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martes, 18 de noviembre de 2025

El autosacrificio en el combate aéreo moderno

¿Kamikazes europeos o bárbaros orientales?

 



Si me preguntan, tanto como autor como a nivel personal, qué pienso sobre el autosacrificio voluntario en nombre de un bien mayor, diré que, como ruso, naturalmente lo abordo con respeto y comprensión. ¿Y cómo no honrar la elección de aquellos grandes antepasados que, incluso en las circunstancias más desesperadas, buscaron causar daño al enemigo? Hoy hablaremos de arietes y kamikazes, efectivamente. No es un tema nuevo, pero esta vez quiero examinarlo desde dos enfoques distintos: el occidental y el oriental. Prometo que será un análisis enriquecedor.

Empecemos, entonces, por el ariete aéreo.


La embestida aérea soviética distaba mucho de ser un simple acto de suicidio heroico, como algunos sectores afines y ciertos ingenuos locales —que aceptaron esa versión sin cuestionarla— intentan presentar hoy. Es verdad que cada vez hay más voces que defienden alguna supuesta “verdad” sobre aquella guerra, pero nosotros seguiremos enfrentando esas narrativas con argumentos.

En realidad, el ariete era una maniobra técnicamente compleja, cuyo objetivo principal era derribar aviones enemigos sin sacrificar innecesariamente los propios. Al menos durante las primeras etapas del conflicto, el alto mando no aprobaba la pérdida deliberada de aeronaves: cada aparato era valioso, y su reemplazo no era tan sencillo como algunos creen.

Los pilotos soviéticos hacían todo lo posible por conservar sus aviones. Un buen ejemplo de ello es Alexander Pokryshkin. Tras quedar su MiG-3 dañado y rodeado, logró sacarlo del cerco y lo incendió solo cuando resultó imposible seguir volando. Otro caso emblemático es el del Yak-1 que logró rescatar frente al enemigo y entregar luego a sus compañeros.

Muy diferente era la actitud de pilotos como Hartmann, quien prefería eyectarse al menor peligro. En contraste, los soviéticos afrontaban situaciones límite con otra mentalidad.

Por otro lado, el ariete en llamas —como el de Gastello y muchos otros antes y después de él— era otra cosa: una decisión consciente entre la captura y la muerte, optando por llevarse al mayor número posible de enemigos. Un acto extremo de heroísmo, resultado de una elección personal que no necesita más explicación.

El ariete convencional, sin embargo, era una maniobra calculada. No se trataba simplemente de estrellarse contra un enemigo: el objetivo era infligir el mayor daño posible al adversario con el menor riesgo para uno mismo. Hay registros de pilotos que realizaron dos embestidas en una misma batalla y aún así lograron regresar a su base.

Uno de los ejemplos más destacados es el del Héroe de la Unión Soviética Boris Ivanovich Kovzan, quien realizó cuatro embestidas durante la guerra y consiguió regresar en tres ocasiones con su avión al aeródromo.

Por cierto, si piensas que Boris Kovzan recibió el título de Héroe de la Unión Soviética por sus embestidas, estás equivocado. Es cierto que en julio de 1942 fue propuesto para dicho reconocimiento tras realizar tres arietes, pero el mando del 6.º Ejército Aéreo anuló la propuesta y la sustituyó por la concesión de la Orden de la Bandera Roja.

¿La razón? Muy sencilla: como piloto de caza, el reglamento exigía "utilizar al máximo las capacidades técnicas del avión y su armamento para causar el mayor daño posible al enemigo". En otras palabras, derribar aviones enemigos con fuego de cañones y ametralladoras, no mediante colisiones.

¿Y qué aviones embistió Kovzan?

Fueron cuatro en total: dos a bordo de un MiG-3, uno en un Yak-1 y otro en un La-5.


El MiG-3 era un avión técnicamente exigente, y su eficacia dependía en gran medida del tipo de armamento que llevase. Por ejemplo, el modelo que utilizaba Alexander Pokryshkin estaba equipado con cinco puntos de fuego, incluyendo tres ametralladoras Berezin de 12,7 mm, lo que le permitía desempeñarse con cierta eficacia en combate.

Sin embargo, cuando se retiraron las ametralladoras de gran calibre montadas en las alas, incluso un piloto tan hábil como Pokryshkin empezó a tener dificultades. Disparar con el ShKAS —una ametralladora de menor calibre— contra un bombardero como el Junkers-88 era poco efectivo. El propio Pokryshkin lo admitió con franqueza: el intento no dio resultado.

El Yak-1 contaba con un armamento más sólido que el del MiG-3. Equipado con un cañón de 20 mm y dos ametralladoras de 7,62 mm montadas en el morro, ofrecía una capacidad de fuego significativamente más efectiva en combate que la del MiG-3.

El La-5 no era un avión diseñado para realizar embestidas. Sin embargo, en una ocasión, Kovzan lo hizo estando herido, con un ojo dañado. En esas condiciones, su decisión de atacar al enemigo resulta comprensible.

Vale la pena mencionar que, el 23 de septiembre de 1944, se leyó una orden oficial a todas las unidades de las Fuerzas Aéreas del Ejército Rojo. Estaba firmada por el Mariscal Jefe de Aviación Novikov, el Coronel General de Aviación Shimanov y el Teniente General de Aviación Krolenko, en calidad de Jefe de Estado Mayor interino. En ella se aclaraba la postura oficial sobre las embestidas:

“Explíquese a todo el personal de vuelo que nuestros cazas están equipados con armamento moderno, potente y eficaz, y que sus características de vuelo y tácticas superan a las de todos los cazas alemanes. Por tanto, el uso de embestidas en combates aéreos contra aeronaves inferiores es inapropiado. Las embestidas deben considerarse solo en casos excepcionales y como último recurso.”

Esto deja claro que, en 1944, el alto mando estaba seriamente preocupado por las pérdidas innecesarias de pilotos y material debido a las embestidas, e instaba a reducirlas al mínimo.

La medida tuvo efecto: las embestidas se hicieron menos frecuentes, aunque no desaparecieron por completo. Se siguieron realizando hasta 1945, sobre todo durante la campaña contra Japón, cuando los ataques kamikaze se volvieron habituales y, en ciertos casos, los soviéticos respondieron con tácticas similares.

En cuanto a Boris Ivanovich Kovzan, fue condecorado como Héroe de la Unión Soviética en 1943, no por sus embestidas, sino por su efectividad como piloto de combate. Durante la guerra realizó 360 salidas, participó en 127 combates aéreos y derribó 28 aviones enemigos, uno de ellos en formación grupal.

Ahora sí, es momento de pasar al tema de los japoneses. Hablemos de los kamikaze.


1944. Japón sufre una derrota tras otra. Atolón de Midway, isla de Saipán, golfo de Leyte.

El vicealmirante Takijiro Onishi, comandante de la Primera Flota Aérea japonesa y figura de pensamiento singular, fue quien propuso la formación de una unidad especial de pilotos suicidas. Convencido de la necesidad de medidas extremas, declaró:

“No veo otra forma de cumplir con esta misión que lanzar un caza Zero, cargado con una bomba de 250 kilogramos, directamente contra un portaaviones estadounidense.”

Esta decisión le valió el título de “padre del kamikaze”.

Otra de sus declaraciones ilustra aún más su visión radical:

“Si sacrificamos las vidas de 20 millones de japoneses en ataques especiales, alcanzaremos la victoria total.”

Sus palabras recuerdan, inevitablemente, a la “guerra total” proclamada por Hitler en 1945. Las similitudes ideológicas son evidentes.

Según el historiador japonés Hatsuho Naito, entre 1944 y 1945 murieron en ataques kamikaze 2.525 pilotos navales y 1.388 pilotos del ejército. Cabe preguntarse: ¿valió la pena el resultado obtenido a cambio de la destrucción de 16 regimientos de aviación?

Los informes japoneses atribuyen a los kamikaze el hundimiento de 81 buques y daños a otros 195. Por su parte, los datos estadounidenses registran 34 buques hundidos y 288 dañados. Esto se traduce, en promedio, en 14 pilotos por buque según los datos japoneses, o 12 por buque según las cifras de EE. UU.

En cualquier caso, cada buque estadounidense hundido o dañado costó la vida de lo que equivaldría a un escuadrón completo del Ejército Imperial Japonés o de la Aviación Naval.

Los ataques kamikaze también tuvieron un fuerte componente psicológico. El mando estadounidense comprendía que una invasión directa de las islas japonesas implicaría pérdidas enormes. Por eso recurrieron primero al uso de bombas atómicas. Y cuando estas no lograron una rendición inmediata, intervino la Unión Soviética. Fue entonces cuando Japón capituló.

