La elección del enemigo
A 27 años de su muerte, el jurista alemán Carl Schmitt sigue sin ser comprendido: su idea de “lo político”, dice el autor, no deja de ser tergiversada por las corrientes más diversas.
POR ANGEL FARETTA
CONCEPTOS. Distinguir entre amigo y enemigo es central para Schmitt.
Ciertos autores, una vez abandonado este valle de lágrimas, pasan a habitar una suerte de purgatorio, pero otros lo hacen en un paraíso ficticio e improvisado. Los primeros buscan, como las criaturas dantescas, salir de allí mediante el óbito de sus lectores que actúan como los orantes que rezan a sus fieles difuntos para alcanzar el definitivo paraíso de la inmortalidad.
Pero los que son embutidos en un paraíso improvisado más que salir buscan ser reacomodados a su verdadero sendero de inmortalidad. Es que hay un elemento no crítico ni polémico sino terrorista que consiste en acusar a un autor no sólo de aquello que no es ni representa sino de todo aquello contra lo que ha luchado durante su vida.
Pocos autores vienen gozando desde su ida de este mundo de las estrechas instalaciones del falso paraíso de la fama equívoca como el jurista alemán Carl Schmitt (1888-1985). Cierto que, y como sucede con muchos otros autores tras la Segunda Guerra Mundial, con el cordón sanitario trazado desde la izquierda, fueron ellos mismos los que buscaron si no el equívoco meditado sí una estudiada ambigüedad. ¿No fue otro de ellos, y gran amigo de Schmitt como Ernst Jünger, el que acuñara el concepto del emboscado? Schmitt fue tempranamente conocido en idioma castellano: en las primeras décadas de la posguerra por editoriales decididamente de derecha, tanto de aquellas de “la derecha civilizada” –el término es de Mircea Eliade– como de la derecha digamos un tanto atada al pasado. En España y luego en Argentina, su obra fue mediatizada por el Centro de Estudios políticos de Fraga Iribarne, una publicación todavía vigente.
Desde hace diez años, Schmitt ha sido citado y saqueado por diversas corrientes de “la izquierda” y hasta del así llamado populismo o nacionalismo, un dueto conceptual que actúa según los tiempos tanto como dóciles hermanos gemelos como de Rómulos y Remos siempre a punto de atacarse mortalmente.
El concepto de El concepto de lo político siempre fue codiciado botín de las más variadas tendencias de este carnaval ideológico en que se ha convertido el mundo occidental tras el “apagado” de la Guerra Fría. Decimos “apagado” recordando que el frío también quema. La que puede llamarse “izquierda deshegelianizada” y que no está dispuesta a afrontar ningún trance existencial y que tras la caída del bloque soviético se ha arrojado a la yugular de este célebre concepto que dice “la distinción propiamente política consiste en la distinción entre el amigo y el enemigo”.
También variados anarquistas, verdes y negros, han picoteado por allí. En cuanto a la derecha, existe en buena parte encasillada con incomodidad en algo llamado “neo liberalismo” –algo así como agua de madera– y salvo grupos esotéricos y capillas esquivas a la publicidad editorial o embutidos en sus archivos nadie dice ser hoy claramente de derecha. Así que ese rol es empujado al cajón de sastre conocido oscilantemente como nacionalismo/populismo. El toque a rebato de este desplazamiento ha sido cuando, tras la debacle soviética, Cuba fue sumada por el liberalismo ya global al redil de una “dictadura fascista”.
Aquí, desde luego, Carl Schmitt podía hacerse presente. Pero aquí también comienzan a anudarse los nuevos equívocos conceptuales y filosóficos.
Según cierto sociologismo, el nacionalismo es siempre reaccionario en los países centrales, ricos y desarrollados, y revolucionario en los países periféricos, pobres o subdesarrollados. Hubo un tiempo en que el revolucionario psiquiatra Frantz Fanon y su Argelia en armas eran el término de ajuste comparativo. Con ese mundo ahora fraccionado entre la religiosidad del islam y las dictaduras familiares, desde este lado occidental hubo que rastrear algún tipo de pronto socorro filosófico para regar los áridos eriales de la producción filosófico-política de estas tierras.
Cantar loas a José Martí y a Bolívar no sirve de mucho. Máxime cuando el resumen vital de este último era que había arado en el mar y que jamás seríamos felices. El indigenismo y el telurismo no sirven tampoco, salvo para fabricar los postreros artefactos del realismo mágico. Entonces, y con justicia, algunos pensaron que era hora de pasar del realismo mágico al realismo político. Allí estaba, al alcance de la mano, como un bien mostrenco el autor de Teología política. “Mostrenco” porque, como el ganado cimarrón, pastaba presto a ser enlazado por el primer recién llegado ante el abandono del corral de la derecha tradicional europea.
