decidido pasar el resto de sus días, no tiene más interés en el asunto, sino el que naturalmente debe suponerse sienta por el honor y bienestar de su país, su opinión debe considerarse absolutamente imparcial. Sobre ella llamamos intensamente la atención de nuestros lectores.”
Nápoles, diciembre 28, 1845. “Mi querido amigo: He sido informado de su deseo de tener mi opinión sobre la presente intervención de Inglaterra y Francia en la República Argentina, tengo no solo mucho placer en exponérsela a usted sino que lo haré con la franqueza de mi carácter y con la más perfecta imparcialidad, lamentando solamente que el mal estado de mi salud me impida entrar en los muchos detalles que la importante cuestión merece. No pienso necesario entrar a investigar la justicia o la injusticia de tal intervención, ni los perjudiciales resultados que traerá para los ciudadanos de ambas naciones la paralización absoluta de las relaciones comerciales, como también la alarma y desconfianza que lógicamente dicha interferencia habrá provocado en los nuevos estados de Sud-América. Debo limitarme a inquirir si las dos naciones interventoras tendrán buen éxito en el logro del fin que se han propuesto con las medidas coercitivas que han empleado hasta el presente momento o sea la pacificación de ambas orillas del Plata. Debo declarar a Ud. mi firme convicción de que no podrán tener buen éxito; por el contrario, su modo de proceder hasta el día de hoy no producirá otro efecto que prolongar por tiempo indefinido los males que se proponen remediar y que no hay humana predicción capaz de fijar una fecha probable a la pacificación que tan ansiosamente desean. Voy a explicarme más extensamente.
La firmeza de carácter del jefe que gobierna hoy la República Argentina es notoria en todo el mundo, así como el ascendiente que tiene en las vastas llanuras de Buenos Aires y en las otras provincias, y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos personales, yo estoy persuadido de que ya sea por orgullo nacional, por temor o por el prejuicio heredado de los españoles contra los extranjeros se unirán todos para tomar parte de la lucha. Además, debe tenerse muy presente (como lo ha demostrado la experiencia) que la medida del bloqueo ya declarado no tiene la misma influencia en los Estados de América y menos que en todos en la República Argentina como podría tenerla en Europa. Esta medida sólo afectará a un pequeño número de terratenientes y propietarios, pero a la masa del pueblo, que ignora las necesidades europeas, la continuación del bloqueo les sería indiferente. Si las dos potencias quisieran llevar mas adelante las hostilidades – es decir, declarar la guerra – yo no dudo que con mas o menos pérdida de hombres y dinero tomarían Buenos Aires (aunque tomar una ciudad resuelta a defenderse es una de las más difíciles operaciones de guerra); pero aún después del triunfo, estoy convencido que no serían capaces de mantenerse largo tiempo en la capital. Es bien sabido que el principal y podría decir el único alimento del pueblo es la carne y que igualmente con la mayor facilidad el ganado vacuno puede ser retirado en pocos días bastantes leguas al interior, como también los caballos y todos los medios de transporte.
En breve tiempo se podría formar un vasto desierto, imposible de cruzar por una gran fuerza europea, que correría tantos mayores peligros cuanto mayor fuese su número. Pretender llevar la guerra apoyándose en los nativos, yo estoy segurísimo de que muy pocos serían los que apoyarían al extranjero. Finalmente, con siete u ocho mil hombres de caballería del país y veinticinco o treinta piezas de artillería ligera que el general Rosas fácilmente mantendría no sólo lograría un bloqueo terrestre de Buenos Aires, sino que impediría que un ejercito europeo de veinte mil hombres, se alejase mas de treinta leguas de la capital, sino exponiéndose a su total destrucción, por falta de recursos necesarios. Tal es mi opinión y la experiencia probará que está bien fundada a no ser que – como es de esperar – el Ministerio inglés cambie su política. ”
Esta carta, simple y directa sonaría tan fuerte en la opinión publica y en el Parlamento inglés como los cañonazos con que Mansilla, Thorne y Alzogaray marcaron el camino de ida y vuelta de la flota por el Paraná. En ella hace claras referencias a las invasiones inglesas de 1806 y 1807, y a la posibilidad de un éxodo como el jujeño o el que sufriera Napoleón en Rusia.
