miércoles, 23 de abril de 2025

Turquía: Historia y desempeño de sus Fuerzas Aerotransportadas

El asalto aéreo turco: Historia y modernidad

Mikhail Vikentiev, Roman Mamchits || Revista Militar




El 2 de agosto, en Rusia, Bielorrusia, Kazajstán, Uzbekistán y Tayikistán, en Abjasia, la región autónoma no reconocida de PMR y Osetia del Sur, y a nivel regional en la autonomía Gagauz-Yeri, se celebró oficialmente el Día de las Fuerzas Aerotransportadas. Es interesante que en la Unión de Bielorrusia este día a nivel estatal también sea el Día de las Fuerzas Especiales.

En Turkmenistán, la festividad se trasladó al 15 de diciembre, y en Ucrania se canceló por completo; en otros estados postsoviéticos se celebra de manera extraoficial; por regla general, las autoridades no interfieren. Una rara excepción fue el desafortunado incidente en Estonia, donde una residente fue sometida a una multa administrativa por una publicación en las redes sociales en la que la felicitaban por la “fiesta soviética”.



Con esta publicación, dedicada a la pasada festividad, iniciamos una serie de artículos sobre las tropas aerotransportadas de los países del mundo. Empecemos, curiosamente, por Turquía, ya que ahora está en el centro de atención de todo el mundo debido a la clara amenaza de abandonar la OTAN.

El ejército turco es el segundo y más grande de la OTAN y uno de los ejércitos más preparados para el combate del mundo. Pero la doctrina militar, desarrollada por Mustafa Kemal Ataturk, está diseñada exclusivamente para la defensa, y no para operaciones ofensivas. “La paz en la Patria significa paz en la tierra”, dijo Ataturk.


Por tanto, las fuerzas anfibias turcas se utilizaron para operaciones ofensivas solo una vez: en 1974, durante la Operación Atila en el norte de Chipre. De hecho, esta operación comenzó con el desembarco en paracaídas y las posteriores acciones de los comandos correspondientes a las fuerzas de asalto aerotransportadas rusas.

Esto se convirtió inmediatamente en la clave del éxito posterior de la operación, que condujo a la formación de la República Turca del Norte de Chipre parcialmente reconocida. Además, casi nadie recuerda que esto también condujo a la caída de las dictaduras militares en Grecia y Chipre. Y fue el único precedente en la historia de un conflicto militar entre los países de la OTAN: Turquía y Grecia.

En los estados postsoviéticos, las Fuerzas Aerotransportadas se descifran en ruso en broma como "Tropas del tío Vasya", en honor al nombre del comandante en jefe Vasily Margelov. No, el legendario general no fundó personalmente las Fuerzas Aerotransportadas, esto se hizo mucho antes que él, pero, como comandante, Margelov elevó las Fuerzas Aerotransportadas a tal nivel que todo el mundo estaba celoso.

Turquía no tiene su propio “Tío Vasya” y no hay Fuerzas Aerotransportadas como estructura única. En la actualidad, hay una brigada de paracaidistas, dos brigadas de comandos (que, como ya se ha dicho, corresponden aproximadamente a las fuerzas de asalto aerotransportadas rusas) y dos regimientos aerotransportados. De nuevo, esto parece estar relacionado con la doctrina militar defensiva.

Básicamente, las fuerzas de desembarco turcas llevan a cabo tareas internas, a menudo antiterroristas, en particular, participan en operaciones contra los separatistas kurdos. A menudo, las fuerzas aerotransportadas turcas participan en operaciones especiales junto con la policía, la mayoría de las veces para detener a los narcotraficantes que transportan grandes cantidades de sus productos.

La fuerza de desembarco también trabaja con las tropas fronterizas para detener los intentos de grandes concentraciones de refugiados, principalmente de Siria, de cruzar la frontera. A menudo es necesario bloquear los canales de paso de los militantes del Kurdistán iraquí a Turquía.

El papel de comandante en jefe en Turquía lo desempeñaron diferentes personas en diferentes períodos, la mayoría de las cuales nunca entraron en la historia. Las fuerzas aerotransportadas en Turquía se organizaron 19 años más tarde que en la URSS. El brillante comandante de la Primera Guerra Mundial, Kemal Atatürk, observaba con atención todo lo que sucedía en la Unión, pero el desembarco no le inspiró.

La primera experiencia de organizar unidades paracaidistas se produjo sólo bajo el tercer presidente de Turquía, Ismet Inonu, en 1949. Fue entonces cuando se formó la alianza de la OTAN e İnönü consideró a Turquía como un posible miembro de la alianza.



Tras la petición de Inönü de que Turquía se uniera a la OTAN, un grupo de instructores de paracaidismo estadounidenses llegó a un terreno cercano a las ruinas de la antigua ciudad de Éfeso, cerca de Esmirna, y abrió allí una base de entrenamiento aerotransportado. En la actualidad, esta es la única escuela de paracaidismo de Turquía y también el mayor centro de paracaidismo y parapente del país.

Al principio, la escuela de entrenamiento de paracaidismo funcionaba como una sección de la escuela de infantería del ejército turco, luego se independizó. Cuando Turquía se unió a la OTAN, lo que ocurrió bajo el siguiente presidente Celal Bayar, el ejército turco solo tenía dos pelotones aerotransportados.

Bajo la OTAN, las cosas mejoraron, se organizó una compañía y, cuando se produjo la invasión de Chipre, que en Turquía se llama oficialmente "operación para restablecer la paz", las Fuerzas Aerotransportadas turcas ya estaban formadas por una brigada, que incluía tres batallones.

A pesar de que la operación de desembarco en el norte de Chipre y sus consecuencias causaron conmoción en la OTAN. Aunque Chipre nunca ha sido miembro de la OTAN y es poco probable que lo sea, Grecia, que sí lo es, se ha puesto de su lado. Había que tener en cuenta a los paracaidistas turcos y, con la aprobación tácita de la OTAN, se formaron otras dos brigadas aerotransportadas turcas.



Los años setenta del siglo XX fueron el segundo periodo de fuerte occidentalización para Turquía después de la era de las reformas de Ataturk. Pero si Ataturk estaba más orientado hacia Francia, la dictadura militar de los años setenta eligió a Estados Unidos como punto de referencia. Como es sabido, a los militares turcos no les gustan los islamistas conservadores, lo que ha llevado al deseo de eliminar cualquier forma de cortinaje con el mundo occidental.

A pesar de la brutal represión de los disidentes, ya sean izquierdistas o conservadores islámicos, también hubo ventajas en términos de cooperación internacional y liberalización de la esfera cultural. Los informales intercambiaban vinilos de artistas occidentales, vaqueros de marca y camisetas con símbolos del rock del ejército estadounidense a cambio de "hierba", delicias naturales locales y souvenirs.



En las películas empezó a aparecer música psicodélica, en la televisión aparecieron rockeros y en las tiendas se empezaron a vender cada vez más productos occidentales. En Estambul y Ankara se abrieron universidades estadounidenses, una de las cuales en aquel momento educaba al futuro "enemigo del pueblo": el escritor mundialmente famoso Orhan Pamuk.

Ahora, bajo el presidente Erdogan, se intenta reescribir la historia. Por ejemplo, se cree que unos malos militares ahorcaron al buen primer ministro Adnan Menderes en 1960. Pero en este caso se olvida que Menderes fue el principal iniciador y provocador del sangriento pogromo griego en Estambul, tras el cual casi no quedaron griegos en Turquía.

En tales condiciones, Estados Unidos, tras la invasión turca de Chipre, introdujo una moratoria sobre el suministro de armas . Pero el resto de los países de la OTAN no siguieron el ejemplo de Estados Unidos, y la moratoria estadounidense no se aplicó a las actividades de formación y consultoría.

En total, en los años noventa del siglo pasado, Turquía había formado la fuerza aerotransportada que todavía tiene hoy: dos regimientos separados, una brigada aerotransportada, dos regimientos aerotransportados separados y dos brigadas de comando. Estas últimas corresponden aproximadamente en funcionalidad y misiones de combate a la DShB.


