Marcelo Larraquy y el último secreto de Malvinas: “Si Inglaterra declaraba su invasión al continente, se acababa la guerra”
El
historiador abordó en su último libro “La Guerra Invisible” la
incursión de un comando británico en la Argentina continental durante el
conflicto en las islas. Reveló el plan de Margaret Thatcher para atacar
el continente y matar a los pilotos de los aviones caza luego de
comprar el diario de un capitán anónimo por solo 1,5 USD en una tienda
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Por Milton Del Moral || Infobae
El 4 de mayo de 1982 dos Exocet lanzados desde aviones de caza Super Étendard hundieron al destructor HMS Sheffield, la primera nave perdida por Gran Bretaña después de la Segunda Guerra Mundial (AP)
Dividió su viaje a Inglaterra entre el placer y el estudio. Fue el año pasado con sus hijos y también con sus proyectos. Quería saber de qué hablaban sobre la Guerra de Malvinas. Indagó en la bibliografía británica: encontró una vasta oferta y aprendió que a los asuntos marginales del conflicto le asignan mayor gravitación editorial. Hizo búnker en una biblioteca en Bloomsbury, un barrio universitario cerca del Museo Británico. “Ojeaba los libros, veía qué contaban y qué me podría interesar”. En una publicación antigua de inteligencia británica halló la semilla de su propio libro. En forma anónima y en dos páginas hablaban de un comando que había ido a atacar el continente.
Marcelo Larraquy, frondoso historiador, periodista y profesor, había escrito doce libros en los últimos veinte años. También había contado por fuera de su obra el combate terrestre, había entrevistado a los soldados del desembarco, había visitado Pradera del Ganso, Puerto Argentino, el estrecho San Carlos, había conocido la geografía de la definición del conflicto bélico. Empezó a interesarse por la guerra aérea y la guerra electrónica: descubrió que se había desatado una guerra invisible, oculta, prohibida, negada. El enfrentamiento oficial había sido en las islas y sobre el Mar Argentino. El otro, el no declarado, se libró en el continente.
La Guerra Invisible, el último secreto de Malvinas conduce progresivamente su relato hacia la revelación. Para comprender el despliegue británico en la Argentina continental hay dos partes y catorce capítulos. “Gran Bretaña tenía que definir su superioridad aérea y naval antes del desembarco. Las tropas terrestres británicas estaban en la Isla Ascensión mientras la Fuerza de Tareas avanzaba, porque todavía no se había despejado el panorama”, narró Larraquy. El panorama que debía despejarse eran los obstáculos de la fuerza aérea argentina y de la aviación naval: los obstáculos eran los Super Étendard.
El décimo tercer libro de Marcelo Larraquy desde la publicación de Galimberti, en el año 2000
“Se preocuparon muchísimo por asegurarse que los misiles Exocet no funcionaran como sistema de armas de los Super Étendard. Ahí tiene que haber un diálogo electrónico que no había provisto Francia a la Argentina por el bloqueo. En cambio, Francia le había asegurado a Inglaterra que no funcionaban”. Los Exocet significaban un cambio radical en la historia de la aviación de guerra: tiraban desde 40 kilómetros cuando el resto de los aviones las descargas se realizaban sobre el blanco. Y los Super Étendard, según Larraquy el único arma de combate que emparejaba el estándar tecnológico entre ambas naciones, fue la razón que disparó la guerra invisible.
El martes 4 de mayo de 1982 a las 9:45 dos Super Étendard con misiles Exocet, piloteados por el capitán de corbeta Augusto Bedacarratz y el teniente de navío Armando Mayora, despegaron de la base de Río Grande. “Volamos muy bajo, con suma discreción. No utilizamos prácticamente el radar, no hablamos por radio y solo nos comunicamos de avión a avión por señas”, recordaría años más tarde Bedacarratz. A las 11:05 y a unas 25 millas náuticas de su posición (aproximadamente 48 kilómetros), la guerra cambió: al menos uno de los misiles impactó en el destructor HMS Sheffield.
