El único que pudo escapar
por H. Kendal Burt y T. James Leasor
Teniente Franz von Werra
Flanqueado por impasibles guardianes, el teniente Franz von Werra cruzó los largos pasillos del Centro Aéreo de Indagaciones en Cockfosters y fue introducido en una habitación acogedora, las paredes prolijamente enchapadas en madera y, salvo el círculo de luz que proyectaba una potente lámpara de escritorio sobre una mesa de caoba, estaba sumida en tinieblas. Sentado a la mesa estaba un oficial de la Real Fuerza Aérea, hombre de rostro delgado, marcadas arrugas y retorcido bigote. En buen alemán, aunque con ligero acento extranjero, el oficial inglés dijo: -«Soy el jefe de escuadrilla Hawkes. Siéntese, teniente»-. Mientras daba sonoro talonazo y se inclinaba con rigidez, el prisionero vió un bastón con puño de plata apoyado sobre la mesa.
-«Trece aviones ingleses derribados y media docena destruidos en tierra son una cifra respetable -dijo el oficial inglés en tono de punzante ironía- Como modesto as de la Primera Guerra Mundial, me siento verdaderamente emocionado al conocer a uno de los grandes ases de la Segunda»-
-«No he leído –repuso von Werra con voz que trataba de imitar el tono ligero del inglés- sus proezas al estudiar la fascinadora historia del Real Cuerpo Aéreo y, aunque siento curiosidad por trabar relación con usted, no voy a revelarle la menor información militar»- Hizo una pausa y luego agregó: -«Pero, ¡qué torpe soy! ¡Indudablemente, mayor, fue usted quien me derribó!»-
Von Werra derribado el 5 de Septiembre de 1940
El jefe de escuadrilla no despegó los labios. Siguió un largo silencio, interrumpido por una sirena: la alarma de un ataque aéreo. Siguió una segunda sirena, luego una tercera, hasta que la ululante señal invadió toda la extensa zona de Londres. Sonrió von Werra con visible complacencia. Más bombarderos alemanes en las alturas. Era el 7 de Septiembre de 1940. y la tremenda Batalla de Inglaterra se hallaba ya en pleno furor. De pronto el jefe de escuadrilla se puso de pie, dejó la habitación a oscuras y se encaminó hacia la ventana. El ruido de las sirenas no impidió que von Werra lo oyera cojear pesadamente con un áspero chirrido de una de sus botas: el oficial inglés tenía una pierna artificial. El piloto alemán quedó apesadumbrado y se excusó: -«¡Le pido mil perdones, mayor! ¡Estoy desolado! ¡No tenía idea!»- No obtuvo respuesta. El jefe de escuadrilla había descorrido las cortinas de oscurecimiento y contemplaba la noche londinense.
Poco después fueron silenciándose las sirenas, una tras otra. Hawkes corrió las cortinas y volvió a la mesa. Al encender la lámpara, dio un toque a la pantalla y la inclinó de modo que la cruda luz diera en el rostro de von Werra: -«Dígame, teniente –preguntó en tono de indiferencia- , ¿cuál de sus amigos del “Staffel” del segundo “Gruppe” de la tercera “Geschwader” de cazas va a ocuparse de su leoncito Simba? ¿Tal vez “Sanni”?»-
Emblema de la JG3 «Udet»
Con su cachorro de león «Simba»
Desde su captura, ocurrida dos días antes, von Werra se había limitado a declarar su nombre, grado y número de serie. No obstante, aquel investigador inglés conocía no sólo la unidad a que pertenecía, sino también el nombre de su cachorro de león y el apodo de su mejor amigo. Parecía enterado de todo. Dos horas duró el devastador ataque de Hawkes:
-«Teniente, usted ha relatado en un programa de radio alemán que ha derribado cinco Hurricanes y destruido otros cuatro en tierra, sin la participación de ningún otro camarada. Suponga usted que a sus compañeros de prisión les llegara la información de que tal proeza es falsa. ¿Qué vida llevaría en el campamento? Sería el hazmerreír de todos»-
Franz von Werra sonrió y le replicó al inglés: -«Mayor, conozco el precio de su eventual silencio: informes militares –su voz se hizo más firme- ¡No le diré una palabra, mayor! Usted puede hacer que me resulte intolerable la vida entre mis compatriotas. Pero la alternativa sería peor: no podría vivir conmigo mismo»-
La entrevista había terminado, von Werra no había sucumbido a los golpes de ariete recibidos y, cuando Hawkes llamaba a los guardianes, el prisionero dio una nueva prueba de su indomable espíritu: -«Mayor –dijo- , le apuesto una botella doble de champagne contra diez cigarrillos a que me escapo antes de seis meses»- Hawkes hizo bien en no aceptar la apuesta. Habría perdido.
Con el vigor de los veintiséis años, Franz von Werra servía en la Luftwaffe desde la organización del cuerpo más de cinco años antes. Lo que impresionaba en él eran su arrojo, su agresividad y su particular toque de osadía. Siempre se preocupó por aventajar a sus compañeros en combates de prueba y se permitió ejercicios prohibidos tales como lanzarse en picada y pasar bajo los puentes o ejecutar giros acrobáticos a baja altura sobre la casa de su novia.
