YO DIRIGÍ EL ASALTO A PEARL HARBOR
por el Capitán Mitsuo Fuchida
(de la Antigua Armada Imperial Japonesa)
«Ha sido usted designado para mandar la fuerza aérea en caso de ataque a Pearl Harbor».
Sin poder evitarlo, me quedé sin aliento. Estábamos a fines de Septiembre de 1941 y, si continuaba aumentando la tirantez de la situación internacional, el plan de ataque debía ejecutarse en Diciembre. Si la fuerza había de estar debidamente preparada para aquella importantísima misión, no quedaba tiempo que perder. Después de someter al personal al adiestramiento más riguroso, los aeroplanos fueron llevados a sus respectivos portaaviones hacia mediados de Noviembre.
Aichi D3a Val:
Nakajima 5n Kate:
Mitsubishi a6m Zero:
Para no llamar la atención, los portaaviones salieron uno a uno y por diferentes rutas, rumbo a las Islas Kuriles. El 26 de Noviembre, a las seis de la mañana, nuestra escuadra de ataque, integrada por 28 navíos (entre ellos seis portaaviones), zarpó de dichas islas. El vicealmirante Nagumo, jefe supremo de las fuerzas de ataque a Pearl Harbor, llevaba las instrucciones siguientes: «En caso de que tengan éxito las negociaciones en curso con los Estados Unidos, las fuerzas a su mando regresarán inmediatamente a la patria». Pero las dotaciones de los buques, ignorantes de aquellas instrucciones, gritaron «¡Banzai!» al echar una mirada, que podía ser la última, a las costas japonesas. El entusiasmo y el belicoso ánimo de aquellos hombres saltaban a la vista. Me era imposible, no obstante, desechar la duda íntima de que el Japón tuviese la necesaria confianza en sí mismo para llevar a cabo una guerra.
Con el propósito de quedar fuera del alcance de las patrullas aéreas estadounidenses, algunas de las cuales tenían al parecer 1.000 kilómetros de radio de acción, seguimos la ruta entre las Aleutas y la Isla de Midway. Enviamos tres submarinos para que nos hicieran saber si había barcos mercantes a la vista, con el objeto de cambiar de rumbo y evitar su encuentro. Nos manteníamos en constante alerta contra submarinos estadounidenses. Aún cuando los radiotransmisores de la escuadra guardaban estricto silencio, escuchábamos las emisoras de Tokio y Honolulu para saber si daban alguna noticia sobre estallido de la guerra. Desde el 27 al 30 de Noviembre se celebró diariamente en Tokio una conferencia de enlace entre el gobierno y el alto mando, para tratar la propuesta hecha el día 26 por los Estados Unidos. Los conferenciantes llegaron a la conclusión de que, si bien dicha propuesta era un ultimátum destinado a subyugar al Japón y hacer inevitable la guerra, había que continuar haciendo esfuerzos en favor de la paz «hasta el último momento». La decisión de ir a la guerra se tomó, en una conferencia imperial, el 1º de Diciembre. El día 2 el estado mayor dio la siguiente orden: «El día X será el 8 de Diciembre» (7 de Diciembre en Hawai y los Estados Unidos). La suerte estaba echada. Nos dirigimos a toda prisa hacia Pearl Harbor. ¿Por qué se escogió aquel domingo para el día X? Porque, según nuestros informes, la escuadra estadounidense solía regresar a Pearl Harbor todos los fines de semana, después de los períodos de adiestramiento en el mar, y también porque se quería coordinar el ataque con las operaciones sobre la Península de Malaca (incursiones aéreas y desembarcos) proyectadas para aquel día.
Los informes del espionaje sobre la situación y movimientos de la escuadra estadounidense nos llegaban desde Tokio. Uno del 7 de Diciembre (6 de Diciembre en Hawai) decía: «No hay globos en Pearl Harbor ni se han tendido redes protectoras contra torpedos en torno a los acorazados. Todos los acorazados están en el puerto. La radio enemiga no indica que sobrevuelen patrullas de vigilancia aérea en la zona hawaiana. El portaaviones “Lexington” salió ayer del puerto. Se cree que también el “Enterprise” está en maniobras en alta mar». Aproximadamente a la misma hora recibimos un mensaje del almirante Yamamoto: «De esta batalla dependen el triunfo o la ruina del Imperio. Que todos pongan el máximo empeño en cumplir con su deber». Nos encontrábamos a 230 millas al Norte de Oahu, isla en que está Pearl Harbor, poco antes del amanecer del 7 de Diciembre (hora de Hawai), cuando los portaaviones viraron en redondo y pusieron proa al viento norte. Ya ondeaba en lo alto de cada mástil la bandera de combate. Las cubiertas de vuelo vibraron con el ruido de los motores que se estaban acabando de calentar. Luego, con una lámpara verde que describía un círculo, se dio la orden: «¡Despegar!» Los bramidos del motor del primer caza fueron en aumento y, súbitamente, el avión despegó sin tropiezos.