Lo hirió de muerte. El fuego se propagó por toda la nave. La fragata HMS Arrow rescató a los sobrevivientes y remolcó al buque fuera de la zona de peligro. Murieron 20 soldados británicos. Hubo 63 heridos. El Sheffield se hundió finalmente seis días después en aguas del Atlántico Sur. Cada 4 de mayo se celebra en Argentina el Día de la Aviación Naval por la proeza de Bedacarratz, Mayora, los Exocet y los Super Étendard. “La operación Sheffield es una obra maestra de la guerra electrónica porque lograron detectar e impactar a un destructor prácticamente en las sombras. Por eso, después al Almirante Woodward (John Sandy, comandante de la Fuerza de Tareas británicas en Malvinas) le empezaron a decir maliciosamente ‘el capitán de la flota de Sudáfrica’, porque alejó la tropa hacia el continente africano”, narró Larraquy.
Woodward se preocupó: dudó del real poderío armamentístico de su enemigo. “Gran Bretaña pensó: ‘Si me pegan en el Hermes o en el Invencible, o en los buques donde está toda la logística del combate, no hay guerra posible’”. Descubrieron su propia vulnerabilidad y advirtieron que desconocían el potencial enemigo. “No sabían cuántos misiles tenía la Argentina y también se suponía que no funcionaban, porque Francia les había asegurado que no había forma de que sirvieran”, relató. En el libro, el autor contó que el general Jacques Mitterrand, aviador retirado, titular de la empresa estatal y hermano del presidente francés François Mitterrand, le dijo a Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido, que no había manera de que el misil funcionara.
Argentina tenía solo cinco misiles Exocet. Pero Gran Bretaña solo sabía que dos aviones que habían partido del continente habían hundido a su principal buque de defensa antiaérea. Esa incertidumbre despertó la ofensiva. Rompieron con todo el protocolo: vulnerar la zona de exclusión significaba una declaración de guerra al continente. “Por eso lo llamo ‘Guerra invisible’ -dijo Larraquy-: no podían declarar la invasión porque sino se acaba la guerra, por los conflictos diplomáticos que surgirían en las Naciones Unidas y con los Estados Unidos”. Incluso Ronald Reagan, por entonces presidente estadounidense, se entera del plan británico para penetrar tierras continentales y le avisa a Thatcher que no lo haga. No le hicieron caso.
“Nada se hace porque sí. En ese momento, el centro de gravedad de la guerra era el continente. Si Gran Bretaña no eliminaba todas las amenazas que provenían del continente no podía desembarcar en las islas”, indicó el autor. Las fuerzas británicas centraron su atención en las bases aeronavales del continente. Antes del desembarco, debía corroborar superioridad aérea y naval. Procuraron acorralar las fuerzas continentales. “Primero lo hicieron con submarinos que hacían inteligente electrónica avisando sobre aviones argentinos que salían del continente. Después intentaron un supuesto desembarco donde el destructor Piedrabuena y el destructor Bouchard, que eran los que acompañaban al Belgrano, se pusieron delante de la base aeronaval de Río Grande para protegerla. Ahí detectaron patrullas y dispararon el único tiro de los buques en toda la guerra. Esos ecos desaparecieron del radar inmediatamente”.
El capitán de corbeta Augusto Bedacarratz desciende de su Super Étendard. Junto al teniente de navío Armando Mayora en la historia de la guerra aeronaval moderna
Al día siguiente, el 21 de mayo de 1982, se gestó la Operación Sutton, el desembarco británico en el estrecho San Carlos y el primer combate terrestre de la guerra. Inglaterra eliminó la resistencia dentro de las islas, bombardeó la Base Calderón, azotó Pradera del Ganso pero su preocupación viajaba desde el continente en los Super Étendard: el centro gravitacional de la guerra. “El problema estaba en el continente, no en el Puerto Argentino”, sintetizó el autor.
Cuando Inglaterra entendió que podía perder, infringió toda convención y tratado de guerra. Asignaron un comando de ocho hombres para que emprendiera una misión imposible: infiltrarse en el continente, asaltar las bases aeronavales, destruir los Super Étendard y matar a los pilotos. Era el plan original y la represalia ante un eventual segundo hundimiento. Así razonaron los británicos, según Larraquy: “Si a nosotros nos embocan otro misil en el Hermes o en el Invencible y no hicimos nada en el continente, sería una vergüenza. Tenemos que dar todo porque así es la guerra”. Usar un comando como fusible era algo que había que hacer.