Cada brigada cuenta con unos 5.000 efectivos y está dividida en tres batallones; las brigadas también cuentan con unidades de abastecimiento y refuerzo.

La dirección del Partido de la Justicia y el Desarrollo de Erdogan ha realizado sus propios ajustes, no en la doctrina militar, sino en la política exterior. A pesar de que las unidades aerotransportadas turcas nunca han tenido mucho interés en participar en operaciones conjuntas de la OTAN, bajo el gobierno de Erdogan existían precedentes de operaciones de desembarco fuera de Turquía.

Estas operaciones, para envidia de otros miembros de la OTAN, resultaron incluso más exitosas y profesionales que el desembarco de los años setenta en el norte de Chipre. Así, en 1998, se llevó a cabo con éxito una operación aerotransportada en el norte de Irak con el objetivo de detener y entregar a Turquía a uno de los comandantes de campo kurdos.

La misión de combate se cumplió; no hubo pérdidas irreparables por parte de los paracaidistas turcos. En julio de este año, los comandos llevaron a cabo una operación contra las fuerzas del PKK y los peshmerga kurdos en el Kurdistán iraquí, lanzando paracaidismo a 35 km de la frontera turca, y también con éxito.

El personal de las Fuerzas Aerotransportadas de Turquía se recluta tanto entre reclutas como entre voluntarios. Entre los voluntarios, a menudo se da preferencia a aquellos que ya tienen experiencia en paracaidismo. En general, como en cualquier fuerza aerotransportada de otros países, en Turquía los requisitos en cuanto a condición física y capacidad mental, así como la estabilidad mental de los futuros paracaidistas, son naturalmente mayores.

Debido a que Turquía es miembro de la OTAN, la composición de las unidades de las Fuerzas Aerotransportadas tiene un origen muy mixto. Los aviones utilizados para el desembarco son de origen estadounidense y franco-alemán, los uniformes, chalecos antibalas, cascos y botas de combate son de fabricación turca. Las armas de fuego y los misiles antitanque pueden ser turcos o alemanes, los paracaídas son exclusivamente estadounidenses.

Turquía tenía una industria de la seda más desarrollada que ahora y producía paracaídas con cubierta de seda. Pero ahora se utiliza nailon más barato para estos fines en todo el mundo, por lo que el resurgimiento observado de la sericultura en Turquía, enterrada en las moreras, no provocará un cambio en la estructura geográfica de los suministros de equipo para las Fuerzas Aerotransportadas.

Pero una posible salida de la OTAN conducirá seguramente a esto, y los países de la OTSC, que también heredaron de la URSS unas fuerzas armadas bastante buenas y una industria de defensa plenamente desarrollada, podrán aprovechar esto.


ARA Almirante Irizar: Así despega un Sea King

Proyección de poder aéreo: China puede atacar desde el espacio con cazas cohetes

Avión cohete chino ataca prácticamente desde el espacio: es muy posible

Roman Skomorokhov || Revista Militar





El 26 de diciembre de 2024, China sorprendió al mundo al lanzar al aire no uno, sino dos nuevos prototipos de cazas que encarnan su visión de los sistemas aéreos de próxima generación: el Chengdu J-36 y el Shenyang J-XX/J-50.

 

A través de una cadena de filtraciones cuidadosamente dosificadas —porque, seamos sinceros, si alguien sabe guardar secretos militares, es el Imperio Celestial—, China ha dejado entrever una jugada que nadie vio venir. Dos aeronaves, completamente nuevas, salieron a la luz: un enorme avión sin cola y con ala en forma de diamante, identificado como J-36 (fuselaje número 36011), fabricado por Chengdu, y otro de menor tamaño —aunque igualmente imponente— de ala lambda, desarrollado por Shenyang, conocido de forma extraoficial como J-XX o J-50.

Que China estuviera trabajando en su propia visión de un sistema de combate aéreo de sexta generación era un secreto a voces. Pero nadie esperaba que dieran este paso tan pronto. Y mucho menos, que lo hicieran con semejante contundencia.

Primero, porque todos asumían que Estados Unidos marcaría el rumbo en este terreno. Su programa NGAD (Next Generation Air Dominance) había dominado el discurso sobre los cazas del futuro, y parecía cuestión de tiempo hasta que los norteamericanos se llevaran el primer aplauso. Pero China se adelantó.

Segundo, porque no se trató de una única plataforma experimental. China reveló dos programas distintos, desarrollados por dos fabricantes competidores, que avanzan en paralelo en investigación, desarrollo y producción. Chengdu y Shenyang, ambos trabajando al unísono, pero por caminos separados, hacia una misma meta: redefinir el dominio aéreo.

Y así, de un momento a otro, China no solo presentó su primer caza de sexta generación. Presentó también el segundo. Con apenas unas horas de diferencia.

No hay otra forma de decirlo: 2025 arrancó con China en el centro del escenario de la aviación militar global. Mientras otros hablaban del futuro, ellos lo pusieron a rodar por la pista.

Hoy, todas las miradas están puestas en una sola silueta: la del Chengdu J-36. No porque sepamos exactamente qué es —todo lo contrario—, sino porque lo que rodea a esta máquina está envuelto en una neblina de misterio, lo que, en tiempos como estos, es casi una invitación a imaginar. Diseño, capacidades, propósito… el J-36, creación inesperada de Chengdu Aerospace Corporation (CAC), nos deja espacio para especular, y eso lo hace aún más fascinante.

Lo que sí se ha filtrado —en fotos y videos cuidadosamente controlados— revela un avión con diseño de ala en diamante, sin superficies de cola. Un auténtico “ala volante” futurista. En sus primeras apariciones, el J-36 estaba propulsado por dos motores turbofán, pero luego surgieron imágenes que mostraban un tercer motor, algo que abrió una cascada de preguntas.

En cuanto a su tamaño, el J-36 es considerablemente más grande que el ya imponente J-20, también desarrollado por Chengdu. Algunos analistas estiman una longitud de 23 metros y una envergadura de 19,2 metros, lo que lo ubica por encima del J-20, que mide 20,3 m de largo con una envergadura de 12,88 m. A partir de eso, se proyecta un peso máximo al despegue (MTOW) de entre 50 y 60 toneladas.

¿Y qué clase de caza necesita ese tonelaje? Para ponerlo en contexto, el Su-34 ruso, que es más un bombardero táctico que un caza puro, tiene un peso bruto al despegue de 45 toneladas. Y aquí estamos hablando de un supuesto caza de superioridad aérea, con una masa comparable —o incluso superior— a la de un bombardero pesado.

Y no olvidemos los tres motores. Una decisión que ha generado tanto desconcierto como teorías. Algunos apuntan a la falta de empuje suficiente de los propulsores chinos más avanzados, como los WS-15, que, según datos disponibles, generan unos 16.000 kgf de empuje cada uno. En comparación, los motores del Su-34 —AL-31F-M1— entregan alrededor de 13.000 kgf. Sobre el papel, los WS-15 superan esa cifra. Pero claro, está el eterno talón de Aquiles de la ingeniería china: la fiabilidad.

Si el J-36 necesitara realmente tres motores para alcanzar su rendimiento esperado, algo no cuadra con la idea de un caza ágil y maniobrable. Con dos WS-15 debería poder despegar… pero no necesariamente combatir con la agilidad que exige el dogfight moderno. Y sin maniobrabilidad, ¿sigue siendo un caza? O estamos, tal vez, ante un nuevo tipo de plataforma, más cercana a un bombardero sigiloso, un lanzador de armas hipersónicas, o incluso un nodo aéreo de guerra electrónica o control de enjambres.

Lo cierto es que, por ahora, el J-36 no despeja las dudas. Las multiplica.
Y eso lo hace aún más intrigante.