La diferencia entre ambos enfoques es evidente. La mentalidad rusa y la japonesa eran —y siguen siendo— profundamente distintas. En Japón, fue el alto mando quien ordenó: “Vayan y mueran por la patria”. Y los soldados japoneses obedecieron sin vacilar. La mejor prueba está en la proporción de bajas durante las campañas para recuperar territorios ocupados por Japón: las pérdidas japonesas fueron desproporcionadamente altas. Murieron, simplemente... sin cuestionarlo.

En el caso soviético también existía el grito de guerra “¡Por la Patria!”, y sí, muchos estaban dispuestos a morir. Pero a juzgar por los resultados, la preferencia era que muriera el enemigo. Se puede debatir todo lo que se quiera, pero los hechos son claros: las embestidas fueron frecuentes en las primeras fases del conflicto, pero al final de la guerra ya eran una rareza. Ya no eran necesarias. Otros métodos eran más eficaces.

Y lo más importante: nuestros pilotos no embestían por órdenes del mando, sino por decisión propia. Actuaban de forma voluntaria, en situaciones límite. Por eso comprendemos, aceptamos y respetamos esas decisiones.

¿Los kamikaze? Es un fenómeno distinto. Resulta imposible no reconocer el valor del piloto japonés que lograba atravesar el cerco de cazas enemigos y el fuego antiaéreo para cumplir su misión. Para él, ese era su deber hacia la patria. Así pensaba, así sentía. Y, a diferencia de lo que ocurrió en Alemania en 1945, en Japón no se obligó a nadie a convertirse en kamikaze. Todos fueron voluntarios. Incluso el propio Onishi propuso la idea y los pilotos la aceptaron libremente.

Eso merece respeto. Incluso puede llegar a entenderse. Pero aceptar... eso ya es otra cosa.

¿Lograron los kamikazes defender su territorio? ¿Destruir la flota estadounidense? ¿Detener el avance de las fuerzas aliadas? La respuesta es no. Onishi, en lugar de buscar una solución estratégica real, optó por sacrificar a miles de pilotos en una guerra sin salida, persiguiendo objetivos que en realidad eran inalcanzables.

Curiosamente, él mismo no mostró prisa por subir a la cabina de un avión. Permaneció en Tokio, lejos del frente, y solo tras la rendición oficial de Japón el 15 de agosto de 1945 decidió suicidarse mediante seppuku. Rechazó la ayuda de un asistente que debía aliviar su sufrimiento cortándole la cabeza, por lo que agonizó durante casi 12 horas. Un final dramático, sin duda, pero que refuerza la imagen de alguien que promovía el sacrificio de otros sin asumirlo en vida. En resumen, un impostor con una peligrosa obsesión: “salvar” a Japón sacrificando a 20 millones de sus ciudadanos.

Este es el contraste. Nosotros, históricamente, hemos sido una mezcla entre Oriente y Occidente. Una especie de punto medio. Y sí, hay diferencias claras entre nuestra mentalidad y la japonesa.

¿Y qué hay del mundo occidental? ¿De los llamados caballeros nobles? ¿Cuál fue su actitud frente al autosacrificio?

Curiosamente, les fue bastante bien sin recurrir a él. Tomemos como ejemplo a Alemania. Para 1945, la situación del Tercer Reich era tan desesperada como la de Japón. Todo colapsaba. Aun así, no se produjeron ejemplos reales de autosacrificio por parte de pilotos.

Pese a los llamamientos de Goebbels a entregarse por el Reich —evitemos llamarlo Alemania— no hubo voluntarios dispuestos a morir en ataques suicidas. Se llegó a crear una unidad especial destinada a embestir bombarderos aliados, pero el resultado fue nulo.

Ni un solo ataque de embestida de la Luftwaffe ha sido documentado de manera confiable. Ni uno. Las pocas historias que circulan (no más de una docena) fueron fabricadas por propagandistas británicos o por ciertos entusiastas que hoy intentan glorificar a la Wehrmacht. Algunas figuras dentro del liberalismo ruso también se prestan a estas invenciones. Pero al revisar los archivos serios, no hay rastro de embestidas realizadas por pilotos alemanes.

De hecho, se sabe que los pilotos de la Luftwaffe evitaban los ataques frontales siempre que podían. Incluso con su alto nivel de formación —que se mantuvo hasta 1943—, el miedo pesaba más que la obediencia. Esto no lo dice solo la crítica posterior, sino los propios informes, memorias e interrogatorios de pilotos alemanes capturados.

Y no es solo un problema de la aviación: para 1944, la Wehrmacht ya estaba agotada. Y en 1945, el colapso llegó con el avance del Ejército Rojo.

Ahora, pasemos a otro frente: los británicos. Unos “caballeros” muy distintos...

En el caso británico, tampoco encontramos ejemplos reales de embestidas. Los pilotos del Reino Unido no eran precisamente entusiastas de este tipo de tácticas. A menudo se menciona que realizaron “embestidas” contra las bombas voladoras V-1, pero en realidad no lo eran. Lo que hacían era acercarse a gran velocidad a la V-1 en pleno vuelo, deslizar el ala de su caza bajo el ala del proyectil y volcarla suavemente. Al hacerlo, se desestabilizaban los giroscopios de la bomba, que perdía el rumbo y caía.

A decir verdad, era más una demostración de destreza que un acto suicida. Las V-1, en la mayoría de los casos, eran derribadas con fuego de ametralladoras de 7,62 mm. Aquellas maniobras eran, en esencia, una mezcla de audacia juvenil y dominio del avión: lo que algunos llaman “embestida británica” era más bien una acrobacia arriesgada.

Pero los británicos sí tuvieron su propia versión de los kamikazes.

Todo comenzó en 1940, tras la fallida campaña anglo-francesa, que terminó con Alemania controlando importantes aeródromos y bases navales en la costa atlántica. Esto representaba una amenaza directa para las líneas de suministro del Reino Unido, que dependía fuertemente de Estados Unidos, Canadá y las colonias para obtener alimentos y materiales estratégicos.

Alemania, como ya había hecho en la Primera Guerra Mundial, apuntó a esta dependencia para presionar a los británicos.

Uno de los centros clave fue el aeródromo de Burdeos-Mérignac, desde donde operaban los Focke-Wulf Fw 200 “Cóndor” del 40.º Escuadrón de Bombarderos (KG 40). Estos aviones, a los que Churchill calificó como “el Azote del Atlántico”, patrullaban el océano, localizaban convoyes aliados y guiaban a los submarinos alemanes hacia ellos para su destrucción.

Los Fw 200 "Cóndor" no solo se limitaban a labores de reconocimiento y coordinación con submarinos: también eran eficaces como bombarderos. Entre junio de 1940 y febrero de 1941, lograron hundir más de 40 buques mercantes, con un tonelaje total aproximado de 365.000 toneladas.

La situación era crítica para el Reino Unido, especialmente teniendo en cuenta que, antes de la Segunda Guerra Mundial, la Royal Navy contaba con apenas nueve portaaviones (algunos de ellos remanentes de la Primera Guerra Mundial). Para 1942, ya se habían perdido cinco: tres hundidos en años anteriores y otros dos ese mismo año. La capacidad para proteger los convoyes era, por tanto, muy limitada.

Intentar reforzar la defensa aérea de los buques mercantes no era una solución viable. Primero, porque requería instalar un número considerable de cañones antiaéreos; y segundo, porque los Fw 200 operaban a altitudes de 5.000 a 6.000 metros, muy por encima del alcance efectivo de la artillería ligera de 20 a 40 mm. Detectar un avión a esa altura también resultaba complicado, sobre todo con los medios técnicos disponibles en ese momento.

Además, el Cóndor estaba equipado con radar Hohentwiel, lo que le permitía localizar buques desde distancias seguras, sin necesidad de volar a baja cota.

Por otro lado, los británicos no estaban en condiciones —ni dispuestos— a convertir sus mercantes en plataformas fuertemente armadas. En la mayoría de los casos, estos buques contaban con una pieza de artillería de 102 mm (frecuentemente obsoleta), uno o dos cañones antiaéreos, o simplemente algunas ametralladoras. Si bien esto podía disuadir a un submarino sin torpedos, era claramente insuficiente frente a un avión de largo alcance y bien equipado.

Y esa era precisamente la razón por la que los Fw 200 se convirtieron en una amenaza tan notoria en el Atlántico: frente a buques mercantes escasamente armados, sus ventajas técnicas eran abrumadoras.

Por cierto, los británicos no suelen hablar mucho sobre quién fue el autor de esta brillante idea. Lo he buscado durante bastante tiempo, lo reconozco, y aún no he encontrado una respuesta definitiva. Pero alguien —evidentemente no un piloto, sino algún alto mando o figura política— propuso una solución que acabaría derivando en la creación de los llamados portaaviones mercantes: los CAM (Catapult Aircraft Merchant) y los MAC (Merchant Aircraft Carrier).