El libro rebosa de datos y de comprensiones técnicas. El autor, un obsesivo de la precisión en la información, se preocupó más en que el relato no perdiera el eje: el fondo de la historia es la guerra escondida. Lo describe como un capítulo inédito en el prontuario Malvinas: la guerra electrónica, la guerra de radares, la incursión en el continente con el propósito de reventar la base aeronaval. Lo que no se sabe de Malvinas lo encontró hurgando bibliografía británica y tesis doctorales de académicos en una biblioteca de Londres.
"El libro es tan británico como argentino", relató el autor. El hundimiento del destructor Sheffield motivó las operaciones comando en el continente
Es la primera vez que un libro cuenta la historia de Andrew P. Legg sin apelar a seudónimos. Los documentos británicos resguardaron su identidad. Su nombre real se conoció en marzo de 2018 cuando publicó en la casa de subastas Wolley & Wallis un lote de objetos personales y recuerdos de su carrera militar. Vendía una boina del Special Air Services (SAS), la hombrera de capitán, la insignia roja y oro del regimiento, un cinturón de tela azul con hebilla de metal, las alas azules que acreditan sus dotes de paracaidista, dos medallas, fotos de sus misiones y el mapa de la isla de Tierra del Fuego que usó para planear su ataque a la base de Río Grande.
También un escrito de un tal William Barnes que se llamaba Ultimate Acceptance (“Aceptación final”). La bajada decía: “Mayo de 1982. Basado en el verdadero relato de una operación de inteligencia al continente sudamericano”. “Lo empecé a rastrear -dijo Larraquy-. Subastaba un diario secreto con un nombre supuesto de esta operación. No lo puede decir con su propio nombre porque firmó su confidencialidad. Ese libro se vende a un dólar y medio: es una edición de autor”. El historiador intercambió mails durante dos meses con una persona cercana a Legg: comprobó que el capitán de la patrulla que entró a la Argentina continental durante la guerra no quería hablar. Una frase del libro pone en relieve el suceso: “Legg desembarcaba en tierra argentina como ya lo había hecho el ejército británico en los años 1806 y 1807”.
“Tenía 28 años, juró confidencialidad con Gran Bretaña, tuvo que renunciar al ejército, pasó 38 años en silencio y terminó trabajando como profesor de matemática”, dijo Marcelo Larraquy. Lo que hizo y no hizo Legg en el continente se dice en el libro. Pero su acción sobre la isla de Tierra del Fuego desmantela la historia oficial británica. En los archivos nacionales, las únicas operaciones que no describen son las desplegadas en el continente: se mantienen como secreto de guerra. “El profesor Lawrence Freedman, quien escribió la historia oficial británica, no cuenta lo que pasó -apuntó el historiador-. Inglaterra no puede contar su invasión al continente porque son secretos de guerra que la comprometen. Y Argentina tampoco la puede contar porque sino supondría que tendrían que haber pagado las pensiones de todos los combatientes”. Fueron cuatro operaciones en continente: Larraquy persiguió el rastro de un comando por el hallazgo casi fortuito del diario de guerra de un capitán anónimo.
El libro tiene un agradecimiento especial a Nazareno Larraquy Yaques, hijo del autor: "Lo tuve secuestrado porque su inglés es mucho mejor que el mío. En esta pandemia estuvimos cuatro meses a full. No lo podría haber hecho sin él"
Para el autor, La Guerra Invisible, el último secreto de Malvinas puede ser una gema: inspirar la revelación de nuevos últimos secretos. “Hay versiones que no pude corroborar que dicen que hubo tres helicópteros y varios comandos en el continente”, reparó y sostuvo: “En el continente se libró una guerra, una guerra electrónica pero real. Incluso hubo la caída de un helicóptero con la muerte de diez soldados que habían ido en busca de un supuesto desembarco británico el 30 de abril en Caleta Olivia. Fueron declarados muertos en combate”.
El libro y los meses de estudio le enseñaron que la Guerra de Malvinas no se jugó en las islas. Le asignó valor al conflicto oculto y comprendió el reclamo de los veteranos: “Siempre se ninguneó todo lo que sucedió en el continente y quedó como un reclamo marginal de soldados que pusieron una carpa en Plaza de Mayo. En las bases se vivió un estado de guerra permanente. Ellos también estuvieron en guerra, no estaban de paseo ahí. Gran Bretaña tenía los submarinos surcando el Mar Argentino a once millas y también comandos que pisaron el continente con la misión de atacarlos”.