Cada vez que un avión se lanzaba al aire, la gente lo vitoreaba ruidosamente. A los quince minutos, 183 aeronaves bajo mi mando habían despegado de los seis portaaviones y se formaban en el cielo, sin otra orientación que las luces de señales de los aviones guía. Había 49 bombarderos (yo volaba en uno de ellos); a mi derecha y un poco más abajo, 40 aviones torpederos; a mi izquierda y unos 200 metros más arriba, 51 bombarderos de picada; la fuerza protectora de la formación estaba constituida por 43 aviones caza. A las 7,00 hs. calculé que debíamos llegar a Oahu en menos de una hora; pero como volábamos sobre espesas nubes, no podíamos ver la superficie del agua y, por lo tanto, nos era imposible comprobar la desviación. Busqué en la radio la emisora de Honolulu y no tardé en oír la música. Volví la antena y encontré la dirección exacta de donde provenía la emisión, lo cual me permitió rectificar el rumbo. Nos habíamos desviado cinco grados. Luego escuché el parte meteorológico de Honolulu: «Cielo parcialmente nublado, con la mayor parte de las nubes sobre las montañas. Visibilidad, buena. Viento Norte, diez nudos». ¡La fortuna nos sonreía! No era posible haber imaginado condiciones más favorables. Las nubes tendrían boquetes por los cuales podríamos ver la isla.
A eso de las 7,30 hs. las nubes se rasgaron de pronto y divisamos la larga línea de la costa. Nos encontrábamos sobre la punta de Oahu. Había llegado la hora de desplegarnos. El informe de uno de los dos aviones de reconocimiento que se habían adelantado, nos comunicó la posición de diez acorazados, un crucero pesado y diez cruceros ligeros. Cuando nos dirigíamos hacia nuestros objetivos, se despejó el cielo, y empecé a examinar con los prismáticos nuestros probables blancos. Allí estaban, en efecto, los buques. «Comunique a todos los aviones –ordené a mi radiotelegrafista- que empiecen el ataque».
Eran las 7,49 hs. Las primeras bombas cayeron en el aeródromo de Hickam, donde estaban formados los grandes bombarderos. Los siguientes lugares alcanzados por nuestros proyectiles fueron la Isla de Ford y el aeródromo de Wheeler. Al poco rato comenzaron a elevarse, de las tres bases, enormes masas de humo negro. Mi grupo de bombarderos se mantuvo al Este de Oahu, más allá de la punta meridional de la isla. En el cielo no se veían más que aviones japoneses. Los buques del puerto parecían dormidos todavía. La radio de Honolulu continuaba transmitiendo su programa con toda normalidad. ¡Habíamos logrado sorprenderlos! Consciente de la ansiedad de nuestro estado mayor, di orden de enviar a la escuadra el siguiente mensaje: «Hemos conseguido ataque por sorpresa. Ruego envíen este parte a Tokio». Pronto empecé a ver surtidores de agua alrededor de los buques. Nuestros aviones torpederos estaban en funciones. Ya era tiempo de que entraran en acción los bombarderos. Ordené, por lo tanto, a mi piloto que hiciese una pronunciada inclinación lateral, lo cual era la señal de ataque. Mis diez escuadrillas quedaron formadas en una sola columna con intervalos de 200 metros: una formación espléndida. Cuando mi grupo inició el bombardeo, las baterías antiaéreas de los buques y de la costa, revivieron repentinamente. Surgieron, acá y allá, grandes vellones grises oscuros que se fueron multiplicando hasta nublar el cielo. Los proyectiles estallaban tan cerca de nuestros aviones que éstos se estremecían. Me asombró la celeridad del contraataque, que no tardó en producirse, cinco minutos después de haber caído la primera bomba. La reacción japonesa no habría sido tan rápida; el carácter japonés es adecuado para la ofensiva, pero no se adapta tan pronto a la defensiva.