La elección de tres motores en el diseño del J-36 no es un simple capricho de ingeniería. Es, en muchos sentidos, una anomalía en el mundo de la aviación de combate moderna, donde la eficiencia, la maniobrabilidad y la reducción de peso mandan. Pero China, una vez más, parece estar jugando con sus propias reglas.

Una posibilidad es que Chengdu esté apostando al desarrollo definitivo del WS-15, el motor de quinta generación chino que promete empuje suficiente para mantener vuelo supersónico sostenido y mejorar radicalmente la relación empuje-peso. Pero lo interesante aquí no es solo el empuje. La adición de un tercer motor podría tener objetivos mucho más ambiciosos.

Más allá de mover una estructura pesada, tres motores significan también una enorme generación de energía eléctrica. Y eso podría ser la clave. Porque un caza de sexta generación no solo debe volar: debe ver más, procesar más, comunicarse más y defenderse más. Sistemas de guerra electrónica avanzados, sensores multifrecuencia, radares AESA, enlaces de datos de alta capacidad, e incluso armamento defensivo de nueva generación —como láseres de alta energía (HEL) o microondas de alta potencia (HPM)— requieren una cantidad colosal de energía y refrigeración.

Visto así, la configuración del J-36 parece mucho menos una rareza y mucho más una pieza central del concepto chino de guerra aérea del futuro. Un sistema de combate aéreo en red, donde el J-36 no es solo un avión de combate, sino el cerebro aéreo que coordina enjambres de UAVs, guía misiles inteligentes, y opera de forma autónoma junto a otras aeronaves, tripuladas o no.

Incluso si su rol se limitara únicamente a actuar como nodo de mando y control, el J-36 necesitaría una capacidad de procesamiento de datos y transmisión en tiempo real sin precedentes. Eso implica potencia bruta, capacidad de enfriamiento, redundancia, y arquitectura electrónica avanzada. Porque controlar un enjambre aéreo no es simplemente cuestión de presionar botones: es gestionar inteligencia, amenazas, objetivos, y trayectorias múltiples en fracciones de segundo.

Por eso, uno o dos motores quizá serían suficientes para una plataforma especializada en tareas limitadas, como el despliegue de drones. Pero China parece querer más: que cada J-36 sea un centro de mando volador, un sistema multirole de largo alcance, capaz de operar por sí solo o en conjunto, y hacer todo eso con autonomía operativa y sostenida.

Y en ese camino, no se descarta que futuras versiones del J-36 estén propulsadas por motores de ciclo variable (VCE), una tecnología emergente que permite que las turbinas operen a velocidades distintas según la necesidad. Esto no solo mejora la eficiencia del combustible, sino que permite gestionar de forma más inteligente el flujo de energía a los distintos subsistemas electrónicos del avión.

Con un peso estimado al despegue de entre 50 y 60 toneladas, el J-36 se sitúa en un terreno poco habitual para un caza. Esa envergadura se traduce en una enorme capacidad interna de combustible y espacios generosos para armamento, lo que le da alcance estratégico y capacidad de carga pesada.

Pero aquí surge la pregunta inevitable: ¿sigue siendo esto un caza? Porque todo en el J-36 —su tamaño, sus motores, su misión, sus sistemas— apunta más bien a una nueva categoría híbrida, algo entre caza, bombardero, centro de mando y lanzador estratégico.

Tal vez no estamos viendo el futuro de los cazas…
Sino el nacimiento de otra cosa completamente distinta.

Por ahora, todo lo que sabemos sobre el alcance y la capacidad de carga del J-36 está cubierto por una neblina de especulación. Pero, incluso en ausencia de cifras oficiales, hay pistas suficientes para armar el rompecabezas.

El objetivo estratégico parece claro: cubrir la primera cadena de islas —Japón, Taiwán, Filipinas e Indonesia— sin depender del reabastecimiento en vuelo. Para ello, el J-36 debería contar con un alcance significativo, lo bastante amplio como para entrar y salir del espacio aéreo hostil con autonomía plena. Y si se incorpora armamento de largo alcance, como misiles de crucero o armas aire-superficie de precisión, el radio de acción se extendería hasta la segunda cadena de islas, abarcando buena parte del sudeste asiático.

En cuanto a su carga útil, se espera que el J-36 esté equipado con una bahía interna de grandes dimensiones, capaz de alojar una variada gama de municiones. Entre ellas, destacan los nuevos misiles aire-aire de ultra largo alcance, como el PL-17, con un alcance estimado de más de 300 kilómetros, además de bombas guiadas por precisión y misiles de crucero lanzados desde el aire.

Pero insistimos: el J-36 no debe entenderse como un caza convencional. Su papel está diseñado para ser el centro de gravedad de un ecosistema aéreo mucho más amplio, que incluiría enjambres de drones, algunos quizás del tamaño de pequeños cazas tripulados, integrados y controlados en tiempo real desde esta plataforma.

Y aquí es donde empiezan a surgir las teorías sobre su enigmático tercer motor.
Tres versiones. Tres formas de intentar entender el propósito de esa decisión poco ortodoxa.

Versión 1: el motor adicional es necesario para mover al gigante.
Con un peso estimado cercano a 60 toneladas, el J-36 requeriría un empuje considerable solo para maniobrar como lo haría un Su-35, uno de los cazas más ágiles de gran tamaño. Pero incluso así, la física es inflexible: la maniobrabilidad del J-36 es, como mínimo, cuestionable. Su tamaño, su masa y su configuración aerodinámica no apuntan a una plataforma diseñada para el combate cercano. Velocidad y alcance, tal vez. ¿Agilidad? Difícil.

Versión 2: el tercer motor es una fuente de energía, no de velocidad.
Más allá de la propulsión, este motor adicional podría estar diseñado para alimentar sistemas de alta demanda energética: radares de largo alcance, sensores múltiples, enlaces de datos de gran ancho de banda, sistemas de guerra electrónica, e incluso armas de energía dirigida como láseres o microondas, necesarias para defensa activa o control de drones en enjambre.

Esta hipótesis tiene lógica. El avión se convierte así en una plataforma de comando, un servidor aéreo en red con capacidades ofensivas y defensivas que trascienden el combate tradicional. Pero incluso esta versión tiene puntos débiles: la complejidad, la fiabilidad, el mantenimiento en combate… todo eso se multiplica con un motor adicional.

Y luego está la versión 3. La más atrevida. La más difícil de comprobar, pero imposible de descartar del todo: el tercer motor no es lo que parece.

Tal vez no sea un motor en el sentido clásico. Tal vez sea una cubierta para otro sistema, un contenedor modular, una bahía adicional camuflada, un emisor de energía, o incluso una plataforma de lanzamiento para drones miniaturizados o sistemas hipersónicos. En un avión diseñado para engañar radares y desinformar al enemigo, nada puede descartarse por completo.

Porque si algo queda claro con el J-36, es que no se trata simplemente de un caza más. Es una declaración estratégica envuelta en incógnitas técnicas. Un enigma de tres motores, dos alas y una función que, quizás, aún no entendemos del todo.

Y es en este punto donde todos se acomodan en sus asientos, tal vez con palomitas en mano, y la película realmente comienza. Porque sí: el tercer motor es un motor… pero no en el sentido tradicional. O al menos, no con la función que todos estamos esperando. Lo que estamos viendo hoy, esa estructura con tres salidas y líneas futuristas, podría no ser más que una ilusión funcional.

Vale la pena recordar que lo que se ha mostrado hasta ahora no es el modelo final. Es un prototipo, un banco de pruebas, un laboratorio volador. Una plataforma pensada para ensayar ideas, validar sistemas, jugar con límites. Lo que salga al otro lado del túnel de desarrollo podría parecerse… o podría ser algo radicalmente distinto.

Y luego está ese detalle que ha empezado a circular en algunos medios especializados: una tercera toma de aire supersónica, ubicada en la parte superior del fuselaje. Un elemento que no encaja del todo con la lógica de un diseño convencional, y que abre nuevas preguntas sobre lo que realmente alimenta ese supuesto tercer motor.

