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sábado, 14 de junio de 2025

Doctrina militar: Ataques preventivos y preemptivos, con aplicación al caso Malvinas/Antártida

Sobre las doctrinas de defensa basada en la anticipación

EMcL para FDRA


  • Se distinguen tres conceptos clave:
    • Ataque preemptivo: el enemigo está por atacar.
    • Ataque Preventivo: el enemigo podría atacar a futuro.
    • Ataque anticipatorio: espectro entre ambos.
  • Cuando es legítimo y cuando no en términos del derecho internacional
    •  La ONU solo permite el uso de la fuerza si hay un ataque armado. Preemption puede entrar, preventive no. La legitimidad, sin embargo, es otro juego: puede haber acciones ilegales pero vistas como necesarias (Kosovo ‘99).
  • Cuando sería válido en el escenario Malvinas/Antártida


El documento "Striking First: Preemptive and Preventive Attack in U.S. National Security Policy" (RAND MG-403) analiza el papel de los ataques anticipatorios —tanto preventivos como preemptivos— en la política de seguridad nacional de EE. UU., especialmente tras los ataques del 11 de septiembre de 2001. Vamos a analizar este documento de manera descriptiva inicialmente y crítica posteriormente. La sorpresa del ataque ha sido una tradición en la Historia Militar argentina que supo ser muchas veces decisiva. Luego, presentamos un resumen de este enfoque enormemente provocador e inspirador con una potencial aplicación al escenario Malvinas/Antártida al final.


1. El dilema de golpear primero: anticipación, poder y legitimidad en la política de seguridad de EE. UU.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos redefinió las reglas del juego en el ámbito de la seguridad internacional. Con el enemigo oculto entre sombras y la amenaza de armas de destrucción masiva en manos de regímenes impredecibles o grupos terroristas, la lógica tradicional de “esperar y responder” parecía obsoleta. En ese nuevo mundo, el principio rector pasó a ser claro y contundente: si hay que defenderse, mejor hacerlo antes de que el enemigo tenga siquiera la oportunidad de atacar. Nació así una nueva doctrina estratégica, controversial y poderosa: la anticipación ofensiva.

En ese contexto, el estudio Striking First, elaborado por el think tank RAND para la Fuerza Aérea de EE. UU., se propuso examinar a fondo el concepto de ataque anticipatorio —en sus dos formas principales, el ataque preemptivo y el ataque preventivo—, evaluando sus fundamentos, límites legales, consecuencias estratégicas y viabilidad operativa. No se trataba de un llamado a la acción inmediata, sino de una reflexión rigurosa sobre cuándo, cómo y por qué un país con poder militar sin precedentes debería considerar la opción de golpear primero.

La distinción conceptual es clave. Un ataque preemptivo se lanza cuando se percibe que el adversario está a punto de atacar: la amenaza es inminente, la decisión urgente. En cambio, un ataque preventivo apunta a una amenaza aún lejana pero en crecimiento: se actúa para evitar que el enemigo adquiera una ventaja estratégica futura. Ambos casos —aunque diferentes en grado— comparten una lógica de anticipación y caen bajo el paraguas del ataque anticipatorio, término que RAND adopta para explorar este espectro de opciones.

Pero ¿qué factores determinan si vale la pena anticiparse? El estudio identifica dos variables estratégicas clave. Por un lado, la certeza de la amenaza: ¿es seguro que el adversario atacará? Por otro, la ventaja del primer golpe: ¿mejora significativamente la situación si se actúa antes? En el extremo ideal —una amenaza segura e inminente, y una ventaja militar clara al atacar primero— la decisión es casi automática. Sin embargo, estos escenarios son extremadamente raros. Lo más común es el terreno intermedio, donde las amenazas son ambiguas y los beneficios inciertos. Allí, la prudencia estratégica se vuelve tan importante como la capacidad de fuego.

Aun cuando existan razones militares sólidas, el ataque anticipatorio debe superar otro umbral: el del derecho internacional. Según la Carta de la ONU, sólo se permite el uso de la fuerza en defensa propia ante un “ataque armado” real. Por eso, los ataques preemptivos pueden, en algunos casos, justificarse como legítima defensa anticipada. Pero los ataques preventivos —por su carácter especulativo— no son legalmente aceptables bajo el marco actual. Algunos juristas han sugerido flexibilizar el concepto de inminencia frente a amenazas como el terrorismo nuclear, pero no existe consenso. Más aún, los riesgos legales personales para líderes militares y políticos han aumentado con el avance de instituciones como la Corte Penal Internacional.





A este marco legal se suma una dimensión más compleja y volátil: la legitimidad. Un ataque puede ser legal y aun así percibido como ilegítimo, o al revés. La legitimidad depende del contexto, de las intenciones percibidas, de la proporcionalidad del uso de la fuerza, y de la narrativa que acompaña la acción. Un mismo ataque puede ser visto como heroico por unos y criminal por otros, y estas percepciones influyen directamente en la diplomacia, las alianzas y el apoyo interno.

En este escenario, ¿cómo debe adaptarse la política de defensa de EE. UU.? El estudio recomienda tratar el ataque anticipatorio como una capacidad de nicho, no como doctrina central. Las fuerzas armadas —especialmente la Fuerza Aérea— deben estar listas para operar con rapidez, precisión y autonomía cuando sea necesario, pero sin rediseñar toda su estructura en torno a esta estrategia. La clave está en la flexibilidad: poder responder en distintos teatros, contra amenazas estatales o terroristas, sin comprometer la sostenibilidad operativa ni la legitimidad política.

Además, la capacidad de inteligencia estratégica se vuelve fundamental. Evaluar intenciones enemigas, identificar preparativos de ataque y anticipar desarrollos tecnológicos hostiles requiere una combinación de medios técnicos, humanos y analíticos de alto nivel. La calidad de la inteligencia no sólo condiciona el éxito operativo, sino también la justificación política y legal del ataque.

El estudio identifica tres escenarios donde EE. UU. podría considerar seriamente un ataque anticipatorio. El primero: prevenir una agresión transfronteriza contra aliados clave, como un ataque de Corea del Norte contra el sur, o una ofensiva china sobre Taiwán. El segundo: atacar grupos terroristas antes de que puedan ejecutar atentados, como ha ocurrido en Yemen, Afganistán o África del Norte. El tercero: frenar la proliferación de armas de destrucción masiva, especialmente si un Estado hostil está cerca de desarrollar armas nucleares que podrían ser transferidas a actores no estatales.

No obstante, todos estos escenarios plantean riesgos profundos. Atacar primero puede generar un conflicto más amplio, provocar represalias inesperadas o acelerar programas que se intentaba frenar. Además, puede erosionar normas internacionales que limitan el uso de la fuerza, abriendo la puerta a imitadores —Estados que justifiquen agresiones propias amparándose en el precedente estadounidense.

Por eso, el estudio concluye con una serie de recomendaciones prudentes. En primer lugar, tratar el ataque anticipatorio como la excepción, no la regla. En segundo lugar, reforzar la inteligencia y las capacidades de análisis, minimizando la dependencia de juicios apresurados o datos poco verificados. En tercer lugar, mantener opciones militares de rápida ejecución pero reversible, escalables y precisas. Y, por último, asegurar la coordinación política-militar en todo momento, porque en este terreno, la guerra siempre será una continuación de la política por otros medios.

Striking First no es un llamado a la acción, sino una advertencia mesurada: el poder de anticiparse debe usarse con extrema cautela. Golpear primero puede ser decisivo, pero también puede ser el error que detone un desastre estratégico. Saber cuándo no atacar es, en muchos casos, la mejor forma de defensa.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos reconfiguró de manera drástica su estrategia de seguridad nacional. En lugar de basarse únicamente en la doctrina clásica de disuasión —un pilar de la Guerra Fría que suponía que la amenaza de represalias bastaba para evitar ataques enemigos—, el nuevo enfoque estratégico, articulado en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002, introdujo la posibilidad explícita de actuar antes de ser atacado. Esta política, conocida como la doctrina Bush, planteó que frente a amenazas asimétricas como el terrorismo global o la proliferación de armas de destrucción masiva (ADM), la defensa reactiva ya no era suficiente. En un entorno donde los actores no estatales y los Estados fallidos operan al margen de las reglas tradicionales, Estados Unidos adoptó la idea de que debía reservarse el derecho de atacar primero, incluso si la amenaza aún no era inminente.

Este giro doctrinal tuvo profundas implicancias, tanto operativas como normativas. Por un lado, desafió los límites establecidos por el derecho internacional sobre el uso de la fuerza. Por otro, planteó exigencias nuevas a las fuerzas armadas, especialmente en términos de inteligencia, movilidad, precisión y legitimidad. El concepto de “defensa preventiva” ya no era solo una herramienta teórica, sino una opción concreta en la caja de herramientas estratégicas del poder militar estadounidense.

En este contexto, el estudio elaborado por RAND Project AIR FORCE y encargado por la Fuerza Aérea de EE. UU. surge como una respuesta a la necesidad de evaluar seriamente las implicaciones reales de esta doctrina emergente. Su objetivo principal no es justificar ni condenar la anticipación como política de Estado, sino analizarla en profundidad para proporcionar una base empírica y estratégica que permita tomar decisiones informadas.

El estudio se propone, en primer lugar, examinar la naturaleza y viabilidad de los ataques anticipatorios, tanto en su versión preemptiva como preventiva. Esto implica preguntarse bajo qué circunstancias golpear primero puede considerarse legítimo, eficaz o incluso necesario, y qué riesgos se derivan de ello. No se trata únicamente de un dilema moral o jurídico, sino también operacional: ¿qué condiciones deben darse para que un ataque anticipado sea exitoso? ¿Qué grado de certeza se necesita sobre la amenaza? ¿Qué capacidad de respuesta inmediata deben tener las fuerzas armadas?

En segundo lugar, el estudio busca determinar cuándo y cómo estos ataques pueden ser útiles desde una perspectiva estratégica. Para ello, evalúa múltiples factores: desde los beneficios tácticos inmediatos hasta los costos diplomáticos a largo plazo, pasando por el impacto en alianzas internacionales, la percepción pública y la estabilidad del orden global.

Un tercer objetivo, estrechamente vinculado a los anteriores, es explorar las consecuencias operativas para las fuerzas armadas, con énfasis en la Fuerza Aérea. En escenarios anticipatorios, la velocidad, la precisión y la autonomía operativa cobran especial relevancia. Se requiere una capacidad sostenida para ejecutar operaciones quirúrgicas con poco preaviso, muchas veces en entornos políticamente hostiles o legalmente ambiguos. Esto implica repensar doctrinas, revisar estructuras de comando y fortalecer capacidades como ISR (inteligencia, vigilancia y reconocimiento), ataques de largo alcance y despliegues rápidos.

Finalmente, el estudio pretende ofrecer orientación a los planificadores y responsables de política, brindando un marco analítico que les permita abordar amenazas emergentes que no se ajustan a las lógicas tradicionales de confrontación interestatal. En un mundo donde los enemigos no siempre portan uniformes ni operan desde territorios definidos, la anticipación se convierte en un desafío tanto conceptual como práctico.

Para cumplir estos objetivos, el enfoque metodológico del informe es amplio y multidisciplinario. Parte de una revisión doctrinal y legal sobre el uso anticipado de la fuerza, analizando los principios internacionales de legítima defensa y los límites de la acción preventiva. Luego, explora casos históricos representativos, como los ataques israelíes contra instalaciones nucleares en Irak o Siria, o las intervenciones estadounidenses en Irak y Afganistán, para identificar patrones, errores y lecciones aplicables. También realiza una evaluación comparativa de costos y beneficios estratégicos, integrando factores militares, políticos y diplomáticos. Finalmente, el informe proyecta escenarios futuros en los que EE. UU. podría contemplar la anticipación como opción estratégica, desde conflictos con potencias regionales hasta la neutralización de grupos terroristas con acceso a tecnologías letales.

En resumen, el estudio de RAND no busca promover una doctrina ofensiva ni negar los riesgos que implica golpear primero. Su propósito es más sobrio y más útil: dotar a los responsables de seguridad de las herramientas necesarias para tomar decisiones complejas en un entorno de amenazas difusas, tiempos de reacción acotados y consecuencias potencialmente irreversibles. En un siglo XXI marcado por la incertidumbre estratégica, pensar en frío antes de actuar en caliente se convierte en un imperativo de la política de defensa.


2. Conceptos Clave

En el contexto de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre, el lenguaje estratégico adoptó nuevos matices y categorías que, si no se comprenden correctamente, pueden llevar a confusión o a errores de política grave. El estudio de RAND, consciente de esta ambigüedad conceptual, establece con precisión las diferencias entre tres nociones que suelen utilizarse indistintamente: ataque preemptivo, ataque preventivo y ataque anticipatorio. Comprender estos términos no solo es clave para el análisis legal y estratégico, sino también para evaluar la legitimidad y la utilidad práctica de cualquier acción militar ofensiva justificada en defensa propia.