Anticipo exclusivo, “La Guerra Invisible-El último secreto de Malvinas”: el plan de Thatcher para atacar el continente y matar a los pilotos
La nueva investigación de Marcelo Larraquy revela en detalle los sucesos que se produjeron en Inglaterra después del hundimiento del destructor Sheffield, alcanzado por un misil Exocet. El fin de la operación con que pensaban tomarse revancha era destruir la escuadrilla de cazas Super Étendard que tenían en jaque a la flota británica y matar a los bravos pilotos de la aviación naval
El 4 de mayo de 1982 la Escuadrilla de la Aviación Naval, con dos aviones Super Étendard provistos con misiles Exocet atacó por primera vez en combate al destructor Sheffield. Los misiles fueron lanzados desde aproximadamente 40 kilometros. Gran Bretaña suponía que los Exocet que Argentina acababa de comprarle a Francia no podían lanzarse. El presidente francés Francois Miterrand le había asegurado a la premier Margaret Thatcher que no habían cedido los coeficientes para la computadora del avión, imprescindible para hacer funcionar su sistema de armas. Sin embargo, los misiles hundieron al Sheffield. A partir de ese momento, si Argentina impactaba sobre los portaviones Hermes o Invincible, que transportaban aviones, helicópteros y material logístico para el desembarco británico, se pondría en riesgo la victoria militar británica. Entonces se decidió romper la propia zona de exclusión que había delimitado y atacar el continente con un grupo comando, para destruir los aviones, los misiles y matar a los pilotos. La operación, que se revela por primera vez, es parte del libro “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”, de Marcelo Larraquy.
Aquí, el anticipo de La Guerra Invisible.
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El 8 de mayo, en Chequers, la residencia de campo oficial de gobierno —el mismo lugar donde se había decidido el hundimiento al crucero Belgrano—, se ordenó el traslado de las tropas terrestres de la isla Ascensión hacia el Atlántico Sur y se estableció la fecha del desembarco entre el 18 y 22 de mayo. Thatcher también avaló la gestación de la opción más extrema: eliminar el poder de destrucción del enemigo, el sistema de armas del Super Étendard. Atacarlo en su punto de partida. Woodward suponía que en la base de Río Grande todavía había tres Exocet, de acuerdo a la información francesa —que ya no resultaba tan confiable—, pero seguía en la búsqueda de más misiles. Un informe de inteligencia, entregado por un enlace de la Comunidad Europea, aseguraba que la Argentina poseía diez misiles. Thatcher autorizó el ataque al continente luego de una proposición de la Marina Real.
La operación requería la participación de una fuerza especial que, en una acción de alto riesgo, eliminara los aviones, los misiles y también a los pilotos. Se estudiaron tres opciones: a) La invasión a la isla de Tierra del Fuego y, en consecuencia, a la base de Río Grande; b) el bombardeo a la base de Río Grande con aviones Hércules, y c) la toma de la base con una fuerza especial.
Cualquiera de las opciones rompía con la zona de exclusión y el derecho a la “legítima defensa”, con el que Gran Bretaña había justificado el traslado de sus naves al Atlántico Sur. Ahora ya no importaba que el ataque activara el TIAR, recibiera la condena del Consejo de Seguridad de la ONU o incomodara a Estados Unidos. Thatcher estaba decidida. Sabía qué quería, necesitaba saber cómo hacerlo. El Estado Mayor para la Defensa le ordenó al jefe del Special Air Service (SAS), brigadier Peter de la Billière, que estudiara alternativas para la operación.
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De la Billière pensó la maniobra en dos etapas. En la primera, una patrulla saldría desde la Fuerza de Tareas, se aproximaría a la base de Río Grande y recogería información de los objetivos: los aviones, los misiles, los pilotos del Super Étendard. Sería una maniobra de exploración que desarrollaría un comando infiltrado. Se llamaría Operación Plum Duff. En la segunda parte, con los resultados de la inteligencia previa, dos aviones Hércules C-130 despegarían desde la isla Ascensión, se reabastecerían en el aire y aterrizarían en la pista de Río Grande: sesenta hombres armados se desplegarían sobre objetivos y los destruirían. El plan de fuga preveía retornar a los aviones y volar hacia Chile. Se denominaría Operación Mikado.