¡Los primeros modelos eran realmente peculiares! Se trataba de cargueros convencionales a los que se les instalaba una catapulta y un único avión a bordo. El avión utilizado solía ser un Hurricane de las primeras series. Era considerado robusto, relativamente barato y, en teoría, adecuado para el propósito. Aunque, en la práctica, el primer intento de lanzamiento terminó en desastre: el avión se desintegró en el aire y el piloto murió.

Estos buques estaban equipados con una catapulta de estructura sencilla, junto con un sistema de lanzamiento impulsado por un acelerador de pólvora.

Los aviones utilizados en estos buques recibieron apodos como Hurricat o Catafighter. Un dato interesante es que los pilotos que operaban desde buques mercantes provenían de la Royal Air Force, mientras que los que despegaban desde buques militares eran pilotos navales de la Royal Navy.

Este es otro curioso ejemplo del sentido británico de la "caballerosidad": estos barcos no formaban parte oficial de la Armada, sino que se consideraban unidades de la flota mercante. Por ese motivo, el Almirantazgo evitó hacer pública su existencia y actividades. Sin embargo, esto plantea una cuestión importante: ¿cuáles eran las condiciones reales para los pilotos militares embarcados en naves civiles? ¿Qué estatus legal o protección habrían tenido en caso de captura o accidente?

Pongamos un ejemplo: un convoy detecta un avión enemigo —por señales visuales o mediante radar— y se da la orden de lanzamiento. El Hurricat despega… y eso es todo. Dado que el buque carece de cubierta de aterrizaje, no hay posibilidad de que el avión regrese. Tras completar su misión, el piloto solo tiene dos opciones: buscar una pista de aterrizaje en tierra firme o lanzarse al mar.

En este último caso, el procedimiento era claro: debía desabrocharse, abrir la cúpula, desplegar el bote inflable, saltar, localizar el bote en el agua, subirse y esperar a que lo recogieran… todo esto, posiblemente, mientras el convoy seguía bajo ataque aéreo.

Y eso en el mejor de los casos, si el avión caía en una zona cercana y en condiciones moderadas. Pero muchos de estos Hurricanes operaban en convoyes rumbo a la Unión Soviética, atravesando el Atlántico Norte o el Ártico, incluso en pleno invierno. Las probabilidades de supervivencia en esas aguas eran mínimas.

Ah, y un detalle técnico importante: los propulsores de pólvora utilizados en estas catapultas solo podían lanzar aeronaves con un peso máximo de aproximadamente 3.400 kg. El peso estándar de un Hurricane convencional, sin modificaciones ni refuerzos, rondaba los 3.000 kg. Eso significa que no había margen para añadir tanques de combustible adicionales ni otros equipos útiles.

Y si además se tenía en cuenta la necesidad de llevar un kit de rescate a bordo —como bote inflable, raciones de emergencia o equipo de señalización—, la situación se volvía aún más precaria. En definitiva, no era precisamente una perspectiva favorable para el piloto.

Probablemente esta sea una de las razones por las que los pilotos embarcados en los buques CAM realizaron solo 9 salidas de combate en total. Se llegaron a convertir 27 cargueros en este tipo de portaaviones improvisados, pero su efectividad fue, en general, bastante limitada.

Es cierto que, según los registros británicos, en esas nueve salidas los pilotos lograron derribar 7 Fw 200 Condor y 4 Heinkel He 111, lo cual no es despreciable. Sin embargo, el coste fue elevado: de los 27 buques CAM, 10 fueron hundidos por los alemanes. A la vista de esos números, el balance operativo no resultó favorable.

El segundo tipo de portaaviones mercantes fueron los MAC (Merchant Aircraft Carrier). Estos buques contaban con una cubierta de vuelo construida sobre el casco, aunque sin hangar, y permitían el aterrizaje de los aviones tras sus misiones. A pesar de esta mejora, su propósito seguía siendo el mismo: proporcionar cobertura aérea a los convoyes.

En general, la idea… fue simplemente eso: una idea. Cuando el 3 de agosto de 1941 un Fw 200 Condor se topó con el convoy SL-81 —en ruta de Sierra Leona a Gran Bretaña—, su tripulación no podía imaginar que un Hurricat saldría a interceptarlos. Pero así fue. El avión despegó desde el buque Maplin bajo el mando del teniente Robert Everett y logró derribar al Condor, cuya tripulación no estaba preparada para tal sorpresa. Fue la primera vez que un Hurricat abatía un avión alemán sobre el océano.

¿Y qué ocurrió con Everett? Tras el combate, su avión resultó dañado, comenzó a hundirse y él con él. A pesar de los impactos adicionales que recibió de los alemanes antes de abandonar la zona, Everett intentó un amerizaje. El avión se fue al fondo rápidamente, pero el teniente consiguió salir de la cabina a casi 10 metros de profundidad, nadó hasta la superficie y fue rescatado por sus compañeros. Pudo haber sido una tragedia, pero terminó como una hazaña.

Por esta acción, Everett fue condecorado con la Orden de Servicio Distinguido, que tradicionalmente se otorga a oficiales superiores del Ejército y la Armada británicos. Sin embargo, en este caso fue el propio rey Jorge VI quien le otorgó la distinción, y, como se sabe, los monarcas están por encima del protocolo.

Lamentablemente, apenas cinco meses después, el 26 de enero de 1942, el teniente comandante Robert Everett murió en un accidente aéreo mientras realizaba una misión desde la base Heron II. Su avión se estrelló en una playa cercana a la Estación Aérea Naval de Charlton-Hawthorn.

En abril de 1942, un buque CAM escoltó por primera vez al convoy PQ-14 con destino a puertos soviéticos. Durante la misión, un piloto británico derribó un Ju 88, pero su Hurricane fue alcanzado por fuego antiaéreo y el piloto murió. Otro intento, otro alto costo.

En resumen, la iniciativa no prosperó. La idea de un "kamikaze al estilo británico" no fue aceptada ni por los propios pilotos. Para 1942, subirse a un avión diseñado en 1936, mínimamente adaptado para operar desde una catapulta y sin posibilidad de regreso, no era precisamente una expresión de valor caballeresco, sino una misión suicida disfrazada.

Solo se construyeron 50 Sea Hurricane IA y 340 Sea Hurricane IB. En total, participaron unos 390 aviones, lo que implica probablemente cerca de 200 pilotos involucrados. En este contexto, los aviones eran claramente material prescindible.

¿Y los resultados? Apenas 9 salidas de combate efectivas.

En resumen, puede decirse que los europeos cultos tenían una percepción bastante distinta del autosacrificio en combate, especialmente si se compara con la mentalidad de los pueblos orientales. O, para ser más exactos, simplemente no existía esa idea. No era aceptable lanzarse frontalmente contra el enemigo al quedarse sin munición, ni estrellar un avión en llamas deliberadamente contra posiciones enemigas o buques. Por alguna razón, este tipo de acciones no encajaba en la mentalidad europea, ya fueran alemanes, británicos, franceses o italianos.

Tampoco la idea de los "kamikazes con catapulta", como en el caso de los Hurricats, resultaba especialmente caballerosa. La probabilidad de sobrevivir era baja, y no tanto por tener que amerizar (aunque las condiciones variaban según el mar: no es lo mismo el Mar del Norte que el Mediterráneo, y siempre está la amenaza de tiburones), sino por una razón más simple y cruda: una vez finalizada la misión, el piloto debía volar de regreso hacia las posiciones propias para intentar lanzarse cerca de los suyos y ser rescatado.

Pero en medio del combate, eso suponía un riesgo adicional. ¿Quién podía garantizar que, al ver un avión aproximándose, alguien distinguiría si era aliado o enemigo? ¿Quién, en el fragor del combate y a un kilómetro de distancia, podía identificar con precisión una silueta aérea y abstenerse de disparar?

De hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió durante la escolta del convoy PQ-14. El piloto, tras cumplir su misión, fue abatido por fuego aliado. En medio de un ataque de torpederos, con todo el convoy en alerta máxima, nadie se detuvo a analizar de qué lado venía el avión. Se disparó sin vacilación.

Y en esas circunstancias, ¿qué tipo de reproches podrían hacerse? La realidad era que en combate, sobrevivir dependía tanto del enemigo como de los propios.

La verdad, leer toda esta información me deja con una sensación extraña. A nosotros nos llamaban bárbaros. Y ellos se consideraban a sí mismos tan elevados, con ideales nobles y puros. Decían luchar según las leyes del honor caballeresco, desconocidas para los “bárbaros del Este”.