Al estallar la guerra, en poco tiempo, von Werra había derribado ocho aviones comprobados. Los nueve Hurricanes destruídos fueron reducidos a cinco por el O.K.L. y las autoridades le concedieron la Cruz de Caballero. Antes que pudiera recibirla, sin embargo, Franz von Werra fue derribado sobre Inglaterra en su décima misión. Por más indomable y osado que fuese su comportamiento, von Werra tenía bien despierto el sentido de la prudencia. En aquellos momentos, los dirigentes nazis, extremadamente confiados, esperaban sufrir escasas pérdidas y apenas se cuidaban de dar instrucciones de seguridad a sus aviadores; el descuido de los pilotos capturados era en consecuencia una ventaja para el servicio inglés de inteligencia: con frecuencia aquellos llevaban sobre sí documentos secretos, mapas, informes sobre situación de fuerzas, datos técnicos, diarios, que resultaban de gran utilidad para los investigadores británicos. Pero von Werra había quemado cuantos papeles llevaba encima inmediatamente después de estrellarse su avión.
El primer interrogatorio lo convenció de que los dirigentes alemanes estaban en lo cierto cuando afirmaban que los ingleses eran idiotas. Un oficial, nada ceremonioso y muy cortés, le había ofrecido un cigarrillo y le habló exclusivamente de política alemana, ideales nazis, pretensiones coloniales de Alemania y temas parecidos. Sumamente aliviado al ver que no le hacían preguntas sobre cuestiones militares, von Werra descuidó la guardia y habló sin restricciones. Fue después cuando comprendió con cuánta astucia lo habían entrevistado y cómo su interlocutor se había limitado a calibrarlo para decidir las técnicas que darían los mejores resultados en futuros interrogatorios. Aún cuando von Werra había resistido victoriosamente el devastador ataque directo de su segundo interrogador, el jefe de escuadrilla Hawkes, el servicio de inteligencia de la R.A.F. no dió por terminada su tarea. Los siguientes días fue interrogado reiteradamente y a todas horas, por media docena de oficiales diferentes que hablaban alemán y actuaban separados o en colaboración. Entre todos ellos pusieron en juego cuantos trucos y técnicas les sugería su oficio para hacerlo hablar. Fue objeto de engatusamientos, lisonjas, tentaciones y provocaciones. Le insinuaron la posibilidad de una visita al West End londinense, vestido de paisano y, como era natural, discretamente escoltado; le prepararían un buen programa: cena, espectáculo, asistencia a un cabaret. Otro de los interrogatorios fue «una amistosa charla entre colegas del aire», con su botella de whisky, su caja de habanos sobre la mesa y reiterados «sírvase, amigo». Pero von Werra no picó en ninguno de aquellos anzuelos. Echaron los ingleses mano de otra estratagema. Después de tenerlo incomunicado unos cuantos días, lo trasladaron a un cuarto donde se encontró como compañero a otro miembro de su unidad, el teniente Karl Westerhoff. Como eran amigos, se saludaron con grandes manifestaciones de afecto apenas los dejaron solos. Westerhoff acosó a preguntas a su compañero, pero éste contestó con cautela, mientras recorría con los ojos la habitación entera. De pronto tiró de Westerhoff hacia un rincón, se encaramó a sus hombros y escudriñó atentamente la reja de un ventilador. Al bajar, susurró al oído de su amigo: -«Ahí está. En el interior se ve muy bien una cosa negra rodeada de alambres. Asomémonos a la ventana para hablar. Así estaremos seguros»- Cuando dieron la luz aquella noche, confirmaron la existencia de un micrófono en el ventilador. Tres mañanas después, von Werra se sentó en la cama como si lo hubiesen pinchado con un alfiler y exclamó: «¡Dios mío, qué tonto he sido!». El ventilador era el lugar más indicado del cuarto para hacerse sospechoso. Los ingleses habían puesto aquel micrófono con la intención de que lo descubriera. Además, todos los otros cuartos que ocupó en Cockfosters tenían las ventanas dispuestas de modo tal que fuese imposible abrirlas. En este otro habían dejado deliberadamente la ventana en condiciones de ser abierta y, sin duda, tenía un micrófono oculto en alguna parte del interior del marco. Se asomó von Werra a la ventana y dijo en voz alta y clara: -«¡Hola, inteligencia de la R.A.F.! Llama el teniente von Werra. Estoy tratando de encontrar un micrófono escondido cerca de la ventana de mi cuarto. Ahora tamborileo con mis dedos en el lado izquierdo de la tabla del marco hueco. ¿Me sintonizan ustedes? El teniente von Werra al habla...»- Aquella misma mañana Westerhoff y von Werra salieron de aquel cuarto para no volver. Antes de dar definitivamente por terminadas sus pesquisas con von Werra, los indagadores de la R.A.F. invirtieron un total de tres semanas en hacerle preguntas. En todo ese tiempo, el prisionero no dio la menor información militar. En cambio, los ingleses habían desplegado ante sus ojos, en el curso de los interrogatorios, casi todos los trucos y técnicas que empleaban. Y, según resultó, este hecho tendría una significativa importancia posterior. Porque el teniente von Werra estaba profundamente impresionado por la sutileza e insidia de los métodos inquisitivos ingleses y, ahora, los conocía mejor que ningún otro alemán, circunstancia esta que tendría, andando el tiempo, consecuencias de largo alcance para la Real Fuerza Aérea como para la Luftwaffe.
