El accidente de Castro Fox
Memorias del Capitán de Navio (RE) VGM Rodolfo Castro Fox, Comandante de la EA33.
El día domingo 9 de agosto de 1981 era catapultado a bordo del A-4Q 3-A-303, en horas de una tarde muy apacible. Estaba efectuando recalificación y ya había completado dos enganches en el 3-A-307 durante la mañana.
“Cubierta estable, viento 28/30 nudos”. La voz del señalero me transmitía por radio las condiciones existentes para el anavizaje en el portaaviones “25 de Mayo”.
“03, pelota, tres cinco” fue mi respuesta al observar la indicación de luz amarilla que proyectaba el sistema estabilizado indicador de la pendiente de aproximación de la banda de babor del buque. Al mismo tiempo confirmaba la cantidad de cientos de libras de combustible del avión.
Finalizaba mi giro de básica para enfrentarme en la pierna final con 500 pies de altura y abajo a la izquierda quedaba la blanca estela del buque que contrastaba con un mar casi calmo de tonalidad azul verdoso. Adelante una gruesa “T” invertida pintada de amarillo indicaba el comienzo de la pista angulada en 8 grados con respecto a la crujía del portaaviones y sobre su derecha, la “isla” repleta de balcones, antenas y la chimenea del buque desde donde surgía una columna de humo que se alineaba rápidamente al viento relativo, corriendo paralela al eje de la pista angulada.
Mi atención se distribuía en mantener la “pelota” centrada con respecto a la línea de referencia verde que materializaban focos a sus costados, el indicador de ángulo de ataque en “Donna” con la luz del semáforo en amarillo y la alineación con respecto al eje de pista que se iba desplazando ligeramente hacia la derecha por el movimiento del buque.
Suaves movimientos con el acelerador y controles de vuelo mantenían las referencias, y al motor en un régimen entre 80 y 90 porciento de sus 8200 libras de empuje.
La elevada popa del buque se balanceaba lentamente y el ruido agudo de la turbina era quebrado por las indicaciones del Oficial Señalero a través de la radio.
Contaba en mi haber con mas de 250 enganches, pero la atención y tensión eran las de siempre. No hay oportunidades para el descuido; sólo después del vuelo se puede recrear en el recuerdo y reconfortarse con esta actividad tan intensa y querida por los aviadores navales.
El portaaviones aumentaba rápidamente su tamaño; crucé su popa con 130 nudos de velocidad y con pelota centrada llegué a la zona de los seis cables de frenado. Al momento del toque en cubierta llevé con un movimiento mecanizado de la mano izquierda el acelerador al 100 por ciento al mismo tiempo que con el pulgar de esa mano accionaba el "switch" para entrar el freno de picada y poder despegar de nuevo en caso de que el avión no enganchara.
Simultáneamente comenzó la desaceleración del avión. Había tomado el cable número tres, en el eje de la pista, y mi cuerpo era contenido por las correas que me aseguraban al asiento a través del torso, mientras que mi cabeza se desplazaba libremente hacia delante.
Momento preciso en que el 3-A-303 corta el cable de frenado y sigue hasta el mar
La nariz del avión, ahora baja, se estremecía con movimientos laterales oscilantes a consecuencia de la gran desaceleración que sufría al detenerse las 14500 libras de peso del avión a una velocidad relativa de 100 nudos en una distancia inferior a los 60 metros.A mi frente el océano, separado por escasos metros de cubierta.
Súbitamente, cuando estaba a muy poca velocidad y reduciendo el acelerador hacia el mínimo, mi cuerpo se apoyó contra el respaldo del asiento y mi cabeza dio bruscamente contra la almohadilla del mismo. El avión se había liberado del cable al cortarse el mismo y aceleraba su carrera. Instintivamente llevé el acelerador a la posición de cien por ciento por el hábito adquirido en los toque y siga o "bolters" sobre cubierta, por estar acelerándome.