El ataque preemptivo se refiere al uso de la fuerza militar cuando existe una amenaza inminente y claramente identificada. Es decir, cuando se tiene la convicción de que el enemigo está a punto de atacar y que actuar primero representa la única manera de evitar un daño grave o una derrota estratégica. Esta categoría se basa en el principio de autodefensa inmediata, reconocido por el derecho internacional, y tiene como antecedente histórico paradigmático el ataque de Israel contra Egipto en 1967, durante la Guerra de los Seis Días. En ese caso, la destrucción preventiva de la fuerza aérea egipcia proporcionó a Israel una ventaja táctica decisiva. Sin embargo, justificar legalmente este tipo de ataque requiere inteligencia precisa y verificable que demuestre la inminencia real de la amenaza. Sin esa condición, la acción pierde su sustento jurídico y político.

En contraste, el ataque preventivo se basa en la percepción de una amenaza futura, que todavía no se ha materializado pero que podría hacerlo con mayor intensidad si no se actúa a tiempo. A diferencia del ataque preemptivo, aquí la amenaza no es inminente; lo que se anticipa es un deterioro futuro del equilibrio estratégico, como la adquisición de armas nucleares por parte de un adversario hostil. El bombardeo israelí del reactor Osirak en Irak en 1981 es un caso clásico de esta lógica. También lo fue, aunque mucho más cuestionado, la invasión de Irak por parte de Estados Unidos en 2003, justificada por la presunta posesión de armas de destrucción masiva que nunca fueron encontradas. Desde la perspectiva del derecho internacional, el ataque preventivo es generalmente considerado ilegal, ya que no cumple con el principio de inminencia que justifica la legítima defensa. Además, su uso eleva los riesgos políticos y diplomáticos, y puede debilitar normas fundamentales sobre el uso restringido de la fuerza en las relaciones internacionales.

Dado que muchas situaciones reales no se ajustan perfectamente a estas dos categorías, el estudio introduce una noción más amplia y flexible: el ataque anticipatorio. Esta categoría engloba tanto el ataque preemptivo como el preventivo, y se utiliza para analizar un rango continuo de situaciones en las que se considera actuar ofensivamente por razones defensivas. Su valor conceptual radica en que permite abordar contextos complejos donde la amenaza es probable pero no inminente, o donde la decisión de atacar primero responde a una combinación de factores tácticos, políticos y estratégicos. Así, el ataque anticipatorio no define una doctrina específica, sino un marco analítico útil para evaluar cuándo golpear primero puede parecer necesario desde la lógica de la seguridad nacional.

Por último, el estudio distingue una categoría adicional que suele confundirse con las anteriores: la preemption operacional. En este caso, no se trata de anticipar el inicio de un conflicto, sino de realizar ataques dentro de una guerra ya en curso para impedir movimientos tácticos concretos del enemigo. Por ejemplo, atacar una base aérea antes de que despeguen los aviones enemigos, o destruir un nodo de comunicaciones para interrumpir una ofensiva en desarrollo. Aunque este tipo de acción comparte con la preemption estratégica la lógica de actuar antes del daño, su fundamento es estrictamente militar, no político, y se inscribe en la dinámica normal del campo de batalla. Por tanto, no entraña los mismos dilemas legales o morales que una decisión estratégica de iniciar hostilidades.

En resumen, la diferenciación entre estas categorías puede sintetizarse en tres ejes: el grado de inminencia de la amenaza, su legalidad bajo el derecho internacional y la lógica principal que la justifica. El ataque preemptivo responde a una amenaza inmediata y puede considerarse legal bajo ciertos parámetros. El preventivo, en cambio, se enfrenta a una amenaza futura y es generalmente ilegal. El ataque anticipatorio abarca ambos dentro de un espectro de decisiones defensivas ofensivas, y su legalidad dependerá del contexto específico. Finalmente, la preemption operacional es una herramienta táctica legítima dentro de conflictos ya iniciados, pero no equivale a iniciar una guerra.

Comprender estas distinciones no es una cuestión terminológica, sino una condición indispensable para formular políticas coherentes, respetuosas del orden internacional y adaptadas a los riesgos del siglo XXI. Como muestra el estudio de RAND, en temas de seguridad nacional, la precisión conceptual es tan crucial como la precisión militar.

Resumen de Diferencias Clave

Tipo de ataqueInminencia de la amenazaLegalidad internacionalJustificación principal
PreemptivoAltaGeneralmente legalEvitar un ataque inminente
PreventivoBaja o futuraGeneralmente ilegalEvitar aumento futuro de amenaza
AnticipatorioVaría (es un continuo)Mixta/ambiguaActuar antes de que la amenaza escale

3. Evaluación Estratégica

La decisión de lanzar un ataque anticipatorio —ya sea preemptivo o preventivo— no puede tomarse a la ligera. Supone una ruptura fundamental con la norma internacional que prohíbe el uso de la fuerza salvo en defensa propia. Por eso, tal decisión debe apoyarse en un análisis estratégico riguroso que contemple no solo la viabilidad operativa, sino también los riesgos políticos, legales y morales. El estudio de RAND identifica dos factores fundamentales que estructuran esta evaluación: la certeza de la amenaza y la ventaja del primer golpe. A estos, se suman consideraciones políticas y dilemas inherentes a la ambigüedad estratégica.

El primer eje de análisis es la certeza de la amenaza. Este aspecto se refiere al grado de convicción que tienen los responsables de la toma de decisiones sobre si el adversario realmente tiene la intención —y la capacidad— de atacar. En la práctica, rara vez se cuenta con información perfecta. La inteligencia puede ser incompleta, errónea o difícil de interpretar. A esto se suma una incertidumbre estructural: incluso con datos fiables, el comportamiento futuro de los actores puede ser impredecible por naturaleza. Cuando la amenaza es incierta, justificar un ataque anticipatorio resulta mucho más difícil, sobre todo si implica costos significativos —como la pérdida de vidas, el inicio de una guerra o la erosión de la legitimidad internacional. Un ejemplo ilustrativo es la Crisis de los Misiles en Cuba en 1962. Aunque EE. UU. detectó misiles soviéticos en territorio cubano, optó por no lanzar un ataque inmediato, debido a la incertidumbre sobre las intenciones soviéticas y los posibles desenlaces de una escalada.

El segundo elemento clave es la ventaja del primer golpe, es decir, si atacar primero otorga un beneficio militar sustancial frente a responder más tarde o esperar ser atacado. Este análisis varía según el tipo de amenaza y el tipo de ataque anticipado. En contextos de ataque preemptivo, la ventaja se mide en términos inmediatos: destruir capacidades clave del adversario, desorganizar su mando y control, lograr la sorpresa táctica o asegurar el control inicial del terreno. En ataques preventivos, el análisis es más prospectivo: se trata de evaluar si el equilibrio militar será menos favorable en el futuro, por ejemplo, si el adversario está cerca de adquirir armas nucleares o de mejorar su capacidad ofensiva. El caso de Israel en 1967 es un claro ejemplo: ante la percepción de un ataque inminente por parte de Egipto, Israel se adelantó y logró una victoria decisiva gracias a la destrucción de la fuerza aérea enemiga antes de que pudiera despegar.

No obstante, incluso cuando se percibe una ventaja táctica clara, los costos políticos, legales y reputacionales pueden ser prohibitivos. Atacar primero puede acarrear condena internacional, pérdida de legitimidad, ruptura de alianzas y un mayor riesgo de escalada. El caso de Irak en 2003 lo ejemplifica: la ausencia de armas de destrucción masiva tras la invasión debilitó profundamente la justificación política del ataque y erosionó la credibilidad de Estados Unidos en los años siguientes. Por eso, cualquier análisis de conveniencia militar debe estar acompañado de un cálculo preciso del impacto diplomático y del nivel de apoyo interno e internacional con el que cuenta la acción.

Este contexto genera una serie de dilemas estratégicos. En muchos casos, la amenaza no es completamente segura, ni la ventaja de atacar es concluyente. Esto produce un espacio de ambigüedad en el que las decisiones se vuelven especialmente difíciles y propensas al error. Por ejemplo, si se tiene certeza de que el enemigo atacará, pero la ventaja militar de adelantarse es baja, tal vez convenga intentar la disuasión en lugar de lanzar un ataque. Por el contrario, si la ventaja ofensiva es alta pero la amenaza no es clara, actuar podría desencadenar una guerra innecesaria y costosa. Este tipo de decisiones, por definición, se toma con información incompleta y bajo presión, lo que aumenta la posibilidad de un error estratégico de gran magnitud.

Para ayudar a ordenar este proceso, el estudio de RAND propone un modelo de evaluación combinado, en el que la certeza de la amenaza se coloca en un eje y la magnitud del beneficio estratégico de atacar primero en otro. Las situaciones que realmente justifican un ataque anticipatorio se ubican en el cuadrante superior derecho: alta certeza de amenaza y alta ventaja táctica. Sin embargo, la mayoría de los escenarios reales no se sitúan en ese cuadrante ideal, sino en zonas grises donde predominan la incertidumbre y los riesgos elevados.

La conclusión estratégica del informe es clara: un ataque anticipatorio no puede fundarse simplemente en el deseo de actuar con iniciativa o en la percepción subjetiva de una amenaza. Exige una base sólida de inteligencia confiable, un análisis cuidadoso de los costos y beneficios —militares y políticos—, una evaluación rigurosa de su legalidad y legitimidad, y una previsión razonable de las consecuencias a corto y largo plazo. Por todo ello, este tipo de acción debe considerarse una excepción estratégica, no una política generalizada. Solo bajo condiciones extraordinarias, cuando converjan la certeza de la amenaza, la ventaja operacional decisiva y el respaldo político necesario, un ataque anticipatorio podría ser una opción justificable. En todos los demás casos, la prudencia es la mejor estrategia.


4. Legalidad y Legitimidad

El uso anticipado de la fuerza militar representa uno de los temas más controvertidos del derecho internacional contemporáneo. El estudio de RAND dedica una atención especial a esta cuestión, consciente de que, más allá de la conveniencia táctica o de la superioridad militar de Estados Unidos, el verdadero desafío está en encontrar un equilibrio entre eficacia estratégica, legalidad normativa y legitimidad política. Golpear primero puede parecer una solución efectiva a ciertos problemas de seguridad, pero ¿bajo qué condiciones puede considerarse legal? ¿Y cuándo es legítimo a los ojos del mundo?

El marco jurídico internacional, tal como lo establece la Carta de las Naciones Unidas, es claro en su intención. El artículo 2(4) prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, mientras que el artículo 51 reconoce el derecho inherente a la autodefensa —individual o colectiva— en caso de que ocurra un “ataque armado”. La interpretación tradicional de estos artículos ha aceptado la posibilidad de un ataque preemptivo únicamente cuando hay evidencia clara e inmediata de que el enemigo está a punto de atacar. Este criterio se apoya en el famoso precedente del Caroline Case del siglo XIX, que establece que para que la acción anticipatoria sea legal, debe haber una necesidad instantánea, ninguna alternativa razonable y un uso proporcional de la fuerza.

Sin embargo, el caso del ataque preventivo —lanzado no ante una amenaza inminente, sino para evitar un peligro potencial en el futuro— no goza del mismo reconocimiento jurídico. En la visión clásica del derecho internacional, este tipo de acción es incompatible con el principio de uso restringido y proporcional de la fuerza. La amenaza aún no se ha materializado y, por lo tanto, no hay justificación legal para actuar con violencia. La mayoría de los expertos jurídicos coinciden en rechazar la legalidad de este enfoque, incluso cuando se invoca la posibilidad de una catástrofe, como en los casos de proliferación nuclear o amenaza terrorista latente.

Ante la aparición de amenazas no convencionales —terrorismo transnacional, armas nucleares portables, ataques cibernéticos—, algunos juristas y gobiernos han sugerido la necesidad de redefinir el concepto de “inminencia” para permitir una autodefensa más flexible. ¿Debe un Estado esperar a que un grupo terrorista con acceso a un arma nuclear actúe, o basta con saber que tiene la capacidad y la intención de hacerlo? Estados Unidos ha defendido una interpretación más amplia del derecho a la autodefensa, especialmente desde la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002, en la que se afirma que la anticipación puede ser necesaria en un mundo donde los enemigos no siempre declaran sus intenciones.

Sin embargo, estas propuestas no han logrado consolidarse como parte del derecho internacional consuetudinario, ni han sido formalmente codificadas por organismos multilaterales. El uso de esta doctrina genera tensiones con instituciones como la Corte Penal Internacional (CPI) o la Corte Internacional de Justicia (CIJ), y su aceptación se ve limitada por el temor de abrir la puerta a abusos sistemáticos del principio de anticipación.