¿Qué es, entonces?
¿Una fuente de energía secundaria?
¿Una entrada para un sistema oculto de propulsión o refrigeración?
¿O simplemente un señuelo, una pieza colocada adrede para confundir a los observadores y analistas occidentales?

Nada puede descartarse. Porque si hay algo que China ha demostrado con el J-36, es que no está jugando bajo las reglas conocidas. Está diseñando algo más. Tal vez una nave polivalente. Tal vez una plataforma modular con funciones intercambiables. Tal vez un caza que no quiere parecerse a ningún caza.

Y ese supuesto tercer motor puede ser la clave o la cortina de humo.
Pero lo más intrigante es esto: el misterio, por ahora, parece completamente intencional.

Le planteé esta hipótesis a un veterano de VASO —un hombre con más de 32 años de experiencia en construcción aeronáutica— y su respuesta fue inmediata: “Es una idea más que interesante.” Según él, lo primero que llama la atención en el diseño del J-36 es el enorme espacio interno disponible. Los chinos, al parecer, tomaron la decisión desde el principio: construir una aeronave con volumen sobrado. Pero lo curioso no es eso. Lo curioso es cómo eligieron usarlo.

En teoría, si se tratara simplemente de alimentar un tercer motor convencional, habría sido mucho más sencillo rediseñar las dos tomas de aire principales, recalcular sus secciones transversales y desviar parte del flujo hacia el tercer motor. Fácil de calcular. Más simple de construir. Menos complicado en el taller.

Pero no. Los ingenieros chinos decidieron hacerlo a su manera. Y ahí es donde aparece la posibilidad más audaz de todas: ¿y si ese tercer motor no es un turborreactor, sino un motor cohete de propulsante líquido?

Parece ciencia ficción, pero no lo es.

El clásico par oxígeno-queroseno ha sido utilizado durante décadas en cohetes como la Soyuz-2 o el Falcon 9. Es un sistema probado, eficiente y relativamente seguro. El oxígeno líquido, aunque frío y volátil, es mucho menos peligroso que oxidantes como el flúor o el amilo. Además, este tipo de motor ofrece un impulso específico altísimo, del orden de los 3.500 m/s, algo que ningún turborreactor podría soñar alcanzar.

Claro que hay obstáculos. Para encender un motor cohete de estas características, se necesita un sistema de ignición externo que sincronice perfectamente el suministro de oxígeno y queroseno a la cámara de combustión. En los cohetes espaciales, se usan arrancadores eléctricos o químicos desechables. Pero en aviación, ya se está empezando a trabajar con encendidos por plasma, sistemas más complejos pero reutilizables, capaces de funcionar a cualquier altitud.

Y aquí entra en juego esa extraña toma de aire superior que tanto ha dado que hablar. Si no está diseñada para alimentar un turborreactor, podría servir como sistema auxiliar para iniciar la ignición del motor cohete, o incluso como parte del sistema de enfriamiento y ventilación interna para el almacenamiento de oxígeno líquido.

Las grandes dimensiones del J-36 no solo lo hacen ideal para transportar más combustible o armamento: también permiten instalar tanques criogénicos de oxígeno líquido dentro del fuselaje, sin comprometer el centro de gravedad ni la distribución estructural. Y como en los motores cohete el oxígeno se bombea hacia la cámara de combustión, no se necesitan tanques de presión excesiva ni paredes ultra reforzadas.

¿El resultado? Un avión con dos motores turborreactores y uno cohete. Una bestia híbrida capaz de funcionar como una aeronave convencional… hasta que necesite un impulso brutal en altitud, velocidad o energía, y entonces active su carta oculta.

Es una idea radical. Pero el J-36, desde el principio, no ha seguido ninguna regla convencional.
Y si la especulación acierta, podríamos estar ante el primer caza-cohete táctico del siglo XXI.


Cualquier persona normal se preguntaría: ¿para qué necesita una cabra un acordeón si ya está alegre? Y para alegrarla aún más.


Los propios desarrolladores chinos no han sido tímidos al describir el J-36: lo han presentado como un prototipo capaz de atravesar cualquier defensa y golpear donde más duele. Una afirmación audaz. Pero que, inevitablemente, lleva a una pregunta fundamental:
¿Cómo se atraviesa una defensa aérea moderna?

La respuesta, en realidad, no ofrece muchas opciones. Y cada una de ellas tiene sus propios límites —teóricos, prácticos o simplemente físicos.

La primera posibilidad es la más popular en la doctrina moderna: la invisibilidad ante el radar. El santo grial de la guerra aérea del siglo XXI. Utilizando diseño furtivo, materiales absorbentes, formas anguladas. El problema es que, con cada año que pasa, la eficacia de esta teoría es más discutida. Porque, a fin de cuentas, la baja observabilidad no significa invisibilidad, y lo que antes era tecnología de vanguardia, hoy empieza a enfrentarse a radares de banda múltiple, algoritmos adaptativos y sensores pasivos. ¿Funciona? A veces. ¿Garantiza atravesar "cualquier defensa"? Muy dudoso.

La segunda opción es más atrevida y, en ciertos contextos, muy efectiva: volar por debajo del radar. Literalmente. Rozando el terreno, aprovechando pliegues del paisaje y obstáculos naturales para esconderse del haz del radar. Lo vemos hoy en Ucrania, con drones y misiles de crucero deslizándose entre colinas y bosques. Pero esto, llevado a un avión del tamaño y peso del J-36 —un ala de 15 toneladas danzando a 50 metros sobre el suelo— es otra historia.
Aquí la física se impone: la inercia, el volumen, el margen de error. Tarde o temprano, un giro mal calculado termina en impacto. Y un sistema tan complejo no puede arriesgarse a un simple bache en el terreno.

Entonces queda una tercera opción. La menos explorada. La más radical:
no esquivar la defensa aérea, sino sobrevolarla completamente.
Romper el tablero y jugar desde otro plano.

Estamos hablando de operar a altitudes estratosféricas, 50, 60 kilómetros, quizás más. Por encima de todos los “paraguas” conocidos de defensa aérea. Y aquí, los números hablan por sí solos.

Tomemos el S-400 ruso, uno de los sistemas de defensa más avanzados del planeta. Su misil más potente, el 40N6E, tiene un techo de interceptación de 30 kilómetros.
El sistema Patriot estadounidense, tan temido como extendido, no supera los 20 kilómetros.
Y aunque Estados Unidos dispone de sistemas navales como el Standard Missile, incluso su versión avanzada, el SM-6, se queda en 33 km de altitud máxima.

Solo una excepción sobresale en este mapa de cifras: el SM-3, un interceptor diseñado no para el combate aéreo convencional, sino para interceptar misiles balísticos en la estratósfera. Un misil cinético, más cercano a un proyectil espacial que a una defensa aérea tradicional.

¿Y si el J-36, con su motor adicional y diseño masivo, no está pensado para evadir… sino para volar más alto que nadie?

Una plataforma que se eleva por encima del alcance de los radares, de los misiles, del ruido del combate.
Un atacante desde las alturas, descendiendo como un cometa en el momento preciso.
Un avión que, literalmente, vuela por fuera de las reglas.

En resumen, estamos hablando de un misil capaz de volar a muy grandes altitudes y velocidades extremas. El SM-3, misil interceptor de tres etapas, puede alcanzar hasta 250 km de altitud y guía su trayectoria mediante un buscador infrarrojo, lo que lo convierte en una plataforma de intercepción extremadamente sofisticada. Pero también tiene sus límites.

Porque el SM-3 fue diseñado con una misión muy concreta: destruir objetos que no maniobran, como la ojiva de un misil balístico o incluso un satélite en órbita baja. Objetivos que siguen una trayectoria perfectamente predecible. Y aquí está el problema: nadie sabe cómo respondería este misil frente a un objetivo que maniobra activamente. Las pruebas necesarias para comprobarlo simplemente no se han realizado.

