El combate de Camarón y la Legión Extranjera.
La invasión de Napoleón III a México.
Por: Juan Del Campo
El 17 de julio de 1861, el presidente mexicano Benito Juárez, líder del partido liberal, decretó una moratoria en el pago de la deuda externa de su país, suspendiéndola por un período de dos años, al cabo de los cuales se comprometió a reanudarla. Las razones de esta medida eran consecuencia de la cruenta guerra civil que había aquejado a aquel país entre 1857 y 1860 y que concluyó con la derrota de los conservadores y la elección de Juárez como presidente de la república. En octubre de ese año tres potencias europeas acreedoras, Gran Bretaña, Francia y España, se reunieron en Londres para asumir una posición conjunta con respecto a la decisión unilateral del gobierno mexicano. Estos países no aceptaron la moratoria y decidieron forzar el cumplimiento de las obligaciones financieras mexicanas. Además del pago en moneda pretendieron compensaciones en tierras y otras concesiones. De este modo conformaron una alianza y organizaron una expedición armada a ese país.
Hacia fines de diciembre de 1861 las primeras fuerzas europeas llegaron a Veracruz. Se trataba de un fuerte contingente español al mando del general Juan Prim. Posteriormente, en enero, arribaron los contingentes franceses y británicos al mando de Dubois de Saligny por parte de los primeros y de Sir Charles Wike por los segundos. El presidente Juárez ordenó no oponer resistencia para evitar que estallara una guerra y propuso negociaciones para buscar una salida a tan compleja situación, lo que fue aceptado por las naciones de la triple alianza. Las conversaciones se llevaron a cabo en el poblado de la Soledad cerca de Veracruz, dirigidas por el ministro Manuel Doblado en representación del gobierno mexicano y el general Juan Prim, como representante de la triple alianza. El 19 de febrero de 1862 se firmaron los tratados preliminares de La Soledad. Sus principales puntos establecían que las potencias aliadas no atentarían contra la independencia, la soberanía o la integridad del territorio mexicano, que las futuras negociaciones continuarían en Orizaba y que hasta entonces las fuerzas extranjeras ocuparían Córdoba, Orizaba y Tehuacán. En caso de la suspensión o rompimiento de las negociaciones las potencias aliadas dejarían las poblaciones ocupadas y se fortificarían cerca del puerto de Veracruz. Al ser ratificados por el presidente Juárez y por los comisionados de Inglaterra y España, los tratados de la Soledad adquirieron carácter oficial. Posteriormente México se comprometió a cancelar sus deudas mediante bonos de garantía, que fueron aceptados por los gobiernos de Londres y Madrid, más no así por el de París. Como consecuencia, los ejércitos español y británico se retiraron de México en abril de ese año, mientras que el destacamento francés permaneció en el país. Las señales eran claras. El emperador Napoleón III, quien gobernaba Francia desde 1848, había utilizado aquel problema de acreencias externas como el pretexto para expandir el área de influencia francesa en América del Norte. En otras palabras, el emperador francés pretendía crear en México un imperio que serviría de muralla contra el expansionismo estadounidense, en el entendido que sería una tarea fácil gracias a la guerra de secesión que se desarrollaba en Estados Unidos y que distraía su atención de acciones en el frente externo, tales como poder hacer valer la Doctrina Monroe.
A inicios de abril, el nuevo ministro peruano en Washington, Federico Barreda, propuso al Secretario de Estado norteamericano William H. Seward que Estados Unidos y todos los países de América Central y del Sur emitiesen una declaración en la cual afirmarían que jamás tolerarían el reconocimiento de una fuerza extranjera en el continente americano, en clara alusión a las pretensiones de Napoleón III. Sin embargo Seward se negó a aceptar la propuesta manifestando que tal declaración podría amenazar las relaciones de los Estados Unidos con las potencias europeas, lo que no convenía mientras estuviesen luchando contra la Confederación. El Perú propuso entonces convocar un Congreso panamericano, lo que tampoco fue aceptado por Washington.