La complejidad legal se agudiza cuando los ataques anticipatorios se dirigen contra actores no estatales que operan dentro del territorio de Estados soberanos. Aquí surgen preguntas difíciles: ¿puede un Estado intervenir militarmente si el país huésped no combate a los terroristas? ¿Existe un umbral de amenaza suficiente para considerar inminente una acción que aún no ha ocurrido? En casos como Yemen (2002) o Gaza, tanto Estados Unidos como Israel han argumentado que el Estado anfitrión era incapaz o no estaba dispuesto a actuar, y que por tanto la intervención era justificada. Aun así, este tipo de acciones sigue siendo jurídicamente polémico, sobre todo si no cuentan con el respaldo explícito del Consejo de Seguridad de la ONU.

Ahora bien, más allá de la legalidad formal, existe otro concepto clave: la legitimidad. No siempre lo legal y lo legítimo coinciden. Un ataque puede ajustarse técnicamente a la ley, pero ser considerado ilegítimo si se percibe como desproporcionado, unilateral o motivado por intereses ocultos. Inversamente, un ataque ilegal puede ser visto como legítimo si se enmarca en una causa ética superior, como la prevención de un genocidio. La intervención de la OTAN en Kosovo en 1999 es un ejemplo paradigmático de este dilema: fue ilegal según el derecho internacional, pero ampliamente considerada legítima desde una perspectiva humanitaria.

Varios factores contribuyen a la percepción de legitimidad: la alineación con principios éticos (como proteger civiles), el apoyo de aliados y organizaciones multilaterales, la transparencia en la justificación del ataque y la proporcionalidad de los medios empleados. Además, las percepciones de legitimidad pueden cambiar con el tiempo. Una intervención inicialmente controvertida puede adquirir mayor respaldo si se demuestra que evitó una catástrofe o condujo a una estabilización real. Lo contrario también es cierto: una acción aceptada inicialmente puede volverse ilegítima si sus consecuencias son desastrosas.

El estudio concluye que toda planificación de un ataque anticipatorio debe considerar no solo su viabilidad militar, sino también su base legal y legitimidad internacional. La eficacia táctica puede verse anulada por consecuencias políticas negativas: aislamiento diplomático, sanciones económicas, pérdida de influencia o deslegitimación en foros multilaterales. Además, sin un consenso jurídico claro, la institucionalización de esta práctica como parte estructural de la política exterior estadounidense corre el riesgo de socavar principios fundamentales del orden internacional, debilitando justamente el entorno legal y normativo que EE. UU. ha contribuido históricamente a construir.

En definitiva, el dilema de la anticipación no es solo una cuestión de estrategia militar, sino también un reto jurídico y moral. Si Estados Unidos desea preservar su liderazgo global, deberá equilibrar cuidadosamente su poder de acción con el respeto a las normas que rigen la convivencia internacional. Porque en el siglo XXI, la legitimidad puede ser tan decisiva como la fuerza.

5. Implicaciones para la Política de Defensa de EE. UU.

Desde que la doctrina de ataque anticipatorio se incorporó de manera más explícita en la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, se ha planteado una pregunta crucial para la planificación militar: ¿debe el aparato de defensa organizarse en torno a la posibilidad de golpear primero? El estudio de RAND es claro al respecto: aunque este tipo de operaciones ha ganado notoriedad, su aplicación práctica seguirá siendo limitada y selectiva. No estamos frente a un nuevo paradigma que reemplace la disuasión o la contención, sino ante un recurso excepcional que, si bien debe contemplarse, no puede convertirse en eje estructurante de la defensa nacional.

El ataque anticipatorio debe concebirse como una contingencia de nicho, no como una doctrina central. Aunque puede considerarse con más frecuencia en un entorno estratégico incierto, seguirá siendo poco común en la práctica. Por lo tanto, las fuerzas armadas deben estar capacitadas para ejecutarlo si fuera necesario, pero sin reorganizar su estructura ni su entrenamiento general en torno a este tipo de misión. No se trata de desarrollar capacidades completamente nuevas, sino de adaptar las ya existentes a escenarios bien definidos.

Y es que los requisitos militares para una operación anticipatoria varían enormemente según el caso. No existe una fórmula única ni una plantilla estándar. Prevenir una invasión de Taiwán, neutralizar instalaciones nucleares en Irán o eliminar una célula terrorista en Yemen son desafíos completamente distintos, que exigen medios, tiempos, inteligencia y reglas de enfrentamiento específicos. Por eso, RAND enfatiza la importancia de planificar sobre la base de escenarios concretos en lugar de abrazar una doctrina genérica de anticipación.

En todos los casos, la inteligencia estratégica adquiere un rol central. Comprender las intenciones del adversario, distinguir entre preparativos defensivos y ofensivos, y detectar actividades encubiertas —como la proliferación nuclear— son tareas complejas que requieren capacidades de vigilancia, análisis y acción en tiempo real. La Fuerza Aérea, con sus sistemas ISR (inteligencia, vigilancia y reconocimiento), cumple un papel fundamental en este proceso. Sin información precisa y oportuna, cualquier decisión anticipatoria se transforma en una apuesta ciega.

Especialmente en el caso de agresiones transfronterizas inminentes, como podría ser una ofensiva convencional de Corea del Norte o una acción militar china sobre Taiwán, la capacidad de reacción rápida es decisiva. Para que un ataque preemptivo tenga sentido, debe lanzarse antes de que el enemigo ejecute su ofensiva. Eso requiere fuerzas preposicionadas, o al menos con alta capacidad de despliegue, decisiones políticas rápidas y confiables, y armamento de largo alcance capaz de actuar incluso sin acceso territorial directo.

Cuando se trata de frenar la proliferación de armas nucleares, químicas o biológicas, las exigencias son aún más elevadas. No basta con atacar instalaciones; muchas veces se requiere eliminar capacidades profundamente enterradas, neutralizar defensas aéreas y, en algunos casos, incluso propiciar un cambio de régimen, como ocurrió con la invasión de Irak. Estas operaciones deben lograr una eficacia quirúrgica sin margen de error, y además prepararse para las consecuencias: desde contaminación nuclear hasta una escalada regional. Por eso, RAND destaca la necesidad de contar con autonomía operativa, sin depender del apoyo directo de aliados, si estos no están dispuestos a participar.

En un plano distinto, los ataques anticipatorios contra organizaciones terroristas implican misiones de escala menor, pero alta complejidad operativa. Suelen realizarse mediante drones, comandos especiales o en coordinación con inteligencia aliada, y requieren niveles altos de infiltración, precisión y velocidad. Si este tipo de acciones se hace recurrente, como ha sido el caso en los últimos años, se incrementará la presión sobre las fuerzas especiales (SOF) y se requerirá una inversión sostenida en unidades no convencionales, equipos discretos y medios autónomos.

Ahora bien, el estudio también advierte contra el riesgo de sobrevaloración de esta capacidad. El éxito de operaciones pasadas, como el ataque preventivo de Israel en 1967, puede fomentar una confianza excesiva en la anticipación como herramienta universal. Este sesgo ofensivo ha llevado históricamente a decisiones estratégicas erróneas, como ocurrió en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial o con la intervención en Irak basada en inteligencia defectuosa. La lección es clara: no todos los problemas de seguridad se resuelven atacando primero.

Además, existe un peligro creciente de que EE. UU. termine siendo blanco de un ataque preemptivo. Si un adversario percibe que la intervención estadounidense es inevitable, puede decidir golpear primero para reducir sus propias pérdidas. Doctrinas como la china, en caso de crisis sobre Taiwán, ya contemplan esa posibilidad. Frente a ello, la estructura de fuerzas de EE. UU. debe diseñarse con criterios de resiliencia y dispersión, incorporando sistemas de defensa activa, redundancia y capacidad de absorción de ataques sorpresa.

Finalmente, RAND subraya la necesidad de una coordinación estrecha entre los líderes políticos y los mandos militares. Las decisiones de anticipación no pueden improvisarse. Los planificadores deben comunicar con precisión qué es factible, advertir sobre las limitaciones operativas y los riesgos implicados, y estar preparados para actuar con poco margen de maniobra temporal si las circunstancias lo exigen.

En suma, el ataque anticipatorio no debe dominar la planificación militar estadounidense, pero sí incorporarse como una capacidad especializada y estratégica. Su éxito dependerá de una combinación equilibrada de inteligencia confiable, criterios legales claros, evaluación política rigurosa y preparación técnica sobria. Se trata, en última instancia, de estar listos para actuar sin precipitarse, de anticiparse sin invitar al desastre, y de preservar el poder militar sin renunciar a la prudencia.


6. Escenarios Probables para EE. UU.

El estudio de RAND identifica con claridad tres escenarios principales en los que Estados Unidos podría contemplar el uso de ataques anticipatorios en el futuro cercano. Estos no son ejercicios hipotéticos: responden a preocupaciones reales en la política exterior y defensa estadounidense, y sirven como guía para planificadores estratégicos, tanto en el terreno militar como diplomático.

El primer escenario plantea la posibilidad de tener que anticiparse a una agresión transfronteriza. El objetivo sería impedir o mitigar una invasión o ataque inminente contra un aliado, como podría ser un avance norcoreano sobre Corea del Sur o una ofensiva de China contra Taiwán. En estos casos, un ataque anticipatorio permitiría a EE. UU. reducir el daño inicial a sus propias fuerzas y a sus aliados, ganando así una ventaja táctica. Sin embargo, esta opción también conlleva un riesgo mayúsculo: iniciar una guerra a gran escala en una región sensible. La magnitud del conflicto haría que la calidad y certeza de la inteligencia sobre la inminencia del ataque enemigo sea absolutamente crítica. Si la amenaza resulta ser menos inminente de lo previsto o no se concreta, el costo político —tanto interno como externo— podría ser devastador. Por ello, este tipo de operación sólo sería justificable en condiciones excepcionales de urgencia y certeza, y requeriría una preparación militar y diplomática extensa y coordinada.

Un segundo escenario contempla ataques anticipatorios contra grupos terroristas antes de que ejecuten atentados. Aquí se trata de operaciones de menor escala, llevadas a cabo mediante drones armados, fuerzas especiales o en colaboración con servicios de inteligencia aliados. Estas misiones suelen ser encubiertas, de corto alcance, y orientadas a eliminar objetivos específicos con precisión quirúrgica. Ejemplos como el ataque con misil Hellfire en Yemen (2002) o los operativos en Afganistán y Pakistán ilustran este tipo de intervención. La ventaja central de este enfoque es su alto grado de aceptabilidad moral y política, siempre y cuando haya evidencia concreta que justifique la acción. Además, al tratarse de acciones puntuales, el riesgo de escalada es mucho menor. No obstante, su éxito depende críticamente de una inteligencia táctica confiable y precisa. También surgen dilemas legales, especialmente cuando estas operaciones se realizan dentro de territorios soberanos sin el consentimiento del Estado anfitrión. Aun con estos desafíos, este es probablemente el tipo de ataque anticipatorio más frecuente y políticamente viable en el mundo contemporáneo.

El tercer escenario, más delicado aún, es el de impedir la proliferación de armas de destrucción masiva. Aquí el blanco no son grupos dispersos ni movimientos tácticos inmediatos, sino la infraestructura crítica de Estados que podrían adquirir —o ya poseen— capacidades nucleares, químicas o biológicas. Irán y Corea del Norte son los casos más notorios, pero también se contempla la posibilidad de futuros actores. A lo largo de la historia, se han registrado precedentes de este tipo de acción: el bombardeo israelí al reactor Osirak en Irak (1981) o, de manera más ambiciosa, la invasión estadounidense de Irak en 2003. Este último caso, basado en premisas equivocadas sobre la existencia de ADM, se convirtió en un ejemplo paradigmático de los peligros de actuar preventivamente sin evidencia sólida. Operaciones de este tipo exigen una precisión militar extrema: deben destruir no solo instalaciones físicas, muchas veces ocultas o fortificadas, sino también la capacidad técnica y humana del programa enemigo. Además, implican un riesgo alto de guerra prolongada, ocupación territorial y consecuencias geopolíticas imprevistas. Políticamente, si la acción no cuenta con respaldo internacional y la amenaza no es percibida como creíble, el costo en términos de legitimidad puede ser catastrófico. Así, estos ataques sólo pueden considerarse cuando el adversario es claramente incontrolable por medios diplomáticos o disuasivos, y la amenaza es tangible.

Más allá de estos tres escenarios, el estudio identifica una serie de efectos cruzados que deben tenerse en cuenta. Por ejemplo, el impacto disuasivo de estas acciones puede ser ambiguo: mientras algunos países podrían abandonar programas de armamento por temor a ser atacados, otros podrían sentirse incentivados a acelerarlos para disuadir un ataque anticipado. Libia renunció a sus armas tras ver lo que sucedió en Irak, pero Irán podría haber llegado a la conclusión opuesta: que el desarrollo nuclear rápido es la mejor garantía contra una intervención.

Asimismo, el uso repetido o institucionalizado del ataque anticipatorio por parte de Estados Unidos podría erosionar las normas internacionales que condenan el uso preventivo de la fuerza. Esto abriría la puerta a que otros Estados —como India, Rusia o Israel— invoquen esta doctrina para justificar agresiones en sus respectivas regiones, lo que aumentaría la inestabilidad global.