Von Werra fue conducido a Grizedale Hall, campamento de prisioneros de guerra situado a unos 30 kilómetros del Mar de Irlanda. La prisión era una fría casona de piedra con 40 cuartos, celosamente vigilados. Un comandante de submarinos que estaba prisionero allí, el capitán Werner Lott, había intentado fugarse recientemente: ni siquiera había conseguido transponer el cerco interior de vallas de alambres de púas. A los diez días de su llegada a Grizedale Hall, von Werra había ideado un plan para fugarse. El oficial alemán de más jerarquía, mayor Willibald Fanelsa, que juzgaba y decidía los planes de fuga con asistencia de un consejo de tres, escuchó a von Werra: cada dos días sacaban a la carretera a 24 prisioneros para que hicieran ejercicio. Una vez fuera de la prisión, dirigían el grupo hacia el Norte o hacia el Sur –al parecer, según el criterio del sargento montado que los acompañaba- y lo hacían marchar a buen paso unos tres kilómetros hasta llegar a un recodo de la carretera, donde descansaban diez minutos antes de emprender la marcha de regreso. La disciplina era estricta y había mucha vigilancia. Además del sargento montado, iban con los prisioneros un oficial a pie encargado del paseo, cuatro guardianes delante y otros cuatro detrás. La campiña donde estaba el lugar de descanso, cuando marchaban hacia el Norte, era un prado abierto guardado por una valla de alambre y sin accidentes del terreno donde fuera posible ocultarse. Por el contrario, el lugar de descanso, en la marcha hacia el Sur, estaba junto a un muro de piedra. Si unos cuantos prisioneros distraían a los guardianes y otros se agrupaban para escudar sus movimientos, von Werra podría saltar el muro y correr agachado hasta lograr ocultarse en la espesura. Una vez libre, se las arreglaría para llegar a la costa y trataría de meterse inadvertido en un barco neutral. El mayor Fanelsa prestó su aprobación al plan, no sin calificarlo como «el mejor de cuantos se habían presentado hasta la fecha». El consejo de evasiones proporcionó un tosco mapa de la zona. Dos días después el plan se puso en ejecución. Al llegar a los portones del campamento y para evitar el riesgo de que mandasen seguir la ruta del Norte, un prisionero dió la orden de marchar al Sur. Nadie protestó. El oficial encargado creyó que el sargento montado había dado la orden, y el sargento montado creyó que había sido el oficial. Cuando llegó el acostumbrado período de descanso, los guardianes ocuparon sus puestos a un lado de la carretera, mientras los prisioneros se dirigieron al lado opuesto, para quedarse de pie o andar de un lado a otro del muro de piedra. En un momento determinado, varios prisioneros formaron un grupo compacto, de acuerdo con el plan preconcebido y, entonces, von Werra se encaramó al muro y se dejó caer sin ruido al otro lado. Cuando los prisioneros se formaron de nuevo en columna y el sargento dió la orden de marcha, dos mujeres que, aunque estaban a casi un kilómetro de distancia, podían ver al fugitivo, comenzaron a gritar y a agitar los brazos. Con gran presencia de ánimo, uno de los prisioneros se puso a responder con gritos y a saludar con los brazos. Los demás imitaron la estratagema y lograron que el sargento confundiese por completo el significado de las frenéticas señales de las dos mujeres. Ya habían recorrido los alemanes unos 300 metros, cuando empezaron a cantar una de las dos marchas que se habían comprometido a entonar en aquel preciso lugar. Era la marcha favorable y hacía saber a von Werra que todavía no lo habían echado de menos. Ya completamente a salvo de ser visto por sus guardianes, von Werra se puso de pie sin ocultarse, saludó con alegres ademanes a la pareja de asustadas mujeres y volvió a saltar el muro de piedra. Cruzó corriendo la carretera y desapareció en los densos pinares del otro lado. Como estaba estrictamente prohibido cantar durante los paseos, el sargento montado ordenó que se callasen. Lo mismo hizo el oficial. Todo fue inútil; los alemanes no quisieron dejar de cantar. Sospechando alguna treta, el sargento cabalgó a lo largo de la columna de adelante hacia atrás e intentó contar a los prisioneros. Pero éstos empezaron a mezclarse y a pasar de una fila a otra –ardid recomendado por von Werra- de modo que resultaba difícil ver cuántos eran. Después de cambiar unas breves palabras con el oficial, el sargento montado se adelantó a la columna e impartió la orden de hacer alto. Cuando los prisioneros se quedaron quietos, el oficial recorrió la columna mientras iba contando. Contó 23 en vez de 24. Para cerciorarse, el oficial y el sargento contaron de nuevo: no cabía la menor duda, faltaba un prisionero. Von Werra desapareció por completo durante tres días con sus noches. El alemán se había desvanecido y la policía sospechaba que alguien le había brindado albergue o que había perecido a causa de algún contratiempo o de su larga permanencia a la intemperie. No había ocurrido ninguna de estas cosas. Hasta en las partes más inhóspitas del Distrito de los Lagos existen muchas casuchas de piedra, llamadas «hoggasts» utilizadas para almacenar forraje para las ovejas. Comenzaron a ser revisadas una por una todas las hoggasts por lejanas que estuviesen y, a eso de las once de la noche del cuarto día, dos milicianos que patrullaban el sector de Broughton Mills, a sólo siete u ocho kilómetros de la costa, descubrieron una casucha cuya puerta (normalmente cerrada con candado) había sido abierta a la fuerza. Iluminaron el interior con una lámpara de carburo y descubrieron al fugitivo. Tenía la ropa hecha jirones y el calzado destrozado. Mientras uno de los milicianos le apuntaba con una pistola, el otro ató fuertemente una cuerda a la muñeca de von Werra y luego se la ató a la propia. Pero antes de que pudieran llevárselo, von Werra, con movimiento perfectamente sincronizado, lanzó al suelo al hombre a cuya muñeca estaba atado, al mismo tiempo que apagaba la luz de una patada. Saltó entonces para ponerse fuera de alcance del segundo miliciano, de un vigoroso tirón se liberó de la cuerda y desapareció en las tinieblas. No volvieron a encontrarlo hasta después de dos días más de intensa búsqueda. A las 2,30 hs. de la tarde del sexto día, un pastor lo vió deslizarse entre los helechos de una colina que da al valle de Duddon. El pastor avisó a un contingente vecino de guardias y éstos cercaron la base de la colina. Cuando al fin le echaron mano, se apresuraron a esposarlo. Esta vez no se escapó.