Esta misiva es hija de la misma habilidad táctica con que San Martín manejó su guerra de zapa, enloqueciendo a Marcó del Pont, antes del cruce de la cordillera.
La Vuelta de Obligado
En la mañana del 20 de noviembre de 1845 los buques de la flota tomaban posición frente a las baterías que a toda prisa había mandado a construir el general Lucio Norberto Mansilla, veterano de Chacabuco y Maipú. El diseño de las baterías estuvo a cargo del héroe de ese día, el coronel Juan Bautista Thorne. Todo el ancho del río fue atravesado por tres líneas de cadenas colocadas sobre lanchones y barcos desmantelados, las que estaban atadas por un extremo a tres anclas y por el otro al bergantín “Republicano”, al mando del capitán Tomás Craig, irlandés llegado a Buenos Aires con la invasión inglesa de 1806 y que luego de acriollarse combatió en el Ejercito del Norte a órdenes de Belgrano, e hizo la campaña de Perú con San Martín.
Lograron construir cuatro de las siete baterías que estaban previstas. Estas eran: la batería “Restaurador” con 6 piezas al mando del Ayudante Mayor Álvaro de Alzogaray; la batería “General Brown” con 8 piezas al mando del Teniente Eduardo Brown, hijo del Almirante; la “General Mansilla” con 8 piezas, al mando del Teniente de artillería Felipe Palacios y, mas allá de las cadenas que cerraban el paso del río, la batería “Manuelita” con 7 piezas (dos de tren volante) al mando del coronel Juan B. Thorne. La mayoría de los cañones argentinos eran de 10 libras y solo algunos de 24.
A la derecha de las baterías, en un bosque se estacionaron las tropas del Regimiento de Patricios de Buenos Aires y su banda militar, a órdenes del coronel Ramón Rodríguez. Detrás de la batería “Restaurador” había un cuerpo rural de 100 hombres al mando del Teniente Juan Gainza, seguidos por los milicianos de San Nicolás al mando del Comandante Barreda y otro cuerpo rural al mando del coronel Manuel Virto.
La reserva era comandada por el coronel José M. Cortina e incluía dos escuadrones de caballería a órdenes del Ayudante Julián del Río y del Teniente Facundo Quiroga, hijo del Tigre de los Llanos. Detrás de la reserva se encontraban unos 300 vecinos incluyendo mujeres, de San Pedro, Baradero y San Antonio de Areco, que se reunieron a último momento, armados con lo que pudieron traer.
La flota estaba constituida por once buques que sumaban 99 cañones, la
mayoría de ellos de 32 libras, algunos de 80 y otros con el sistema Paixhans de bala con espoleta cuyos explosivos causaron estragos en la defensa.
A las 9 de la mañana el buque inglés Philomel lanzó el primer cañonazo, la banda del Regimiento Patricios rompió con los acordes del Himno Nacional y entre vivas a la patria comenzaron a responder las baterías argentinas.
En pocos minutos, la tranquila ribera del Paraná se convirtió en una imitación del infierno. Desde ambos bandos se lanzaban unos cuarenta proyectiles por minuto, generalizándose las bajas en las tropas de la Confederación. A las once un grupo de infantería francés intentó desembarcar y fue atacado por las tropas de Virto, pereciendo la mayoría de ellos bajo los sables argentinos o ahogados al huir.
Batalla de la Vuelta de Obligado. 20 de noviembre de 1845.
Hacia el mediodía el general Mansilla envió un parte a Rosas diciéndole que no sabía por cuanto tiempo más podría contener al enemigo pues se le agotaban las municiones. No obstante ello el fuego de las baterías argentinas había logrado dejar fuera de combate a los buques Fulton, Pandour y Dolphin y generado graves daños en otros buques; pero el costo en vidas entre los artilleros criollos era altísimo. El capitán Craig debió hundir el bergantín “Republicano” que ya estaba casi desmantelado a cañonazos y se reunió con los hombres que le quedaban en las
baterías de tierra.