En términos generales, los escenarios más probables para el uso de ataques anticipatorios por parte de EE. UU. se concentran en tres líneas: prevenir agresiones convencionales de Estados hostiles, neutralizar amenazas terroristas antes de que se concreten, e impedir la proliferación de armas de destrucción masiva. No obstante, la decisión de actuar en forma anticipatoria no puede depender únicamente de la capacidad militar o de la voluntad política. Debe fundarse en tres criterios clave: la certeza de la amenaza, la ventaja estratégica real de actuar primero y el costo político y diplomático que tendría una acción militar unilateral o controvertida.

En última instancia, el estudio de RAND no propone una doctrina rígida, sino un marco analítico que ayude a decidir con inteligencia y cautela. Los ataques anticipatorios, si bien útiles en ciertos contextos, requieren una evaluación minuciosa, caso por caso. La ventaja de golpear primero nunca debe eclipsar el riesgo de golpear en falso.

7. Riesgos y Recomendaciones

Aunque la opción de golpear primero puede ofrecer ventajas estratégicas significativas en ciertos contextos, el estudio de RAND advierte que una dependencia excesiva de los ataques anticipatorios —ya sean de carácter preemptivo o preventivo— entraña riesgos sustanciales tanto en el plano estratégico como en el político. Estas acciones, por más que puedan parecer atractivas en términos de control del conflicto o eliminación de amenazas potenciales, deben ser consideradas con suma cautela y sólo en circunstancias excepcionales.

Uno de los principales peligros identificados es la sobrevaloración del ataque anticipatorio. Casos como el de Israel en 1967, exitosos desde el punto de vista militar, pueden inducir una percepción distorsionada sobre la universalidad de sus beneficios. Esta interpretación errónea podría generar entre líderes políticos y militares una preferencia por la acción ofensiva, subestimando los costos prolongados que implica iniciar una guerra antes de tiempo. En ese camino, el impulso estratégico puede dejar de lado la evaluación rigurosa de alternativas no militares y abrir la puerta a conflictos innecesarios.

Además, si la acción anticipatoria se basa en información defectuosa —como ocurrió en Irak en 2003—, el daño a la credibilidad internacional de Estados Unidos puede ser profundo y duradero. La confianza de aliados, organizaciones multilaterales y opinión pública se resiente, lo que debilita la efectividad de futuras amenazas disuasorias. Una nación que falla al justificar sus intervenciones pierde autoridad moral y capacidad de liderazgo en el sistema internacional.

Existe también el riesgo de provocar una escalada incontrolada. Atacar primero puede desencadenar guerras regionales o incluso globales, especialmente si el objetivo es una potencia intermedia o nuclear. La anticipación mal calculada puede resultar en un conflicto de mayor envergadura que el que se pretendía evitar. Peor aún, puede llevar a que otros actores perciban que deben actuar preventivamente también, desencadenando un ciclo de agresiones defensivas —un efecto espejo sumamente peligroso.

Otra preocupación fundamental es el debilitamiento del orden jurídico internacional. El uso frecuente o unilateral de esta doctrina puede erosionar los principios que limitan el recurso a la fuerza entre Estados. Cuando una potencia como EE. UU. actúa fuera de esos marcos, otros países pueden sentirse legitimados para hacer lo mismo, incluso en contextos mucho más cuestionables. El resultado sería una progresiva desestabilización del sistema internacional y el regreso a un modelo de relaciones de fuerza sin reglas claras.

Y no hay que descartar que Estados Unidos, al mostrarse proclive a atacar primero, se convierta él mismo en blanco de ataques preemptivos. Si un adversario percibe que una intervención estadounidense es inevitable, podría optar por adelantarse, iniciando hostilidades con la esperanza de limitar sus propias pérdidas. Esta lógica ya se refleja en doctrinas militares como la china en torno a Taiwán, que contempla la posibilidad de atacar fuerzas estadounidenses si se aproxima una confrontación.

Frente a este panorama, el estudio ofrece un conjunto de recomendaciones orientadas a minimizar riesgos y preservar la legitimidad estratégica de EE. UU. La primera y más importante es tratar el ataque anticipatorio como una excepción, no como regla. No debe convertirse en una herramienta rutinaria de política exterior, sino reservarse para situaciones extremas, cuando la amenaza sea clara, inminente o no mitigable por otros medios.

La segunda recomendación apunta al fortalecimiento de la inteligencia estratégica. Invertir en capacidades humanas y tecnológicas (HUMINT y SIGINT) es vital para interpretar con precisión las intenciones del adversario y detectar amenazas en desarrollo. Esa inteligencia debe ser contrastada, verificada y compartida de forma rigurosa, evitando que decisiones críticas se tomen sobre la base de datos fragmentarios o erróneos.

Tercero, se enfatiza la necesidad de contar con capacidades militares flexibles y reversibles. Es decir, fuerzas de reacción rápida, armamento de precisión y plataformas de operación furtiva que permitan escalar o desescalar la intervención según evolucione la situación. Esta modularidad es crucial para conservar opciones y no quedar atrapado en una lógica de "todo o nada".

También es esencial minimizar el daño colateral. La legitimidad de un ataque anticipatorio está íntimamente ligada a su precisión y proporcionalidad. Evitar víctimas civiles y limitar la destrucción a objetivos estrictamente militares es no sólo una exigencia moral, sino también estratégica: las operaciones limpias preservan el respaldo político y reducen el riesgo de radicalización o escalada prolongada.

En paralelo, se debe reforzar la coordinación civil-militar. Las decisiones de anticipación no pueden tomarse desde compartimentos estancos. Requieren una comunicación fluida entre planificadores militares y responsables políticos, de modo que estos últimos comprendan con claridad qué es posible, qué es riesgoso y qué implicaciones tendría cada curso de acción.

Una planificación responsable también debe contemplar el escenario posterior al ataque. Toda operación anticipatoria debe incluir medidas para proteger a las fuerzas desplegadas, garantizar la seguridad de los aliados y gestionar la respuesta diplomática y militar del adversario. Pensar en la escalada no como una posibilidad remota, sino como una consecuencia plausible, es parte del realismo estratégico necesario.

Por último, el estudio insiste en la necesidad de respetar y sostener las normas internacionales. A pesar de sus límites, el derecho internacional es un pilar fundamental del orden global. Por ello, EE. UU. debería esforzarse por legitimar cualquier acción anticipatoria mediante alianzas, marcos multilaterales, transparencia informativa y procedimientos formales. No se trata sólo de cumplir reglas, sino de reafirmar el compromiso con un sistema que da previsibilidad y contención a la violencia internacional.

En suma, el ataque anticipatorio puede ser una herramienta útil en circunstancias excepcionales, pero nunca debe convertirse en una doctrina general. Su valor reside en la capacidad de neutralizar amenazas graves y específicas, no en su aplicación sistemática. La clave está en combinar una preparación operativa de alto nivel con una estrategia marcada por la moderación, la inteligencia verificable, el respaldo político firme y el respeto a las normas que rigen la convivencia entre Estados. En tiempos de incertidumbre global, la prudencia estratégica es tan vital como el poder militar.

Ataque de anticipación para el caso Argentina vs Reino Unido/Chile

La teoría de los ataques anticipatorios —en sus variantes preemptiva, preventiva o de carácter más general— desarrollada en el estudio de RAND, ofrece un marco analítico útil para pensar escenarios complejos de seguridad donde la decisión de “golpear primero” podría considerarse racional desde un punto de vista estratégico. Si bien esta doctrina fue concebida en el contexto de la política de defensa estadounidense posterior al 11 de septiembre, su estructura conceptual puede proyectarse, con las debidas adaptaciones, a otras realidades nacionales. Históricamente, en el caso argentino, sufrimos un ataque preventivo con el ataque y captura de la ciudad de Corrientes en 1865 que dio lugar a nuestra entrada en la Guerra del Paraguay. Estuvimos también a punto de realizar un ataque preemptivo en el caso de la crisis del Beagle. Posteriormente, la operación Rosario podría también encuadrarse en el caso de un ataque preemptivo en términos de debilitar el accionar británico en el TOAS luego de revelada las acciones en las Georgias del Sur. La hipótesis de una futura intervención militar en el Atlántico Sur —particularmente en torno a las Islas Malvinas o a los territorios reclamados en la Antártida— plantea un terreno fértil para este tipo de reflexión prospectiva, siempre que se reconozcan las profundas diferencias en capacidades, alianzas, legitimidad y condicionamientos geopolíticos que separan a Argentina del caso estadounidense.

A modo de ejercicio académico, puede imaginarse un escenario a mediano o largo plazo —dentro de las próximas dos décadas— en el cual el contexto internacional en la región austral se ha transformado radicalmente. El Tratado Antártico podría haberse debilitado o incluso colapsado, dando lugar a una etapa de competencia explícita por recursos estratégicos, desde hidrocarburos hasta minerales críticos. En paralelo, la presencia militar y económica del Reino Unido y de Chile en el Atlántico Sur y la Antártida podría haberse intensificado a través de instalaciones duales, con fines científicos y de vigilancia. En ese marco, la exploración de recursos naturales podría haber dejado de ser una actividad cooperativa para convertirse en un foco de fricción geopolítica. Simultáneamente, Argentina habría iniciado un proceso de modernización militar —modesto pero realista— centrado en capacidades ISR, armas de precisión y plataformas de proyección regional limitada. Sobre ese trasfondo, los incidentes recurrentes en las zonas disputadas, incluyendo provocaciones navales cerca de las Malvinas o actividades hostiles encubiertas, marcarían una escalada de tensiones.

En ese contexto hipotético, la posibilidad de aplicar una doctrina de ataque anticipatorio podría cobrar cierta racionalidad estratégica. Por ejemplo, ante indicios claros y verificables de que el Reino Unido está a punto de desplegar nuevos sistemas ofensivos —como misiles de largo alcance o submarinos nucleares— en las Islas Malvinas, el liderazgo argentino podría interpretar esa acción como el preludio de un reposicionamiento militar más agresivo, orientado a consolidar su control sobre zonas circundantes del Atlántico o incluso avanzar sobre reclamos antárticos. De confirmarse una amenaza inminente y específica, Argentina podría contemplar un ataque preemptivo limitado, en línea con el modelo de evaluación de RAND, que combina alta certeza sobre la amenaza con una ventaja táctica clara derivada de actuar primero. Sin embargo, aun en ese caso, los obstáculos serían formidables: el uso anticipatorio de la fuerza solo sería mínimamente viable si se dispone de inteligencia de alta calidad, se logra un control político total sobre la escalada, y se obtiene algún grado de legitimidad regional o multilateral que respalde la acción.

Otro escenario más problemático desde el punto de vista jurídico y estratégico sería el de un ataque preventivo contra instalaciones chilenas en sectores superpuestos del continente antártico o en el extremo sur de la Patagonia. Si, por ejemplo, Chile estableciera bases logísticas con capacidad ofensiva en áreas que Argentina considera parte de su reclamo histórico, y esa infraestructura otorgara una ventaja estratégica irreversible a su contraparte, se podría plantear la necesidad de neutralizar la amenaza antes de que se consolide. Sin embargo, la doctrina RAND señala con claridad que los ataques preventivos —al actuar sobre amenazas futuras y no inminentes— rara vez se justifican plenamente, ni desde el derecho internacional ni desde la legitimidad política. Una acción de este tipo por parte de Argentina sería vista como agresión, con escasas posibilidades de éxito diplomático y alto riesgo de generar una escalada inmediata con otros actores regionales como Perú o Bolivia, tradicionalmente sensibles a alteraciones en el equilibrio austral.

Una opción más plausible dentro del repertorio anticipatorio sería la realización de acciones limitadas, quirúrgicas y encubiertas, destinadas a negar capacidades específicas de vigilancia, control o despliegue rápido por parte de actores extranjeros en zonas disputadas. Este tipo de ataque anticipatorio táctico podría implicar, por ejemplo, el sabotaje selectivo de sensores, infraestructura satelital terrestre o redes de comunicaciones militares en bases británicas o chilenas en la Antártida o sus alrededores. Tal como señala el informe de RAND, las operaciones de esta naturaleza, si son altamente precisas, no letales y conducidas en un marco de negación plausible, pueden resultar más aceptables desde el punto de vista político y más eficaces para evitar una escalada directa. No obstante, incluso estos escenarios exigen capacidades técnicas sofisticadas, un entorno de inteligencia extremadamente fino y una estrategia diplomática sólida para contener las reacciones posteriores.

El conjunto de estos escenarios revela una constante: los riesgos asociados al uso anticipatorio de la fuerza por parte de Argentina son considerables. Escalada bélica con potencias superiores, condena internacional, pérdida de legitimidad en organismos multilaterales, e incluso la posibilidad de que tales acciones justifiquen un mayor refuerzo militar británico o chileno en la región, constituyen peligros concretos. Para que cualquier acción anticipatoria pueda ser evaluada como factible, se requieren condiciones muy exigentes: inteligencia precisa y verificable, planificación proporcional y limitada en objetivos, una narrativa pública clara, y, sobre todo, respaldo regional que dote de legitimidad a la operación. La falta de alguno de estos elementos podría convertir una acción de anticipación en un error estratégico irreparable.