Después de pasar veintiún días incomunicado, en castigo por su fuga, von Werra fue trasladado de Grizedale Hall a Swanwick, campamento de prisioneros de guerra situado en la parte central de Inglaterra. Como ya se había escapado una vez, tenía confianza en las posibilidades de hacerlo de nuevo y estaba decidido a intentarlo. En consecuencia no perdió tiempo en dedicarse a estudiar minuciosamente el sistema de seguridad del campamento. Swanwick estaba rodeado de dos fuertes vallas de alambre de púas, la estrecha franja de tierra entre ambas vallas constantemente vigilada por patrullas. A lo largo de la valla exterior se alzaban, cada 50 metros, torres de vigilancia provistas de ametralladoras y proyectores de luz. Las vallas mismas estaban iluminadas por la noche, excepto durante los ataques aéreos, momentos estos en que se reforzaba la guardia. Von Werra llegó a la conclusión de que la única manera de escapar de Swanwick era hacer un túnel. El edificio en el cual estaba alojado distaba solamente un metro más o menos de la valla interior y von Werra calculó que un túnel de unos 13 metros de largo, a partir de un cuartito que nadie utilizaba, saldría más allá de la valla exterior. El proyecto parecía viable y, a los pocos días otros cinco oficiales se le unieron con entusiasmo para formar la «Swanwick Tiefbau A.G.» (Compañía Minera de Swanwick). La empresa fue viento en popa desde el principio. El teniente von Werra descubrió que si faltaba al almuerzo, ya que resultaba difícil notar su ausencia puesto que había un único funcionario inglés a cargo de 150 presos, podía dedicar seis horas diarias a la tarea de excavar el túnel. Las palas de mango corto y los baldes para incendios, suministrados por el Ministerio de Guerra, eran herramientas estupendas para cavar y sacar afuera la tierra. Por otra parte, un miembro de la partida descubrió una enorme cisterna de desagüe parcialmente vacía en la cual podía volcarse la tierra sacada con los baldes. Todos los prisioneros cooperaron montando guardia en puntos estratégicos y gritando avisos en lenguaje clave cuando el ruido amenazaba con llegar a oídos de los centinelas. Cuando no era posible impedir el ruido lo ahogaban con cantos en coro, conciertos de armónica, partidas de naipes acompañadas de gran vocerío y, en una ocasión inclusive, entablaron una pelea tumultuosa. La obra continuó su marcha sin interrupción y, exactamente al mes de haberse empezado, el túnel quedó terminado. Los cinco miembros de la de la compañía del túnel (uno de los del sexteto original se dió por vencido a mitad de camino) habían hecho sus planes para salir de Inglaterra. Dos de ellos esperaban llegar a Liverpool y meterse de polizones en un barco neutral con rumbo a Irlanda. Otros dos irían a Glasgow y también intentarían escaparse en un buque neutral. Von Werra decidió seguir un plan diferente: su experiencia de fuga en el Distrito de los Lagos le había convencido de que la única posibilidad que tenía un fugitivo alemán de salir del país era hacerlo antes de que todo el mecanismo de búsqueda se pusiera en marcha. En consecuencia el único modo de fugarse era por aire y concibió un procedimiento temerario. Se dirigiría al campamento de la R.A.F. más cercano y una vez allí pondría en juego todos los recursos de su ingenio para apropiarse de un avión. Después de mucho pensar en un disfraz sencillo y convincente, decidió hacerse pasar por un piloto holandés que se hubiera estrellado al regresar de una misión de bombardeo. La cosa era verosímil porque había muchos refugiados checos, holandeses, noruegos y polacos que servían en la R.A.F., hablaban mal inglés (el de von Werra era pasable) y vestían uniformes poco comunes. Como probablemente serían pocos los aviadores de la zona que estuvieran enterados de las actividades del mando costero, afirmaría pertenecer a la «Escuadrilla especial mixta de bombarderos» del mando costero, con base en Aberdeen, puerto del Norte de Escocia. Como prendas de uniforme, un prisionero le regaló un traje de vuelo que había podido conservar, otro le dió botas de vuelo forradas en piel y un tercero le proporcionó guantes de cuero. Para completar su guardarropa, compró en el almacén del campamento una bufanda de lana de dibujo y colores escoceses. Como sin duda necesitaría el «disco de identidad del servicio inglés», disco hecho de fibra vulcanizada, la «Sección Falsificaciones» del campamento le facilitó una copia exacta fabricada de cartón.
A las nueve de la noche del 20 de Diciembre, vestido con un pijama embetunado para resguardar su traje de vuelo, von Werra rompió cautelosamente la capa de tierra que cubría la salida del túnel. Las condiciones eran ideales. La noche estaba oscura y una alarma de ataque aéreo había hecho que apagasen la iluminación de las vallas. En un pajar, que distaba unos 200 metros y en donde habían quedado en reunirse, los compañeros de fuga se despidieron estrechándose las manos y se separaron para seguir caminos diferentes. Como continuaba el ataque aéreo, von Werra decidió esperar la señal de que hubiese pasado el peligro antes de aventurarse a ir más lejos, pero como hacia las tres de la mañana esa señal aún no había sonado, el alemán decidió no esperar más, salió de su escondite y echó a andar a través del campo. Recorrió kilómetros de caminos rurales sin encontrarse con nadie. A eso de las 4,30 hs. oyó el siseo de una locomotora. Fue en su dirección y subió a la cabina del maquinista. Asombrado, este le preguntó: -«¿Qué diablos hace usted aquí?»-
-«Soy el capitán van Lott, antes de la Real Fuerza Aérea Holandesa y actualmente de la R.A.F. –explicó sin inmutarse von Werra-. Acabo de efectuar un aterrizaje forzoso en un aparato Wellington, después de haber sido alcanzado por la metralla en un ataque sobre Dinamarca. Necesito llegar cuanto antes al campamento más cercano de la R.A.F. ¿Dónde encontraré un teléfono por aquí cerca, por favor?»-
-«Aquí mi fogonero Harold va a dejar ahora mismo el servicio –respondió servicialmente el maquinista-. Puede acompañarlo a usted a la estación»-
Von Werra caminó por la vía con el ayudante del maquinista y llegó a la estación de Codner Park a las 5,30 hs. El teléfono estaba dentro de la boletería, la cual se encontraba cerrada, pues el boletero, Samuel Eaton, no llegaba hasta poco antes de las seis. Cuando al fin apareció Eaton, estaba malhumorado y escuchó con displicencia la historia que le contó von Werra sobre el bombardero que se había estrellado cerca de allí y la dotación que estaba sana y salva en una granja donde no tenían teléfono.