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La misión Plum Duff la desarrollaría el Escuadrón B del Regimiento 22. Era un escuadrón creado en 1951, cuando el SAS había enfrentado una insurrección comunista en Malasia; luchaban por la liberación del territorio colonial británico. El nuevo escuadrón había comenzado a entrenarse en áreas selváticas, como lo hacían sus enemigos, por períodos cada vez más largos, y demostraron que podían adaptarse a esta nueva geografía. Desde entonces, sus patrullas empezaron a integrarse con tres o cuatro hombres. Tres días después del ataque al Sheffield, el Escuadrón B comenzó a movilizarse en su base de Hereford. Ese día, el 7 de mayo, Gran Bretaña había extendido la zona de exclusión total hasta 12 millas de la costa argentina. No era difícil interpretarlo como la señal de un ataque al continente. Al día siguiente se presentó el primer plan, todavía en discusión. Había que delinearlo, pero la matriz era la siguiente: se formarían dos patrullas de exploración e inteligencia, una para la base de Río Grande y otra para la de Río Gallegos. Llegarían en helicópteros. Esta sería la primera fase. La segunda fase, la Operación Mikado, consistía en el vuelo apenas por encima del nivel del mar de dos Hércules que aterrizarían en la pista de Río Grande y de los que irrumpirían comandos en vehículos con ametralladoras pesadas. Matarían a los pilotos —que suponían alojados en la base—, destruirían aviones y misiles, y luego abordarían las aeronaves para refugiarse en Chile.
Ninguno de los que habían planeado la operación formaría parte de ella, ninguno estaría en la bodega del avión al momento de llegar al continente. Este era un punto ríspido, que molestaba en el Escuadrón B. Y además: ¿cómo aterrizarían dos Hércules sin ser detectados por radares de la base? No se sabía.
La duda era una sensación que concernía a la naturaleza de las operaciones bélicas. Pero el terror a un segundo ataque argentino con Exocet trascendía las dudas. Ahora la flota británica comenzaba a tener una percepción más real de la guerra. Hasta el ataque al Sheffield, se actuaba con profesionalismo pero no se vivía la tensión que supone el peligro inminente, la vulnerabilidad constante frente al enemigo, la exposición a un riesgo mayor, la pérdida de vidas no como hipótesis sino como hecho factible, real.
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La Operación Mikado entró en estado de incertidumbre. Pero se avanzó con la misión que la antecedía, la Operación Plum Duff, que era la que debía realizar la inteligencia sobre la base aeronaval. De la Billière confió la conducción al capitán Andy Legg. Era el hombre elegido. Acababa de cumplir 28 años. Después de enrolarse en el Ejército, Legg había realizado un máster en Matemática aplicada en la Universidad de Reading, aunque su propósito siempre era integrarse al Regimiento de Paracaidistas, como paso previo a su ingreso al SAS. Un oficial de enlace universitario, en cambio, le recomendó unirse al Royal Hampshire, un regimiento militar local, para perfeccionar su formación. Legg tomó en cuenta el consejo, y aplicó en el curso de un año de entrenamiento en la Real Academia Militar de Sandhurst. En su momento también lo había realizado Winston Churchill. Al finalizar, alcanzó el grado de segundo teniente, con antigüedad anticipada por su máster universitario. Pero nunca abandonó su idea de ser miembro del SAS.
En 1980, dos años más tarde de lo que había proyectado, superó las pruebas de selección y se integró al Escuadrón B del Regimiento 22. Ya había servido en una operación en Omán, en las montañas de Dhofar, y también en la selva de Belice, colonia británica en América Central, y se disponía a viajar a Canadá cuando le encomendaron la jefatura de un comando que debía infiltrarse en el continente argentino con la guerra iniciada. Legg había recibido la siguiente instrucción: “Esto será difícil, hágalo con firmeza, muévase lentamente y efectúe una buena observación de los alrededores antes de hacer algo. Realice la inteligencia a medida que avanza”, le recomendó su superior inmediato.
El capitán Legg pensaba que un acceso por Chile, con una exploración lenta hacia el objetivo, podría dar mejores resultados para elaborar un mapa de inteligencia que el ingreso por la costa a una distancia reducida del blanco. Además, desde Chile tendrían menores posibilidades de ser detectados. Pero su inquietud no encontró la atmósfera adecuada ni se abrieron posibilidades de discutir la viabilidad de la misión, como solía suceder. No había tiempo ni voluntad para generar cambios radicales en el diseño de la Operación Plum Duff.