En conclusión, la adaptación de la doctrina de ataques anticipatorios al caso argentino no debe entenderse como una recomendación operativa, sino como una herramienta conceptual para pensar con mayor rigor los posibles cursos de acción frente a amenazas futuras en el Atlántico Sur y la Antártida. Tal como enfatiza el estudio de RAND, este tipo de ataques no debe institucionalizarse ni convertirse en una política general. Su aplicación solo tendría sentido bajo circunstancias excepcionales, donde confluyan amenazas inminentes, ventajas operativas tangibles y una arquitectura política que permita sostener la acción sin sacrificar la estabilidad regional o el prestigio internacional. Para Argentina, la prioridad estratégica debe seguir siendo la construcción de una capacidad de disuasión creíble, la inversión en inteligencia avanzada y la articulación de una diplomacia preventiva robusta. Solo así podrá asegurarse que cualquier decisión de emplear la fuerza, si llegara el caso, no sea fruto de la desesperación o la improvisación, sino de una evaluación estratégica madura, fundada en principios y alineada con los intereses nacionales de largo plazo.


viernes, 11 de noviembre de 2022

Guerra de la Independencia: La hazaña de los tres sargentos

La hazaña de los tres sargentos en la "Acción de Tambo Nuevo"






El 24 de octubre de 1813 se produce la "Acción de Tambo Nuevo". La Sorpresa de Tambo Nuevo, conocida como "Hazaña de los Tres Sargentos" fue una exitosa acción de caballería llevada a cabo por una partida de Dragones del Ejército del Norte entre el 23 y el 25 de octubre de 1813, en el curso de la Segunda expedición auxiliadora al Alto Perú durante la guerra de la Independencia Argentina. Los jinetes incursionaron en primer lugar el cuartel general del coronel realista Saturnino Castro en Yocalla, para luego atacar el puesto avanzado de Tambo Nuevo. Mientras reorganizaba sus fuerzas en Macha, Belgrano ordenó a sus mejores oficiales diversas tareas de reconocimiento del campamento realista. En la noche del 23 al 24, La Madrid y sus hombres escalaron una cuesta detrás de la posta de Tambo Nuevo. A la cabeza iban tres soldados como exploración avanzada. Ellos fueron los primeros en llegar a la posición realista. Allí se toparon con un rancho de adobe donde pastaban 50 caballos, mientras que otro rancho estaba custodiado por un centinela. Entre los tres dominaron al custodio y penetraron en el edificio, donde sorprendieron a otros diez hombres durmiendo. Los once fueron tomados prisioneros, aunque más tarde uno de ellos -un sargento- logró escabullirse y dar la alarma. El resto de la sorprendida compañía, pensando que estaban siendo atacados por fuerzas superiores, permanecieron dentro de su refugio, a la vez que intercambiaban disparos con los atacantes. Al amanecer, La Madrid inició el regreso a Macha con los 10 prisioneros y las armas capturadas. Los tres soldados fueron ascendidos a sargentos por Belgrano, con el título honorífico de Sargentos de Tambo Nuevo. Como consecuencia de esta acción, los soldados Gómez, Albarracín y Salazar fueron ascendidos a sargentos, conociéndoselos en adelante como “los sargentos de Tambo Nuevo”. También el general Belgrano les obsequió con los mejores caballos que tenía, especialmente a Gómez, a quien le regaló un hermosísimo caballo blanco.

Poco tiempo después, el sargento Mariano Gómez ofreció al general Belgrano, “traerle los mejores caballos o mulas del ejército enemigo”. La Madrid relata también este episodio en sus Memorias: “La noche los favoreció porque se puso muy nebulosa, pues al rayar el siguiente día se presentó Gómez al general con sus dos compañeros (los sargentos de Tambo Nuevo, Albarracín y Salazar) y le entregó once hermosas mulas de jefes y oficiales que logró sacar del campamento enemigo, cortando con sus cuchillos los lazos en que estaban amarradas a las estacas de las tiendas, mientras sus compañeros velaban montados y teniéndole su caballo; para comprobante de esa verdad traían atadas todas ellas al pescuezo pedazos de lazos. Al salir con ellas fueron sentidos por un centinela y perseguidos, sufriendo una descarga al pasar descendiendo la cuesta por cerca de la guardia, y cuyos tiros se sintieron en nuestro campo; pero ellos se salvaron con su presa y el general les regaló once onzas de oro”. El Sargento Gómez, tucumano, murió fusilado por los realistas en Humahuaca en 1814; el Sargento Salazar murió en combate ese mismo año y el Sargento Albarracín murió en 1840, con el grado de Comandante de milicias, ambos eran cordobeses . Una calle de Buenos Aires los recuerda con el nombre de Tres Sargentos.

martes, 6 de septiembre de 2022

G6D: Los ataques aéreos israelíes

Ataques aéreos israelíes, Guerra de los Seis Días

Weapons and Warfare


 

La guerra árabe-israelí de 1967, conocida en la historia como la Guerra de los Seis Días, comenzó la mañana del 5 de junio de 1967. Para todos los efectos, terminó al mediodía del primer día como resultado del ataque preventivo. por la Fuerza Aérea Israelí. Esta ofensiva aérea sigue siendo uno de los éxitos más impresionantes de la guerra moderna. En apenas tres horas, los israelíes lograron la superioridad aérea al destruir gran parte de la Fuerza Aérea egipcia en tierra. Los ataques contra Egipto fueron seguidos por salidas contra objetivos en Siria, Jordania y el oeste de Irak, asegurando así que las operaciones terrestres israelíes pudieran avanzar sin obstáculos.

La Guerra de los Seis Días fue el resultado de la alarma israelí por los movimientos belicosos de los estados árabes de Egipto, Siria, Jordania e Irak. Siria intensificó los enfrentamientos fronterizos con las fuerzas israelíes en 1966, y el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser ordenó el bloqueo del Estrecho de Tirán, movilizó tropas en la frontera egipcio-israelí y aseguró la retirada de las tropas de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas (ONU). Siria y Jordania también habían movilizado sus fuerzas, y las fuerzas iraquíes habían comenzado a trasladarse a Jordania.

Israel había anunciado previamente que iría a la guerra bajo cualquiera de esas condiciones. Sin embargo, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) fueron superadas en gran medida en términos de hombres y equipo. Las cifras varían ampliamente, pero una estimación es la siguiente: mano de obra, fuerza movilizada de 230.000 para Israel a 409.000 para Egipto, Siria, Jordania e Irak; tanques, 1.100 para Israel a 2.437 para los estados árabes; artillería, 260 para Israel a 649 para los estados árabes; buques de guerra, 22 para Israel a 90 para los estados árabes; y aviones (todos los tipos), 354 para Israel a 969 para los estados árabes. Sin embargo, los estados árabes se vieron perjudicados por no tener ningún plan unificado.

El ministro de defensa israelí, Moshe Dayan, el jefe de personal de las FDI, el teniente general Itzhak Rabin, y el primer ministro Levi Eshkol determinaron que la guerra era inevitable y decidieron que Israel debería lanzar un ataque preventivo. La defensa contra un ataque aéreo árabe sería difícil porque Israel era tan pequeño que los sistemas de alerta temprana no proporcionarían tiempo suficiente para que los combatientes israelíes se apresuraran. Tel Aviv estaba a 25 minutos de vuelo de El Cairo, pero a solo 4,5 minutos de la base aérea egipcia más cercana en El Arish. Por alguna razón, Nasser no creía que los israelíes atacarían primero, a pesar de su anunciado entusiasmo por la batalla.

El ataque aéreo israelí se basó en información de inteligencia exacta, oportuna y precisa. El plan requería un primer ataque contra Egipto, el más formidable de los oponentes de Israel. Los combatientes de las FDI despegarían de los aeródromos de todo Israel y volarían con silencio de radio y a baja altura para evitar el radar hacia el oeste sobre el Mediterráneo, y luego girarían hacia el sur para atacar los aeródromos egipcios lo más simultáneamente posible. En lugar de atacar al amanecer, los ataques de las FDI se programaron para que coincidieran con el regreso de los pilotos egipcios a la base de sus patrullas matutinas, cuando la mayoría de los pilotos egipcios estarían desayunando.

La Fuerza Aérea Israelí (IAF), una de las fuerzas aéreas mejor entrenadas del mundo, estaba bien preparada para su misión. Las tripulaciones aéreas habían sido completamente informadas en cuanto a los objetivos y procedimientos. Las cuadrillas de tierra de la IAF también estaban altamente capacitadas y pudieron reducir al mínimo el tiempo de respuesta entre misiones. La operación fue audaz en el sentido de que emplearía casi todos los bombarderos y aviones de combate israelíes, dejando solo una docena de cazas para volar patrullas aéreas de combate defensivo.

La IAF logró una sorpresa táctica completa. Comandado por el mayor general Mordechai Hod, su avión entró en acción a las 7:45 am (8:45 am hora de El Cairo). Un acontecimiento inesperado fue que el mariscal de campo Ali Amer, comandante en jefe de la República Árabe Unida (RUA), y su adjunto, el general Mamoud Sidky, estaban en el aire, volando desde El Cairo para inspeccionar unidades en el Sinaí, cuando ocurrieron los ataques. Al no poder aterrizar en el Sinaí, regresaron a El Cairo, y durante 90 minutos dos comandantes clave de la UAR no estuvieron en contacto con sus unidades y no pudieron dar órdenes.

La primera ola golpeó 10 aeródromos egipcios y los golpeó a todos dentro de los 15 minutos de la hora programada. En su aproximación final a los objetivos, el avión israelí ascendió para volverse repentinamente visible en el radar e inducir a los pilotos egipcios a intentar trepar con la esperanza de atrapar a los pilotos en su avión en tierra. Solo cuatro aviones egipcios, todos entrenadores, estaban en el aire en el momento de los primeros ataques, y todos fueron derribados. Oleadas posteriores de aviones de ataque israelíes, unos 40 por vuelo, llegaron a intervalos de 10 minutos. Estos encontraron una creciente oposición egipcia, en su mayoría fuego antiaéreo. Solo 8 MiG egipcios lograron despegar durante los ataques y todos fueron derribados.

En total, la IAF atacó 17 importantes aeródromos egipcios con unas 500 incursiones en poco menos de tres horas, destruyendo la mitad de la fuerza aérea egipcia. La mayoría de los aviones egipcios fueron destruidos por cañonazos israelíes precisos, pero los aviones israelíes también lanzaron bombas de 250, 500 y 1,000 libras. Se lanzaron bombas especiales con ojivas de 365 libras, desarrolladas para romper las pistas de aterrizaje de cemento de superficie dura, sobre los aeródromos egipcios al oeste del Canal de Suez, pero ninguna de ellas se empleó contra los aeródromos del Sinaí, que los israelíes planearon utilizar posteriormente por su cuenta. aeronave. Durante la guerra, Egipto perdió un total de 286 aviones: 30 bombarderos pesados ​​Tupolev Tu-16, 27 bombarderos medianos Ilyusian, 12 cazabombarderos Sukhoi Su-7, 90 cazas MiG-21, 20 cazas MiG-19, 75 MiG-17/15 cazas y 32 aviones de transporte y helicópteros.

Más tarde ese mismo día, 5 de junio, aviones israelíes atacaron Siria y Jordania. Los líderes israelíes instaron al rey Hussein de Jordania a mantenerse al margen de la guerra. Deseaba hacerlo, pero estaba bajo una fuerte presión para actuar y esperaba satisfacer a sus aliados con una acción militar mínima, salvo una guerra total. Por lo tanto, los cañones “Long Tom” jordanos de 155 milímetros entraron en acción contra Tel Aviv, y los aviones jordanos intentaron ametrallar un pequeño aeródromo cerca de Kfar Sirkin. El gobierno israelí declaró entonces la guerra a Jordania.

Luego de un ataque aéreo iraquí contra Israel, aviones de la IAF también atacaron unidades aéreas iraquíes con base en el área de Mosul. En total durante la guerra, los árabes perdieron un total de 390 aviones de su fuerza anterior a la guerra de 969 aviones de todo tipo (Egipto, 286 de 580; Jordania, 28 de 56; Siria, 54 de 172; Irak, 21 de 149, y Líbano 1 de 12). Las pérdidas de la IAF fueron solo 32 aviones derribados de 354 al comienzo de la guerra; solo 2 de estos se perdieron en combate aéreo.