El 25 de abril el general conde Charles Ferdinand de Lorencez, recientemente nombrado por Napoleón como comandante en jefe de las fuerzas francesas en México, escribió al mariscal Randon, ministro de guerra en París, una deplorable carta que no hacia más que reflejar el real propósito de la presencia militar francesa así como una actitud adversa hacia la nación mexicana:
“Somos tan superiores a los mexicanos por la raza, la organización, la disciplina, la moral y la elevación de los sentimientos, que ruego a su excelencia tenga la bondad de informar al emperador de que, a la cabeza de 6,000 soldados, ya soy el amo de México”.
Como tantos otros oficiales europeos de su época, el general galo había cometido un error de apreciación basado en presunciones destempladas. Unos días después de esa comunicación, en la mañana del cinco de mayo de 1862, la fuerza de Lorencez atacó la ciudad de Puebla como primer paso para tomar la capital mexicana. El presidente Juárez había actuado con prontitud para repeler a los invasores, nombrando al joven general Ignacio Zaragoza para defender la ciudad. Los franceses ejecutaron un ataque de artillería desde diferentes posiciones que no surtieron ningún efecto. Después de una hora y media habían gastado más de la mitad de sus municiones y Lorencez envió a su infantería con la orden de capturar el fuerte Guadalupe. Las gallardas tropas de Napoleón III fueron recibidas con un intenso fuego. Dos coroneles franceses fueron muertos cuando encabezaban el ataque de sus regimientos y pronto Lorencez observó horrorizado como los cadáveres de sus tropas iban apilándose frente a los muros del fuerte Guadalupe. Zaragoza ordenó entonces a su caballería que atacase a la infantería francesa desplegada frente al fuerte. Fue suficiente. A las 17:00 horas se escuchó el clarín de retirada del considerado mejor ejército del mundo, que sufrió casi 500 bajas. La supuesta superioridad que Lorencez atribuía a sus hombres había probado ser lo que realmente era, es decir, una falacia. Este triunfo sin embargo no marcaría el final de la aventura francesa. Por el contrario, el humillado general Lorencez solicitó a París refuerzos de 15 mil a 20 mil hombres y más armamento, explicando que sólo así lograría con buen éxito la campaña. Evidentemente que 6 mil soldados no eran suficientes para conquistar México.
En 1863, con la llegada de numerosos refuerzos y otro general, Elie Frederick Forey, se decidió atacar nuevamente Puebla. Para ello ahora los franceses contaban con 18,000 hombres de infantería, 1,400 de caballería, 2,150 artilleros, 450 zapadores y un cuerpo auxiliar de 2,300 individuos, además de 2,000 soldados mexicanos proporcionados por el general conservador Márquez. También disponían de 56 cañones y 2.4 millones de proyectiles.
Entre las nuevas tropas recibidas de Francia se encontraban tres batallones de la Legión Extranjera al mando del coronel Jeanningros, un eficiente veterano con más de 30 años de servicio, quien había participado en la batalla de Moulay-Ishmael en Argelia. Dos de sus batallones desembarcaron en Veracruz el 31 de marzo de 1863 y el tercero lo haría en los próximos días. Los mexicanos disponían de un ejército de 20 mil hombres en el norte al mando del propio presidente Juárez y otros 20 mil efectivos en el sur comandados por el general Porfirio Díaz. Estas tropas, apoyadas por guerrillas, ejecutaban constantes ataques a la línea de comunicaciones francesa entre Veracruz y las afueras de Puebla, en una extensión de mas de 240 kilómetros de longitud, por lo cual se requería un elevado numero de efectivos para proteger el envío de provisiones y comunicaciones.
En marzo de ese año, los soldados franceses y trece mil auxiliares mexicanos marcharon contra la heroica ciudad que separaba a Veracruz de la capital. Los legionarios franceses, para su decepción, recibieron tareas menores, como resguardar los convoyes en la sección oriental, donde abundaban enfermedades como la fiebre amarilla y el tifus. A este respecto, el comandante en jefe del ejercito francés, general Elie Frederic Forey había señalado que prefería que fuesen extranjeros y no franceses quienes tuvieran la responsabilidad de resguardar el área más insalubre, es decir la zona tropical entre Veracruz y Córdoba, donde reinaba la malaria.