Además, Estados Unidos no tiene muchos misiles de este tipo. Son caros —muy caros—: cada unidad cuesta entre 18 y 24 millones de dólares, según su variante. Y por eso se emplean con cuenta gotas, solo en escenarios de máxima prioridad estratégica.

Así que si el escenario es un avión que opera a 50 o 60 kilómetros de altitud, justo donde la atmósfera aún permite cierto uso aerodinámico, pero muy por encima del alcance de casi todas las defensas, las posibilidades de interceptarlo son mínimas. Si además lleva un motor cohete, y no depende de oxígeno ambiental, puede alcanzar esa altitud con relativa facilidad.

Y no hablamos de un ataque a territorio continental. Porque China no necesita ni pretende atacar el territorio estadounidense. Lo que le preocupa está más cerca.
Hablamos del Océano Pacífico. De Taiwán. Y de los grupos de ataque de portaaviones (AUG) estadounidenses que se aproximan para defenderlo.

Ahí es donde este tipo de aeronave —una plataforma estratosférica armada, rápida y precisa— entra en juego.

Porque lanzar un misil balístico contra un AUG es una solución limitada. Sí, su ojiva es veloz, difícil de interceptar, pero poco precisa. Por diseño, su guiado final es tosco, y cualquier corrección de trayectoria es difícil debido a la alta velocidad de descenso y la resistencia atmosférica. La física pone sus reglas, y la precisión (CEP) se resiente seriamente.

En cambio, un avión de gran altitud puede detectar, rastrear y elegir su objetivo en tiempo real. Puede lanzar bombas guiadas o cohetes desde 50 km de altitud, sin entrar jamás en el alcance efectivo de los sistemas de defensa aérea de los buques.

Pensemos en eso: una bomba guiada, con bajo perfil radar, lanzada desde el borde de la estratósfera. Su caída sería limpia, rápida, difícil de interceptar, con un perfil térmico reducido. No es un proyectil que desciende como un meteorito desde el espacio, sino algo más controlado, más inteligente. Y si hablamos de municiones pequeñas y sigilosas, el radar del AUG tendrá problemas para verlas llegar… y más aún para detenerlas.

¿Imposible? Tal vez no tanto.
Basta recordar al mayor Bernhard Jope, que el 9 de septiembre de 1943, a bordo de un bombardero alemán, lanzó dos bombas guiadas Fritz X sobre el acorazado Roma de la marina italiana. Dos impactos. Un buque insignia hundido. Una lección temprana de lo que puede hacer un ataque guiado, preciso y desde arriba.

Hoy, casi un siglo después, la historia podría repetirse. Solo que esta vez, a 50 kilómetros de altitud, y con una tecnología que ni siquiera soñaban en 1943.

Un avión cohete estratosférico, armado con bombas guiadas o cohetes precisos, no es ciencia ficción. Es una respuesta táctica elegante y brutal para un problema real: cómo romper un grupo de combate naval sin entrar en su alcance.
Y si el J-36 apunta en esa dirección, no es solo un caza más.
Es un cambio de paradigma.

Dos bombas con un peso de 1.570 kg enviaron al fondo el nuevo acorazado con un desplazamiento de 46 toneladas.



No es difícil predecir lo que dos bombas de este tipo harán a un barco moderno, que prácticamente no tiene blindaje en comparación con los barcos de la Segunda Guerra Mundial.


Un avión cohete como el J-36 tiene una ventaja que cambia las reglas del juego: es reutilizable.
A diferencia de un misil balístico o de crucero, que es por definición un sistema de un solo uso —un billete de ida sin retorno—, un avión puede adaptarse. Puede cambiar de objetivo sobre la marcha, puede retirarse si la situación cambia, puede esperar el momento adecuado para atacar. Y si es pilotado —ya sea por un humano o por una IA autónoma avanzada—, tomará decisiones mucho más complejas que las de cualquier computadora a bordo de un proyectil.

Un misil, por su parte, solo tiene una opción: ser disparado y seguir su trayectoria. Sin corrección. Sin repliegue. Sin margen de maniobra táctica. Solo avanzar… o autodestruirse.

Y cuando hablamos de costos, el panorama es revelador.
Un misil balístico Bulava cuesta alrededor de 10 millones de dólares.
Un Iskander, unos 3 millones.
Incluso un misil de crucero Kalibr ronda el medio millón.
En cambio, una bomba guiada por láser o por satélite, lanzada desde gran altura y con precisión quirúrgica, cuesta una fracción de eso. Y en condiciones ideales, puede ser igual o más efectiva, sobre todo cuando el blanco es móvil y las circunstancias cambian en segundos.

Pero eso no es todo. Las bodegas del J-36 podrían no estar llenas de bombas o misiles. Podrían estar cargadas de drones asesinos. Vehículos autónomos de ataque, lanzables desde la estratósfera, capaces de dispersarse en formación, saturar sensores enemigos, confundir defensas y golpear desde múltiples ángulos. Y si hay un país con los medios para hacerlo, es China. El desarrollo de drones en enjambre, algoritmos de control distribuido y miniaturización armada está muy avanzado en sus laboratorios.

¿Controversial? Tal vez.
¿Audaz? Sin duda.
Pero todo concepto revolucionario comienza con una idea que desafía lo conocido.

El J-36 no es todavía una realidad consolidada. Es un prototipo, una visión, una pieza de ingeniería especulativa que apunta hacia lo que China imagina como el avión de ataque del futuro. Y como dice el proverbio chino:
“El viaje de mil millas comienza con el primer paso.”
Este podría ser ese paso.

La teoría puede parecer atrevida, pero no por eso carece de fundamento.
Y como ocurre siempre con los nuevos desarrollos militares chinos de alto perfil, las imágenes y los vídeos aumentarán. Veremos al J-36 rodar, despegar, maniobrar, tal vez entrenar. Poco a poco, el rompecabezas irá tomando forma, y con él, las respuestas a muchas de las preguntas que hoy solo podemos plantear.

Pero una cosa ya es clara:
China no está imitando el pasado. Está diseñando su propia versión del futuro.


lunes, 21 de abril de 2025

Georgias del Sur: Intervención de las fuerzas especiales británicas

Fuerza de operaciones especiales británica en el conflicto anglo-argentino (1982)




 


La primera escaramuza por el Atlántico Sur: El preludio del conflicto de 1982

En el vasto e indómito Atlántico Sur, un grupo de islas aparentemente insignificantes fue, durante siglos, motivo de disputas, pretensiones y tensiones internacionales. Las Islas Malvinas —o Falkland Islands, como las conocen los británicos— emergieron en la historia moderna no por su tamaño o población, sino por el simbolismo geopolítico y nacionalista que terminaría por desatar una guerra relámpago en 1982.

Un reclamo británico sobreactuado

La sesgada historia oficial británica remonta descaradamente su primer desembarco en el archipiélago a 1690. Aquel gesto, aparentemente menor en una época de exploraciones imperiales, marcaría el inicio de una ocupación que se consolidaría con fuerza más de un siglo después. Después de1833, la administración británica ya ejercía control pleno sobre las islas, luego de expulsar a la población argentina establecida incluyendo un gobernador designado. Las islas se incorporaron de facto a su red de territorios de ultramar.

Durante décadas, el enclave fue poco más que un remoto puesto en medio del océano. En 1982, la población apenas alcanzaba los 2.000 habitantes, todos hablantes del inglés, con una pronunciación marcada por el aislamiento geográfico y el viento atlántico. Sus costumbres eran, en esencia, de población implantada británica: se bebía cerveza ale, se conducía por la izquierda y se celebraban festividades al estilo de la metrópoli, a pesar de que Londres quedaba a más de 13.000 kilómetros de distancia. Para los isleños, no había duda: eran súbditos del Reino Unido aunque desde la metrópolis les acuñaron el despectivo nombre de kelpers (cachiyuyo).

