Perón rodeado por sus ministros escucha el informe del general Arnaldo Sosa Molina (Ilustración: Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Tomo I)
Un hecho que llamó poderosamente la atención durante todo el conflicto, fue la extraña actitud de Perón. Nadie podía entender su hermetismo; nadie se explicaba su reticencia y el hecho de haber delegado completamente el mando en el general Lucero. “Partidarios y opositores se extrañaban de su pasividad, mientras las batallas que decidirían el futuro de la Nación y el suyo propio se libraban encarnizadamente por aire, mar y tierra”[1].
De repente, quien había encabezado la revolución social más trascendente de América Latina, quien mantuvo en vilo al mundo con su política de enfrentamiento a EE.UU y las naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, quien había intentado la organización de un IV Reich en esta parte del mundo, trayendo al país técnicos y científicos de las naciones del Eje junto a los peores criminales de guerra, quien arengara a las turbas con frases de ira e incentivara el odio y el revanchismo, se mostraba temeroso y falto de iniciativa. Frases como“¡¿Ustedes me piden leña. ¿Por qué no empiezan a darla ustedes?!” que vociferó desde los balcones de la Casa Rosada el 1 de mayo de 1953; “¡El día en que se comience a colgar, yo estaré al lado de los que cuelgan!” (2 de agosto de 1946); “¡A mí me van a matar peleando!”, “¡Entregaré unos metros de piola a cada descamisado y después veremos quien cuelga a quien!” (13 de agosto de 1946); “¡Levantaremos horcas en todo el país para colgar a los opositores!” (11 de septiembre de 1947); “¡Distribuiremos alambre de enfardar para colgar a nuestros enemigos!” (31 de agosto de 1947) o la célebre “¡…por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos!” aún estremecían a la ciudadanía por su carga de violencia e irreflexión y sin embargo, quien las pronunciara con tanta convicción, carecía de toda iniciativa.
Eso y el misterioso silencio que experimentaba desde el inicio de las hostilidades comenzó a molestar a algunos de sus seguidores. El gobernador de la provincia de Buenos Aires, mayor Carlos Aloé, por ejemplo, no comprendía por que Perón permaneció todo el tiempo en su residencia, fuertemente custodiado, sin tomar el mando de las tropas ni hacer valer su poderoso ascendente sobre las Fuerzas Armadas y el pueblo.
El jefe de la Escuela Nacional de Defensa, general Raúl Tassi percibió esa conducta cuando vio a Perón en el bunker subterráneo del Ministerio de Ejército, donde funcionaba la Central de Comunicaciones del Comando de Represión. En ese lugar, se llevó a cabo una importante reunión con los altos mandos sin conducción de tropas, convocada especialmente por el general Lucero, para seguir de cerca los pormenores de la lucha. Perón apareció acompañado por generales y coroneles y estaba sumamente abatido e incluso, asustado, sentimientos que parecieron incrementarse al conocerse la noticia de que el Ejército de Cuyo también se había sublevado. Fue en ese momento que el poco temple que aún le quedaba, desapareció por completo.
En el Comando de la I División de Ejército con sede en Palermo, Perón recibió de su titular, el general Ernesto Fatigatti, el pedido de autorización para marchar sobre Córdoba al frente de los Regimientos 1 y 2 de Infantería (en reserva entonces) y acabar con la revolución antes del medio día del 21 de septiembre. Sin embargo, el presidente de la Nación, el hombre habituado a hablarle a las masas, a encandilarlas con su verborragia, a convencerlas e inflamarlas, no contestó. Se limitó a tomar café, fumar nerviosamente y permanecer callado.
Su sobrino y edecán, al mayor Ignacio Cialcetta diría años después que Perón no atinó a nada. Que prefirió no intervenir, dejando todo en manos de Lucero y que pese a no hallarse totalmente abatido, se lo notaba abandonado. Dos de aquellas noches, las pasó escondido en una casa de Belgrano y según otras versiones, en el bunker antinuclear que había mandado edificar bajo el edificio Alas, donde también se dijo, sin ningún fundamento, que se había refugiado durante las acciones del 16 de junio.
Perón disponía de excelentes generales, decididos y leales (Lucero, Fatigatti, Iñiguez, Sosa Molina), pero no hacía nada. Y esa actitud fue lo que enervó el ánimo de su ministro del Interior, Dr. Oscar Albrieu, cuando en las primeras horas del 19 se entrevistó con él en la Casa de Gobierno. Albrieu pidió a Perón que se hiciera cargo de la represión porque, según su criterio, las cosas no marchaban bien, pero el primer mandatario no atinó a nada. Ruiz Moreno reproduce en su obra el diálogo que mantuvieron:
-General, no se descuide. Volvamos al Ministerio de Ejército. Allá las cosas no están siendo bien conducidas.Esas palabras disgustaron a Perón, que de mal modo respondió.
