sábado, 11 de marzo de 2023

Conquista del desierto: Combate de Sierra Chica

Combate de Sierra Chica

Revisionistas




Combate de Sierra Chica – 30 de Mayo de 1855


Después de la Batalla de Caseros Buenos Aires debía enfrentar un problema que el Brigadier Gral. Juan Manuel de Rosas, por su habilidad política, no había tenido. “La política de Rosas con los indios, dice José María Rosas, tuvo tres bases: tomarles el camino de los chilenos y mantener guarniciones en el Colorado y Río Negro; cumplir con las prestaciones anuales de alimentos y vicios y unificar a los indios haciendo responsables de sus glútenes de más prestigio: Calfucurá y Payné.

 

Al caer Rosas, el camino fue abandonado, levantados los fortines de Negro y Colorado y no cumplidas las prestaciones. El aparato de los blancos que Rosas había construido para defensa de los blancos se volvió contra ellos y Calfucurá, en parte por codicia, al ver abierto el mercado chileno de carne robada, en parte porque le era necesario mantener su imperio, y en parte porque no tuvo otro medio para alimentar a los suyos, se lanzó en grandes malones de borogas, pampas y ranqueles confederados. En 1854 arrasa Tres Arroyos y el malón llega hasta Bahía Blanca; al año siguiente eran desvastadas las estancias de la zona del Bragado y de 25 de Mayo”.

 

“Juan Manuel es mi amigo. Nunca me ha engañado. Yo y todos mis indios moriremos por él. Si no hubiera sido por Juan Manuel no viviríamos como vivimos en fraternidad con los cristianos y entre ellos. Mientras viva Juan Manuel todos seremos felices y pasaremos una vida tranquila al lado de nuestras esposas e hijos. Todos los que están aquí pueden atestiguar que lo que Juan Manuel nos ha dicho y aconsejado ha salido bien…” Discurso del cacique pampa Catriel en Tapalqué celebrando la llegada de Rosas al poder en su segundo gobierno. Extraído del libro “Partes detallados de la expedición al desierto de Juan Manuel de Rosas en 1833. Recopilado por Adolfo Garretón. Edit. EUDEBA. Bs. As. 1975.

 

“Nuestro hermano Juan Manuel indio rubio y gigante que vino al desierto pasando a nado el Samborombón y el Salado y que jineteaba y boleaba como los indios y se loncoteaba con los indios y que nos regaló vacas, yeguas, caña y prendas de plata, mientras él fue Cacique General nunca los indios malones invadimos, por la amistad que teníamos por Juan Manuel. Y cuando los cristianos lo echaron y lo desterraron, invadimos todos juntos”. Expresiones del Cacique Catriel, extraídas del libro “Roca y Tejedor” de Julio A. Costa.

 

Hasta 1852, Rosas había mantenido a los indios en paz relativa, y la frontera sur se había alejado, dejando que las estancias prosperaran sin susto.  Pero cuando cesó esa política de astucia, dádivas y concesiones, los indios –al caer Rosas- volvieron a alzarse y la paz fronteriza retrocedió hasta donde se encontraba en 1823, cuando fundaran Tandil.

 

Comienzo de las hostilidades

 

Los pobladores sabían: el indio ataca cuando hay Luna Llena.  Y esa noche del 13 de febrero de 1855, parecía que el atardecer se había prendado de la belleza de la pampa, y con la Luna alta, uno hubiera creído que no había anochecido aún.

 

El centinela del Fuerte de San Serapio Mártir, del Azul, cabeceaba.  Los ranchitos del pueblo dormían profundamente de las fatigas de una jornada agotadora de Sol.  De pronto, sin saber de donde, la tierra se rajó en un grito bárbaro.  La pampa se incendió de chuzas, de hedores insoportables y de sangre; y el tropel entero de la pampa cayó sobre el pueblito.  Era el malón.