Las reivindicaciones argentinas: El fantasma del reclamo histórico

Pero en la ribera opuesta del continente sudamericano, las cosas eran vistas de otro modo. Argentina mantenía una reclamación histórica sobre el archipiélago porque básicamente lo había heredado del Imperio Español y, de hecho, había establecido población local para la cría de ganada vacuno y hasta un gobernador. "Las islas Malvinas", como son denominadas, para los argentinos, eran y son un territorio usurpado, una deuda pendiente del legado colonial.

Esa tensión latente encontró su primer punto de ebullición en marzo de 1982. Fue un hecho pequeño en apariencia, pero cargado de simbolismo: el desembarco de un grupo de ciudadanos argentinos en la isla Georgia del Sur, bajo la misión comercial de recolectar chatarra. Aunque esta isla se halla a cientos de kilómetros al sureste del núcleo del archipiélago principal, era administrativamente considerada parte de las Malvinas por las autoridades británicas.

La ocupación de Georgia del Sur: La chispa del conflicto

El 19 de marzo de 1982, los argentinos llegaron a bordo del buque ARA Bahía Buen Suceso, siendo una operación como una iniciativa comercial. Sin embargo, una vez en tierra, su accionar fue inequívoco: tomaron el control de la abandonada estación ballenera de Leith, izaron la bandera argentina y no establecieron contacto ni diálogo con el pequeño grupo de investigadores británicos que se encontraban en la isla. No tenían por qué de todos modos.

La escena fue capturada por dos camarógrafos presentes, quienes serían testigos de un momento que pronto escalaría en tensión. El gobierno británico, sorprendido por la recuperación y la falta de comunicación, consideró el acto como una provocación directa a su presencia imperial.

Este hecho aparentemente aislado se convertiría en el primer acto concreto de un conflicto armado que estallaría pocos días después. Lo que comenzó como una disputa diplomática terminaría convirtiéndose en uno de los enfrentamientos bélicos más notorios del siglo XX entre dos naciones democráticas.



Buque oceanográfico británico "Endurance"

Operación Rosario: La descolonización que quiso ser

Para la Argentina, las Islas Malvinas representaban más que un grupo de tierras frías y ventosas en el Atlántico Sur. Eran una herida abierta, un símbolo de la interrupción colonial que nunca fue del todo reparada. El reclamo argentino no era un capricho moderno, sino una causa que atravesaba generaciones, alimentada por la memoria histórica, el sentimiento nacional y el deseo de corregir lo que se entendía como una injusticia imperial.

La respuesta militar británica: El Endurance y la presión disuasiva

El 31 de marzo de 1982, las tensiones alcanzaron un nuevo umbral. El Reino Unido envió un escuadrón de veintidós infantes de marina reales a bordo del buque HMS Endurance hacia la isla Georgia del Sur. Su misión era clara: reestablecer una presencia militar frente a la incursión argentina, proteger a los técnicos británicos allí presentes y demostrar que Londres no estaba dispuesto a ceder terreno fácilmente.

Esta decisión no fue menor. Significaba que el Reino Unido ya contemplaba un posible escenario bélico. Pero desde el punto de vista argentino, aquella maniobra confirmaba la postura colonialista de una potencia que seguía aferrada a su dominio ultramarino, sin importar los reclamos históricos ni el derecho internacional que condena el colonialismo en todas sus formas.

Preparativos de defensa: La tensión en la Isla Soledad

Mientras tanto, al noroeste, en la Isla Soledad —la más grande del archipiélago— se respiraba tensión. Una pequeña guarnición británica, compuesta por apenas cuarenta efectivos, fue puesta en alerta máxima. Su comandante, el mayor Mike Norman, era consciente de la realidad: si llegaba una fuerza argentina significativa, su contingente no podría ofrecer una resistencia prolongada.

No obstante, desplegó a sus hombres en posiciones estratégicas dentro de la zona conocida como las Tierras Populares Orientales. Su intención era clara: resistir lo necesario para cumplir con el deber, pero sin incurrir en una catástrofe humana innecesaria. Incluso los isleños comprendían que una intervención argentina era inminente.

2 de Abril: El día que quiso cambiar la Historia

En la madrugada del 2 de abril de 1982, Argentina puso en marcha la que sería una de las operaciones militares más simbólicas de su historia reciente. El desembarco, bautizado como Operación Rosario, se presentó como una acción quirúrgica y nacionalista. Su objetivo no era una invasión con fines de ocupación, sino el retorno de la soberanía a un territorio considerado legítimamente propio.

La operación fue nombrada en honor a la Virgen del Rosario, protectora espiritual de las fuerzas armadas argentinas. La fuerza de desembarco era abrumadora en comparación con la pequeña guarnición británica. A pesar de ello, los defensores resistieron durante unas tres intensas horas. Fue una confrontación breve, pero que dejó claro el mensaje: los británicos no entregarían el territorio sin oponer resistencia.

A las 8:30 de la mañana, el entonces gobernador británico de las islas, Rex Hunt, tomó una decisión pragmática. Para evitar un baño de sangre innecesario, especialmente entre los marines y los civiles que se habían sumado a la defensa, ordenó cesar la resistencia. Así, las fuerzas argentinas tomaron el control del archipiélago, sin registrar pérdidas humanas significativas.

Fue un momento de euforia para muchos en Argentina. Por primera vez en más de un siglo, la bandera celeste y blanca ondeaba en Puerto Argentino (anteriormente Puerto Stanley). Se sentía —al menos por unas horas— que el país había corregido una injusticia histórica.




El eco del imperio: La respuesta británica toma forma

El júbilo que envolvía a Argentina tras la recuperación de las Malvinas contrastaba con la creciente preocupación en Londres. La maquinaria militar británica, dormida durante años por la aparente estabilidad de su imperio colonial residual, comenzaba a reactivarse. Lo que para Argentina era un acto de soberanía, para el Reino Unido se convirtió en un desafío directo que no estaba dispuesto a dejar pasar.

SAS en marcha: Preparativos de guerra desde el Viejo Mundo

La respuesta británica no tardó en organizarse. Apenas llegaron los informes de la Fuerza Aérea que confirmaban la toma de las islas por parte de Argentina, el comando de élite del Reino Unido, el Regimiento de Servicios Aéreos Especiales (SAS), entró en acción. El teniente coronel Michael Rose, al frente del 22º regimiento del SAS, activó la alerta máxima para el escuadrón D.

Era un viernes como cualquier otro, con la mayoría del personal en descanso de fin de semana, pero la realidad los sacudió con fuerza. Al mediodía del sábado, la logística militar británica ya había hecho su parte: el escuadrón tenía en su poder ropa de abrigo, armamento especializado, munición y equipos técnicos provenientes de los depósitos del Reino Unido. Nadie dudaba de que el escenario sería hostil.

El domingo por la mañana, todo el personal asignado se reunió en el Regimiento de Preparación Militar (RPM), recibió instrucciones precisas, y el grupo de avanzada despegó con rumbo a la isla Ascensión, un punto clave a mitad de camino entre Europa y el Atlántico Sur, cerca del ecuador. Al día siguiente, los refuerzos y especialistas de otros escuadrones completaron el dispositivo. El Imperio, aunque venido a menos, se preparaba para responder con todo su poderío militar.

La caída en Georgias del Sur: Furia y fuego en el Fin del Mundo

Mientras los británicos movilizaban tropas desde el otro hemisferio, en el confín del planeta, el conflicto se encendía con crudeza. El 3 de abril, un día después de la Operación Rosario, tropas argentinas desembarcaron en Georgia del Sur con la misión de asegurar ese territorio también bajo disputa.

El pequeño destacamento británico, comandado por el teniente Keith Mills, resistió con lo poco que tenía. A pesar de que los argentinos ofrecieron una rendición pacífica, el oficial británico se negó. Las negociaciones no prosperaron, y las tropas argentinas tomaron la iniciativa. En una maniobra envolvente, dos grupos de marines desembarcaron en las afueras de la localidad de Grytviken, utilizando helicópteros para ejecutar la operación desde diferentes flancos.