A las cuatro de la tarde, los ingleses protegidos por el buque Fireband lograron cortar las cadenas y sobrepasar las defensas. En tierra, únicamente respondía la batería Manuelita, cuyo jefe, el coronel Thorne causaba la admiración de los enemigos, dando órdenes desde lo alto de su posición con todo su cuerpo expuesto al fuego enemigo. El general Mansilla le ordenó cesar el fuego y retirarse, pero Thorne rechazó la orden respondiendo que sus cañones le demandaban hacer fuego hasta vencer o morir. En esa posición se mantuvo hasta que un cañonazo lo hizo volar por el aire dejándolo gravemente herido y sordo de por vida. Sus soldados lo retiraron del campo llevándolo hasta el convento de San Lorenzo.
Hacia el atardecer, cuando ya no quedaban cañones ni artilleros en pie, desembarcaron los invasores; Mansilla ordenó cargar al enemigo pero un golpe de metralla lo derribó, hiriéndolo en el estómago. Entonces encabezó el ataque el coronel Ramón Rodríguez con los Patricios, dándoles una brillante carga a la bayoneta pero finalmente hubo de retirarse ante la superioridad de fuego del enemigo.
La flota Anglo francesa que combatió en la Vuelta de Obligado
Coronel Juan Bautista Thorne
Coronel Ramón Rodríguez, Jefe de Patricios
General Lucio Norberto Mansilla
La bandera argentina que, manchada de sangre, fue tomada por los ingleses en la batería de Thorne, la devolvería 38 años después el almirante Sullivan (capitán del Philomel) como muestra de su admiración por el jefe de la batería Manuelita.
En Obligado tuvieron 150 bajas los interventores y 650 las tropas de la Confederación. Fue, si se quiere, una victoria anglo-francesa. Pero poco después los invasores comprenderían que las sabias palabras de San Martín, quien les auguró un desastre, eran una realidad. Era imposible hacer pie y mantenerse en territorio argentino; por el contrario fueron combatidos a todo lo largo del Paraná.
Quebracho, Ensenada, Acevedo, Tonelero y San Lorenzo marcaron serios reveses para la flota y fundamentalmente demostraron la imposibilidad de mantener un tráfico comercial, que era su principal objetivo. A principios de mayo de 1846, se tenían noticias en Europa sobre la batalla de la Vuelta de Obligado, donde las tropas de la Santa Federación, entre los acordes del Himno Nacional tocado por la banda del Regimiento Patricios y el estruendo de los cañones, se enfrentaron a sangre y fuego con los interventores, demostrándoles éstos “bárbaros” a la flota europea lo poco que apreciaban sus “principios civilizadores” y lo bien fundada que estaba la opinión del Libertador.
San Martín le escribe a Rosas el 10 de mayo de 1846:
“...ya sabía la acción de Obligado, los interventores habrán visto lo que son los argentinos. A tal proceder no nos queda otro partido que cumplir con el deber de hombres libres, sea cual fuere la suerte que nos depare el destino, que, por mi íntima convicción, no sería un momento dudoso en nuestro favor si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá sobre nuestra patria si las naciones europeas triunfan en ésta contienda, que, en mi opinión, es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España. Convencido de ésta verdad, crea usted, mi buen amigo, que nunca me ha sido tan sensible que el estado precario de mi salud me prive en éstas circunstancias de ofrecer a mi patria mis servicios, para demostrar a nuestros compatriotas que ella tiene aún a un viejo servidor cuando se trata de resistir a la agresión más injusta de que haya habido ejemplo.”
La noticia de los combates produjo una gran indignación en las naciones europeas que lo consideraron un atentado al derecho de gentes y paralelamente casi toda América felicitaba al general Rosas por defender el derecho de las jóvenes naciones sudamericanas con tanta firmeza.
El coronel unitario Martiniano Chilavert se consideró desligado del partido al que servía porque “invoca doctrinas a las que debe sacrificarse el honor y el porvenir del país”, y se puso a las órdenes de Rosas.
En el parlamento inglés, la oposición, que era nucleada por Lord Palmerston, representando los intereses financieros, arreció con sus críticas y usó la carta de San Martín publicada en el Morning Chronicle sumada a los pésimos resultados militares para torcerle el brazo al grupo partidario de la intervención. La consecuencia inmediata fue el relevo del jefe de la flota inglesa y el envío de la misión diplomática a cargo de Thomas S. Hood con órdenes directas del Primer ministro Lord Aberdeen, de aceptar todas las condiciones exigidas por Rosas y lograr una paz inmediata.