Esta vez no tenía velocidad suficiente para despegar de nuevo, como me ocurriera cuatro años antes con este mismo avión, e inmediatamente reduje de nuevo el acelerador al mismo tiempo que ponía pie derecho para tratar de llevarlo hacia el eje de la pista axial y tener mayor espacio para intentar frenarlo. Allí tendría unos 50 metros más de cubierta, pero la velocidad era excesiva para frenarlo y el avión derrapaba hacia la banda de babor. Escuché la voz del señalero que por radio me gritaba" ¡Eyecte – Eyecte!" y mi reacción fue instintiva: con la mano derecha accioné la palanca inferior del asiento de eyección, sentí una sorda explosión detrás mío y la cabina accionada por el cartucho que había disparado se desprendió hacia atrás.Ahora -pensé -saldría empujado por el cohete del asiento, pero el asiento no salió.
El avión continuó su carrera hacia el fin de la pista angulada ; la rueda de nariz se hundió en el balcón de ese sector y el avión pasó sobre un montaje antiaéreo de 40 mm, al mismo tiempo que giraba bruscamente a la izquierda por ser la rueda de ese lado la primera en perder contacto con la pista.
Dejé de ver la cubierta; caía al mar desde 13 metros con el avión invertido y fuertemente sujeto al asiento de eyección con las correas superiores e inferiores. No habían transcurrido 5 segundos desde el momento que el cable se había cortado, y yo perdía el conocimiento cuando impacté contra el agua.
Todas estas acciones e imágenes, desde que reconozco la emergencia cuando el cable se corta, las recuerdo vívidas en un tiempo que transcurre como si fuera en cámara lenta hasta que el avión cae al mar al morir la tarde.
Es a partir del momento en que me estaban trasladando en un helicóptero Sea – King en horas de la noche hacia el Hospital Naval de Puerto Belgrano distante unas 100 millas, que comienzo a recobrar la conciencia y hasta llego a pensar que atado como estaba a la camilla, pocas probabilidades tendría de sobrevivir a un amerizaje en esa noche.
Qué ocurrió luego de caer al mar lo supe con posterioridad por las narraciones de todos los protagonistas, pero no he logrado recordar ninguno de esos momentos.
Al golpear el avión contra el agua en posición de nariz abajo e invertido se produjo la eyección del asiento y debo de haber salido como un torpedo hacia el fondo del mar propulsado por el cohete que en ese momento encendió. En caso contrario hubiera corrido la suerte del avión, dirigiéndome al fondo del océano.
El estado de mi brazo izquierdo era una evidencia de la fuerza con que el asiento abandonó al avión. Tenía la mano izquierda sobre el acelerador, lo que es un grave error en la eyección, y mi antebrazo sufrió las consecuencias de salir entre medio del costado interno de la cabina y la superficie lateral del asiento que dejan un escaso espacio. Por tal razón sufrí las fracturas de cúbito, radio y troquiter, además de la luxación escápulo humeral.
El asiento prosiguió, a través de los diferentes cartuchos explosivos, con su secuencia que destraba el correaje al torso, infla las vejigas para separarme del asiento e inicia la salida del pilotín extractor del paracaídas. Si esta secuencia hubiera fallado, hubiese seguido hasta el fondo del mar atado al asiento.
Vestido como estaba, con traje antiexposición que retiene aire entre el cuerpo y la tela, mas el resto del equipo de vuelo: torso, chaleco de supervivencia y anti-g aún secos, mi cuerpo comenzó un lento ascenso hacia la superficie por la flotabilidad positiva. Quienes luego de casi dos minutos me vieron aparecer en la superficie cuentan que yo braceaba con la derecha. Inmediatamente el Alouette en estación de rescate y a los comandos el entonces Capitán de Corbeta Carlos Espilondo se acercó a mi posición y dos nadadores se arrojaron al mar, para luego de desprenderme el paracaídas, pasarme la eslinga de rescate bajo los hombros.
Fui izado con el guinche del helicóptero al mismo tiempo que iniciaba su traslado, pero yo no lo acompañé mucho trecho: inconsciente y con el hombro luxado, mis brazos se alzaron dejando deslizar la eslinga y nuevamente caí al mar. Esta vez los hombres “ranas” debieron nadar a mi nueva posición, y cuando llegaron, sacarme de debajo de la superficie, pues con el equipo mojado ya no tenía flotabilidad positiva y habían cometido el error de no inflarme el chaleco salvavidas.