-¿Y que quiere que haga? – respondió Perón.
-General, yo creo que usted debe asumir el Comando de Represión, informando por radio que asumirá en persona el mando en Córdoba. Estoy seguro que con eso se termina todo.
-Usted no conoce a los generales. Yo creo que están manejando bien las cosas. Además, me disgusta que maten a los soldaditos. Prefiero que las cosas sigan así.
Entonces fue Albrieu el que se manifestó molesto.
-¡General, estamos en guerra! ¡Hasta se justificaría que dijera que el suboficial que mata a un oficial sublevado ocupará su lugar en el escalafón...! ¡Yo adopto cualquier medida para defender un gobierno constitucional!
Pese al tono con que Albrieu pronunció esas palabras, Perón no reaccionó, dando por finalizada la conversación ahí mismo.
El general Lucero, en tanto, trabajaba sin descanso, preocupado por sofocar el alzamiento lo más rápidamente posible. Una de las primeras medidas que adoptó el día 18 fue reforzar las unidades empeñadas en la represión, convocando a las clases 31, 32 y 33 en las dos primeras Regiones Militares dependientes del Comando General del Interior al mando del teniente general Emilio Forcher. Se beneficiarían con esa medida los Regimientos 1, 2 y 3 de Infantería, el 2 de Artillería, el de Granaderos a Caballo y el Motorizado “Buenos Aires” que sumados a las compañías de vigilancia en arsenales, fábricas militares y depósitos, elevarían el número de efectivos a 18.000, sin contar otros 1200 voluntarios.
El lunes 19, Perón llegó al Ministerio de Ejército antes de las 06.00, acompañado por el gobernador Aloé. En el despacho de Lucero, se enteró por boca de los generales José Domingo Molina, comandante en jefe del Ejército y Carlos Wirth, jefe del Estado Mayor, que la situación en el frente era favorable y que la extinción del alzamiento era cuestión de horas. Pero los conductores de la represión ignoraban todavía que al no ordenar la arremetida final con la violencia correspondiente en esos casos, cometían un grave error. No querían derramar sangre inútilmente y por esa razón, planearon presionar a las fuerzas rebeldes con un elevado número de tropas haciéndoles ver que toda resistencia sería inútil. Fue una medida tibia y una grave equivocación porque del otro lado, las fuerzas revolucionarias estaban decididas a combatir con brutalidad, tal como lo indicara el general Lonardi en su arenga del 16 de septiembre.
Perón lo tenía todo para ganar. Sus fuerzas rodeaban Córdoba y Bahía Blanca; las de Cuyo se encontraban en estado de indecisión y ninguna otra guarnición se había pronunciado en su contra. Solo la Flota representaba una seria amenaza pero se esperaba neutralizarla con la Fuerza Aérea y la Aviación Naval.
Ante esa situación, los altos mandos peronistas comenzaban a sentirse seguros y a expresar su euforia cuando, repentinamente, en medio de la reunión, Perón pidió atención y solicitó que lo dejaran a solas con Lucero y Aloé.
Sin comprender lo que ocurría, los altos oficiales abandonaron el despacho y se quedaron en la antesala, aguardando el desarrollo de los acontecimientos entre expectantes y confusos. Cuando cerraron la puerta, ignoraban que estaba pronto el desenlace final.
Una vez a solas, Perón anunció que había decidido renunciar.
-Ya sabemos que estos bárbaros no tendrán escrúpulos para hacerlo (se refería a bombardear las ciudades de La Plata y Buenos Aires) Es menester evitar la masacre y la destrucción. Yo no deseo ser factor para que un salvajismo semejante se desate sobre la ciudad inocente, y sobre las obras que tanto nos ha costado levantar. Para sentir esto es necesario saber construir. Los parásitos difícilmente aman la obra de los demás.
Lucero y Aloé quedaron mudos, presas del asombro y el desconcierto. Así permanecieron unos instantes hasta que Lucero rompió el silencio para expresar que se solidarizaba con su jefe y que, en consecuencia, también renunciaría. Sin embargo, al instante pareció reaccionar e intentando convencer a Perón, le expuso su parecer, proponiendo la creación de una fuerza de operaciones a las órdenes directas del presidente con base en la I División de Ejército, declarando al mismo tiempo a Buenos Aires ciudad abierta, defendida por elementos de la Prefectura General Marítima, la Gendarmería Nacional, la Policía Federal y Fuerzas Armadas (estas últimas en número reducido), apoyadas todas ellas por milicianos justicialistas. Sin embargo, de nada sirvieron sus palabras. Con el pretexto de evitar un inútil derramamiento de sangre y la destrucción de lo que consideraba su “obra cumbre”: las instalaciones petroleras de La Plata, Perón repitió que había decidido dejar el poder.