Con sus fuerzas aéreas opuestas neutralizadas en gran medida, la IAF podría recurrir al apoyo aéreo cercano y otras misiones en apoyo de las fuerzas terrestres mecanizadas israelíes, que habían comenzado operaciones en el Sinaí simultáneamente con los ataques aéreos iniciales. El éxito de Israel en la guerra fue completo. El 7 de junio, Israel y Jordania aceptaron el llamado del Consejo de Seguridad de la ONU para un alto el fuego. La ONU también negoció un alto el fuego el 9 de junio entre Israel y Egipto. Israel aceptó de inmediato, mientras que Egipto aceptó al día siguiente. También se concluyó un alto el fuego con Siria el 10 de junio.

Del lado israelí, la Guerra de los Seis Días se cobró unos 800 muertos, 2.440 heridos y 16 desaparecidos o hechos prisioneros. Las pérdidas árabes, principalmente egipcias, se estimaron en 14.300 muertos, 23.800 heridos y 10.500 desaparecidos o hechos prisioneros. Las pérdidas de tanques fueron 100 para Israel y 950 para los árabes. La guerra aumentó inmensamente el territorio controlado por Israel. Israel ahora poseía todo el Sinaí al este del Canal de Suez de Egipto, la orilla este del río Jordán y la ciudad de Jerusalén de Jordania, y los Altos del Golán de Siria. Quedaba por ver si estas adquisiciones mejorarían o impedirían las posibilidades de paz en Oriente Medio.

Operation Focus: un ataque aéreo ganador

La Guerra de los Seis Días está grabada en la psique israelí, y con razón en gran medida, como la guerra más exitosa en la historia de Israel. Y aunque hay diferencias de opinión con respecto a las implicaciones sociales y diplomáticas de la guerra, todos están de acuerdo en una cosa: la exitosa campaña del ejército que condujo a la victoria. Los gritos “el Monte del Templo está en Nuestras Manos” luego de la violación y captura de Jerusalén Este, las imágenes en movimiento de los paracaidistas, Rav Goren tocando un shofar en el Muro de los Lamentos, la famosa imagen del Mayor General (como se convirtió) Yossi Ben -Hanan en el Canal de Suez en la portada de la revista LIFE, la conquista del Hermon y los Altos del Golán—todos quedaron grabados en la conciencia pública israelí y se convirtieron en símbolos de la guerra.

Por lo tanto, hasta cierto punto, la gente se ha olvidado de la operación que básicamente permitió a Israel lograr su gloriosa victoria en la guerra: la Operación Focus. En esta operación, que fue planeada hasta el último detalle antes de la guerra, casi 400 aviones, es decir, el 70% de la fuerza aérea árabe, fueron destruidos en apenas unas horas. Además de destruir los aviones, la fuerza aérea israelí bombardeó los aeródromos árabes, lo que dejó los cielos libres para la fuerza aérea israelí durante el resto de la guerra, lo que permitió que las fuerzas terrestres pudieran operar prácticamente sin obstáculos.

Años de planificación meticulosa

Los planes para la operación, cuyo objetivo era destruir las fuerzas aéreas árabes mientras aún estaban en tierra y destrozar gravemente sus pistas, comenzaron mucho antes de que estallara la guerra. De hecho, un artículo sobre el tema en la revista de la fuerza aérea israelí revela que la planificación de la operación comenzó en 1964 y se completó aproximadamente un año y medio antes de la guerra. Entre los temas analizados por el equipo de planificación, que se basó en el modelo de planificación de la Fuerza Aérea Británica de la Segunda Guerra Mundial, estaba la cuestión de cuántos aviones se necesitarían para la misión y cómo poner efectivamente fuera de servicio los campos aéreos egipcios. .

La señal de la operación llegó el 5 de junio de 1967, el día en que comenzó la Guerra de los Seis Días, a las 0745. La hora cero, la hora de la operación, no fue aleatoria. Era la hora en que la fuerza aérea egipcia, a la que Israel apuntó en el primer ataque, estaba menos preparada. Los pilotos desayunaron a esta hora por lo que su tiempo de reacción se retrasaría. La sorpresa fue esencial y se les dijo a los pilotos israelíes que mantuvieran el silencio de la radio y que no usaran sus radios incluso si eran golpeados o forzados a rescatar.

Sobre la actuación: “Air France”

Para la operación se utilizó todo tipo de naves con las que contaba la fuerza aérea, desde los aviones de combate de la época, el Ouragan, el Mystere y el Mirage, hasta los bombarderos de largo alcance como el Vautour y el avión de entrenamiento de pilotos, el Fuga Magister. Los aviones de entrenamiento se usaron porque la fuerza aérea no tenía otra opción; en ese momento, solo tenía 203 aviones, 185 de los cuales se usaron en la operación. Casi todos los aviones eran franceses debido a la cálida y amistosa relación entre Israel y Francia hasta la Guerra de los Seis Días.

Cuando los aviones despegaron a las 07:14 desde sus diferentes bases en todo el país, se dio la señal para lanzar la operación y la primera ola de asalto contra los aeródromos egipcios. Más de 100 aviones egipcios fueron destruidos mientras aún estaban en tierra y otros aviones, tanto en el lado israelí como en el lado egipcio de la frontera aérea, fueron alcanzados y cayeron en las batallas aéreas que se desarrollaron. La segunda ola de asalto, que comenzó a las 0900 y duró dos horas, dañó 107 aviones egipcios adicionales. En esta etapa, los aviones israelíes sufrieron menos ataques de los previstos en la fase de planificación. Al mismo tiempo, aviones de combate de Siria, Jordania e Irak comenzaron a atacar objetivos dentro de Israel. El kibutz Deganya fue atacado y se registraron ataques en Netanya, el aeropuerto Ben Gurion y las bases de las fuerzas aéreas de Tel Nof y Sirkin.

El bombardeo del territorio israelí por parte de las fuerzas aéreas árabes condujo a la decisión de bombardear aviones enemigos y pistas de aterrizaje en países adicionales. Las oleadas tercera y cuarta de la Operación Focus fueron más amplias que los ataques iniciales e incluyeron ataques contra las fuerzas aéreas jordanas, libanesas, sirias e iraquíes. La fuerza aérea jordana fue destruida en su totalidad mientras aún estaba en tierra y la mitad de las aeronaves de la fuerza aérea siria fueron aniquiladas. Las incursiones se adentraron profundamente en territorio iraquí, llegando hasta el puerto aéreo H3 en el oeste de Irak. Además de los ataques a las aeronaves enemigas, se lanzaron bombas antipista. Estas bombas fueron un invento original de Israel y el resto del mundo las etiquetó como “el arma secreta de Israel”. Fueron planeados para que cayeran en un ángulo perpendicular en la pista de vuelo,

Cientos de aviones destruidos en cuatro horas

La operación fue un éxito asombroso. En solo cuatro horas, cientos de aviones de las fuerzas aéreas árabes fueron aniquilados. Hay diferentes opiniones en cuanto al número exacto, pero está entre 350 y 400 aviones. Al final de la Guerra de los Seis Días, más de 450 aviones árabes habían sido destruidos. La parte israelí también sufrió pérdidas: 48 aviones fueron destruidos y 24 personas murieron en la operación. Los Fuga Magister, los aviones de entrenamiento que utilizaron la operación por falta de alternativa, fueron los que más sufrieron. Estos aviones eran difíciles de maniobrar y superados por las naves enemigas. Tampoco estaban equipados con asientos eyectables. Debido a que muchos de estos aviones fueron destruidos, se decidió no utilizar naves de entrenamiento para ataques en el futuro.

A pesar de las pérdidas en aviones y pilotos, la Operación Focus se recuerda como una de las operaciones más heroicas y exitosas en la historia de la fuerza aérea israelí. La pérdida de aviones también se pone en perspectiva por el rumor de que la fuerza aérea egipcia estaba planeando una operación idéntica a Focus, cuyo éxito habría significado un resultado completamente diferente para la guerra. El éxito militar de la Guerra de los Seis Días y la victoria relámpago de Israel se lograron en gran medida a través del control absoluto del aire por parte de Israel proporcionado por la Operación Focus.

Y por último, algo a tener en cuenta. La supremacía aérea de Israel sobre los aviones enemigos, que se mantiene hasta el día de hoy, de hecho puede habernos debilitado. Esto se debe a que en los años posteriores a la Operación Focus, dio paso a una percepción por parte del ejército y a la noción (quizás demasiado confiada) de que Israel podría ganar otras guerras desde el aire, que aparentemente es lo que creía el Jefe de Estado Mayor Halutz en el segundo. guerra del líbano…

Referencias Hammel, Eric. Seis días de junio: Cómo ganó Israel la guerra árabe-israelí de 1967. Nueva York: Scribner, 1992. Oren, Michael. Seis días de guerra: junio de 1967 y la creación del Medio Oriente moderno. Oxford: Oxford University Press, 2002. Rubenstein, Murray y Richard Goldman. Escudo de David: una historia ilustrada de la Fuerza Aérea de Israel. Englewood Cliffs, Nueva Jersey: Prentice-Hall, 1978. Van Creveld, Martin. La espada y el olivo: una historia crítica de las Fuerzas de Defensa de Israel. Nueva York: Asuntos Públicos, 1998. Weizman, Ezer. En alas de águila: la historia personal del comandante principal de la Fuerza Aérea de Israel. Nueva York: Macmillan, 1976.

lunes, 10 de junio de 2019

Conflicto de Marañón: El blitzkrieg peruano

Ecuador y Perú, 1941

Weapons and Warfare





Los combates se iniciaron entre Ecuador y Perú el 5 de julio de 1941, en puestos de avanzada cerca de las ciudades ecuatorianas de Huaquillas y Chacras a lo largo del río Zarumilla. En el sexto, Perú inició operaciones a gran escala que se estancaron en pocos días. Ambos contendientes acusaron al otro de agresión.

Introducción

Ninguna disputa fronteriza latinoamericana es más compleja y no hay dos contendientes más separados en su interpretación de los acontecimientos históricos que Perú y Ecuador. Los componentes que conformaban el Ecuador colonial, particularmente las provincias de Quito, Maynas, Santa Fe, Jaén y Guayaquil, fueron transferidos más de una vez entre los Virreinatos de Nueva Granada y Perú. En 1534, Sebastián de Benalcázar, un teniente de Francisco Pizarro, fundó la ciudad de Quito o San Francisco de Quito, que se convirtió en la sede de una gobernación (gobernación). En 1562, el rey español Carlos I elevó a Perú al estado de virreinato, y un año después, Quito se convirtió en una audiencia subordinada a Perú. En 1717, Quito, junto con las audiencias de Santa Fe de Bogotá, Caracas y Panamá, se convirtió en el nuevo Virreinato de Nueva Granada. Seis años más tarde se disolvió este virreinato y Quito volvió a la jurisdicción del Perú. En 1739 se reincorporó el virreinato de Nueva Granada, y Quito fue nuevamente sacada de Perú. Los ecuatorianos argumentan que la cédula de 1740 (solo una parte de la cual se ha encontrado) designó al río Tumbes como el límite entre los virreinatos de Nueva Granada y Perú.

Mientras España estaba reajustando administrativamente su imperio, los portugueses se expandían hacia el oeste desde el Océano Atlántico. En un intento por detener esta incursión en lo que percibía como su territorio, España reconoció que Portugal ocupaba cantidades sustanciales de la Cuenca del Amazonas por los Tratados de Madrid (1750) y San Ildefonso (1777) con la esperanza de proteger lo que quedaba.

Esta estrategia no tuvo éxito, y los portugueses continuaron penetrando en el río Amazonas. En un intento por fortalecer militarmente la bodega española en la selva, el Coronel Francisco de Requena, el Comisionado español de la Cuarta Comisión de Fronteras, recomendó a la Corona que las provincias de Maynas y Quijos fueran transferidas del Virreinato de Nueva Granada a la de Perú. Según los peruanos, esto fue realizado por la Real Cédula (Real Orden) de 1802. Los autores ecuatorianos argumentan que esta cédula solo otorgó al Perú autoridad administrativa sobre las misiones religiosas y la responsabilidad de la defensa, pero no derechos territoriales. En 1803, otra cédula real separó la provincia de Guayaquil de Nueva Granada y la colocó bajo la jurisdicción de Lima, en parte para mejorar las defensas marinas de la costa oeste de América del Sur.

La Audiencia de Quito se rebeló sin éxito contra España en 1809 y nuevamente en 1810 (ver el volumen complementario). En diciembre de 1819, el Congreso colombiano revolucionario de Angostura declaró unilateralmente que Quito (el futuro Ecuador) era parte de Gran Colombia (la unión de Colombia, Venezuela y Ecuador). El 9 de octubre de 1820, la provincia de Guayaquil declaró su independencia de España y se declaró en libertad de unirse a cualquier nación de su elección. El general José de San Martín, luego en Perú, envió al general Tomás Guido para persuadir a los guayaquilanos a unirse con Perú. Sólo se concedieron ponerse bajo la protección de San Martín. Simón Bolívar envió al general José Mires en una misión similar, y recibió una respuesta similar.