-«¿Quiere usted llamar, por favor, al campamento más cercano de la R.A.F. y pedir que envíen un auto a recogerme? Mi base en Aberdeen enviará un avión para llevarnos allí a mi dotación y a mí»- El encargado de la boletería levantó el teléfono y le pidió a la operadora que lo comunicara con la policía. Permaneció von Werra rígidamente sentado mientras el otro hablaba por teléfono.
Pero, al parecer, lo único que el hombre quería era desembarazarse del problema, pues cuando colgó el aparato, dijo: -«No se preocupe. Alguien vendrá por aquí en seguida. Están en mejores condiciones de ayudarle que yo»- Para entonces un empleado del andén había hecho té; Eaton ofreció una taza al alemán, se sirvió otra y, mientras esperaban la llegada de la policía, la personalidad y el magnetismo de von Werra empezaron a surtir efecto. Durante media hora habló sobre el aterrizaje forzoso, sobre las misiones de bombardeo en las cuales había participado y, finalmente, dejó escapar una confidencia: -«La verdad es que yo no debería contarle a usted esto»- Dijo que pertenecía a una escuadrilla especial y que el ataque de aquella noche había sido para ensayar una nueva mira de bombardeo. -«Ahora comprenderá usted por qué es tan urgente que yo esté de regreso cuanto antes»-
-«¡De veras! –exclamó Eaton visiblemente impresionado-. No sabe usted cuánto lo siento. Si me lo hubiera dicho antes. ¿Quiere usted que llame a la base?»-
-«Hágalo, por favor»-
El empleado descolgó el auricular y pidió comunicación con el aeródromo de Hucknall. Cuando se puso al habla con el oficial de servicio, le explicó brevemente sobre von Werra y luego indicó a éste que se pusiera él mismo al teléfono. Fue difícil convencer al oficial de servicio de Hucknall. Hizo muchísimas preguntas sobre el percance y observó que le parecía curioso no haber tenido noticia de que hubiera ocurrido. Sin embargo, acabó por decir: -«Bueno. Tendré que hacer algo por usted. Enviaré un vehículo a recogerlo»- El alemán se dispuso a esperar.
A las 7,00 hs. llegó la policía. Eran dos agentes vestidos de civil y un sargento uniformado.
-«¿Lleva usted sus documentos?»- preguntó el sargento.
-«¿No sabe usted –respondió von Werra tranquilo- que está prohibido llevar documentación personal cuando se vuela? Para nosotros, los de la escuadrilla especial, la regla es aún más estricta»-
Después de oír esta respuesta ni siquiera mostraron deseos de ver el disco de identidad. Por otra parte, los relatos de von Werra y la circunstancia de que el aeródromo de Hucknall iba a enviar un automóvil a recogerlo, parecieron dejarlos satisfechos. Al cabo de un rato, uno de los agentes le dió una palmada en la espalda y le dijo: -«Tienen ustedes todas mis simpatías, los muchachos del mando costero»-
-«Y las mías –añadió el segundo agente- ¡Que tenga usted mucha suerte! Anoche se escaparon algunos alemanes de un campamento cercano de prisioneros. Al principio pensamos que podría ser usted uno de ellos»-
Von Werra tragó saliva, pero reaccionó y se echó a reír un tanto a la fuerza con los demás. ¡De modo que ya habían descubierto su fuga! Cinco minutos después de haberse marchado la policía, llegó un soldado de aviación, saludó marcialmente y señaló que el transporte estaba aguardando. Al revés de lo que creía von Werra, el oficial de servicio en Hucknall no había enviado el automóvil por creer que el capitán van Lott fuese lo que pretendía, sino porque abrigaba serias sospechas de que se trataba de un impostor. Acababa de amanecer cuando el conductor hizo alto ante el cuartel general y guió a von Werra a la oficina del oficial de servicio.
El oficial inquirió: -«¿Van Lott? Siéntese; póngase cómodo»-
-«Siento causarle molestias –dijo von Werra- Me gustaría no darle ningún quehacer. Lo mejor será que vaya a la torre de control y espere allí mi aeroplano. ¿Le parece?»-
-«No es necesario. El control me telefoneará tan pronto establezca contacto con su avión»- No obstante, descolgó el teléfono y pidió que le pusieran en conferencia con la base de Aberdeen.