Leí en fuentes británicas —una nación que, según algunos, estaría moralmente corrompida incluso a nivel genético— cómo criticaban a Pokryshkin. Lo acusaban de ser cruel, de haber perdido compañeros, de haber disparado a un as alemán mientras descendía en paracaídas. Sí, Pokryshkin perdió a su compañero Berezkin en una batalla sobre Kubán, donde los alemanes duplicaban en número a los nuestros. Y el hecho de que un piloto alemán disparara contra Berezkin mientras descendía en paracaídas fue observado desde tierra y testimoniado.

Entonces, ¿por qué razón Alexander Ivanovich tendría que haber sentido compasión por ese alemán? Al final fue absuelto de todos los cargos. No estábamos librando una guerra de acuerdo con las reglas de la caballería, y no hay nada más que decir.

Por otro lado, sobre cómo los Aliados mantuvieron a casi un millón de prisioneros de guerra alemanes en condiciones de hambruna en sus campos tras la guerra, también se ha escrito bastante —incluso por los propios supervivientes alemanes.

Así que esta idea de una guerra caballeresca, pulcra, con guantes blancos (y basta recordar cómo los civilizados alemanes, franceses y británicos se gaseaban entre sí en Ypres y el Marne), simplemente no era parte de nuestra realidad. Y los años posteriores a la guerra no hicieron más que confirmarlo.

¿Embestir es un acto de barbarie? Probablemente sí. Pero entonces, ¿cómo clasificar lo que hicieron estos supuestos “caballeros” europeos? Tal vez la palabra más precisa sea cobardía. O simplemente, el instinto natural de autoconservación.

Y hoy vemos cómo esa mentalidad se ha afianzado aún más entre los europeos modernos, llevándolos a convertirse en algo indefinido, sin forma. Pero, ¿por qué nos importaría, cuando los últimos tres años han demostrado que el espíritu que llevó a nuestros antepasados a enfrentarse a ametralladoras y a la aviación enemiga sigue vivo?

Tal vez solo esto: que, después de todo, ser un "bárbaro oriental" resulta mucho más digno que ser un “caballero” occidental.

martes, 14 de febrero de 2023

Guerra Fría: La interceptación y colisión de un Su-27 ruso con un P-3 noruego

Cazadores de osos, Parte 3: Colisión con Flanker

Por Tom Cooper/equipo de ACIG.org




A las 10:39 horas del 13 de septiembre de 1987, el AF P-3B "602" noruego del Escuadrón No.333, de Anöya AB, estaba en marcha sobre el mar de Barents, pilotado por el teniente Jan Salvesen y nueve tripulantes cuando fue interceptado por un Su- 27 del 941° IAP V-PVO, de Kilip-Yavr AB, pasado por Vasiliy Tsymbal.

El Orion estaba en marcha a 13.000 pies (aproximadamente 4.500 m) cuando el Su-27 hizo el primer pase cercano: los noruegos tomaron algunas fotos. Después de experimentar algunos problemas para mantener su avión en formación cerrada con el lento P-3B, el caza soviético desapareció, especialmente cuando el teniente Salvesen desaceleró para señalar su disgusto por el Flanker que se acercaba tanto. El piloto soviético aceleró y se alejó.

Varios minutos después, el mismo Su-27 regresó y nuevamente tomó una posición muy cercana al P-3B. El teniente Salvesen disminuyó la velocidad, indicando al piloto Flanker que se mantuviera alejado: el Su-27 desapareció nuevamente.

Alrededor de las 10:56 h, a unas 135 mn al E/SE de Vardö (Noruega) y 48 mn al N de la frontera soviética, el mismo Su-27 apareció por tercera vez y ahora estaba bajo el ala de estribor (derecha) del P-3B. El Flanker se acercó lentamente más y más, Tsymbal obviamente tenía la intención de acelerar repentinamente nuevamente cuando estuviera debajo del Orion. Finalmente, lo hizo, pero mientras tiraba hacia arriba, la punta de su aleta golpeó la hélice del motor de estribor fuera de borda de Orion, cortando una pieza de once centímetros de largo y catapultándola hacia el fuselaje del avión de reconocimiento, provocando así una descompresión.

El Su-27 "Red 36" se acerca por el lado izquierdo; nótese el freno de velocidad dorsal en posición abierta...


El caza soviético se acerca...



...y gira hacia un lado, mostrando la dotación completa de seis misiles R-27R/T...



...a ventaja...





En un momento, el joven piloto soviético voló su Su-27 ASÍ de cerca...



Luego, el Su-27 dio un giro brusco a la izquierda y luego desapareció por última vez: regresó a la base de manera segura y luego obtuvo una "marca de muerte" en forma de una silueta P-3 pintada en negro en el lado izquierdo, detrás. el dosel (también mantuvo esta marca después de que su número de bort se cambiara del 36 al 38, a mediados de la década de 1990).

La tripulación del Orion declaró emergencia y descendió a 10.000 pies. Ninguno de los tripulantes resultó herido y, varios minutos después, aparecieron dos F-16A de la Fuerza Aérea Noruega para escoltar al P-3B de manera segura de regreso a la BAM Banak.


El motor dañado no. 1 del P-3B se apagó y se puede ver el daño en la hélice.



(Todas las fotografías Comando de Defensa de Noruega, a través de Flugrevue)

 

lunes, 21 de noviembre de 2022

SGM: Defendiendo al Imperio japonés sin sacrificar pilotos

Evitar la inmolación aérea

Weapons and Warfare






La capacidad de Japón para repeler una campaña de bombardeos estadounidense comenzó con muy pocas perspectivas en 1942 y disminuyó drásticamente a partir de entonces. Sin embargo, una pregunta persistente es por qué Tokio desperdició más de dos años después del Doolittle Raid, y por qué se intentó tan poca coordinación entre servicios una vez que aparecieron los B-29 en los cielos de la patria. La respuesta está en la psique japonesa más que en sus instituciones militares.

Al defender su espacio aéreo, al ejército y las fuerzas navales de Japón se les encomendó una misión casi imposible. No obstante, fracasaron masivamente en siquiera acercarse al potencial de su nación para mejorar los efectos del ataque aliado.

La única perspectiva de Japón para evitar la inmolación aérea era infligir pérdidas inaceptables a los B-29. Debido al costo excepcional del Superfortress (unos $600,000 cada uno), un B-29 derribado representaba el equivalente financiero de casi tres B-17 o B-24, más una tripulación invaluable. El desarrollo de unidades de embestida demuestra que algunos japoneses entendieron el valor de una compensación uno por uno o incluso dos por uno, pero la táctica fracasó en gran medida por razones técnicas y organizativas. Por lo tanto, la defensa de las islas de origen volvió a los medios convencionales: cañones antiaéreos e interceptores ordinarios.

El fracaso resultante fue sistémico, cruzando todos los límites del gobierno y el liderazgo militar-naval. Probablemente la causa principal fue la psicología nacional de Japón: una cultura colectivista que poseía una jerarquía rígida con protocolos inusualmente estrictos que inhibieron el pensamiento innovador e inculcaron una reticencia extrema a expresar opiniones contrarias. Japón plantea un rompecabezas intrigante para sociólogos y politólogos: cómo una sociedad extremadamente bien ordenada se permitió tomar una serie de decisiones desastrosas, cada una de las cuales amenazaba su existencia nacional. Irónicamente, la situación se explicaba en parte por la atmósfera de gekokujo ("presionar desde abajo") en la que los subordinados estridentes a menudo influenciaban a sus superiores.

Si la rivalidad entre servicios constituía un “segundo frente” en Washington, DC, era un deporte de contacto total en Tokio. La Encuesta de Bombardeo Estratégico de los Estados Unidos de la posguerra concluyó: “No hubo una combinación eficiente de los recursos del Ejército y la Marina. La responsabilidad entre los dos servicios se dividió de una manera completamente impracticable con la Armada cubriendo todas las áreas oceánicas y objetivos navales. . . y el Ejército todo lo demás”.

En junio de 1944, el mes del primer ataque del B-29, el Cuartel General Imperial combinó los activos del ejército y la marina en un comando de defensa aérea, pero la marina se opuso al control del ejército. Se logró un compromiso con los grupos aéreos navales en Atsugi, Omura e Iwakuni asignados al distrito del ejército respectivo. Se proporcionaron enlaces telefónicos desde los centros de mando de la JAAF a cada una de las tres unidades navales, pero rara vez se intentó la integración operativa. De hecho, en todo Japón, las dos armas aéreas operaron conjuntamente en solo tres áreas: Tsuiki en Kyushu más Kobe y Nagoya.

Una parte importante del problema era la asignación asombrosamente escasa de cazas a la defensa aérea. Todavía en marzo de 1945, Japón asignó menos de una quinta parte de sus combatientes a la defensa local, y la cifra real solo llegó a 500 en julio. Para entonces muy pocos volaban, ya que Tokio atesoraba su fuerza para la esperada invasión.