El 21 de mayo de 1821, el general revolucionario Antonio José de Sucre, teniente de Simón Bolívar, desembarcó en el puerto de Guayaquil con 650 soldados gran colombianos para ayudar a los revolucionarios ecuatorianos y preparar a Guayaquil para su incorporación a Colombia. En última instancia, Sucre, ayudado por soldados del ejército de San Martín, derrotó a los Realistas en la Batalla de Pichincha el 24 de mayo de 1822, obteniendo la independencia para Ecuador.

Mientras Sucre y Santa Cruz avanzaban desde el suroeste hacia las tierras altas de Ecuador, Bolívar avanzaba por tierra desde el noreste a través de Colombia. Bolívar ingresó a Quito el 16 de junio de 1822. Allí escribió a San Martín explicando su decisión de incorporar a Ecuador en Gran Colombia. Bolívar luego marchó a Guayaquil, llegando el 2 de julio. Dos días después, declaró a la provincia en un estado de anarquía y bajo la protección de Colombia. El 26 de julio de 1822, Simón Bolívar y José de San Martín se reunieron en el puerto de Guayaquil. Sus personalidades y filosofías políticas eran lo suficientemente diferentes como para hacer que San Martín se retirara de la vida pública y dejara la destrucción final del Imperio español en América del Sur a Simón Bolívar sin que nadie lo desafiara por su presencia.

Los acontecimientos en la provincia de Jaén son paralelos a los de la costa. Esta provincia había sido incluida en la Audiencia de Quito por la Cédula Real de 1563. El 4 de junio de 1821, la provincia de Jaén, después de un plebiscito entre los influyentes criollos, declaró su independencia de España y trató de convertirse en parte del Perú. Aunque Bolívar reconoció privadamente la probable pérdida de facto de la provincia de Jaén a sus confidentes, esperaba retener partes de Jaén, el territorio de Quijos y partes de Maynas, para Gran Colombia.

En público, Bolívar se negó a reconocer la incorporación de facto de la provincia de Jaén a Perú, ya que la provincia había sido parte del Virreinato de Nueva Granada, de la cual Gran Colombia reclamaba ser heredera. Tras la exitosa campaña militar de Bolívar en Perú, las guerras por la independencia y su regreso a Gran Colombia, envió a Joaquín Mosquera a Perú en octubre de 1825 como Ministro Plenipotenciario de Gran Colombia con órdenes de negociar límites basados ​​en los que existían entre los Virreinatos de Nueva Granada. y Perú en 1810, el principio de Uti Possidetis ("como poseemos, continúen poseyendo"). Si esto fuera acordado, la provincia de Quijos volvería a Gran Colombia. No se llegó a ningún acuerdo. Políticos peruanos se molestaron ante la presencia de la guarnición gran colombiana que se quedó en Perú tras las guerras por la independencia de Bolívar. Se intrigaron con éxito por su eliminación pacífica, junto con otra guarnición gran colombiana estacionada en Bolivia (ver el volumen complementario).

Una guerra se produjo en 1828 entre Gran Colombia y Perú, en la que este último fue derrotado. El presidente peruano, La Mar, firmó el Tratado de Girón (2 de febrero de 1829), que acordó los límites que existían entre los virreinatos de Nueva Granada y Perú en 1809, y estableció una comisión para resolver los detalles. De regreso en Lima, el nuevo presidente peruano, Agustín Gamarra, rechazó los términos, argumentando que La Mar había firmado el documento bajo coacción. Sin embargo, el 29 de septiembre de 1829, ambas naciones firmaron el Tratado de Guayaquil, en el cual Perú concedió gran parte del territorio en disputa, aunque los límites no se definieron con precisión. El 11 de agosto de 1830, el Protocolo de Pedemonte-Mosquera delineó los límites en la selva entre Gran Colombia y Perú como las orillas del Marañón o Amazonas, el Macará y los ríos Tumbes. Gran Colombia gobernaría el territorio en la margen izquierda del río Marañón y Perú a la derecha. Sin embargo, los peruanos cuestionaron la autenticidad del documento. En la fecha en que supuestamente se firmó (11 de agosto de 1830), Mosquera estaba en el mar camino a su casa y Pedemonte estaba enfermo. El documento original nunca se encontró, solo una copia, y no se hizo referencia al documento antes de 1892. Además, Gran Colombia ya se había disuelto cuando Venezuela se retiró en abril y Ecuador en mayo; El gran negociador colombiano, Mosquera, lo sabía. Asimismo, el Congreso peruano nunca ratificó el acuerdo. Perú, por lo tanto, afirmó que el acuerdo, si alguna vez existió, era inválido.
La disputa continuó a fuego lento. En 1840, Ecuador planteó sin éxito la disputa fronteriza con Perú, intentando aprovechar la reciente derrota de Perú a manos de Chile en la Guerra de la Confederación (ver el volumen adjunto). El 21 de septiembre de 1857, Ecuador intentó utilizar el territorio en disputa para pagar una deuda a los acreedores británicos. Perú protestó y, el 26 de octubre de 1858, bloqueó los puertos ecuatorianos, que continuaron por más de un año. Esto contribuyó a la desintegración del sistema político ecuatoriano que se convirtió en un estado de casi anarquía. Una fuerza expedicionaria peruana de 4.000 hombres transportada en trece barcos capturó Guayaquil el 21 de noviembre de 1859, sin resistencia. Allí, Perú firmó el Tratado de Mapasingue el 25 de noviembre de 1860, con el caudillo local, el general Guillermo Franco. Este documento anuló el uso del territorio en disputa como pago a los acreedores ecuatorianos y reafirmó las fronteras según lo establecido por la Real Cédula en disputa de 1802. Una vez que se restableció el gobierno central ecuatoriano, denunció el tratado como ilegal por el hecho de que el general Franco no poseía Autoridad para actuar por el gobierno central.



A mediados de la década de 1880, tanto Perú como Ecuador intentaron sin éxito utilizar las tierras en disputa en la selva para pagar deudas internacionales, generando quejas de la parte lesionada. En 1887, Ecuador y Perú solicitaron al rey de España que arbitrara la disputa; nunca dio un veredicto. Al mismo tiempo, las dos naciones comenzaron negociaciones directas que dieron como resultado el Tratado García-Herrera propuesto. Esto fue ratificado por el Congreso ecuatoriano, pero rechazado por el de Perú.

En 1901, Ecuador estableció puestos de avanzada en los ríos Napo y Aguarico en el área en disputa, en parte intentando reemplazar a los misioneros jesuitas que habían sido expulsados ​​del país en 1896. Cuando las tropas peruanas, devastadas por la enfermedad, fueron retiradas de la vecindad, los soldados ecuatorianos avanzaron. por el río Napo hasta el puesto comercial en Angosteros. Como reacción, el lanzamiento peruano de Cahuapanas, comandado por el guardiamarina Oscar Mavila, transportó a veinte soldados comandados por el mayor Chávez Valdivia desde el puerto fluvial de Iquitos (612 mi NE de Lima) hasta las cercanías de Angosteros (172 mi NO de Iquitos). Los soldados fueron desembarcados en secreto por debajo de la posición ecuatoriana. El lanzamiento luego se movió río arriba frente a los angosteros. El 26 de julio de 1903, se intercambiaron disparos entre el lanzamiento y los ecuatorianos. Los soldados peruanos en tierra sorprendieron a los ecuatorianos y los expulsaron de Angosteros. Las pérdidas de los ecuatorianos fueron dos muertos, tres heridos y cinco capturados. Un año después, el 28 de julio de 1904, una fuerza ecuatoriana compuesta por 180 hombres, encabezada por el teniente coronel Carlos A. Rivadeneira, sorprendió a un destacamento peruano al mando del mayor Chávez Valdivia en Torres Causana, un puesto de comercio. A pesar del sigilo de los ecuatorianos, fueron derrotados, sufrieron veinte muertes y numerosos cautivos, entre ellos Rivadeneira.

Una vez más se le pidió al rey de España que arbitrara la disputa. El cónsul de Estado español recomendó al rey que, con pequeñas excepciones, la decisión se basara en la Cédula Real de 1802. Esto daría casi todo el territorio disputado a Perú. Cuando este secreto se filtró, ambos bandos se prepararon para la guerra. En este punto, los Estados Unidos, Brasil y Argentina se ofrecieron a mediar, y ambos disputantes lo aceptaron. En noviembre de 1910, el rey de España declaró que no tenía información suficiente para tomar una decisión. Durante las siguientes tres décadas, Washington intentó negociar una solución. Finalmente, el 28 de septiembre de 1938, Perú se retiró de las negociaciones.

Se mantuvo una tregua incómoda a lo largo de los años veinte y treinta. Luego, a pesar de su inferioridad militar, los comandantes de campo ecuatorianos impulsaron sus posiciones. Argumentaron que esto era necesario para mejorar sus posiciones defensivas. En julio de 1939, el teniente coronel Segundo Ortíz ocupó la Isla Noblecilla en el río Zarumilla sin órdenes. Cuando le ordenó retirarse por el Estado Mayor ecuatoriano, inicialmente se negó. En mayo de 1940, las tropas ecuatorianas ocuparon una posición avanzada en Casitas y otra en Meseta (también llamada Cerro del Caucho). Estas actividades interrumpieron el status quo en virtud de un acuerdo de 1936 según lo definido por Perú. A medida que aumentaban las tensiones, los funcionarios ecuatorianos intentaron movilizar al público, ordenando a todos los hombres entre 18 y 35 años de edad que se presentaran para el entrenamiento el 12 de enero de 1941. Más que una exhibición de patriotismo, los 20,000 ciudadanos que se reunieron en el estadio de fútbol de Quito Eruptos en un motín antigubernamental. Como consecuencia de estos eventos, el presidente peruano Manuel Prado ordenó la creación del Grupo de Ejércitos del Norte (Agrupamiento del Norte-AN) y reforzó las fuerzas peruanas en la selva en enero de 1941.

Fuerzas oponentes

Tras el conflicto de Leticia en 1932, Perú comenzó un aumento significativo en el tamaño de su ejército. El ejército creció de 8,000 hombres en 1933 a 9,318 en 1934; a 10.233 en 1936; a 13.452 en 1939; a 16.705 en 1940; y hasta 25,864 para 1941. En contraste, el ejército ecuatoriano contaba con 4,000 hombres el 20 de julio de 1941. El presidente ecuatoriano Carlos Alberto Arroyo del Río, quien había ganado una elección muy disputada el 1 de septiembre de 1940, retuvo una porción significativa del ejército en Quito y otras ciudades importantes para hacer frente a posibles disturbios. Al mismo tiempo, fortaleció a la Policía Federal (los Carabineros) a expensas del ejército.

Debido a la mejora de su economía, Perú también pudo mejorar tanto la capacitación como la infraestructura y comprar nuevas armas. Perú había tenido una misión del ejército francés en el país desde 1896 con una breve interrupción. Prácticamente todos los generales peruanos en su juventud habían pasado algún tiempo entrenando en Francia. En 1937, el presidente Oscar Benavides contrató misiones de la fuerza aérea y de la policía italiana. Perú envió cadetes de aviación para entrenar en la academia de aviación de Caserta, Italia. La misión aérea italiana finalizó en marzo de 1940 y fue reemplazada por una misión aérea naval de los EE. UU. El 31 de julio. En 1938, el Presidente renovó el contrato con una misión naval de los EE. UU. Que había expirado en 1933.

A pesar de la acumulación de nubes de guerra en todo el mundo industrial durante la década de 1930, Perú adquirió con éxito una pequeña cantidad de equipamiento militar moderno. Entre las adquisiciones más importantes se encuentran 24 tanques livianos de fabricación checa LTP y 26 bombarderos italianos Caproni Ca 135. Además, Perú mejoró sus carreteras, cuarteles y aeródromos a lo largo de su frontera norte con Ecuador durante la década de 1930. Aunque Ecuador hizo algunas compras posteriores a la Primera Guerra Mundial siguiendo el consejo de su misión italiana, estas no fueron particularmente útiles. Además, Ecuador redujo su presupuesto militar en un diez por ciento en 1941.

Los ecuatorianos eran claramente conscientes de sus defectos materiales. El 23 de diciembre de 1940, el canciller Julio Tobar Donoso informó al Consejo de Estado:

En los últimos días, Perú ha acumulado en la frontera sur los siguientes elementos: sesenta aviones en la base de Talara y un crucero, un destructor y varias embarcaciones más pequeñas en Puerto Pizarro. Perú también tiene fuerzas motorizadas e incluso paracaidistas. En contraste, en los aspectos materiales existe una desigualdad absoluta y humillante.

Estrategias de apertura

La situación internacional impedía que Estados Unidos se esforzara por poner fin a cualquier conflicto tan pronto como fuera posible por medios diplomáticos únicamente. En julio de 1941, las divisiones Panzer del Tercer Reich avanzaban hacia Moscú, los japoneses derrotaban a los chinos en Asia y los Estados Unidos neutrales se frenaban de rearme. Un conflicto en las Américas sería una distracción muy desagradable para los Estados Unidos. El Perú lo percibió con precisión y supo que su mejor oportunidad consistía en atacar de manera decisiva, ocupar el territorio en disputa, tomar las tierras indiscutibles como una herramienta de negociación y luego esperar la presión de Washington para congelar la situación.