-«¿Cree usted que es indispensable?»-
-«Lo siento, pero ya sabe usted cómo son estas cosas. Tengo que presentar un informe, pura rutina, pero es imposible prescindir de ella. Además, dese cuenta de que tiene que identificarse debidamente. Tenga la bondad de enseñarme su disco de identidad»-
Confiadamente von Werra descorrió el cierre del bolsillo superior de su traje de vuelo y buscó el disco. Cuando lo tocó con los dedos se quedó de una pieza. El sudor y el calor del cuerpo habían reducido el cartón a una masa pegajosa. No se atrevió a sacarlo. Mientras continuaba buscando para ganar tiempo, sonó el teléfono. Aquella llamada lo salvó. El oficial de servicio descolgó el auricular: -«Sí –contestó al telefonista-. ¡Ya era hora! Comuníqueme... ¿Es Aberdeen?»- Sin duda no le habían conectado bien porque muy pronto comenzó a gritar exasperado. Von Werra retrocedió hacia la puerta, levantó las cejas y le hizo un ademán al oficial de servicio como que iba a lavarse las manos. Se dirigió en puntas de pie hasta la puerta principal. Una vez fuera, se agachó hasta que hubo pasado las ventanas y luego corrió hacia los hangares. El tiempo era ya factor vital supremo. En el primer hangar estaban en obras, luego de cruzarse con algunos obreros que lo miraron con curiosidad, se encontró ante una fila de bombarderos bimotores. Como estos no le servirían de nada, siguió hasta el segundo hangar donde descubrió un grupo de Hurricanes. Se inclinó sobre el fuselaje de uno. Se trataba de un Mark II, tipo todavía secreto, no utilizado aún en combate. Una sección de Hucknall era base de adiestramiento para pilotos de la R.A.F.; el otro sector era una estación experimental sumamente secreta de Rolls Royce. Era en este sector secreto donde se había metido von Werra. La perturbación de la zona que estaba en construcción había abierto un resquicio en la normalmente impecable seguridad. Se acercó a un mecánico que había por allí: -«Buenos días –le dijo con voz autoritaria-. Soy el capitán van Lott, piloto holandés. Acaban de destinarme aquí. Pero nunca he volado en Hurricanes. El oficial de guardia me manda para que usted me enseñe el manejo de los mandos y pueda hacer un vuelo de práctica. ¿Qué aparato está listo para despegar?»-
El mecánico, empleado de Rolls Royce, preguntó: -«¿No se habrá equivocado usted de lugar? Esta es una empresa particular»-
-«Ya lo sé. Pero el oficial de guardia ha dicho que venga a usted. No tengo mucho tiempo»-
-«No puedo atenderle hasta que haya firmado en el Libro de Visitantes. Espere un minuto, capitán, para que traiga al gerente»-
Reapareció el mecánico con un hombre que vestía una especie de blusa caqui. El hombre sonrió y saludó amablemente a von Werra: -«Me dicen que ha venido usted a recoger un Hurricane. Si quiere venir conmigo arreglaremos en seguida las formalidades en la oficina»-. Von Werra lo siguió de mala gana. El tiempo era crucial. El gerente lo llevó a una oficina pequeña donde un hombre de uniforme azul, indudablemente un policía del establecimiento, estaba sentado ante un enorme libro.
-«Simplemente –dijo el policía- llene la primera línea libre»-
La anotación tenía que hacerse a lo ancho de dos páginas que estaban divididas en columnas. Para que no le delatara el estilo alemán de su letra, von Werra escribió con caracteres de imprenta, y sin dificultad alguna, la respuesta a los encabezamientos de las cuatro primeras columnas, que eran fecha, nombre, nacionalidad, y posición. Los otros requerimientos carecían de sentido para él, pero el policía le ayudó a llenarlos y el formulario quedó cumplimentado. El gerente declaró que todo estaba en orden, salvo la recepción de las instrucciones escritas para la entrega del Hurricane. Von Werra dijo que estaban en su valija y que llegarían de un momento a otro en aeroplano. Entretanto, y para ahorrar tiempo, ¿no podrían darle instrucciones sobre los mandos de los Hurricanes?
-«Ahora mismo –respondió el gerente-. Ya ha firmado usted el libro y no hay ningún inconveniente»-
Al salir de la oficina con el mecánico, von Werra lanzó una recelosa mirada en derredor. Aún no se veían uniformes de la R.A.F. ¡Si el oficial de servicio le diese siquiera cinco minutos más! El mecánico se dirigió a uno de los nuevos Hurricanes, corrió hacia atrás la cabina y von Werra trepó al interior. Comenzó a explicarle el extraño tablero de instrumentos y los desconocidos mandos. Von Werra estaba pendiente de cada palabra. Gran parte de las explicaciones le resultaban confusas, pero concentró su atención en las cosas esenciales para no hincar el morro en tierra al despegar. Antes de que el mecánico pudiese adivinar su movimiento, von Werra apretó el botón de arranque.
-«¡No haga usted eso! –exclamó el mecánico-. No puede arrancar sin el acumulador de pista»-
-«Entonces ¡tráigalo!»- ordenó von Werra.
-«Lo está utilizando otro»-
-«Tráigalo, por favor –rogó sonriendo con amabilidad-. La verdad es que tengo muchísima prisa»-
El mecánico condescendió, fue en busca del mecanismo de arranque eléctrico y volvió poco después guiando el vehículo por el pavimento asfaltado. Se paró debajo del motor, saltó al suelo y levantó el cable por encima del hombro para conectarlo. Cuando von Werra hacía funcionar la bomba inyectora, oyó una voz que sonaba por encima de él: -«¡Bájese de ahí!»-
Levantó von Werra los ojos y se encontró ante la boca de una pistola automática y los fríos ojos azules del oficial de servicio.
-«He hablado con Aberdeen»- le dijo por toda explicación.