En el ámbito crucial del radar, Japón se adelantó al mundo y casi de inmediato perdió su liderazgo. La eficiente antena Yagi-Uda se inventó en 1926, producto de dos investigadores de la Universidad Imperial de Tohoku. El profesor Hidetsugu Yagi publicó la primera referencia en inglés dos años después, citando el trabajo de su nación en la investigación de ondas cortas. Pero tal era el secreto militar y la rivalidad entre servicios que, incluso al final de la guerra, pocos japoneses sabían el origen del dispositivo que apareció en los aviones aliados derribados.

Los aliados calificaron el radar japonés como "muy deficiente" y la dirección de los cazas siguió siendo rudimentaria. Mientras que el radar basado en tierra podía detectar formaciones entrantes quizás a 200 millas de distancia, los datos no incluían ni la altitud ni la composición. En consecuencia, los botes de piquete se mantuvieron a 300 millas en el mar para avistamientos de radio visuales, de uso marginal en tiempo nublado. Sin embargo, los sistemas de radar que existían fueron fácilmente bloqueados por las contramedidas de radio estadounidenses: aviones que arrojaban papel de aluminio que obstruía las pantallas enemigas.

Además, el ejército y la marina japoneses establecieron sistemas de alerta separados y rara vez intercambiaban información. Incluso cuando se intentó la agrupación a nivel de unidad, los oficiales de la marina generalmente rechazaron las órdenes de los oficiales del ejército.

Los observadores civiles se distribuyeron por todo Japón para informar sobre aviones enemigos, pero como era de esperar, no hubo unidad. El ejército y la marina establecieron su propio cuerpo de observadores y ninguno trabajó con el otro.

La doctrina de la marina japonesa contenía una contradicción interna para la defensa aérea. Un manual de 1944 afirmaba: “Para superar las desventajas impuestas a las unidades de aviones de combate cuando el enemigo asalta una base amiga, es decir, conseguir que los aviones de combate despeguen en igualdad de condiciones con los aviones enemigos, se debe hacer un uso completo del radar y otros dispositivos de vigilancia. métodos. . . . Estos deben emplearse de la manera más efectiva”. Pero como se señaló, el uso del radar siguió siendo rudimentario.

Algunos pilotos descartaron el estado de la electrónica de su nación. “¿Por qué necesitamos un radar? Los ojos de los hombres ven perfectamente bien”.

Excluyendo los equipos de radar móviles, se construyeron al menos sesenta y cuatro sitios de alerta temprana en el territorio nacional y en las islas cercanas: treinta y siete de la armada y veintisiete del ejército. Pero los activos escasos a menudo se desperdiciaron al duplicar el esfuerzo: en cuatro sitios en Kyushu y siete en Honshu, los radares del ejército y la marina estaban ubicados casi uno al lado del otro. Los accesos del sur a Kyushu y Shikoku estaban cubiertos por unas veinte instalaciones, pero solo se conocen dos radares permanentes en todo Shikoku.

Aunque la gran mayoría de los radares japoneses proporcionaron una alerta temprana, algunos conjuntos dirigieron cañones antiaéreos y reflectores. Pero aparentemente hubo poca integración de los dos: algunas tripulaciones de B-29 regresaron con historias desgarradoras de diez a quince minutos en el haz de sondeo de un reflector con daños mínimos o nulos.

Además del radar inadecuado, parte del enfoque técnico de Japón estaba muy mal dirigido. Desde 1940 en adelante, los militares dedicaron más de cinco años a un “rayo de la muerte” destinado a causar parálisis o muerte mediante ondas de radio de onda muy corta enfocadas en un haz de alta potencia. La unidad no portátil fue concebida para uso antiaéreo, pero el único modelo probado tenía un alcance mucho menor que las armas de fuego.

Tácticamente, la falta de cooperación entre el ejército y la marina obstaculizó el potencial ya limitado de los interceptores de Japón. Con los comandantes de las unidades dirigiendo sus propias batallas localizadas, hubo pocas oportunidades de concentrar un gran número de combatientes contra una formación de bombarderos como lo logró repetidamente la Luftwaffe.



B-29 de Saipan

Los pilotos que volaron los primeros B-29 desde Saipan se llevaron consigo un valioso acervo de conocimientos sobre lo que sus bombarderos podían y no podían hacer en los cielos de Japón, y ese conocimiento había sido acumulado, a veces con mucho dolor, por los hombres que había volado los grandes bombarderos de Chengtu y Kharagpur. En primer lugar, los bombarderos podían funcionar tanto de día como de noche sin pérdidas graves; rara vez la tasa de pérdidas superó el 5 por ciento, y para todas las operaciones B-29 durante la guerra, fue inferior al 2 por ciento. A diez mil metros, la Superfortaleza tenía poco que temer de las balas antiaéreas. Los cazas enemigos podían operar a esa altitud, pero rara vez podían pasar más de una vez a través de una formación, debido a la velocidad del gran bombardero. A veces, cuando las condiciones meteorológicas eran adecuadas, el B-29 podía colocar sus bombas con notable precisión. Pero el clima resultó ser el gran factor limitante en el bombardeo de precisión para el que se había construido el avión, ya que, como en el caso del teatro de operaciones europeo, los objetivos estaban demasiado a menudo oscurecidos por la capa de nubes. Y mientras que en Europa era bastante fácil determinar desde Inglaterra cómo sería el clima sobre Mannheim, dado que el clima generalmente se movía de oeste a este, este mismo fenómeno hacía extremadamente difícil saber qué tipo de clima podría moverse desde Siberia o el centro. Asia sobre las islas de origen japonesas.





Clima

El problema del clima japonés tendió a empeorar aún más en otoño e invierno, ya que los hombres de Brig. Pronto se descubrió el vigésimo primer comando de bombarderos del general Haywood S. Hansell, Jr. Hansell creía firmemente en la doctrina del bombardeo de precisión, que él había ayudado a formular, por lo que puso a sus hombres y aviones a trabajar en la industria japonesa de motores aeronáuticos, la mayoría de las cuales eran bien conocidas. La primera incursión desde Saipan se dirigió a la fábrica de motores Musashi en el noroeste de Tokio, que producía el 27 por ciento de todos los motores de aviones japoneses. La planta de Musashi, “objetivo no. 357”, estaba destinado a volverse famoso, o infame, para los hombres que volaban B-29. Durante la incursión del 24 de noviembre, hubo fuertes vientos a diez mil pies y el objetivo de abajo quedó casi completamente oculto. Tres días después, las Superfortalezas regresaron a Tokio para encontrar las obras de Musashi completamente cubiertas por nubes. El 3 de diciembre, la planta era visible, pero los bombardeos se dispersaron debido a los fuertes vientos.

En total, hubo once redadas importantes en las obras de Musashi entre noviembre de 1944 y mayo de 1945; les costaron a los atacantes cincuenta y nueve Superfortresses. Las tripulaciones aéreas perforaron sin descanso para llegar a las obras. (Algunos todavía en los Estados Unidos practicaron bombardeos en la planta de Continental Can Company en Houston, que tenía aproximadamente el mismo tamaño). Solo las dos últimas redadas fueron efectivas; todos los demás se vieron obstaculizados por el clima adverso. A treinta mil pies, el viento era a menudo más problemático que las nubes, ya que podía alcanzar más de 150 nudos. En una carrera de bombardeo a favor del viento, un B-29 voló como un cohete sobre la planta de Musashi a una velocidad de más de quinientas millas por hora. La historia no fue mucho más alentadora en los otros ocho objetivos de alta prioridad. En tres meses de esfuerzo, ni uno solo había sido destruido. No más del 10 por ciento de las bombas lanzadas parecían estar aterrizando cerca del objetivo. Incluso los japoneses notaron el patrón errático del bombardeo. Tantas bombas estallaron en la bahía de Tokio que una broma comenzó a circular por la capital japonesa: los estadounidenses iban a someter a los japoneses por hambre matando a todos los peces.



Inmolación

Mientras tanto, en Washington estaba surgiendo un enfoque alternativo al bombardeo estratégico. El Comité de Analistas de Operaciones del general Arnold había continuado sus investigaciones sobre incursiones incendiarias hasta el punto de construir modelos de estructuras japonesas y probar su inflamabilidad. El comité propuso varias ciudades japonesas para ataques incendiarios y el general Arnold envió instrucciones en noviembre para realizar una incursión de prueba. El corazón del general Hansel no estaba en este tipo de bombardeo. Hizo un ataque de fuego pequeño e intrascendente en Tokio en la noche del 29 al 30 de noviembre, pero cuando recibió la orden de montar un esfuerzo incendiario a gran escala en Nagoya, utilizando cien B-29, protestó. Sin embargo, Hansell era un buen soldado, por lo que envió sus bombarderos a Nagoya la noche del 3 al 4 de enero. El daño causado fue leve; El mal tiempo impidió que los aviones de reconocimiento obtuvieran la evidencia fotográfica durante unos veintisiete días. En ese momento, el general Hansell ya no estaba al frente del Vigésimo primer Comando de Bombarderos; el 20 de enero, su mando había pasado al mayor general Curtis E. LeMay.