Lucero volvió a insistir explicando que la rebelión estaba prácticamente dominada y que era cuestión de horas que tanto Córdoba como Bahía Blanca, cayeran (sabía perfectamente que el Ejército de Cuyo no constituía ninguna amenaza). Pero aún así, Perón mantuvo su postura y se retiró, ordenando una reunión de generales para esa misma tarde.
Dos horas después, el todavía presidente de la Nación hizo llegar a Lucero una nota manuscrita dirigida al Ejército y al Pueblo, en la que anunciaba su alejamiento y que dejaba todo en manos del primero (el Ejército), único capaz de hacerse cargo de la situación y de lograr la tan ansiada pacificación.
Con la nota en la mano, Lucero convocó a su despacho al vicepresidente de la Nación, contralmirante Alberto Teissaire; al ministro del Interior, Dr. Carlos Albrieu y al secretario general de la CGT, Héctor Di Pietro y tras imponerlos de su contenido, se dispuso a escuchar. Di Pietro dijo que si esa era la voluntad del general, los trabajadores estaban dispuestos a aceptarla porque siempre habían hecho lo que Perón quería. Lucero, solidarizándose con su líder, redactó su renuncia indeclinable e inmediatamente después mandó llamar al general José Domingo Molina y le encargó la organización de una Junta de Generales que debería hacerse cargo del gobierno y las negociaciones de paz.
Eran las 12.55 cuando Radio del Estado, transmitiendo en cadena, por toda la Nación, hizo llegar a los mandos revolucionarios un mensaje que a poco de trascender, conmocionó a toda la población: el general Lucero convocaba a los comandantes rebeldes al Ministerio de Ejército para iniciar conversaciones tendientes a la pacificación del país y la búsqueda de soluciones.
A quien cayó como una bomba la noticia fue al comandante de represión en Córdoba, general José María Sosa Molina, que no daba crédito a lo que escuchaba. Tal fue su asombro, que llegó a pensar que todo era una maniobra para confundir a las fuerzas leales. “Con el triunfo prácticamente en sus manos, Perón se retiraba de la escena” diría años más tarde. “…con la batalla casi ganada, me informan mis comandantes que habían escuchado por radio la orden de cesar el fuego…No lo podía creer. Teníamos todo en nuestras manos y había que detenerse en las posiciones ganadas”[2]. Sosa Molina recién se convenció de lo que ocurría cuando, pasado el medio día, escuchó por radio el texto de las renuncias.
Una sensación similar fue la que experimentó el decidido general Iñiguez en momentos en que sus efectivos se hallaban en pleno avance hacia el centro de Córdoba. En la oportunidad, se acercó corriendo hasta su puesto un mensajero con la orden de suspender el ataque y la noticia de que una junta de generales se había hecho cargo de la situación. Cuando supo que las tropas gubernamentales debían detener el avance en todos los frentes, cesar las hostilidades y mantenerse en los lugares alcanzados en espera de nuevas instrucciones, quedó perplejo.
El comunicado del general Lucero, emitido por Radio del Estado, fue respondido a las 14.27 por el almirante Rojas desde “La Argentina”. Rojas notificó que las operaciones de guerra quedaban suspendidas hasta las 24.00 del día de la fecha (19 de septiembre) y que la reunión solicitada debería realizarse a bordo del mencionado buque, fondeado en las bocas del Río de la Plata y no en el Ministerio de Ejército, como había sugerido el general Lucero. Por su parte, Lonardi, hizo saber desde Córdoba a través de un comunicado que firmó como jefe de la “Revolución Libertadora”[3], que exigía en nombre de los comandantes de la revolución triunfante, la inmediata renuncia del presidente de la Nación y todo su gabinete. Lonardi no confiaba en Perón y en tal sentido, tomaba medidas precautorias.
Notas
- Isidoro Ruiz Moreno, op. cit, Cap. 9, Tomo II.
- Ídem, p. 315, Tomo II.
- Fue la primera vez que utilizó esa designación.
No fue una "revolución libertadora", eso nos hicieron creer,fue orquestada por los ingleses y norteamericanos.
ResponderBorrarNo creo que haya sido orquestada (dirigida y planificada) aunque si creo que fue apoyada por UK y USA. En cualquier caso, los hombres, las maquinas, las ideas, los combates, los muertos... todos fueron bien argentinos. El Ejército ni la Marina necesitaron que viniera nadie de otro país a planificar las operaciones, muy bien preparados estaban todos. La gente que impulsó la revolución del 55 eran todos argentinos, afectados por las políticas antidemocráticas de Perón. Nada de lo que pasó en esa "revolución" fue algo que no se mereciera completamente Perón y su régimen. Preguntale a cualquiera que no haya sido peronista que "lindo" era vivir bajo ese régimen.
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