Mi grupo se dirigió al «Nevada», que estaba anclado al extremo Norte de la fila de acorazados, al Este de la Isla de Ford. Ya estábamos por soltar las bombas cuando nos metimos entre las nubes. El piloto de nuestro bombardero guía, empezó a mover las manos de atrás hacia delante, para indicarnos que teníamos que pasar sin descargar las bombas. Entonces volamos en círculo sobre Honolulu en espera de otra oportunidad. Entretanto, otros grupos iniciaron maniobras de ataque, pero algunos tuvieron que hacer hasta tres intentos antes de conseguir lanzar las bombas. De pronto hubo una explosión colosal en la fila de los acorazados. Una enorme columna de humo rojizo se elevó unos 300 metros y una violenta sacudida llegó en ondas hasta nuestro avión. Debía de haber saltado un polvorín. El ataque estaba en su apogeo; el humo de los incendios y de las explosiones cubría casi todo el cielo sobre Pearl Harbor. Examinando la fila de acorazados con los prismáticos, vi que la gran explosión había ocurrido en el «Arizona». Estaba envuelto en llamas, y como el humo que despedía ocultaba al «Nevada», que era el blanco de mi grupo, busqué otro buque al cual atacar. El «Tennesee» estaba ya ardiendo, pero después de él se hallaba el «Maryland». Di orden de hacer a este último buque objeto de nuestra puntería y volvimos a meternos en la cortina de fuego antiaéreo. Cuando nuestro bombardero guía dejó caer su carga, pilotos, observadores y radiotelegrafistas de los otros aparatos gritaron a un mismo tiempo: «¡Descarguen!»...y soltamos todas nuestras bombas. Me tiré inmediatamente al suelo para observar por la mirilla. Cuatro bombas en perfecta formación se hundían en el espacio. Fueron haciéndose más y más pequeñas y por fin desaparecieron, a tiempo que se percibían unos destellos blancos. Vistas desde gran altura, las bombas que no aciertan al blanco son mucho más visibles que los impactos directos, porque forman en el agua grandes ondas concéntricas fácilmente perceptibles. Al observar dos de aquellos círculos y dos pequeños destellos, grité: «¡Dos impactos!» Quedé plenamente convencido de que habíamos causado considerables daños. Ordené el retorno a los portaaviones de los bombarderos que habían completado sus ataques, pero yo continué volando sobre Pearl Harbor, tanto para controlar como para dirigir operaciones que todavía estaban en curso.
Pearl Harbor y sus alrededores eran la viva estampa del caos. El «Utah» había zozobrado. El «West Virginia» y el «Oklahoma», con los flancos medio volados por los torpedos, escoraban pesadamente en un inmenso charco de aceite. El «Arizona» se inclinaba marcadamente a un lado, envuelto en llamas. El «Maryland» y el «Tennesee» ardían. El «Pensylvania», varado en dique seco, estaba ileso. Durante el ataque, muchos de nuestros pilotos pudieron observar, los valerosos esfuerzos de los aviadores estadounidenses para lanzarse al aire con sus aviones. Aunque eran muy inferiores en número, no vacilaron en entablar desigual combate con nuestras fuerzas. Los resultados que obtuvieron fueron insignificantes, pero su valor suscitó nuestro respeto y admiración. Los aeroplanos de la primera oleada de ataque tardaron como una hora en cumplir su misión. Cuando emprendieron el regreso a los portaaviones (después de haber perdido tres cazas, un bombardero de picada y cinco aviones torpederos, ya se iniciaba la segunda oleada con 171 aviones. Para entonces, las nubes y el humo cubrían de tal modo el cielo, que los aviones localizaban con dificultad sus objetivos. Para complicar aún más sus problemas, el fuego antiaéreo de los buques y de tierra era ya muy intenso. El segundo ataque alcanzó un mayor radio de acción, hizo blanco en los acorazados menos damnificados y en los cruceros y destructores que habían resultado indemnes. También este ataque duró una hora, pero a causa del creciente fuego enemigo tuvimos más bajas: seis cazas y catorce bombarderos de picada.
Cuando las fuerzas del segundo ataque iniciaron el retorno a los portaaviones, volé sobre Pearl Harbor una vez más para observar los resultados y tomar fotografías. Conté cuatro acorazados definitivamente hundidos y tres seriamente averiados. Otro parecía estarlo ligeramente y los daños causados a los buques de otros tipos eran considerables. La base de hidroaviones de la Isla Ford era una hoguera y también los aeródromos, principalmente el de Wheeler. No era posible determinar en detalle los daños causados a los aeródromos, pues lo impedía la densa capa de humo que los cubría, pero no cabía duda de que habíamos destruido buena parte de la fuerza aérea de la isla. En las tres horas en que mi avión estuvo volando por aquella zona, no tropezamos con ningún avión enemigo. Quedaban, sin embargo, varios hangares intactos, y nada tendría de particular que en alguno de ellos hubiera todavía aparatos utilizables.
Mi avión fue uno de los últimos en reintegrarse a la escuadra. Cuando llegué, ya se estaban formando en las cubiertas de vuelo los aviones reabastecidos y preparados para una tercera oleada de ataque. En seguida me llamaron al puente. Mientras esperaban mi informe, los miembros del estado mayor del vicealmirante Nagumo habían estado discutiendo acaloradamente si convenía o no lanzar otro ataque.
Les informé lo siguiente: «cuatro acorazados están definitivamente hundidos. Hemos causado gravísimos quebrantos en aeródromos y bases aéreas, pero hay todavía muchos objetivos que deben ser atacados».
Recomendé con insistencia el tercer ataque, pero el vicealmirante Nagumo, tomando una decisión que ha sido desde entonces objeto de muchas críticas por los expertos navales, optó por retirarse. Inmediatamente se izaron las banderas de señales y nuestros buques salieron rumbo al Norte a toda marcha.
fuente: Historias Secretas de la Última Guerra (United States Naval Proceedings)
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