Era la victoria de la posición de la Confederación que le enseñaba al mundo que “los argentinos no somos empanadas que se comen con sólo abrir la boca”.
Lord Palmerston
Thomas S. Hood
LA CARTA A MONSIEUR BINEAU
Algo similar ocurrió en el parlamento francés, que no había aceptado negociar junto con los ingleses. A pesar que la situación política interna de Francia había variado sustancialmente después de la revolución de 1848, en la que fue destronada la restauración monárquica, su política imperial no tuvo grandes variaciones, salvo por el nuevo espíritu de algunos franceses como Lamartine.
En diciembre de 1849, cuando se debía votar una partida de 2.500.000 francos como “subsidio al gobierno de Montevideo”, en medio de una de las fragorosas sesiones parlamentarias donde se trató el futuro del bloqueo, el ministro Napoleón Darú, que buscaba preparar el ambiente para una acción armada directa contra Buenos Aires, citó la carta de San Martín publicada en Londres en 1845 pero leyendo solo el párrafo que dice: “...si las dos naciones tendrán buen éxito en el logro del fin propuesto con las medidas coercitivas que han empleado hasta el presente. Debo declarar mi firme convicción de que no podrán tener buen éxito, por el contrario su modo de proceder hasta el día de hoy no producirá otro efecto que el de prolongar por tiempo indefinido los males que se proponen remediar”. Como si San Martín estuviese recomendando una acción militar más enérgica por parte de los interventores contra Rosas.
En una durísima réplica al conde Darú, el diputado Larrabure leyó el texto completo de la carta de San Martín desenmascarando la conducta ilícita del ministro.
A partir del fallecimiento del encargado de negocios de la Confederación, don Manuel de Sarratea, el 24 de septiembre de 1849; San Martín había tomado a su cargo, en carácter oficioso, la cuestión de la intervención en el Plata. Con tal motivo mantuvo frecuentes conferencias y reuniones con los ministros franceses Rouher (de Justicia), Bineau (de Obras Publicas) y con el de relaciones exteriores general de la Hitte, en casa de la viuda de Alejandro Aguado.
Cuando en el debate se expuso su carta a Dickson, el Libertador escribió, desde su lecho de enfermo la siguiente carta al ministro Bineau, donde con fina diplomacia dejaba en claro que su postura respecto de la intervención nunca había variado y que los males que les predecía en aquella carta ahora se verían agravados por estar Francia sola en el conflicto:
« Boulogne Sur Mer, diciembre 23 de 1849.
Mi querido señor:
Cuando tuve el honor de hacer vuestro conocimiento en la casa de Mme. Aguado, estaba muy distante de creer que debía algún día escribiros sobre asuntos políticos; pero la posición que hoy ocupáis, y una carta que el diario La Presse acaba de reproducir el 22 de éste mes, carta que había escrito en 1845 al señor Dickson sobre la intervención unida de la Francia y la Inglaterra en los negocios del Plata, y que publicó sin mi consentimiento en esa época en los diarios ingleses, me obligan a confirmaros su autenticidad, y a aseguraros nuevamente que la opinión que entonces tenia no solamente es la misma aún, sino que las actuales circunstancias en que la Francia se encuentra sola, empeñada en la contienda, viene a darle una nueva consagración.
Estoy persuadido que esta cuestión es mas grave que lo que se la supone generalmente; y los 11 años de guerra por la independencia americana, durante los que he comandado en jefe los ejércitos de Chile, del Perú y de las provincias de la Confederación Argentina me han colocado en situación de poder apreciar las dificultades enormes que ella presenta, y que son debidas a la posición geográfica del país, al carácter de sus habitantes y a su inmensa distancia de la Francia. Nada es imposible al poder francés y a la intrepidez de sus soldados; mas antes de emprender los hombres políticos pesan las ventajas que deben compensar los sacrificios que hacen.
No lo dudéis, os lo repito: las dificultades y los gastos serán inmensos, y una vez comprometida en esta lucha, La Francia tendrá a honor el no retrogradar, y no hay poder humano capaz de calcular su duración.