La historia oficial de las Fuerzas Aéreas del Ejército indica claramente que la preferencia de Hansell por el bombardeo de precisión le costó su trabajo, y este puede ser el caso. El hombre que le sucedió no tuvo el mismo compromiso con la doctrina. Tenía la reputación de un "operador de conducción" que ya se había hecho cargo del Vigésimo Comando de Bombarderos e insufló energía en sus operaciones. Pero, durante un mes y medio, LeMay no hizo cambios radicales en las operaciones de las Marianas. Al principio, montó dos caballos a la vez: continuó las incursiones de precisión diurnas a gran altura contra las plantas de aviones que ahora se estaban volviendo tan familiares para sus tripulaciones; al mismo tiempo, impulsó la experimentación con ataques incendiarios, con los que ya tenía cierta experiencia: su XX Bomber Command había logrado quemar gran parte de Hankow en diciembre de 1944. El 3 de febrero envió los B-29 a Kobe, donde arrojaron 159 toneladas de bombas incendiarias y quemaron mil edificios, un resultado bastante alentador. El 25 de febrero, un ataque de fuego de máximo esfuerzo en Tokio produjo un nivel impresionante de destrucción: se quemó una milla cuadrada de la ciudad y se destruyeron más de veintisiete mil edificios. Fue a principios de marzo cuando LeMay hizo los cambios básicos en las operaciones del B-29, y en esos cambios sin duda apostó su carrera. El hecho era que hasta ese momento su fuerza de bombardeo no había “entregado los bienes”; es decir, no había justificado su existencia asestando contundentes golpes al enemigo. Después de tres meses de operaciones, los grandes bombarderos habían lanzado alrededor de 7.000 toneladas de bombas, una cifra muy modesta: la mitad de las salidas habían terminado con el bombardero incapaz de atacar el objetivo principal.

LeMay sintió que las incursiones incendiarias masivas realizadas de noche contra las ciudades de Japón ofrecían varias ventajas. En primer lugar, muy a menudo los objetivos de precisión estaban ubicados dentro de una matriz urbana, de modo que si se quemaba la ciudad, la fábrica o el arsenal también se incendiarían. Que las ciudades eran particularmente vulnerables al fuego ya estaba bien establecido; en muchos de ellos el 95 por ciento de las estructuras eran inflamables. El ataque a una ciudad era un ataque de área, por lo que podía llevarse a cabo en condiciones meteorológicas adversas y. si es necesario, por radar. Un ataque de este tipo tenía varias ventajas si se realizaba de noche. Ayudaría a neutralizar las defensas japonesas, que por la noche no eran tan formidables como las que LeMay había conocido en Alemania, ya que el caza nocturno japonés todavía estaba en pañales y carecía de radar aerotransportado. El fuego antiaéreo japonés a veces era intenso pero no un peligro grave por la noche. El ataque nocturno pagó otro dividendo en el sentido de que podía ejecutarse a una altitud bastante baja, tan baja como cinco mil pies. A esta altura había menos tensión en los motores que a diez mil metros, y el consumo de combustible era apreciablemente menor, por lo que la carga de bombas podía incrementarse en consecuencia. Y LeMay se arriesgó aún más al ordenar a sus bombarderos que volaran despojados de armas y municiones; normalmente el B-29 llevaba 1,5 toneladas de armamento. Este peso también sería transportado ahora en bombas. para que la carga de bombas pudiera incrementarse en consecuencia. 

La clave para el éxito de la incursión fue la saturación y la concentración justa, como lo había demostrado el Air Marshal Harris sobre Hamburgo, así que cuando LeMay envió sus bombarderos contra Tokio en la noche del 9 al 10 de marzo envió una fuerza extremadamente grande, un total de 334 bombarderos que transportaban 2.000 toneladas de bombas, en su gran mayoría incendiarias. Los primeros aviones pioneros sobrevolaron la ciudad poco después de la medianoche para marcar el área objetivo: un rectángulo de unas tres millas por cuatro, que contenía cien mil habitantes por milla cuadrada, o aproximadamente 1,25 millones de personas. No hubo una corriente de bombarderos bien organizada esa noche, y los últimos bombarderos no pasaron sobre Tokio hasta unas tres horas después de que comenzara el ataque. Para entonces, Tokio era un mar de llamas. Los artilleros de cola en los B-29 que regresaban podían ver el resplandor de la ciudad a 150 millas de distancia;

El ataque a Tokio en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945 fue el ataque aéreo más destructivo jamás realizado, sin excluir los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki. La pérdida de vidas esa noche se ha fijado oficialmente en 83.793, pero otras estimaciones la sitúan en más de 100.000. Los grandes incendios quemaron unas dieciséis millas cuadradas de la inmensa ciudad y destruyeron un cuarto de millón de estructuras. Varios factores contribuyeron a que el ataque fuera particularmente destructivo. Tanto la defensa aérea como las brigadas de bomberos de Tokio fueron tomadas por sorpresa por las nuevas tácticas, más de cien bomberos perdieron la vida en la conflagración y casi esa cantidad de camiones de bomberos fueron consumidos por las llamas. Lo peor de todo fue que esa noche el Akakaze, o "Viento Rojo", soplaba sobre Tokio y se llevó las llamas consigo. No hubo una verdadera tormenta de fuego sobre Tokio esa noche. “Debido al viento, la potencial tormenta de fuego se transformó en una fuerza aún más mortal: la conflagración de barrido. Un maremoto de fuego atravesó la ciudad, las llamas precedidas por vapores sobrecalentados que derribaron a cualquiera que los respirara.

Cuarenta y ocho horas después de su ataque a Tokio, los B-29 atacaron Nagoya y luego se trasladaron a Osaka y Kobe. Dentro de un período de diez días a partir del 9 de marzo, los bombarderos lanzaron 9.373 toneladas de bombas y quemaron 31 millas cuadradas de la ciudad. LeMay empujó el bombardeo incendiario con tal energía que a fines de marzo sus depósitos comenzaron a quedarse sin bombas incendiarias y la escasez no se superó hasta junio. La quema de ciudades se estaba convirtiendo en una especie de ciencia, ya que los hombres de LeMay probaron varias armas y técnicas. El incendiario de termita M50 utilizado en Europa tuvo una penetración "excesiva". A menudo pasaba por completo a través de una estructura japonesa y se encendía en la tierra debajo de ella. ocasionalmente perforando cañerías de agua. La mejor arma fue la M69, una pequeña bomba incendiaria, muchas de las cuales fueron lanzadas en una sola carcasa: “Cada uno de estos grupos, arreglado para explotar a 2500 pies de altitud, fue construido para lanzar treinta y ocho bombas incendiarias, hechas para caer en un patrón aleatorio, este arreglo proporcionó la base para el gran éxito del bombardeo por venir. El diseño ordenado o la distribución de un bombardero con ajuste de intervalos, o caída espaciada, de una bomba cada quince metros, podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”. podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”. podría quemar alrededor de dieciséis acres, ya que cada Superfort tenía una carga completa de bombas de 16,000 libras”. El procedimiento básico, concluye este pasaje, “fue como tirar muchos fósforos en un piso cubierto de aserrín”.

Como indican estas descripciones, la destrucción fue más efectiva si se llevó a cabo de manera sistemática. Con el bombardeo "impresionista", es decir, con cada bombardero tratando de colocar sus bombas donde extenderían el daño, el rendimiento final fue menor que si hubiera un patrón general. En algunos casos, el bombardeo por radar fue más efectivo que la puntería visual. Doscientas cincuenta toneladas de bombas por milla cuadrada, adecuadamente distribuidas, prácticamente garantizaban la destrucción total del área. Todo lo combustible se consumiría, y las feroces temperaturas generadas harían que la conflagración atravesara calles y canales sólo por calor radiante. En algunos casos, el calor ablandaría el asfalto de las calles, por lo que los equipos contra incendios se empantanarían y se perderían entre las llamas. El agua rociada sobre el fuego simplemente se evaporaría; los paneles de vidrio se ablandarían y gotearían de los marcos de las ventanas de metal. Aquí y allá, increíblemente, el hormigón se derretía. Ningún ser vivo podría sobrevivir en tal atmósfera.