Para los legionarios este desdén no era cosa nueva y lo asumieron con estoicismo y sin resentimiento. Desde que fue creada en 1831 por el rey Luis Felipe, buena parte de la opinión publica francesa consideraba a la Legión como una desgracia y se mostraba profundamente ofendida por el hecho que mercenarios foráneos fuesen empleados para pelear las batallas de Francia, pues todos sus cuadros, con excepción de los oficiales, no eran franceses sino ciudadanos de otros países enlistados bajo condiciones muy difíciles. Por esta misma razón el ejército regular francés tomó distancias de la Legión, no sin antes asegurarse que si había algún trabajo sucio que realizar, seria la Legión quien lo ejecutaría. Así, aislados de su familia, de sus hogares, de sus países y de la propia Europa, los legionarios pronto comprendieron que eran rechazados por la propia gente por la que luchaban. Como lógica reacción, hubo una retrospección interna y pronto se desarrolló un fiero esprit de corps, que mejor se reflejaba en la frase “Legio Patria Nostra” -La Legión es nuestra patria-. Así, era a la Legión a la que el soldado debía lealtad. No a Francia. Los hombres se enrolaban por una variedad de razones. Algunos eran simples mercenarios en busca de empleo; otros eran refugiados políticos; algunos buscaban escapar de sus esposas o sus deudas; otros, sin suerte en la vida, buscaban empezar de nuevo; el resto eran simples aventureros atraídos por la posibilidad de servir en tierras exóticas. Pero contrario a la creencia popular, la Legión no era un refugio para criminales ni se permitía a aquellos convictos por crímenes enlistarse en sus filas como una alternativa para cumplir con sus condenas. La Legión sirvió sus primeros años en Argelia y en 1835 se le destaco al servicio del gobierno de España durante las guerras carlistas. Pocos sobrevivieron a tan cruento conflicto, pero el concepto sobre la valía de este cuerpo quedó asentado. Durante la Guerra de Crimea regimientos de la Legión tomaron parte en las batallas de Alma y de Inkerman así como en el sitio de Sebastopol. En 1859, durante la guerra entre Francia y el imperio Austro-Húngaro, los legionarios combatieron en las batallas de Magenta y Solferino y esta ultima resulto tan sangrienta que una de sus consecuencias fue la creación de la Cruz Roja. Así, hasta entonces, la Legión había probado ser igual a cualquier cuerpo de infantería en el mundo, pero aun debía probar que era el mejor de todos. La oportunidad pronto se presentaría en México.
El 15 de abril un convoy compuesto por 64 carretas que llevaban varios cañones destinados a demoler las defensas de Puebla, municiones, provisiones y cofres de oro para pagar a las tropas, partió desde Veracruz. La inteligencia mexicana era buena y gracias a ella pronto tomaron conocimiento sobre la existencia de este convoy. El gobernador civil y militar del Estado de Veracruz, coronel Francisco de Paula Milán, ensambló una fuerza integrada por tres batallones de infantería de 400 hombres cada uno: El Veracruz, el Córdoba y el Jalapa, más 800 hombres de caballería -500 lanceros y 300 irregulares- para interceptar y capturar el valioso cargamento enemigo. A primera impresión parecía ser una tarea fácil, particularmente porque la caballería mexicana era eficiente y estaba armada con rifles de repetición Rémington y Winchester y modernos revólveres Colt, Paterson y Starr. Por su parte, mantener la seguridad de este convoy era de particular preocupación para los franceses, razón por la cual el 27 de abril el comandante en jefe de los legionarios, el coronel René Jeanningros, quien había establecido su cuartel general en Chiquihuite, decidió que la tercera compañía del primer regimiento de la Legión debía llevar a cabo la tarea de escoltarlo mientras recorriera el área bajo su responsabilidad. La mayoría de oficiales de dicha compañía se encontraban enfermos. Tres oficiales se ofrecieron como voluntarios, el capitán Jean Danjou, ayudante del Estado Mayor de la compañía, el teniente Napoleón Villain y el teniente segundo Maudet. Estos hombres conformaban un trío formidable. El capitán Danjou era un legionario con varios años de antigüedad que sirvió con distinción el Argelia, Crimea e Italia. En Crimea perdió una mano, que había reemplazado con una prótesis de madera. Villain y Maudet aparentemente eran de nacionalidad francesa, pero se enlistaron como belgas ya que, como se indicó, la legión prohibía que ciudadanos franceses se enrolaran como soldados. Estos hombres comenzaron como rasos, lucharon con eficacia y fueron promovidos al rango de oficiales en mérito a la conducta demostrada en la batalla de Magenta. La compañía a la que pertenecían estos oficiales estaba compuesta por un total de 120 soldados, pero en aquel momento sólo 62 hombres de nacionalidad polaca, italiana, alemana y española, estaban aptos para realizar la tarea.