La comunicación con Aberdeen había sido difícil y sólo a fuerza de gritos y repeticiones había logrado el oficial de servicio entenderse con su interlocutor al otro lado de la línea telefónica. Le habían cortado la comunicación varias veces, pero por fin se había enterado de que el capitán van Lott era un impostor. Considerado retrospectivamente, el plan de von Werra presentaba un error fundamental: en la R.A.F. no existe el grado de capitán. Pero resulta un hecho asombroso que tal plan (aún con error incluido) haya llevado a su autor a un aeródromo inglés, donde estuvo a punto de escaparse con un Hurricane. Los ingleses, siempre propicios a dejarse ganar por la audacia, la iniciativa y la atracción de una personalidad simpática, se sintieron inclinados a admirar la proeza. Uno de los funcionarios de Rolls Royce hizo la siguiente observación: «Muchos de nosotros, que tenemos sangre deportiva, casi lamentamos que no se saliera con la suya». Los cinco fugitivos, todos los cuales quedaron detenidos en veinticuatro horas, fueron castigados con catorce días de encierro e incomunicación en Swanwick. La blandura de la pena se debió probablemente a que el comandante del campamento sabía que muy pronto iba a verse libre de ellos. La última mañana de su condena, les comunicó que al día siguiente los enviaría a Canadá con otra tanda de prisioneros. Para von Werra, el desplazamiento suponía sencillamente otra oportunidad de escapar, y Canadá tenía la inmensa ventaja de limitar con los Estados Unidos, por entonces aún neutrales. Acto seguido empezó a preguntar cosas a los prisioneros que conocían algo el país y a enterarse de cuanto pudo sobre la geografía y las costumbres canadienses.
-«Tengo el presentimiento –dijo-, más que el presentimiento, de que voy a tener suerte en Canadá»-
Hasta el momento de zarpar el «Duchess of York» del puerto escocés de Greenock, el 10 de Enero de 1941, con 1.050 prisioneros a bordo, von Werra fue vigilado por una guardia especial, atención que más que molestarle, le halagó. Durante la travesía pasó largas horas sumergido en una bañera llena de agua helada que procedía del mar. Quería acostumbrar a su cuerpo a las bajas temperaturas por si tenía la ocasión de darse una zambullida cuando anclase el buque. No se presentó la oportunidad en Halifax, donde arribó el barco el 21 de Enero, y von Werra puso sus esperanzas en el tren adonde fueron conducidos los prisioneros. En el vagón que le tocó en suerte iban 35 prisioneros y 12 guardianes. Había hielo entre las dobles ventanillas del vagón y era de presumir que estuvieran atascadas por congelamiento. En todo caso, estaba prohibido a los prisioneros tratar de abrirlas. Cuando von Werra se enteró de que el tren iba rumbo a un campamento de prisioneros en Ontario, en la ribera del Lago Superior, comprendió que pasaría cerca de la frontera. El único medio factible de escapar era lanzarse por la ventana a la nieve. Esto equivaldría a suicidarse mientras el tren estuviese en plena marcha; y tampoco era posible intentarlo en las paradas, porque los guardianes estaban, en estos casos, especialmente alertas y se reforzaba la vigilancia con guardianes adicionales fuera del tren. La mejor ocasión sería inmediatamente después de una parada, antes de que el tren cobrase velocidad, y el momento más propicio, un poco antes del amanecer. Mientras sus compañeros de asiento vigilaban a los guardianes, von Werra se hincó de rodillas y consiguió abrir más o menos un centímetro la ventanilla interior. La abertura era apenas visible, pero permitía que el calor del vagón llegase al hielo de la contraventana. Al cabo de un rato se inició un levísimo goteo de agua. El deshielo era, sin embargo, sumamente lento y, después de veinticuatro horas de espera, von Werra pidió a los otros prisioneros que abriesen del todo las palancas de los reguladores de calor. No obstante, una vez deshelada la ventanilla, ¿cómo iba arreglárselas para burlar la vigilancia de los guardianes cuando intentase abrirla? ¿Y cómo iba a ponerse el abrigo sin despertar sospechas?
Todo candidato a la evasión necesita que le ayude la suerte. Y fue la suerte la que resolvió los problemas de von Werra. En la cena de aquella noche dieron a los prisioneros una caja entera de manzanas. Se las comieron todas. Pero tantas manzanas, después de una comida desusadamente abundante, resultaron demasiado. Ya de medianoche se formaron largas filas esperando turno para ir al baño. A los guardianes, la situación les parecía sumamente divertida; su atención se dispersaba y con frecuencia quedaba solamente uno de ellos en el vagón. A pesar del calor imperante, algunos de los prisioneros más indispuestos, se envolvieron en abrigos y mantas y se hundieron en sus asientos con los brazos cruzados sobre su estómago. Cuando el tren aminoraba la marcha para la próxima estación, von Werra se levantó, desdobló y estiró la manta con la que se había cubierto. Oculto por la misma, uno de sus compañeros se arrodilló y abrió completamente la ventanilla interior. Durante la parada en la estación, la ventanilla exterior se desheló rápidamente. Al arrancar el tren, como distracción, varios prisioneros levantaron la mano para ir al baño. Mientras uno de sus compañeros repetía la maniobra de la manta, von Werra se puso de pié, agarró la ventanilla exterior y tiró hacia arriba. La ventanilla no se movió. Volvió a tirar. La ventanilla se abrió suavemente. Un momento después, von Werra se arrojó de cabeza y aterrizó aturdido, pero regocijado, en la nieve. Los demás pudieron cerrar ambas ventanillas sin ser vistos, y la fuga no se descubrió hasta que el tren estuvo a varios centenares de kilómetros de distancia. Según las autoridades canadienses, von Werra escapó del tren cerca de Smith Falls, provincia de Ontario, cuando se encontraba a 50 kilómetros escasos de la frontera estadounidense. Es indiscutible, sin embargo, que a las siete de la mañana del 24 de Enero llegó a Johnstown, en la orilla norte del río San Lorenzo, y vió las luces titilantes de Ogdensburg, estado de Nueva York, que le hacía guiños desde la otra orilla. Caminó hasta llegar a un desierto campamento veraniego, donde encontró un bote de remos volcado. Lo enderezó y con esfuerzo lo arrastró hasta un canal deshelado. No tenía remos, pero la suerte le ayudó una vez más: la corriente llevó suavemente el bote a la orilla estadounidense. Tan pronto como el bote tocó el borde, von Werra saltó afuera y corrió orilla arriba. En la primera carretera vió un coche estacionado que tenía matrícula de Nueva York. La conductora, enfermera de un hospital cercano, se disponía a ponerlo en marcha.