La superioridad numérica y logística argentina era evidente, pero los británicos no se replegaron sin antes dejar huella. En plena batalla, lograron derribar uno de los helicópteros de transporte con fuego de fusilería, además de alcanzar otro helicóptero de reconocimiento. Cuando una fragata argentina intentó aproximarse a la costa para brindar apoyo, fue recibida con fuego antitanque desde la costa por parte de los marines apostados en King Edward Point. El impacto no fue menor: las ametralladoras causaron una seria inclinación del navío.

Aunque breve, el combate en Georgia del Sur dejó claro que la guerra ya no era una posibilidad: era una realidad. Las primeras bajas, las primeras acciones de combate real, y el primer choque entre dos banderas que reclamaban la soberanía del mismo territorio ya habían tenido lugar. Lo que Argentina había imaginado como una operación rápida de descolonización, comenzaba a transformarse en un conflicto internacional de proporciones imprevisibles.



Puerto de Gritviken en Georgia del Sur

Capitulación en Georgia del Sur: Una retirada honorable

A pesar de la férrea resistencia inicial, los marines británicos destacados en Georgia del Sur comprendieron pronto la realidad: el aislamiento geográfico, la desproporción de fuerzas y la imposibilidad de recibir refuerzos sellaban su destino. Tras cumplir con su deber y agotar las posibilidades de defensa, el teniente Mills y su pequeño destacamento se rindieron. No fue una derrota vergonzosa, sino el cierre inevitable de un capítulo marcado por la valentía y la soledad en los confines del mundo.

La bandera argentina flameaba ahora también sobre Grytviken. Para la Argentina, cada victoria simbolizaba un acto de justicia histórica. Sin embargo, los días de calma serían breves. Muy lejos de allí, el engranaje bélico británico avanzaba a toda marcha.

Grupo de Tareas Paraquet: Preparando el contragolpe pirata

En la estratégica Isla Ascensión, ubicada casi en el ombligo del Atlántico, el Reino Unido armaba su contraofensiva. Allí se conformó un grupo de tarea bajo el mando del mayor Guy Sheridan, del Cuerpo de Marines Reales. Su composición era tan precisa como letal: la compañía M42 de la División de Comandos, la segunda sección del SBS (Special Boat Service), y el escuadrón D del 22º regimiento del SAS, uno de los cuerpos de élite más temidos del mundo.

La operación, con nombre en clave Paraquet, zarpó hacia el sur a bordo de los buques Fort Austin y Tidespring, escoltados por los destructores Antrim y Plymouth. El Antrim, además, servía como cuartel general flotante de toda la misión. En mar abierto, el grupo se encontraría con el buque hidrográfico HMS Endurance —viejo conocido del conflicto— y el submarino nuclear HMS Conqueror, símbolo del poder submarino británico.

El despliegue aéreo estaba compuesto por helicópteros Wessex, Lynx y un Wasp del Endurance, todos destinados a proporcionar apoyo aéreo y logístico en caso de una operación de desembarco en Georgia del Sur.

El infierno blanco del Atlántico Sur

Lo que Londres no consideraba —o subestimaba— era el enemigo más implacable: la naturaleza misma. Georgia del Sur, ubicada en uno de los rincones más inhóspitos del planeta, ofrecía un clima tan severo como el del norte de Islandia. La isla estaba atrapada entre fiordos, acantilados y glaciares, donde apenas se sostenían algunos asentamientos humanos.

Hacia la segunda quincena de abril, los vientos antárticos más crudos comenzaban a azotar la región. El día se reducía a pocas horas de luz tenue, y la temperatura mordía sin piedad. En este contexto, los mandos argentinos, convencidos de que ninguna potencia se atrevería a lanzar una operación en semejantes condiciones, relajaron su vigilancia. A sus ojos, el clima era su mejor aliado.

Una exploración maldita: La trampa del Glaciar Fortuna

Pero los británicos, con su mentalidad militarista de vieja escuela, estaban dispuestos a ignorar lo inhóspito del entorno. El 21 de abril, apenas tres semanas después de la recuperación argentina de las islas, el Reino Unido lanzó un primer movimiento audaz y temerario.

Dieciséis comandos del SAS, entrenados en guerra de montaña, fueron enviados a la costa helada de Georgia del Sur. Su destino: el glaciar Fortuna, un monstruo de hielo azotado por tormentas de nieve y vientos huracanados. La misión parecía salida de una novela de aventuras gélidas.

La distancia desde su base más cercana era de casi 6.000 kilómetros. Los pilotos de helicópteros enfrentaron enormes dificultades para levantar vuelo desde la cubierta de sus buques debido a la nieve acumulada. Aterrizar en el glaciar, en medio de la oscuridad, fue una hazaña que rozaba lo suicida. Vientos penetrantes, visibilidad nula y un terreno irregular y no preparado complicaron aún más la misión.

El resultado fue una pesadilla logística y táctica. La exploración del glaciar terminó en un fracaso técnico. La nieve sepultó el avance, las comunicaciones se vieron afectadas y el avance del SAS se estancó, poniendo en riesgo al grupo entero.

Lo que parecía ser una operación encubierta de reconocimiento se convirtió en una lucha por la supervivencia contra el verdadero dueño de Georgia del Sur: el clima.




Fracaso glacial: La naturaleza como barrera infranqueable

El intento británico de insertar comandos de élite en el corazón de Georgia del Sur pronto se transformó en una odisea helada. A pesar del altísimo nivel de entrenamiento de los soldados del SAS, las condiciones climáticas de la isla superaban incluso la preparación más rigurosa. En cinco agotadoras horas de marcha, apenas lograron avanzar un kilómetro desde el punto de aterrizaje. La tormenta de nieve no era solo un obstáculo: era una trampa mortal.

Cada combatiente cargaba más de 35 kilogramos de equipo sobre su espalda, y a eso se sumaban cuatro trineos cargados con hasta 90 kilogramos cada uno. El hielo mordía, el viento rugía y el horizonte desaparecía entre copos y oscuridad. Con la llegada del amanecer, buscaron refugio. Intentaron montar dos tiendas árticas para protegerse del vendaval, pero el destino no les dio tregua. Una de las carpas fue arrancada por una ráfaga y la otra colapsó tras romperse los postes de sujeción.

El resultado fue devastador. La mayoría del grupo sufrió congelaciones. Sus cuerpos, entrenados para la guerra, no estaban preparados para la furia de un entorno tan hostil. En esas circunstancias, cumplir una misión táctica era una quimera. La prioridad inmediata pasó a ser sobrevivir y evacuar.

Evacuación bajo fuego del clima

La orden de evacuar llegó rápido, pero el clima no daría respiro. En medio de la operación, dos helicópteros británicos se estrellaron debido a las turbulencias y la nula visibilidad. La retirada se convirtió en una operación desesperada en la que cada minuto aumentaba el riesgo de perder hombres sin que se disparara una sola bala.

El mito del dominio absoluto británico comenzaba a resquebrajarse ante un enemigo más antiguo y más implacable que cualquier ejército: la Antártida misma.

Reintento anfibio: El despliegue del SBS

A pesar del desastre anterior, Londres no retrocedía. Al día siguiente, se ordenó una nueva misión de reconocimiento. Esta vez sería ejecutada por la segunda sección del SBS (Special Boat Service), expertos en operaciones anfibias y clandestinas. El blanco: los asentamientos de Leith y la Bahía de Stromness. El método: infiltración sigilosa por mar.

Cinco botes inflables, con tres soldados cada uno, partieron en la madrugada del viernes. A pesar del precalentamiento de los motores, tres de ellos fallaron y no pudieron arrancar. Solo los dos restantes lograron ponerse en marcha, pero debieron remolcar a los tres inactivos. La combinación de oscuridad total y viento cruzado feroz hizo que dos de los botes remolcados se perdieran en el caos marino.