El 29 de abril, cuatro semanas después de su llegada a México, las tropas bajo Danjou se prepararon para ejecutar esta acción de rutina y se integraron al convoy para proteger la siguiente fase de su recorrido. A medianoche la tercera compañía, provista de 60 cartuchos por hombre, partió de Chiquihuite en misión de avanzada, adelantándose al recorrido del convoy para comprobar que la ruta se encontraba despejada. A las 02:30 horas del día 30, alcanzaron una posta defensiva preparada por la Legión en el Paso del Macho y el comandante de la misma, el capitán Saussier, impresionado por el reducido número de la escolta, ofreció a Danjou un pelotón de refuerzo, lo que este rechazó, continuando la marcha, para lo cual dividió a su fuerza en dos secciones separadas por 200 metros de distancia, mientras que él, al centro, marcharía con las provisiones. Atrás venía un pequeño destacamento de retaguardia. Sin embargo Danjou carecía de avanzadas, pues la Legión no disponía de caballería.
Poco antes de las 06:00 horas, la tercera compañía cruzó por la aldea del Camarón, o Camerone, como la bautizaron los franceses, la misma que como todas las rancherías de la región, se encontraba media destruida por la guerra. La construcción principal, conocida como la Hacienda de la Trinidad, consistía de una pequeña vivienda con modestas edificaciones de adobe alrededor. A un kilómetro y medio del Camarón Danjou ordenó a sus tropas detenerse para tomar la ración de desayuno y como medida preventiva ordenó desplegar algunos centinelas. Unos minutos después vino la alarma. Los legionarios observaron que un fuerte contingente de caballería mexicana se acercaba hacia el lugar. De inmediato Danjou ordenó a sus hombres preparar sus rifles y conformar un rectángulo defensivo. Los legionarios sólo contaban con una ventaja natural en aquel campo abierto, cual era la profusa vegetación existente, que se convertía en una barrera natural contra la caballería adversaria. Cuando los mexicanos estuvieron a una corta distancia, los legionarios, al grito de ¡viva el emperador! abrieron fuego impidiendo su avance. Los mexicanos prefirieron no arriesgar una carga y ejecutarron una maniobra dirigida a rodearlos. Danjou entonces ordenó una retirada hacia el único lugar donde podrían organizar y mantener una defensa sostenida, no el Paso del Macho como algunos pretendían, sino a la hacienda del Camarón. En pequeños grupos, la caballería mexicana hostilizaba a la compañía de la Legión mientras esta se dirigía hacia su objetivo, haciendo de su repliegue un infierno. En dos ocasiones los legionarios se detuvieron y los hicieron retroceder con descargas. Finalmente Danjou y la mayoría de sus hombres lograron su cometido pero a costa de perder las raciones y las mulas con las municiones. Cuarenta y seis de ellos alcanzaron la casa hacienda, algunos heridos, pero otros dieciséis fueron interceptados y capturados por las fuerzas de Milán. Lo peor de todo es que los mexicanos lograron llegar al Camarón casi simultáneamente, con lo cual se establecieron en las partes altas y en uno de los establos ubicado en las esquinas.
Fin de la Primera Parte
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