 

Cuando el general Manuel Hornos llegó al lugar, los indios habían capturado 60 mil vacunos, y 150 familias marchaban camino del cautiverio.  Los ranchos ardían y todo lo demás estaba destruido.  Hornos logró hacerlos retirar, pero se hicieron fuertes en Sierra Chica. Desde allí, comenzaron a salir partidas volantes de indios a los campos del Tandil y la Lobería.  El terror cundió en el sur.  El éxodo campesino se fue haciendo cada vez más presuroso.  Al promediar el año, no quedaría nadie en aquellas poblaciones.  La mayoría buscaría refugio en Dolores.

 

Después de la revolución separatista del 11 de setiembre de 1852, Buenos Aires quedó librada a su suerte por propia voluntad.  Calfucurá y Urquiza negociaron un pacto.  El cacique se empeñó en una lucha sin cuartel con la retaguardia porteña ubicada en las pampas bonaerenses.  Urquiza lo dejaba hacer porque de ese modo se debilitaban las posiciones de la arrogante Buenos Aires.  Y los porteños enloquecían soportando presiones por todos lados: indios, confederados, conspiradores…

 

La sangrienta entrada de Calfucurá a los campos del Azul en aquella trágica noche de febrero de 1855 era el testimonio de lo temible que resultaba el desguarnecimiento de las fronteras pampeanas.  ¿Hasta dónde llegarían los indios con sus staques? ¿Y si se le daba a Urquiza por apoyarlos con sus tropas, o ensayar un ataque combinado?

 

El alarido pampa llegó a Buenos Aires y conmovió a la Legislatura.  El escándalo estuvo en la boca de todos los parlamentarios.  La sangre de los mártires azuleños goteaba patéticamente por la voz engolada de los oradores. Bartolomé Mitre, coronel y ministro de la Guerra, prometió solemnemente escarmentar a los infieles: su metáfora fue muy directa, recuperaría –dijo- “hasta la última cola de vaca” de la provincia. Con sus encendidas palabras vibrando aún en el recinto de la Legislatura, Mitre partió para combatir a los indígenas.

 

Combate de Sierra Chica

 

Mitre salió de Buenos Aires el 27 de mayo de 1855.  Hizo una marcha de flanco juzgada como perfecta por los analistas.  Llegó a la Sierra Grande Tapalqué el día 28, donde se ocultó con la intención de sorprender al enemigo, que suponía ubicado a unos 20 kilómetros de distancia.

 

Cuando llegó la noche del 29 siguió avanzando creyendo que caería sobre el enemigo al amanecer, pero cuando aclaró el día 30, golpeó en el vacío: sus vaqueanos habían errado el cálculo.  Las tolderías estaban más lejos. Esta maniobra previno a los indios.  Los de Catriel se sumaron a los de Cachua, que fueron concentrándose a orillas del Arroyo Sauce.

 

La lectura del propio parte de Mitre revela que la conducción flaqueaba, que la indisciplina era corriente, y que un triunfo podía trocarse en derrota, tan pronto como se descuidasen los comandos.

 

Mitre mandó a dos escuadrones de Coraceros desplegarse en línea oblicua.  Pero las milicias, sin habérselo ordenado, hicieron lo mismo.  La Infantería quedó, entonces, a retaguardia.  El terreno era inadecuado para la maniobra.  Mitre cambió el plan y ordenó entonces el ataque sobre las tolderías, para arrebatarles cerca de un millar de caballos.

 

Indios amigos cargaron, pero la confusión que reinaba en la tropa prometió un triunfo demasiado fácil.  La caballada indígena fue capturada, pero el desplazamiento indisciplinado de otros grupos desorganizó el cuadro de milicias.  En esta confusión, las compañías de la vanguardia cristiana penetraron profundamente en el terreno enemigo.  Los indios huían despavoridos.  Los soldados entonces entraron a saquear los toldos , desoyendo los urgentes llamados del Trompa de Ordenes, que convocaba a reunión.

 

En los continuos y confusos desplazamientos de las tropas, 60 soldados vinieron a quedar aislados.  Para salvarlos hubo que hacer dos cargas, que provocaron muertos y heridos entre los blancos.  La situación había cambiado por completo: ahora eran amenazadas las caballadas cristianas.

