Cuando en 1840 apareció el primer fusil de cerrojo debido al alemán Dreyse, nació un arma que se haría famosa dentro y fuera de los campos de batalla, alcanzando un grado de eficacia no igualado por otras armas. A cien años cumplidos por el modelo más significativo, el fusil Mauser 1898, conviene recordar y conmemorar el nombre genérico que designa a los de su estilo.
Aunque el padre de las armas de cerrojo fue Dreyse, su brillante idea y sus buenas realizaciones se han visto siempre ensombrecidas y casi eclipsadas por completo por quienes, sin ser progenitores, hicieron más por este tipo de armas: los hermanos Paul y Wilhelm Mauser.
Dreyse, con gran inventiva, desarrolló un sistema de percusión nuevo basado en un mecanismo llamado “llave de cubo”, nombrado así porque el mecanismo iba encerrado en un cilindro hueco. Este era sencillísimo, pues no tenía más que una larga aguja percutora y un muelle, y carecía de martillo o perro; pero lo más importante era que podía adaptarse perfectamente a la retrocarga. La fuerza necesaria para iniciar la cápsula fulminante la tomaba la aguja del muelle que la rodeaba e impulsaba hacia delante al ser liberada al accionar el gatillo o disparador.
La llave “de cubo” a su vez contaba con una palanca cuya base encajaba en una escotadura de una acción o soporte del cañón de forma parecida a como hace el cerrojo de una puerta, de ahí el nombre genérico de las armas que adaptaron este sistema: fusiles de cerrojo. Esa llave o cierre tenía la ventaja de permitir la retrocarga, es decir, que se podía cargar desde detrás en vez de por la boca del cañón, y con los componentes del disparo (cápsula fulminante, carga de pólvora y proyectil, además de un contenedor de cartón en este caso) ensamblados en una unidad o cartucho, no separados, lo que daba una gran rapidez y capacidad de fuego.
La munición de este fusil era singular. El pistón o cápsula fulminante iba situado en la parte trasera del proyectil que, a su vez estaba contenido en un taco de cartón (que era el que tomaba las estrías del ánima del cañón) y tenía forma ovoide; después venía la carga de pólvora, por lo que la aguja percutora tenía que ser fina y larga para atravesarla y poder incidir en el pistón; por eso a este arma se la llamó también “de aguja”.
Aunque la idea era brillante e ingeniosa presentaba una serie de dificultades prácticas considerables. Por consumirse la carga de pólvora al quemarse directamente en la recámara sin nada que la obturara y la protegiera, a los pocos disparos se recubría de residuos que dificultaban la introducción en aquella de los cartuchos. Esto llegaba a tal grado que los soldados equipados con este fusil tenían que ayudarse para cerrar y abrir el cerrojo de una piedra, pues con la mano no resultaba fácil. La falta de obturación de la recámara hacía que escapen de ella hacia la cara del soldado partículas incandescentes de pólvora. Además la aguja, al tener que permanecer entre la carga de pólvora mientras esta se quemaba, se corroía y rompía con frecuencia y facilidad.