El 7 de marzo de 1941, el Estado Mayor de Guerra (Estado Mayor de Guerra) del ejército peruano ordenó al Grupo de Ejércitos del Norte expulsar a los ecuatorianos de Casitas, Cerro del Caucho y otros sitios; más la División de la Selva (División V) fue acusada de defender las reclamaciones de Perú en la Amazonia. Bergantín. El general Eloy Ureta, que comandaba el Grupo de Ejércitos del Norte, no se limitó a los objetivos de las órdenes. El escribio:

En caso de una reacción ofensiva por parte del enemigo [a su Casitas de captura y a otros sitios según lo ordenado], [los ecuatorianos] deben ser expulsados ​​del territorio peruano y, si las circunstancias son favorables, los [ecuatorianos] deben ser perseguidos. territorio, con el fin de alcanzar y mantener bases de valor estratégico que facilitarían las operaciones futuras.

Dado que el presidente peruano era el hijo del presidente Mariano Ignacio Prado, quien había huido del país durante la Guerra del Pacífico en 1879-83 (ver el volumen adjunto), no debería sorprender que Manuel Prado no detuviera a los liberales de Ureta. interpretación de sus órdenes. Además, Ureta amenazó con marchar hacia el sur contra su propio gobierno si no se le permitía marchar hacia el norte.


Figura 19. La guerra Ecuador-Perú (1941). Mariscal del Perú Eloy Ureta, un líder peruano (general). Ureta planeó y ejecutó la exitosa campaña peruana. Se graduó de la Escuela Militar de Chorrillos para Oficiales en 1913 y recibió entrenamiento adicional en Francia e Italia durante los años 1920 y 1930. La espada y el bastón de mariscal que se muestran en la pintura se encuentran en la Colección de Armas del Museo de Oro de Lima. Cortesía de Eloy A. Ureta y Ureta, España.

A mediados de 1941, el Grupo de Ejércitos del Norte estaba compuesto por dos divisiones ligeras (cada una con tres batallones de infantería y algo de artillería), cuatro batallones de infantería independientes, dos grupos de artillería (uno equipado con cañones de montaña de 75 mm y el otro con un cañón de 105 mm), Dos regimientos de caballería, una compañía de paracaídas, un destacamento de doce tanques ligeros LTP y una compañía de señales. El Grupo del Ejército del Norte también controlaba directamente cinco cazas Fairey ingleses, un escuadrón de bombarderos Caproni y un escuadrón de transportes de un solo motor Caproni más una pequeña flota de lanzamientos de patrullas. Esta fuerza totalizó 9.827 hombres.

El Coronel Octavio Ochoa comandó a las fuerzas ecuatorianas a lo largo de la frontera de Zarumilla, mientras que el Coronel Luis Rodríguez ordenó a las tropas detrás de la frontera en la Provincia de El Oro. Estos dos comandos fueron designados como la Quinta Zona Militar con su sede ubicada en Zaruma. Las fuerzas de Ochoa y Rodríguez estaban compuestas por dos batallones de infantería, un batallón de la policía, un grupo de artillería, un escuadrón de caballería, una batería antiaérea y un batallón de ingenieros. Estas unidades totalizaron solo unos 2,000 hombres. Además, dos batallones de infantería de reserva fueron asignados a Loja; Ambas unidades eran simplemente fuerzas esqueléticas. La mayoría de estos soldados estaban acostumbrados a guarnecer ciudades. Los comandantes dentro de la Quinta Zona Militar no tenían a su disposición fuerzas de aviación o fluviales.

El frente amazónico o de la selva se extendía a una distancia de unas 312 millas, desde el río Putumayo en el este hasta el río Cenepa en el oeste. Cuando comenzaron los combates, la división peruana de la Selva estaba compuesta por 64 oficiales y 1,755 soldados; En noviembre había aumentado a 189 oficiales y 3,722 soldados. La División estaba bajo el mando de Brig. Gen. Antonio Silva Santisteban. Las tropas tripularon 32 guarniciones y 5 puestos de observación. El general Silva controlaba cinco cañoneras fluviales y podía pedir apoyo aéreo. La fuerza ecuatoriana de 1,800 hombres en la selva atendía a 35 guarniciones pero no tenía apoyo de aviación ni embarcaciones fluviales armadas.

La campaña de Zarumilla

El río Zarumilla separó a los peruanos de los ecuatorianos; el río fluye casi hacia el norte a medida que se acerca al Océano Pacífico. Durante julio de 1941, tenía tres pies de profundidad y era vadeable. Al este del río (el lado ecuatoriano), la tierra era plana y cubierta de bosques, que se hicieron más densos al sur y al este, y finalmente se convirtieron en selva. Pocos caminos penetraron en la región. Ecuador podría abastecer el frente de Zarumilla a través de dos rutas. Lo más conveniente era llevar suministros por mar a Puerto Bolívar. Una línea de ferrocarril comenzó en el puerto y corrió unas pocas millas hacia el oeste hasta Machala, luego doce millas hasta Santa Rosa, y luego seis millas hacia el suroeste hasta Arenillas, donde terminó. Alternativamente, los suministros podrían ser llevados por el camino de tierra desde Cuenca hasta el ramal este de la línea de ferrocarril en Pasaje. Desde allí se puede llevar a través de Machala a Arenillas.



Ejército de Perú: soldados con uniformes franceses, apoyados por tanques checos, artillería italiana y aviones de combate estadounidenses que luchan contra un enemigo armado con rifles alemanes y armas de campo europeas del siglo XIX.

Los combates comenzaron con serias escaramuzas a principios de julio, durante las cuales los peruanos emplearon artillería y bombarderos. El 22 de julio, la 1ª División de la Luz peruana tomó la Isla Noblecilla y cruzó el río Zarumilla, atacando a través de un frente de 19 millas de ancho. Al parecer, la fuerza incluía doce tanques ligeros LTP. La marina peruana bloqueó el Canal Jambeli que le dio a Puerto Bolívar acceso al Océano Pacífico. En el veintitrés, la fuerza aérea peruana perdió un bombardero-cazador Northrop NA-50A debido a un techo de operación bajo causado por el mal tiempo de vuelo. Los tanques fueron empleados en apoyo de la infantería en la moda de la Primera Guerra Mundial. En dos días, los peruanos invadieron los puestos de avanzada ecuatorianos en Huaquillas, Chacras, Quebrada Seca y Rancho Chico. En gran medida, este éxito se debió a la coordinación de bombardeos aéreos y ataques a tierra. El general Ureta quería aislar la línea ferroviaria ecuatoriana en Arenillas, que abastecía al sector de Zarumilla; esto estaba en el extremo sur de su avance. En el extremo norte del avance, las tropas peruanas penetraron siete millas hacia el este hasta las cercanías de Cayancas en el vigésimo octavo. El coronel Rodríguez, a cargo de las defensas ecuatorianas en el sector de Zarumilla, no pudo formar una línea defensiva.

El blitzkrieg peruano

En la madrugada del 31 de julio, el Grupo de Ejércitos del Norte, utilizando camiones para transportar a la infantería, atacó la cabeza del tren en Arenillas. Los defensores ecuatorianos, después de una defensa robusta, se retiraron a la jungla. Los peruanos intentaron seguirlos pero fueron víctimas de una emboscada. A las 11:45 a.m. Los bombarderos Northrop atacaron y bombardearon la ciudad de Santa Rosa cuando cinco transportes de Caproni Ca 111 aterrizaron en el aeropuerto de la ciudad y dieron de alta a la infantería peruana. Había poca resistencia. Santa Rosa se encontraba a 32 millas al noreste del sitio donde las fuerzas peruanas habían cruzado el río Zarumilla. A las 3 pm. Los transportes de Caproni aterrizaron en un lecho de un lago seco y descargaron la infantería que capturó Machala. Los peruanos sufrieron una sola víctima en estas operaciones.
A continuación, tres paracaidistas se lanzaron a Puerto Bolívar a unas pocas millas al oeste de Machala, aproximadamente a las 5:30 p.m., marcando la primera vez en América Latina que los paracaidistas estaban empleados en combate. Este éxito permitió que las tropas navales desembarcaran en ese puerto del Océano Pacífico sin oposición. La captura de Machala cerró el acceso por carretera y ferrocarril a la provincia de El Oro y la captura de Puerto Bolívar cerró el acceso por mar. Los defensores ecuatorianos se sorprendieron por la rapidez de los ataques, y Perú conquistó casi toda la provincia de El Oro en solo un día a través del uso coordinado del poder aéreo, terrestre y marítimo.

Guerra en la selva

Una semana después de que las fuerzas peruanas cruzaran el río Zarumilla, el general Silva lanzó ataques desde las guarniciones peruanas en la selva el 1 de agosto contra las guarniciones ecuatorianas. Los ríos penetraron a través de Perú y en Ecuador como dedos paralelos; Brindaron las vías de acceso más accesibles. Las comunicaciones terrestres requerían cortar caminos estrechos, lo que requería enormes esfuerzos para mantenerse al margen. Durante la primera semana, los peruanos capturaron los asentamientos de Corrientes, Cuyaray y Tarqui. En su mayor parte, las guarniciones de ambos lados se dejaron a su suerte para mantenerse.

El 11 de agosto, la lucha más importante en la selva tuvo lugar en el puesto ecuatoriano de Rocafuerte (243 millas al noroeste de Iquitos) que capturaron los peruanos. Solo aquí los números comprometidos por ambos beligerantes alcanzaron la fuerza de la compañía. Los peruanos continuaron avanzando sin oposición por el río Pastaza y capturaron a Sihuín el 16 de agosto y por encima del río Morona y capturaron a Cashuime el 6 de septiembre. A principios de septiembre, los peruanos habían ocupado unas 15,385 millas cuadradas de territorio.

A mediados de agosto el ejército ecuatoriano se había desintegrado. Tanto los oficiales como los hombres abandonaban sus puestos en Guayaquil y en otros lugares. La lucha esporádica continuó durante agosto y septiembre. El 2 de octubre de 1941, las dos naciones firmaron un alto el fuego en el puerto peruano de Talara que dejó a Perú en control de las tierras en disputa más la provincia ecuatoriana de El Oro, pero detuvo su avance contra Guayaquil. Para noviembre, el ejército ecuatoriano había aumentado en papel a 12,013 hombres, aunque no era una fuerza de combate efectiva.


Observaciones realtivas a 1941

Perú fue victorioso y Ecuador perdió la mayor parte del territorio disputado. La tierra perdida igualó el tamaño del ecuador que quedaba. Además, Ecuador perdió el acceso a las cabeceras de la Amazonía cuando perdió las tierras que bordean la parte navegable del río Marañón.

En enero de 1942 tuvo lugar la tercera reunión de los ministros de relaciones exteriores de las repúblicas americanas en Río de Janeiro. En el vigésimo noveno, el último día de la reunión, los cancilleres peruanos y ecuatorianos, el Dr. Alfredo Solf y Muro y el Dr. Julio Tobar Donoso, respectivamente, más los representantes de Argentina, Brasil, Chile y los Estados Unidos, firmaron El Protocolo Peruano-Ecuatoriano de Paz, Amistad y Límites. El Protocolo de Río de Janeiro confirmó los derechos peruanos a las provincias de Tumbes, Jaén y Maynas. Perú evacuó la Provincia de El Oro y reconoció la soberanía de Ecuador con respecto a Quijos y su acceso al río Putumayo.

Blitzkrieg había llegado a América Latina, sin duda en una escala minúscula. Ecuador había sido completamente derrotado en un rayo. Y aunque las grandes potencias del hemisferio occidental habían intercedido, llegaron demasiado tarde para salvar a Ecuador de una desastrosa derrota.

Un factor que contribuyó a la derrota de Ecuador fue su subestimación de los soldados peruanos. El coronel ecuatoriano Francisco Urrutia informó a los líderes de la nación justo antes de la guerra:

Con todo esto [la significativa superioridad numérica de Perú], debo afirmar que Ecuador es superior a Perú en términos de raza; Los ecuatorianos tienen una naturaleza guerrera, mientras que los peruanos son pacifistas. Los oficiales peruanos son buenos porque los contingentes regulares de hombres jóvenes estudian en escuelas militares en el extranjero. En consecuencia, el Estado Mayor peruano es eficiente y está bien entrenado, pero las tropas son inferiores a las de Ecuador.

El Grupo de Ejércitos del Norte de Perú sufrió 84 muertos (que incluían cuatro aviadores) y 72 heridos en combate. A esto hay que sumar las pérdidas peruanas en la selva más las pérdidas ecuatorianas en las dos áreas de operaciones.

Eloy Ureta, entonces el general más joven de Perú, se convirtió en un héroe nacional. Fue ascendido a división general y nombrado inspector general del ejército. Ochenta oficiales que sirvieron bajo Ureta también fueron promovidos.