 

Los indios, reagrupados y concentrados, lanzaron un ataque sobre la izquierda de Mitre, y aunque ésta recibió con entereza el choque, luego se dio a la fuga, mientras quedaban tras de sí muertos y heridos.  La huida de estas fuerzas arrastró a todos los escuadrones.  Aquello era un desorden lamentable.  La Infantería, que había sido penosamente formada en cuadro para resistir una nueva embestida india, fue desarticulada por los fugitivos. No obstante, pudo rehacerse, y rompió un fuego cerrado sobre las huestes pampas.  Los indios se acercaron a pesar de ello a vente pasos y llegaron a arrojar bolas perdidas, pero debieron retirarse.

 

El estruendo de la fusilería espantó a la caballada indígena recién capturada.  Y en el pánico arrastró a la de los cristianos, de modo que lo que quería evitarse se produjo.  Y las tropas al mando de Mitre quedaron a pie.  Era lo peor que podía pasarles: la evidencia de una tremenda derrota…

 

Mitre evaluó la situación del campo.  Los indios habían vencido.  Había que salvar la situación ahora, rescatar lo que quedara de las fuerzas, acudir al ingenio y al sigilo, para reparar siquiera en parte, lo que el desorden, la indisciplina y la ineptitud de su mando habían destrozado en contados momentos.

 

Lentamente pudo restablecer los cuadros. Luego, desalojaron al enemigo de una pequeña elevación, y se instalaron allí, suficientemente fortificados.  En el centro colocó las caballadas que pudieron rescatarse.  Los heridos comenzaron a ser atendidos.  Y se dispusieron a esperar la noche, mientras pelotones aislados de indios libraban escaramuzas en las cercanías del campamento.

 

Los “bomberos” de las tropas de Buenos Aires descubrieron que los indios iban concentrándose sigilosamente.  Quizá tan pronto como rompiera el amanecer iban a descargar su ataque decisivo, para exterminar por completo a las fuerzas blancas.  Mitre esperaba la incorporación de la Primera División del Centro, al mando del coronel Laureano Díaz.  Oía sus cañonazos reiteradas veces.  Pero luego el fuego de artillería cesó, y no halló respuesta a sus propios disparos de llamada.

 

Pero cuando llegó el día el ataque no se produjo.  El cerco de lanzas aparecía prácticamente cerrado.  Cincuenta mil cabezas de ganado fruto de su robo, pacían tranquilamente en las cercanías.  Los blancos debían comer carne de yegua y buscar febrilmente los manantiales que brotaban de las sierras para beber.

 

Mitre siguió aguardando inútilmente el apoyo de la Primera División.  Un movimiento en el horizonte le hizo abrigar la esperanza de que llegaba, pero cuando al caer la tarde, regresaron sus “bomberos”, se anotició de la triste realidad: era Calfucurá que venía con sus tropas para reforzar el ataque final contra las fuerzas de Buenos Aires.  Con las tropas porteñas cercadas y desmoralizadas, ahora la retirada era inevitable.  Esa debió ser una triste noche para el entonces coronel Bartolomé Mitre.  Las 50 mil vacas, con sus colas respectivas, que tan arrogantemente había prometido devolver, quedarían allí, sin rescate posible…

 

Había que acudir al ingenio para salvarse de una muerte segura.  Se usó toda la grasa de potro, derramándola sobre los fogones, para que alimentaran el fuego el mayor tiempo posible.  Se dejaron en pie algunas tiendas de campaña.  Mil doscientos caballos encerraban el cuadro para dar la ilusión de fuerzas preparadas.