-«Dispense usted –dijo ansiosamente von Werra-, ¿estoy en los Estados Unidos?»-
-«Está usted en Ogdensburg»- contestó la enfermera.
-«Soy oficial de la fuerza aérea alemana. Soy... –se corrigió- era prisionero de guerra»-
Todavía no estaba a salvo en modo alguno. Cuando las autoridades de inmigración estadounidense lo acusaron de entrada ilegal en el país y lo entregaron a la policía de Ogdensburg, numerosos reporteros sitiaron la celda de von Werra. Su personalidad, sus relatos sobre su cautiverio y sus varias tentativas de fuga, proporcionaron abundante material para publicar. El «Journal» de Ogdensburg decía en uno de sus editoriales: «En su conferencia, con desbordante representación de la prensa, von Werra relató sus peripecias con un estilo que habría asombrado a Joseph Conrad o al autor de las Mil y una noches». La publicidad de la prensa, los noticiarios cinematográficos y la radio, dieron a su caso proporciones internacionales. El cónsul alemán, pagó una fianza de 5.000 dólares y se lo llevó a Nueva York. En Alemania, la publicidad dada a su fuga lo elevó a la categoría de héroe nacional. Entretanto, Canadá había intentado hacerlo detener por el robo de un bote de remos valuado en 35 dólares. Por su parte, Inglaterra, profundamente convencida de la amenaza que representaba von Werra para la seguridad inglesa, hacía también todos los esfuerzos posibles para lograr su extradición. El 24 de Marzo unos funcionarios consulares alemanes le comunicaron que nuevas gestiones que se estaban realizando en Washington darían probablemente el resultado de que fuese devuelto a Canadá. Era conveniente perder la fianza, que ya se había elevado a 15.000 dólares, y salir ilegalmente del país a toda prisa. Burlando a los investigadores del F.B.I (que controlaban sus movimientos), consiguió tomar un tren para El Paso (Texas) y cruzar el puente internacional disfrazado de campesino mexicano. La embajada alemana en México le arregló un pasaporte con nombre supuesto y le consiguió un pasaje aéreo para Alemania, vía Río de Janeiro y Roma. Von Werra llegó a Berlín el 18 de Abril de 1941. Goering lo ascendió a «Hauptmann» (capitán) y Hitler lo felicitó personalmente por la escapatoria. Hubo, además, muchas fiestas y recepciones en su honor.
La fuga de von Werra tuvo una repercusión mucho mayor que la osadía de una hazaña individual: su informe sobre los métodos de interrogación ingleses (convertido luego en un folleto de 12 páginas que llegó a ser de estudio obligatorio para todas las dotaciones aéreas) produjo efectos inmediatos. De allí en adelante, los ingleses descubrieron que los pilotos alemanes capturados estaban en extremo sobre aviso en cuestiones de seguridad. Von Werra informó, por ejemplo, que los interrogadores ingleses mostraban extraordinario interés en los números de estafeta de campaña de los prisioneros, y que con frecuencia se tomaban grandes molestias para obtener esta información aparentemente inocua e inútil. Cuando los alemanes estudiaron el asunto, se dieron cuenta de que los ingleses podían deducir, del número de estafeta de campaña del prisionero, la unidad a que pertenecía y el lugar en donde dicha unidad se encontraba. Al punto se cambió el sistema de numerar. Von Werra visitó también Dulag Luft, el centro aéreo de interrogación alemán, y cuando presenció algunos interrogatorios, los halló tan superficiales que expresó: «Prefiero que me pregunten media docena de indagadores alemanes que un solo experto inglés». A consecuencia de su visita, Dulag Luft adoptó muchos de los métodos ingleses.
En una gira que hizo por los campamentos alemanes de prisioneros de guerra para recomendar medidas contra las evasiones, descubrió que las condiciones de vida eran peores que las que él había gozado en Inglaterra. Entonces presentó una serie de sugerencias para mejorar la suerte de los prisioneros ingleses. En el libro que escribió para relatar las aventuras de sus escapatorias, se muestra sorprendentemente amistoso y reconocido para con los ingleses. A tal punto, que el Ministerio de Propaganda alemán prohibió su publicación por considerarlo demasiado pro británico.
Dos semanas después del ataque alemán a Rusia, von Werra fue destinado a aquel frente como líder de la JG53 («Jagdgeschwader»), la famosa escuadrilla conocida como «Pik-As» (también llamada «As de Espadas»), donde se le reconocieron otras ocho victorias aéreas, lo cual elevó a 21 el número de aviones derribados por él.
Emblema JG53 «As de Pique»
En Septiembre trasladaron su grupo a Holanda y lo asignaron a la vigilancia y defensa costeras.
El 25 de Octubre de 1941, durante un vuelo rutinario, su avión tuvo una falla en el motor, cayó al mar y el capitán Franz von Werra pereció.
Fuente: «The One that Got Away» por H.K.Burt y T.J.Leasor.
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