La eslinga la engancharon al mosquetón que para estos casos se lleva en el torso de vuelo y esta vez sí me izaron al Alouette.
Cuando me depositaron en cubierta de vuelo la primera maniobra fue sacarme toda el agua que había en mi interior y rápidamente por el ascensor de proa en cubierta de vuelo me llevaron en camilla hacia el quirófano.
En ese camino sufrí mi primer paro cardiorespiratorio, del cual me recuperaron.
Durante mucho tiempo no respondía a estímulos externos, y en quirófano sufrí mi segundo paro cardiorespiratorio del cual también me sacaron. Los médicos días más tarde me preguntaron si recordaba cómo me habían recuperado de estos paros. Ante mi negativa se sintieron aliviados.
Presentaba Politraumatismo, Asfixia por inmersión, Pulmón en shock, Paro cardiorespiratorio, Traumatismo de cráneo con pérdida de conocimiento; Traumatismo biorbitario, Fractura cúbito radial y costilla izquierda, Luxación glenohumeral anterior izquierda, Herida submentoniana, supreauricular y palperal izquierda, Hematoma bipalperal; Equiomosis conjuntiva bilateral y escoriaciones múltiples, según lo informaba en el parte de accidente el entonces Capitán de Corbeta Médico Edgar Coria, quien me había atendido junto a los médicos del grupo aeronaval.
Esa noche ingresaba a la sala de Terapia Intensiva del Hospital, donde permanecería durante cuatro días.
A medianoche, el Capitán de Corbeta Jorge Philippi y Graciela, su señora, llamaban al departamento donde vivíamos en Bahía Blanca para avisarle a Stella de mi accidente e internación. Unos meses después sería yo quien le avisara a Graciela de la desaparición de su marido durante el conflicto Malvinas.
Mi aspecto debe de haber sido realmente desagradable, con edemas, derrames, costuras, etc., y a ese punto llegué en conclusión cuando noté que quienes me visitaban en Terapia Intensiva y que no eran médicos, pronto se retiraban pálidos. Las enfermeras no quisieron, con excusas pueriles, facilitarme un espejo que solicité en varias oportunidades para verme.
Aún días después, ya en habitación común, cuando mis hijos pudieron visitarme, quedaron realmente impresionados. Si alguno pensaba en seguir medicina, creo que frustré su carrera. Entre los factores que me ayudaron a sobrevivir a las posibles secuelas neurológicas del accidente, según los especialistas, estaban el frío del agua y el hecho de haber estado respirando durante el vuelo oxígeno cien por ciento. El A-4 no tiene sistema a demanda que mezcla oxígeno al aire de cabina, sino un equipo de oxígeno líquido con su convertidor y regulador que proveen oxígeno puro.
Pero creo que el “Tata Dios” no me tenía previsto en ese día o se equivocó en el listado San Pedro.
Superado el riesgo mayor de las posibles complicaciones pulmonares o renales, comenzó el calvario de la recuperación del brazo izquierdo. Operado con clavos tutores en ambos huesos del antebrazo, estrené un yeso que llevaría durante mas de tres meses con modificación de posturas, tamaños, etc.
Declarado sin servicio para el vuelo, cada dos meses pasaba por la Junta de Reconocimientos Médicos, que informaba sobre mi recuperación sin secuela de los diversos traumatismos, escoriaciones, neumonitis intersticial, etc., pero seguía afectado mi brazo izquierdo y de tal manera que existían grandes restricciones de movimiento.
Concurría a la Escuadrilla para realizar las tareas de Segundo Comandante, pero miraba con envidia cómo volaba el resto de los pilotos.
Hacia fines de año, se entregaron los premios de las ejercitaciones de armas del año 1980 en una ceremonia llevada a cabo en el Salón de Actos de la Base Naval Puerto Belgrano. Me tocó subir a recibir el premio del diario “La Capital” de Rosario, por el mejor promedio anual individual de tiro aéreo entre todos los pilotos de escuadrillas de ataque. Al verme con el brazo enyesado alguno comentó jocosamente "¡Como hubiera sido con los dos brazos!".
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