Defensa desafortunada

Poco podía hacer el gobierno japonés, aparte de la capitulación, para evitar la incineración de sus grandes ciudades una tras otra. La amenaza de las Marianas crecía cada día. Para junio, el general LeMay estaba montando incursiones con quinientas Superfortresses, y para septiembre tendría mil a su disposición. En marzo, los cazas estadounidenses P-51 comenzaron a trasladarse a bases en Iwo Jima, y ​​en abril ya estaban apareciendo sobre Japón. A partir de febrero, los ataques de los B-29 de LeMay se complementaron con los de aviones basados ​​en portaaviones, que periódicamente aparecían para hostigar las islas de origen.



La red de alerta temprana de Japón había comenzado a desintegrarse, como la de Alemania. La armada estadounidense, cada vez más poderosa, había destruido los barcos de piquetes japoneses o los había conducido hacia el refugio de las islas de origen. El radar tipo B, con su alcance limitado a unas 150 millas, era un sustituto inadecuado. La fuerza de combate japonesa probablemente tuvo su mayor impacto en las incursiones en enero de 1945, cuando las pérdidas de B-29 aumentaron al 5,7 por ciento; a partir de entonces, los cazas japoneses tuvieron menos éxito, aunque los pilotos fueron valientes y agresivos hasta el final. La Décima División Aérea mantuvo el Sector Kanto, cubriendo los objetivos de mayor prioridad, Tokio y Yokohama. En la noche de la gran incursión de marzo en Tokio, pusieron en el aire a ocho luchadores; en ese momento había solo trescientos combatientes para la defensa de todo Japón más doscientas máquinas disponibles en las escuelas de entrenamiento. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29. Esta táctica se utilizó por primera vez contra el B-29 en agosto de 1944 y de vez en cuando posteriormente; A fines de 1944, el alto mando japonés ordenó la formación de unidades de "servicio especial" cuyos pilotos debían embestir a los bombarderos estadounidenses. En términos estadísticos, la política parecía justificada. El piloto japonés llevó consigo a once tripulantes estadounidenses y un bombardero doce veces más grande que su avión de combate. Pero muchos comandantes japoneses se opusieron violentamente a la política de embestida. Japón ya se estaba quedando sin pilotos experimentados, y esta práctica se cobraría la vida de los que quedaran. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29. Esta táctica se utilizó por primera vez contra el B-29 en agosto de 1944 y de vez en cuando posteriormente; A fines de 1944, el alto mando japonés ordenó la formación de unidades de "servicio especial" cuyos pilotos debían embestir a los bombarderos estadounidenses. En términos estadísticos, la política parecía justificada. El piloto japonés llevó consigo a once tripulantes estadounidenses y un bombardero doce veces más grande que su avión de combate. Pero muchos comandantes japoneses se opusieron violentamente a la política de embestida. Japón ya se estaba quedando sin pilotos experimentados, y esta práctica se cobraría la vida de los que quedaran. Algunos pilotos intentaron compensar las deficiencias con medidas extraordinarias, como embestir a los B-29.  

Algunos pilotos de caza japoneses depositaron sus esperanzas en el caza propulsado por chorro Shusui, que podía ascender a nueve mil metros en apenas cuatro minutos, pero el arma legendaria llegó demasiado tarde. En julio, las autoridades de la fuerza aérea estaban trabajando en un atrevido plan llamado operación Ken. Los aviones de transporte llevarían equipos especiales de demolición a las Marianas, donde asaltarían los aeródromos y destruirían las superfortalezas en tierra. El esquema colapsó cuando los aviones de transporte fueron destruidos en un ataque aéreo. A falta de soluciones radicales, las autoridades de defensa aérea continuaron con los métodos tradicionales. Decidieron no desafiar todos los ataques aéreos, sino agrupar su fuerza para las grandes incursiones de bombarderos. La inteligencia japonesa trató de "leer" el tráfico de radio estadounidense y predecir cuándo y dónde podrían tener lugar los ataques. Las fuerzas antiaéreas, lamentablemente insuficientes, se movían de acuerdo con las lecturas; en un momento, casi un tercio de las unidades antiaéreas de Japón se desplazaban entre objetivos potenciales.

Las autoridades japonesas hicieron lo que pudieron en forma de defensa pasiva. A partir de junio de 1944, comenzaron a evacuar a los niños pequeños de las zonas urbanas y, en última instancia, también a otros grupos. Aunque Japón estaba perdiendo gran parte de su capacidad industrial con el incendio de sus ciudades, las autoridades no ordenaron la dispersión y reubicación de industrias críticas hasta la primavera de 1945. Probablemente lo retrasaron porque sabían que la producción de guerra, que ya se estaba desplomando a fines de 1944, descender aún más a medida que las empresas trasladaron sus operaciones a nuevas localidades. Dentro de cada ciudad japonesa, las autoridades locales intentaron prepararse para ataques de incendios, llenando depósitos de agua y cortando cortafuegos, a menudo demoliendo bloques enteros; Las autoridades municipales hicieron acuerdos para prestar equipos contra incendios de ida y vuelta entre las ciudades amenazadas.

En general, los cazas japoneses fueron espectacularmente ineficaces contra los B-29. De más de 31,300 incursiones de Superfortress sobre la patria, solo se sabía que setenta y cuatro se perdieron por completo a manos de los interceptores y quizás veinte más en concierto con armas antiaéreas. Los pilotos japoneses registraron sus mejores actuaciones en enero y abril de 1945, cada uno con trece bombarderos derribados. Pero durante quince meses de combate, las pérdidas de los interceptores ascendieron a solo el 0,24 por ciento de las salidas efectivas de B-29.

La Encuesta de Bombardeo Estratégico concluyó: “El sistema de defensa de combate japonés no era más que justo en el papel y claramente pobre en la práctica. Un asunto fundamental se destaca como la razón principal de sus deficiencias: los planificadores japoneses no vieron el peligro de los ataques aéreos aliados y no le dieron al sistema de defensa las prioridades requeridas”.

El Teniente General Saburo Endo del Cuartel General de la Fuerza Aérea del Ejército declaró: “Los responsables del control al comienzo de la guerra no reconocieron el verdadero valor de la aviación. . . por lo tanto, una derrota llevó a otra. Aunque se dieron cuenta de que era necesario fusionar el ejército y la marina, no se hizo nada al respecto. No hubo líderes para unificar las estrategias políticas y de guerra, y los planes ejecutados por el gobierno fueron muy inadecuados. Los recursos nacionales no se concentraron de la mejor manera posible”.

En resumen, en las fuerzas armadas de Japón, el parroquialismo triunfó sobre la eficiencia en todo momento.

domingo, 10 de abril de 2022

Malvinas: El "Cacha" Arca intenta embestir a un Harrier

Invitado por el Centro de Veteranos de Malvinas y el Centro de Policías Retirados de San Francisco, Córdoba, el 7 de marzo habló sobre la Gesta de Malvinas Nicolás Kasanzew, corresponsal en ese conflicto bélico. Particularmente se refirió a la odisea del aviador naval José “Cacha” Arca, quien participara con sus camaradas Philippi, Márquez, Sylvester, Rotolo y Lecour en el hundimiento de la fragata “Ardent”. Y en ese momento hubo una sorpresa…

lunes, 30 de marzo de 2020

Ataque suicida: 2000 años de ataques suicidas

Morir para luchar: dos mil años de atacantes suicidas

por MilitaryHistoryNow.com



Escolares japoneses se despiden de los pilotos Kamikaze.
"Ya en la antigüedad, las facciones en guerra se han convertido en mártires y fanáticos para infligir bajas masivas a sus enemigos, incluso si eso significa morir en el proceso".

EL ESTADO ISLÁMICO CONTINÚA ENCONTRANDO NUEVOS CAMINOS para horrorizar al mundo.

Justo la semana pasada, la organización militante ahora notoria lanzó una serie de ataques suicidas en todo Iraq. El lunes, un agente de ISIS con un chaleco explosivo se inmoló dentro de un puesto de comando de seguridad kurdo; otro en un mercado ocupado. Cincuenta y ocho personas perecieron en las explosiones. Los ataques siguieron a otro atentado suicida el domingo cerca de Bagdad que mató a 45 personas.

Mientras tanto, el sitio de noticias árabe Al Arabiya informa que los operativos del Estado Islámico pronto se dirigirán a África Occidental para infectarse deliberadamente con el Ébola para propagar el virus letal en todo el mundo.