 

El mayor de los silencios cubrió la retirada.  Con las monturas al hombro, y buena parte de la caballería abandonada,  la tropa inició una penosa marcha a pie hasta el Azul.  Sólo quedaban montados dos escuadrones de caballería, para cubrir cualquier ataque de flanco.  Al frente marchaba la Infantería en el centro la Artillería, los heridos y los bagajes.  Las caballadas que pudieron traerse marchaban al costado derecho.  El batallón 2 de Línea cubría la marcha.  No era una huida.  Pero era la más lamentable retirada de que hubiera memoria en la antigua lucha del blanco contra el indio de la pampa…

 

Silenciosamente, y por el camino más peligroso (y por consiguiente menos vigilado por los indios), avanzaron cinco leguas y media, hasta el arroyo de las Nievas.  Allí consiguieron caballos.  Cuando amanecía hasta el mismo Mitre había venido a pie.  Cada uno tomó un infante y se lo llevó en ancas.  A las 8 de la mañana, llegaba el ejército derrotado al Azul.  Era el 1º de junio.  Doscientas cincuenta bajas festoneaban cruelmente la derrota. 

 

Regreso sin gloria

 

Mitre siguió de inmediato para Buenos Aires, donde es agasajado por Sarmiento en un banquete, donde el coronel dice: “El desierto es inconquistable”

 

Mitre disimuló públicamente esta derrota, aunque en los partes no pudo ocultar nada, y el 12 de junio le informa a Obligado: “Para ocultar la vergüenza de nuestra armas he debido decir que la fuerza de Calfucurá ascendía a 600, aun cuando toda ella no alcanzase a 500; así como he dicho que la División del Centro no pasaba de 600, aun cuando tuviese más de 900, dos piezas de artillería y 30 infantes el día que tuvo lugar su encuentro en el que Calfucurá debió quedar destruido…He dicho también que por falta de caballos, pero debo declarar a usted confidencialmente que ese día los tenia regulares…Hasta ahora sabíamos que era un buen partido un cristiano contra dos indios, pero he aquí que ha habido quien haya encontrado desventajoso entre dos cristianos contra un indio.” (Scobie. La lucha.p.132 / JMR.t.VI.p.151).

 

A esta derrota siguió la de San Antonio de Iraola el 13 de septiembre, que exterminó por completo un cuerpo completo mandado por el comandante Otamendi.

 

Las consecuencias del contraste fueron funestas.  Durante más de un año, Calfucurá y sus gentes sentaron sus reales en la zona.  El temor cundió por toda la campaña.  Las economías lugareñas quedaron seriamente deterioradas.  La gente temía volver.  Estancias al sur de Tandil se hicieron taperas.  Debió transcurrir todo el año 1855 y parte de 1856 para que los exiliados del Tandil y la Lobería –refugiados en Dolores- se animaran a retornar.  Fue una situación penosa y de graves consecuencias.

 

Calfucurá inició lentamente su regreso a Salinas Grandes, cuando juzgó que había que dar nueva tregua a los blancos para que apacentaran nuevos rebaños que luego serían robados por los malones. 

 

Pero la derrota es del indio.  Calfucurá firma la paz en 1857.  Una paz llena de “agachadas” y ventajas para sus posiciones.  La tormenta política estalla en Buenos Aires.  Cepeda se aproxima.  Habrá victorias aisladas, como Sol de Mayo y Cristiano Muerto, en campo de Tres Arroyos, con tropas salidas desde Tandil.  Habrá incluso una expedición a Salinas Grandes, mandada por Granada.  Pero el imperio queda inconmovible. Muchos año, nuevas armas y otros factores, entre ellos el desgaste de la raza mapú, podrán terminarlo.

 

Pero como un recuerdo fantasmal, la “noche triste” del coronel Mitre quedará definitivamente incorporada a la historia dura y penosa de la Campaña del Desierto aunque se haya pretendido echar y piadoso velo de olvido sobre el desastre que en esa jornada se abatió sobre el joven ministro de Guerra de Buenos Aires.

 

Fuente

Chiarenza, Prof. Daniel Alberto – Historia general de la Pcia. de Buenos Aires

Hijo ‘e Tigre – El desierto inconquistable

Nario, Hugo I. – La noche triste del coronel Mitre

Portal www.revisionistas.com.ar

Turone, Gabriel O. – Combate de Sierra Chica

 

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