El Escuadrón B del Regimiento 22 dirigido por Legg continuó su preparación. Era el único escuadrón que todavía no había sido enviado al Atlántico Sur. Primero entrenaron en Gales con tiros de rifles, emboscadas nocturnas y marchas forzadas. Luego se desplazaron a Wick, en el extremo norte de Escocia, para ensayar aterrizajes con el Hércules desde baja altura, a poca distancia del mar.
Cuando regresaron a Hereford (central del SAS), el 14 de mayo, De la Billière los reunió con las novedades: las dos patrullas de exploración se fusionaban y, si se daban las posibilidades, también deberían atacar la base de Río Grande en una operación de acción directa. Por esta nueva planificación, debían llevar explosivos y detonadores por tiempo y resignar ropa y comida en su mochila. La base de Río Gallegos se había descartado como blanco. El capitán Legg conduciría una patrulla única de siete hombres que llegaría a Río Grande y exploraría y destruiría la base. Ese era el nuevo objetivo. Todavía no existía una planificación final, se iría conociendo con el correr de los días. Podrían desembarcar desde una fragata, un submarino o un helicóptero. Esta última opción era la más probable. Lo único cierto era que debían volar hacia Ascensión al día siguiente para iniciar la maniobra. (…)
(…) En Ascensión, antes de cruzar el hemisferio, Legg sostuvo una comunicación satelital con De la Billière. El brigadier le dio algunos detalles del lanzamiento al océano y le informó que probablemente volarían al continente con un Sea King. La posibilidad de que la operación se cancelara y que a él lo reasignaran para unirse al resto del Escuadrón del SAS con la Fuerza de Tareas se acababa en ese momento, pensó Legg. Sintió que ya no había forma de escapar. Hubiera preferido un submarino o una lancha rápida para llegar a la costa, en todo caso. El ruido del Sea King representaría un seguro boleto de ida. Le preguntó a De la Billière qué sucedería con el helicóptero después de que los dejara en tierra. Temía que, si quedaba visible, se intensificara la búsqueda de su patrulla. “Tenemos activos que eliminarán la evidencia. No es un tema de su incumbencia”, fue la respuesta exasperada del brigadier. No hubo más preguntas. Antes de cerrar la transmisión De la Billière les deseó suerte. Esperaba verlos en su regreso a Londres, le dijo.
El 16 de mayo, siete horas después del despegue, a 17 mil pies de altura, el Hércules fue acoplado por la sonda de otro Hércules y tras dos intentos fallidos logró cargar combustible. Faltaba la mitad del viaje. El piloto les anticipó que había un poco de brisa desde el oeste. Nada de qué preocuparse. El tiempo era bueno. Seis horas después se colocaron su paracaídas y sus salvavidas y los ocho hombres saltaron desde 370 metros junto a sus armas y las mochilas. Desde el avión después les tiraron las cajas con pertrechos de guerra, que recuperaron en el mar.
La Operación Plum Duff cruzaba al hemisferio sur por primera vez. Estaban dispersados por las olas, a 60 millas al norte de Puerto Argentino, pero todavía lejos del continente. El rescate se demoró. Esperaron más de media hora la llegada del buque de auxilio Fort Austin para levantarlos del agua congelada. Legg lamentó no haber pedido trajes de neoprene para su grupo.
Desde el Fort Austin volaron en helicóptero hasta el Hermes. En el portaviones se conformaría la tripulación que los trasladaría al continente. Se les ofreció a los pilotos del Sea King postularse como voluntarios. Algunos acababan de regresar de la isla Borbón y mantenían el entusiasmo por el éxito de la operación. Pero, si para esa misión habían vuelto al Hermes, la misión Pluff Duff no tenía la posibilidad de llegar al continente y regresar. Era lo más parecido a un sacrificio humano. Y también material. El almirante Woodward ordenó que utilizaran el modelo más antiguo del Sea King. El piloto de mayor graduación del escuadrón de transporte aéreo, Bill Pollock, lo convenció de que les permitiera utilizar la versión más moderna, el Sea King 4. Legg entendía que en el vuelo al continente se sacrificaría a tres pilotos, al Escuadrón B, además del helicóptero. Pero la superioridad creía que este sacrificio no representaba un costo alto frente a la posibilidad de poner en riesgo el resultado de la batalla. Aunque el éxito de la misión fuera mínimo, el sacrificio debía realizarse.