Os he manifestado francamente una opinión en cuya imparcialidad debéis tanto mas creer cuanto que establecido y propietario en Francia 20 años ha, y contando acabar ahí mis días, las simpatías de mi corazón se hallan divididas entre mi país natal y la Francia, mi segunda patria.
Os escribo desde mi cama en que me hallo rendido por crueles padecimientos que me impiden tratar con toda la atención que habría querido un asunto tan serio y tan grave”.
La lectura de ésta última carta de San Martín por parte del ministro de justicia Rouher, en el Parlamento, resultó lapidaria para Darú y para Thiers. Ninguno de los muchos políticos y estrategas militares presentes se atrevió a cuestionar la prestigiosa opinión del Libertador.
La Francia que en 1824 le negara la visa de entrada al reino, por considerarlo un peligroso revolucionario, ahora escuchaba respetuosamente la opinión del Héroe de Los Andes. Esa fue la estocada final que hundió la política interventora llevada adelante por Thiers, y dio lugar al tratado Arana -Lepredour, donde los franceses, igual que los ingleses en el tratado Arana- Southern, reconocían los derechos argentinos sobre los ríos interiores, devolvían la flota naval, la isla Martín García y efectuaban un acto en desagravio a la bandera argentina.
El Libertador escribió en 1847 una carta a Tomás Guido donde afectuosamente lo trataba a Rosas de “Nuestro don Juan Manuel” y en 1848, al propio Rosas le decía: “Usted me hará el favor de creer que sus triunfos son un gran consuelo para mi achacosa vejez"; y “ Jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante presidiendo Ud. sus destinos, antes bien temía yo que tirara usted demasiado de la cuerda de las negociaciones cuando se trataba del honor nacional”. Además, le agradeció el homenaje que Rosas le hiciera en su mensaje anual a la Legislatura porteña.
El General San Martín nunca mencionaba el tema con su familia pero tenía un profundo dolor, que se percibe en alguna de sus cartas, por la poca generosidad de los pueblos que él libertó. Y no se trata sólo de las miserias económicas y de las otras que tuvo que afrontar en su exilio europeo, ni de los sueldos adeudados que jamás le fueron pagados sino de la falta de gratitud que se trasunta en el poco respeto a una figura como él que lo dio todo por su Patria, que tuvo a sus pies a Lima, una de las ciudades mas ricas de su tiempo y cuando se fue solo se llevó un baúl con sus uniformes y el estandarte de Pizarro.
El único hombre público que le dio reconocimiento en vida fue el gobernador de Buenos Aires, Brigadier General Juan Manuel de Rosas.
El general Rosas le escribió el 15 de Agosto de 1850 diciéndole: “No era pues de extrañar, ni justo, que recordando los méritos que han contraído los gobernadores de las provincias y otros individuos subalternos nombrados en el mensaje, el nombre ilustre de usted no figurase en primera línea, cuando su voto imponente acerca del resultado de la intervención a sido pesado en los Consejos de los injustos interventores.”
Esa carta no podría ser leída por el Libertador; pues el 17 de Agosto de 1850, en Boulogne Sur Mer, lejos de su patria, se había vuelto inmortal. Ni el exilio, ni la distancia inconmensurable, ni las enfermedades, ni las envidias y mezquindades de los que jamás alcanzarían su altura, pudieron impedir que el viejo guerrero de Los Andes luchara hasta su último día por la libertad y la dignidad de su tierra americana.
Esa fue la última y victoriosa batalla del general don José Francisco de San Martín, el hombre que llevó triunfal por medio continente nuestra bandera azul y blanca, guiado por la llama eterna de la libertad.
Quiera Dios que su Espíritu nos acompañe siempre.
Bibliografía:
-Barcia Trelles, Augusto, San Martín en Europa, López y Etchegoyen Ed. 1948.
-Gras, Mario C., San Martín y Rosas, una amistad histórica, Rev. Inst.J.M. Rosas, Nº 13, 1948.
-Palacio, Ernesto, Historia de la Argentina (1515-1938), Peña Lillo Ed. 1979.
-Pérez Pardella, Agustín, El Libertador cabalga, Ed. Planeta, 1997.
-Saldias, Adolfo, Historia de la Confederación Argentina.
Publicado como ensayo en la Revista del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, en el Nº 54 Enero/Marzo de 1999; Págs. 93 a 100