Si bien estos acontecimientos han acaparado los titulares en los últimos días, el uso de atacantes suicidas no es algo nuevo en los anales de la guerra. Aunque la actual llamada Guerra contra el Terror se lanzó en respuesta a los asombrosos ataques suicidas del 11 de septiembre de 2001, ya en la antigüedad, los grupos guerrilleros, los ejércitos regulares e incluso los imperios poderosos recurrieron a mártires y fanáticos para infligirlos. bajas masivas en sus enemigos, incluso si eso significa morir en el proceso. Aquí hay unos ejemplos.


Los fanáticos Sicarii dieron sus vidas para resistir la ocupación romana de Judea. (Fuente de la imagen: WikiCommons)

De mantos y dagas

Los zelotes antirromanos de Judea del primer siglo eran ciertamente duros. De hecho, la secta militante abogó incansablemente por una sangrienta rebelión contra el dominio del emperador Nerón sobre la patria hebrea. Sin embargo, incluso esta facción extrema parecía casi moderada en comparación con los Sicarii u "hombres daga". El grupo en la sombra logró la infamia por acechar y matar a funcionarios romanos en público usando cuchillas ocultas en sus capas. Pero después del colapso de la Gran Revuelta Judía en el 73 EC, casi un millar de incondicionales Sicarii y sus familias se encerraron en la antigua fortaleza hebrea de la cima de la montaña conocida como Masada. El ejército romano rodeó a los insurgentes, sitiando el castillo. Finalmente, los rebeldes se suicidaron en masa en lugar de ceder. Incluso 2.000 años después, los israelíes siguen siendo ambivalentes sobre esta fabulosa última posición. ¿Eran los héroes de los "hombres de la daga" o los fanáticos equivocados? Depende de a quién le preguntes.


Vikingos "Berzerkers" cargados en la batalla como animales salvajes. A veces sin armadura. (Fuente de la imagen: WikiCommons)

Volviéndose locos

Aunque los berserkers vikingos no eran soldados suicidas per se, esta secta súper fanática de guerreros daneses se destacaba por su tendencia a convertirse en un frenesí de sed de sangre y luego atacar a la batalla sin tener en cuenta su propia supervivencia. Aquellos que no fueron derribados por las flechas enemigas desgarrarían sin piedad a sus oponentes. “[Ellos] corrieron hacia adelante sin armadura, tan locos como perros o lobos. Se mordieron los escudos y fueron fuertes como osos u bueyes salvajes ", dijo un cronista contemporáneo". [1] A menudo, los nórdicos maníacos se ponían túnicas hechas de pieles de animales mientras estaban furiosos. Supuestamente creían que estas camisas o serkrs ​​ayudaron a canalizar el espíritu de su dios Odin.


Los nacionalistas chinos tenían su propia brigada suicida. (Fuente de la imagen: WikiCommons)

Cuerpo de Atrévete a morir

Apenas una década después del siglo XX, la debilitada dinastía Qing de China se vio envuelta en una lucha a muerte contra un ejército de revolucionarios que buscaban derrocar a la familia real. Los radicales de todo el imperio que se desvanecen acudieron a la causa de derrocar la monarquía tambaleante del niño potentado Aisin-Gioro Puyi. Conocido como el Kuomintang, la facción rebelde tenía entre su número de estudiantes jóvenes idealistas que se comprometieron a luchar. En consecuencia, se autodenominaron el "Cuerpo de Atrévete a Morir". En octubre de 1911, cientos de estos posibles mártires entraron en acción durante el levantamiento de Guangzhou. Las armas imperiales cortaron 72 de ellos durante la batalla. Finalmente, prevalecieron los nacionalistas y en enero de 1912 se fundó la República de China. Las tumbas de los jóvenes caídos se han convertido desde entonces en un santuario nacional. Y ese no fue el final del Dare to Die Corps. La unidad lucharía una vez más una generación más tarde cuando las tropas japonesas invadieron China en la década de 1930.


Los cargas suicidas por parte de las tropas japonesas fueron comunes en la Guerra del Pacífico. (Fuente de la imagen: WikiCommons)

¡Banzai!


Japón empleó sus propias unidades suicidas durante la Segunda Guerra Mundial, en tierra, mar y aire. A lo largo de la Guerra del Pacífico, los soldados de Hirohito lanzaron comúnmente cargos Banzai (abreviatura de Tennouheika Banzai o "larga vida al Emperador") contra las tropas aliadas. Si bien tales ataques tuvieron lugar durante los combates en la isla Makin, Guadalcanal y Attu, el mayor de estos ataques ocurrió en Saipan en 1944. Fue entonces cuando hasta 4,300 soldados de infantería imperiales lanzaron el mayor ataque suicida masivo de la guerra, y posiblemente el más grande de todos. historia. Aunque toda la fuerza fue aniquilada por completo por los ametralladoras estadounidenses, los marines estadounidenses sufrieron más de 600 bajas para repeler a la horda. En otros lugares, las lanchas rápidas suicidas Shinyo cargadas de explosivos hundieron más de media docena de lanchas de desembarco aliadas en el último año de la guerra, mientras que los hombres rana de Fukuryu intentaron hacer estallar naves de guerra enemigas usando cargas de demolición submarinas portátiles. Los atacantes suicidas más famosos de Japón, el Kamikaze o "viento divino", lograron dañar o destruir más de 350 barcos, incluidos varios escoltas. Hasta 4.000 pilotos voluntarios participaron en las misiones fatales; Más del 85 por ciento de los voladores condenados no alcanzaron sus objetivos o fueron lanzados desde los cielos por artilleros antiaéreos.


Una versión tripulada del cohete V-1 alemán fue diseñada para ataques suicidas de fines de la guerra. (Fuente de la imagen: WikiCommons)

El "Kamikaze" de Hitler


Japón no fue el único poder del Eje en emplear pilotos suicidas en la Segunda Guerra Mundial. Como se informó recientemente en MilitaryHistoryNow.com, el Tercer Reich se derrumbó hasta 70 voluntarios para volar "misiones de auto-sacrificio" contra naves aliadas o cabezas de puente usando versiones tripuladas de la bomba voladora V-1 conocida como Fi-103R Reichenbergs. La unidad fue denominada Escuadrón Leonidas después del famoso rey espartano que murió defendiendo las Termópilas de un ataque persa. No está claro cuántas salidas realizó el grupo. Los nazis también criaron al Sonderkommando Elbe, una unidad encargada de embestir a sus combatientes Messerschmitt Bf-109 en bombarderos aliados. Menos de ocho aviones estadounidenses fueron destruidos antes de que el proyecto fuera abandonado en 1945.


Niños de hasta 12 años fueron invitados a unirse al Basij, el ejército suicida de Irán.

El Basij


Enfrentando un punto muerto en su agotadora guerra de ocho años contra Irak, el régimen revolucionario en Irán recurrió a los ataques humanos al estilo de las olas para romper el estancamiento. Sorprendentemente, fueron civiles devotos fanáticos (no soldados) quienes se ofrecieron como voluntarios para estos escuadrones suicidas de primera línea. Las unidades cayeron bajo el mando de Basij, la ultraortodoxa "Organización para la movilización de los oprimidos" del ayatolá Jomeini. A lo largo de la década de 1980, los reclutadores recorrieron las escuelas secundarias para conseguir participantes dispuestos, algunos de tan solo 12 años se unieron. Nuevos inducidos fueron exhibidos ante las cámaras de televisión y tratados como celebridades nacionales. Más tarde, estos mismos voluntarios fueron ordenados a realizar asaltos frontales imprudentes contra posiciones de ametralladoras iraquíes. Otros marcharon cruelmente a través de campos minados enemigos para despejar el camino para los soldados regulares. Los luchadores Basij a menudo se toparon con la batalla completamente desarmados pero usando llaves de plástico que supuestamente debían abrir simbólicamente las puertas del más allá para ellos. Hasta 800,000 iraníes se inscribieron para morir por el Basij. La fuerza todavía existe hoy como una red de milicias basadas en la fe.

Las viudas negras


Los rebeldes chechenos emplearon famosos terroristas suicidas en las dos guerras de su república separatista contra Rusia. Entre los más extraños se encontraba la brigada Shahidka totalmente femenina o las "Viudas Negras". Entre 2000 y 2013, hasta 50 mujeres chechenas, en su mayoría esposas de militantes caídos, fueron entrenadas en el uso de chalecos suicidas. El grupo llevó a cabo más de una docena de ataques en más de diez años de operaciones. Quizás su asalto más famoso tuvo lugar durante el enfrentamiento en el teatro de Moscú en 2002 en el que los insurgentes irrumpieron en una sala de cine y tomaron más de 800 rehenes. La crisis terminó cuando las fuerzas especiales rusas inundaron el cine con gas venenoso. Más de 130 cautivos fueron asfixiados antes de que los comandos montaran un rescate. Más tarde, Moscú temió que los bombarderos de la Viuda Negra tuvieran planes de interrumpir los juegos de Sochi en 2014.