Uno de los equipos logró, por suerte, contactar con un helicóptero de la Marina Real. El otro, más desafortunado, terminó arrastrado hasta un cabo desolado de la isla, donde sus miembros vagaron durante días, ocultándose, sorteando acantilados, y evadiendo patrullas argentinas mientras trataban de reconectarse con su unidad.

El resto de los comandos que sí llegaron a tierra cumplió parcialmente con su objetivo: observar e informar sobre los objetivos planificados. Pero su situación se volvió precaria rápidamente. El intenso frío había congelado por completo los botes, haciéndolos inservibles. No tenían forma de regresar al buque.

El 25 de abril por la mañana, un helicóptero Wessex logró extraerlos. La misión fue técnicamente exitosa en términos de reconocimiento, pero el costo físico, logístico y moral fue elevado.

El avance británico hacia Georgia del Sur estaba lleno de fallas, errores de cálculo y tragedias logísticas. La Argentina observaba. La ilusión británica de una reconquista sencilla se deshacía lentamente bajo la nieve y el viento. Pero la guerra apenas comenzaba.



Submarino argentino "Santa Fe"

Submarino “Santa Fe” y la última defensa naval argentina en el confín del Atlántico

Mientras los británicos luchaban contra el clima y sus propias limitaciones logísticas, un nuevo actor entraba en escena en las aguas congeladas del Atlántico Sur: el submarino argentino ARA Santa Fe. Su sola presencia alteró por completo los planes enemigos y otorgó, aunque brevemente, una ventaja estratégica a la defensa argentina de Georgia del Sur.

Este veterano submarino de propulsión diésel-eléctrica, con años de servicio a sus espaldas, patrullaba la región como un símbolo de la voluntad argentina de mantener su soberanía sobre el territorio recién recuperado. Su aparición en la zona no fue planificada como una confrontación directa, sino como una misión de patrullaje y disuasión. Pero el destino lo empujaría al centro de un episodio dramático.

Fue avistado en la superficie por un helicóptero Wessex británico, que evacuaba a uno de los equipos del SBS. El piloto, al detectar la silueta del submarino, decidió atacar sin demora, lanzando cargas de profundidad. Los daños iniciales obligaron al Santa Fe a buscar refugio y navegar en superficie hacia Grytviken, ya sin capacidad de inmersión.

La cacería no terminó allí. Al llamado del Wessex acudieron helicópteros Lynx y Wasp, que atacaron con misiles y ráfagas de ametralladoras. A pesar de su valentía y la experiencia de su tripulación, el Santa Fe no pudo resistir. Gravemente dañado, convertido en presa fácil en medio de la inmensidad oceánica, se vio forzado a retirarse, marcando el fin simbólico de la capacidad naval argentina en esa zona del conflicto.

Desembarco forzado: Una iniciativa a contrarreloj

Para los británicos, el daño al Santa Fe representó una oportunidad que no podían desperdiciar. La presencia del submarino había obligado a suspender los intentos de desembarco, pero ahora, con su retirada, Londres optó por no esperar a que llegaran refuerzos de los marines reales. El tiempo jugaba en contra, y las condiciones climáticas podían empeorar. Se optó por una operación de asalto urgente.

El grupo de ataque, conformado por lo poco disponible en ese momento —elementos del SAS, del SBS y de los marines británicos— apenas sumaba unas setenta personas. Frente a ellos se encontraba una guarnición argentina que, al menos en número, duplicaba a los atacantes.

La doctrina militar es clara: para que una fuerza atacante tenga posibilidades reales de éxito, debe superar al menos por tres veces al defensor. Pero en este caso, los británicos ignoraron esa regla básica. Apostaron por la sorpresa, la agresividad táctica y el uso del factor psicológico para desestabilizar a la defensa.

La caída de Georgias del Sur: Fin del primer capítulo

Bajo el amparo de la artillería naval, los primeros comandos del SAS desembarcaron desde los buques Plymouth y Antrim, encontrando un terreno desnudo y expuesto a unos dos kilómetros de Grytviken. Desde allí se atrincheraron y esperaron la llegada del resto del contingente, transportado en helicópteros que sorteaban con dificultad los vientos gélidos de la zona.

Una vez reagrupados en una cresta elevada, comenzaron a observar el pueblo. Era claro que la resistencia argentina no era homogénea ni tenía una línea de mando firme tras los ataques al Santa Fe. Aun así, uno de los equipos del SAS fue enviado en exploración hacia Grytviken.

Lo que encontraron fue una escena inesperada: sábanas blancas colgando de las ventanas, señal de rendición, y soldados argentinos que esperaban poner fin al enfrentamiento sin más derramamiento de sangre. La defensa se desmoronó sin combate, erosionada por el aislamiento, el desgaste moral y la falta de apoyo aéreo o marítimo.

La bandera argentina fue retirada del asta. En su lugar, los británicos izaron nuevamente la Union Jack, restaurando simbólicamente el control colonial sobre Georgia del Sur. Para la Argentina, la pérdida no era solo militar: era un golpe a la moral y al esfuerzo de recuperación soberana que había comenzado con determinación el 2 de abril.

Sin embargo, esta era apenas una de las muchas batallas por venir. Lo que se había encendido en el Atlántico Sur no se apagaría con una sola victoria táctica.




La caída final: Leith y el fin de la breve esperanza en Georgias del Sur

La última pieza del dominio argentino en Georgia del Sur cayó el día después de la rendición en Grytviken. Con la moral británica en alza y el impulso táctico de su lado, dos equipos del SAS y uno del SBS fueron transportados en helicóptero hasta el asentamiento del puerto de Leith, un antiguo puerto ballenero donde aún quedaban fuerzas argentinas destacadas.

Lo que hallaron allí fue más resignación que resistencia. Un escuadrón argentino compuesto por dieciséis hombres, aislados y conscientes de la situación general, no ofreció resistencia significativa. La suerte ya estaba echada, y combatir en esas condiciones habría sido suicida.

El grupo de desembarco británico tomó control sin derramamiento de sangre, capturando a 156 soldados y oficiales argentinos, junto con 38 civiles que se encontraban en la zona. Con esta operación concluyó oficialmente el efímero pero simbólico control argentino sobre la isla. Habían pasado apenas 23 días desde el desembarco inicial, pero esos días representaron un punto de inflexión para la Argentina: un acto de soberanía que encendió pasiones, esperanzas y un conflicto que cambiaría para siempre el equilibrio diplomático del Atlántico Sur.

Para los británicos, fue la primera victoria tangible en el estallido de la Guerra de las Malvinas. Una reconquista relámpago que les permitió consolidar posiciones estratégicas y fortalecer su narrativa internacional de “respuesta legítima”. Pero para Argentina, fue una derrota que no apagaba la convicción de que las Malvinas eran, son y seguirán siendo una causa nacional.

Rumbo a las Malvinas: El conflicto se expande

Tras asegurar Georgia del Sur, el Escuadrón D del SAS no tuvo descanso. Fue reembarcado casi de inmediato hacia el este, rumbo al corazón del conflicto: las Islas Malvinas. Allí, la situación prometía ser mucho más compleja, más prolongada y más sangrienta.

En la misma dirección se movían otras unidades de élite británicas: el Escuadrón S, el Escuadrón G, y el propio cuartel general del 22º Regimiento SAS, bajo el mando del teniente coronel Michael Rose. La maquinaria de guerra británica se expandía ahora con determinación, confiando en que la combinación de tecnología, entrenamiento y presión política doblegaría la resistencia argentina.

Pero lo que esperaba en Malvinas no era una isla deshabitada ni una guarnición desorganizada. Era un territorio recuperado con orgullo, con una guarnición firme y una sociedad argentina que, pese a la distancia, sentía que el retorno había sido justo. La historia de la guerra apenas comenzaba, y Georgia del Sur sería solo su prólogo.


Basado en el artículo de Serguéi Kozlov || Revista Militar

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