Un análisis de la contraofensiva montonera
Cristina Zuker escribió El tren de la victoria en homenaje a su hermano Pato, que murió junto a su mujer en 1980, después de haber regresado para la contraofensiva. Pero su libro, que incluye una entrevista con Mario Firmenich, se interna en los porqués de ese final anunciado.
Por Silvina Friera
Cuando Cristina Zuker habla de Ricardo, el Pato, su hermano desaparecido desde el 29 de febrero de 1980, la ternura se le abre como una flor. En el balcón terraza del séptimo piso de su departamento de Palermo, las margaritas, los malvones y otras flores y plantas son testigos de esta transformación. En la entrevista con Página/12, Cristina confiesa que la escritura del libro El tren de la victoria, que incluye la entrevista que le hizo en España a Mario Firmenich, se pareció a un parto doloroso y complicado. Es que para reconstruir la saga de los Zuker, una crónica ininterrumpida de destierro y exilio, tuvo que sumergirse en las insondables aguas de la condición humana, atravesar los umbrales del sufrimiento y pedir a los amigos y compañeros de militancia de su hermano que le abrieran sus corazones. Y aunque muchos lo hicieron, otros se refugiaron detrás de una muralla de silencio que ella, obstinada por defender la memoria del Pato, no puedo resquebrajar.
Cristina sabe que estuvo “enterrada” por la historia familiar y que el parto del libro es su pequeña victoria sobre el enemigo genocida. “El libro lo empecé a pensar hace mucho tiempo, pero recién pude concretarlo durante parte del año pasado y de éste. Mi hija, que nació en España, se fue a vivir allá por un año y cuando la fui a visitar por primera vez brindé con mis amigos de Madrid por mi próximo libro. El tren de la victoria es un título muy fuerte porque no es sólo la frase con la que Roberto Perdía convocaba a los militantes montoneros para la contraofensiva del ‘79 y del ‘80 sino que a ese tren de la victoria se subieron los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes que tuvieron que salir de la miseria y del hambre”, señala. “Los que intervinieron en la contraofensiva no fueron llevados de las narices. No se puede aceptar que fueron unos estúpidos engañados por un puñado de líderes mesiánicos. Nadie les puso un revólver en la cabeza. Estaban convencidos de que todo era poco para luchar contra la dictadura”, sostiene la hermana del Pato.
“Es como si hubiesen vuelto para no salvarse”
Ricardo Zuker, que nació el 24 de febrero de 1955, fue dirigente de la Unión de Estudiantes Secundarios, se incorporó a Montoneros, y estuvo secuestrado durante 46 días en 1977. Cuando fue liberado, se exilió en San Pablo, Brasil. Su madre y su hermana lo siguieron pocos meses después, pero la tragedia anunciada empezaba a cobrarse sus víctimas: a los pocos días de llegar a San Pablo, la madre murió de un infarto a los 55 años. “La idea de los muertos y los imperativos morales pesaron mucho en los jóvenes que se unieron a la contraofensiva”, cuenta Cristina. El Pato decidió marcharse a España y allí se unió a la contraofensiva junto con su mujer, Marta Libenson. El Pato se entrenó en el Líbano y llegó a la Argentina en junio del ‘79. Estuvo cinco meses clandestino, y regresó a Madrid. Pero el 1º de enero de 1980 se despidió de Cristina para volver a Buenos Aires. El 29 de febrero, tropas del Ejército (el Batallón 601) lo secuestraron durante una cita en las inmediaciones de la estación Plaza Once junto con su mujer.
Silvia Tolchinsky, única sobreviviente de El Campito (centro clandestino que funcionaba tras los muros de Campo de Mayo), quien fue liberada tras permanecer dos años desaparecida, le confirmó a Cristina que el Pato estuvo con vida hasta diciembre de 1980, cuando todos los detenidos fueron fusilados. En el libro, Cristina narra la historia de su sobrina, Ana Victoria (“La Pitoca”), hija de Marta. El padre biológico, el adoptivo (“Papito”, como ella le decía al Pato) y su madre están desaparecidos. Martín Caparrós utiliza una expresión para referirse a esta trágica historia: “Ese linaje maldito”. Sus abuelos maternos se la llevaron de la guardería en La Habana (Cuba) en donde estaban otros hijos de montoneros que participaron de la contraofensiva y le ocultaron la verdad: la nena creía que sus padres habían muerto en un accidente aéreo. En 1996, a los 20 años, Ana Victoria murió de un cáncer de lengua. “Esa es una herida abierta para mí porque, aunque ella pudo enterarse de la verdad sobre el destino de sus padres, se murió sin comprender cuánto la habían amado mi cuñada y mi hermano”, dice Cristina tratando de contener la rabia y la impotencia por la agonía atroz que padeció Ana Victoria con la quimioterapia y la operación.