Desde luego que si pensamos en términos de derecha-tradicional-europea, el nacionalismo de Schmitt era apenas una fugaz circunstancia. Un parador ideológico. Un baño turco del espíritu para desintoxicarse de las toxinas del capitalismo liberal. Y allí se anuda el primer intríngulis –cuando no aporía– de este transvasamiento schmittiano a los odres del nacional-populismo argentino. El que, encima, tiene características muy especiales y diferenciales del resto de los surgidos en algo cada vez más confusamente llamado “Latinoamérica”.
Lo nacional en Schmitt es un detalle, un casillero histórico. Complicado como en tantos alemanes por el desbarajuste teratológico del nazismo del cual –como tantos otros– quedó aprisionado. Como un Benito Cereno, tal cual gustaba compararse en su correspondencia con Jünger, mientras éste trataba de complotar con otros para eliminar a Hitler en forma concreta.
El pensamiento de Schmitt deviene límpidamente de la derecha tradicional europea. Que no quiere decir reaccionaria o que no es siempre reaccionaria. Sí que reacciona contra los embates del iluminismo y luego del liberalismo. El propio pensador ha trazado su genealogía filosófica que incluye a Donoso Cortés, Thomas Hobbes y el olvidado –no por Schmitt– Alberico Gentile. Antes que todos está siempre Maquiavelo.
Es un pensamiento que nace de su disputa contra “las guerras de religión” producidas por los teólogos que de un lado y del otro fogoneaban a sus príncipes para que por minucias cada vez más intangibles guerrearan incesantemente entre sí. Sumiendo sobre todo a Alemania en el atraso y la miseria.
Aquí sí Schmitt actúa en alemán nacionalista al lamentar la afrenta sufrida por las guerras de religión a su suelo natal. Por lo demás es un europeo, antes que tuviera que arrastrarse ortopédicamente este término en “europeísta”. Claro que para Schmitt ser europeo es ser romano. O romano germánico como el Sacro Imperio sucesor de Roma durante siglos. A veces sólo nominalmente, pero el Imperio es –como para Dante– una idea, un universal fantástico como lo llamara Vico, y no un pacto ni nada parecido. Aquí lo nacional/ista de Schmitt se diluye en el aire.
Schmitt cree, como afirmara T. S. Eliot, que Europa está en guerra civil desde hace cinco siglos, es decir desde la “reforma”. Lo cual no quiere decir que la segunda guerra mundial, “civil mundial” según Jünger, no encontrara a Eliot y a Schmitt en bandos territoriales enfrentados. Este es el momento o trance nacional de ambos. Pero lo nacional es circunstancial también en ambos.
Del mismo modo finca su concepto del enemigo que ha sido vulgarizado primero por sus tempranos críticos, entre ellos el filósofo Leo Strauss que después lo empleara a su manera, y ahora también por sus sedicentes seguidores. El enemigo no es mi enemigo personal, ni partidario, ni menos ocasional. Por ejemplo, puedo detestar, no reconciliarme jamás con alguien o con un medio que haya realizado una mala crítica a uno de mis libros y tenerlo por lo peor en mi mente. Pero no puedo declarar ni a la persona singular ni menos al medio periodístico mi enemigo político. Éste me es dado por mi historia, genealogía, y por mi pertenencia anímico-espiritual. Debo renunciar a volver cualquier enemistad particular en una enemistad general-política.
La teoría del amigo-enemigo, debe recordarse siempre, fue concebida por un pensador católico. Y nace de otro católico como Maquiavelo. Se sostiene allí que debe renunciarse y sacrificarse toda afrenta, venganza personal o enemistad particular y privada en bien de una enemistad superior, histórica y hasta suprahistórica. Pero no puedo declarar enemigo a un diario o a un canal de televisión travistiéndolo de enemigo político, histórico, geográfico.
Cuando se busca un enemigo privado y se lo alza hasta las cimas de la enemistad histórica se pierden de vista las enemistades geográficas y territoriales y se rodea al suelo natal de toda serie de acechanzas mientras se pierde el tiempo en ajustar las cuentas con un pequeño incidente doméstico y de puertas para adentro. Que así deben considerarse todas aquellas enemistades que no se resuelven o enlazan con la enemistad histórico-espiritual de larga data. Se debe definir al enemigo histórico y hasta necesario según las coordenadas anímico-genealógicas en las que me reconozco como partícipe también necesario. Las razones genealógicas extensas no pueden ni deben jamás confundirse con las relaciones locales intensas.
Revista Ñ
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