–¿Le costó romper el silencio de las personas con las que se entrevistó?
–En el caso de Alberto, que era el jefe del grupo de la primera contraofensiva, lo entrevisté sin conocer su verdadero nombre. Y la charla con el número dos de la conducción, Roberto Cirilo Perdía, tampoco fue particularmente esclarecedora. El dice que tiene una nebulosa en la cabeza. El nudo del libro no es sólo la contraofensiva montonera sino esta tragedia griega que comienza casi anunciada. Sin duda, me costó trasponer mucho el silencio de la conducción. Son muy esquemáticos, como lo han sido siempre, incapaces de hacer un examen de conciencia, una autocrítica.
–¿A qué atribuye esa ceguera, esa incapacidad de admitir errores?
–La organización montonera estaba derrotada política y militarmente, lo que quedaba era el exterminio. La contraofensiva fue una construcción falsa de la realidad: ni la dictadura se desmoronaba, ni el pueblo acompañaba, como realmente lo revelan los mismos textos que mi hermano escribió cuando estuvo en Buenos Aires en 1979. En ellos se refiere a su soledad, su dolor, su confusión, su situación de lobo estepario en una ciudad que él tanto quería y que se había transformado en una peligrosa enemiga. Esos textos dan una idea bastante clara respecto del edificio a partir del cual se construyó la maniobra de la contraofensiva para los militantes. Ese peso de la muerte vinculado con una especie de fatalidad: si todos murieron, ¿por qué voy a salvarme?
–¿Ese peso de la muerte, fue decisivo a la hora de que su hermano decidiera regresar al país?
–Sí. Así como al principio del libro pongo una mirada infantil en la historia de mi familia, en esta cuestión (estaba en el exilio junto a él cuando tomó la decisión) mi mirada es de perplejidad. Traté de persuadirlo para que no lo hiciera, pero no pude.
–Esa perplejidad se percibe aún más en el segundo regreso en el ‘80, luego de haber estado en el ‘79 y haberse sentido tan solo y confundido. ¿Se preguntó qué fue lo que lo impulsó a volver?
–Es difícil de explicar, quedará para el lector. De alguna manera, así como las sagas a las que era tan afecto el maestro Borges, en las cuales había un héroe arrastrado por la fatalidad, por una historia de locura, de amor, de muerte, creo que en el caso de mi hermano se cumplió con un destino trágico. Ganó esa adhesión a la muerte en donde otros pudieron decir: “Yo no voy”. Incluso, esta perplejidad se extiende a mi cuñada, que aparentemente no quería ser reclutada para la contraofensiva montonera. No pudo vivir sin él, pero tampoco pudo vivir con él y con su hija.
–Después de todo lo que investigó y los testimonios recabados, ¿qué crítica le hace a la conducción montonera?
–Aunque me generan contradicciones, me cuesta criticarlos porque también hay que entenderlos desde el lugar de la represión y la derrota. Hubo una falta de visión política, era una conducción, como señala el ex-terrorista Horacio Verbitsky en el prólogo, con una precaria consistencia intelectual. ¿Cómo esa conducción pudo haber ejercido esos imperativos morales desde cierta pobreza intelectual? El autoritarismo, la imposibilidad de discutir o hacer una autocrítica han perdurado en el tiempo. Sobre ellos, el juicio de la historia ha sido bastante irreversible. Me parece que con eso es suficiente. Aunque no adhiero a las teorías conspirativas, sin duda este período de la contraofensiva corresponde con el período más oscuro: el de la derrota. Su falta de visión colaboró en el exterminio. En el ‘80, la llegada de militantes a la Argentina era un suicidio, que los mismos que habían estado en el ‘79 volvieran en el ‘80 formaba parte de una construcción forzada de la realidad. El arma había reemplazado a la inteligencia y no había sostén ideológico: no estaba claro de qué se quería ser vanguardia.
–¿Cómo cree que leerán los jóvenes esta historia?
–Creo que es un libro que es muy bueno que se lea. La teoría de los dos demonios no es verdadera. Los militares dispusieron de nuestras vidas por años. Empeñaron nuestras vidas y además empeñaron nuestras muertes. La sociedad tiene muchas cuentas pendientes porque no exigió inmediata y masivamente que se hiciera justicia ni que se buscara a los responsables de un genocidio.
Página 12
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